Capítulo 26

Recupero la consciencia con Jesse acostado entre mis piernas y frotándome la nariz con la suya. Me obligo a abrir los ojos.

—Buenos días, señorita.

Refunfuño y me desperezo a gusto. Qué bien he dormido. Cuando me despierto, noto la erección matutina de Jesse entre las piernas. Una sonrisa asoma en las comisuras de sus labios.

Me contoneo debajo de él.

—Buenos días.

Con un solo movimiento, se adentra en mí. Por lo que se ve, hoy ya es un gran día. Me agarro a sus bíceps tensos y él se apoya en los antebrazos y marca un ritmo firme y constante.

Abre los ojos.

—Me encanta el sexo soñoliento contigo.

Contemplo su rostro tranquilo y sereno y dejo que me arrastre al paraíso. Me despierta de golpe cuando me da la vuelta, sin salir de mí, y de repente estoy a horcajadas sobre él. La gravedad me hace más sensible a su invasión.

—Móntame, Ava. —Tiene la voz ronca y los ojos hambrientos le brillan con la luz de la mañana. Me coge de las caderas y yo planto las palmas de las manos en sus pectorales.

Lo miro.

—¿Mando yo?

Sonríe.

—A ver qué se te ocurre, nena.

Levanta las caderas para ponerme en movimiento.

¡De acuerdo! Lo miro fijamente a los ojos parduzcos y medio dormidos y, con cuidado, me aparto de sus caderas. Me mantengo unos segundos en el aire para provocarlo un poco y observo incendiarse su cara, ansiosa de fricción. Entonces, despacio, bajo de nuevo con igual precisión para que me penetre hasta el fondo, lo más adentro posible, hasta que noto que me toca el útero. La sensación hace que Jesse entre en barrena.

Echa la cabeza atrás y gime con tanta fuerza que rebota en el dormitorio. Sonrío para mis adentros. Es mi oportunidad de recuperar el poder y voy a aprovecharla al máximo.

—¿Otra vez? —pregunto llena de confianza en mí misma. Esto va a encantarme.

—¡Sí, joder! —jadea.

—Cuidado con esa boca —me burlo, y vuelvo a levantarme y a caer con total precisión mientras me restriego en círculos contra él. Repito el tortuoso movimiento una y otra vez observando cómo se desmorona debajo de mí.

Levanta las manos para acariciarme los pechos, traza pequeños círculos con los pulgares alrededor de los pezones duros. Vuelvo a levantarme y hago una pausa en el punto álgido. Tiene los ojos cerrados y la boca entreabierta. Me cuesta mantener el control encima de él.

—¿Bajo?

—Sí, por Dios.

Desciendo de nuevo y veo cómo se le deforma el rostro, un síntoma claro de su sufrimiento. No va a poder soportarlo mucho más tiempo. Percibo el esfuerzo en su mandíbula tensa y en la frente arrugada. Gime y me aprieta los pechos con más fuerza, lo cual logra enviar una sensación punzante y dolorosa a mi sexo. Yo sí que no voy a poder soportarlo mucho más tiempo. Estoy a punto de correrme y necesito que él también lo esté cuando descienda.

Me alejo de nuevo y observo cómo espera que vuelva a descender despacio. No lo hago. En vez de eso, lo dejo sin aliento y caigo con fuerza, empalándome hasta el fondo en su sexo. Muevo las caderas en círculo, con fuerza, más adentro.

—¡Por Dios bendito! —ruge y al instante gotas de sudor le perlan la frente. Recoloco las caderas para asegurarme la penetración perfecta y me aprieto contra él con más intensidad. Sí, voy a hacer que me supliques.

—Joder, joder, joder, Ava. ¡Voy a correrme!

—Espera —ordeno.

Abre los ojos sorprendido. Están llenos de desesperación. Vuelvo a mover las caderas, él cierra los párpados con fuerza y la arruga de su ceño se hace más profunda que nunca. Le está costando la vida. Sólo necesito uno más…

—Ava, no puedo —me implora.

—¡Mierda! Espera.

—¡Esa boca! —grita con los ojos todavía cerrados para poder concentrarse mejor. Lo está matando.

—¡Que te den, Jesse!

Abre los ojos de golpe a modo de advertencia ante mi lenguaje vulgar, pero me importa un carajo. Apoyo las manos con fuerza en las suyas y uso los músculos de las piernas para levantarme otra vez, quedar suspendida sobre él y hundirme de golpe para que se clave del todo en mí.

Vuelvo a levantarme.

—¡Ahora! —grito, y me dejo caer con todas mis fuerzas. Mi cuerpo explota y entro directamente en órbita. Apenas soy consciente de los gemidos ahogados de Jesse cuando noto que me invade un líquido tibio que calienta todo mi ser. Caigo sobre su pecho hecha un ovillo exhausto. Misión cumplida.

Me quedo derrumbada sobre él, derritiéndome al ritmo de sus dedos, que me acarician la espalda. Su erección en retroceso palpita de manera constante en mi interior. Los latidos de ambos corazones chocan entre nuestros pechos mientras intentamos recobrar el aliento. Los dos estamos repletos.

—Me encanta el sexo soñoliento contigo —susurro.

Me besa en la coronilla.

—Excepto por esa boca tan sucia que tienes. —Su voz está llena de desaprobación.

Me río y lo miro. Le paso los dedos por la mejilla sin afeitar. Me encanta cuando no se ha afeitado. Inclina la cabeza hacia mi caricia, me besa los dedos y me devuelve la sonrisa.

—No creo que podamos llamar a esto sexo soñoliento, nena.

—¿No?

—No. Tendremos que pensar en un nombre nuevo.

—Vale —accedo, completamente satisfecha. Vuelvo a apoyar la mejilla en su pecho y dibujo espirales alrededor de su pezón dorado.

—¿Cuántos años tienes, Jesse?

—Veintinueve.

Me río con sorna, pero de repente se me ocurre que no tendré forma de saber cuándo llegaremos a su verdadera edad. Yo apuesto por treinta y cuatro. Son ocho años más que yo, puedo vivir con eso.

Suspiro.

—¿Qué hora es?

Una hora más me vendría de perlas.

Me aparta de su pecho.

—Me olvidé el reloj abajo. Iré a ver.

—Necesitas un reloj aquí —gruño cuando se levanta de la cama y me deja helada y desnuda sin él.

—Me quejaré a la decoradora.

No le hago ni caso. Doy media vuelta y me acurruco abrazada a la almohada. Ésta es la cama más cómoda en la que haya dormido nunca. Hice un buen trabajo.

—Las siete y media —lo oigo gritar desde abajo.

Me levanto de un brinco.

—¡Mierda!

Salto de la cama y corro a la cocina.

—Tienes que acercarme a casa.

Se sienta, tranquilo y relajado, en un taburete de la barra de desayuno. Está en cueros y comiendo mantequilla de cacahuete directamente del tarro con el dedo.

—Tengo cosas que hacer hoy —dice sin mirarme.

¡Me pone enferma! Sin duda, es una estratagema para retenerme aquí. Al fin y al cabo, dijo que no iba a poder andar y sí que puedo. Cogeré el metro y solucionado. Busco mi ropa por el suelo, donde la tiré anoche: ni rastro.

—Jesse, ¿dónde está mi ropa?

Se mete un dedo cubierto de mantequilla de cacahuete en la boca, lo chupa y se lo saca despacio con un pequeño «pop».

—No tengo ni idea —dice muy serio y como si la cosa no fuera con él.

¿Dónde la habrá escondido, el muy traidor? No puede estar lejos. Busco por el apartamento levantando, apartando, abriendo puertas de armarios y mirando detrás de los muebles. Vuelvo a la cocina y me lo encuentro ahí sentado todavía, desnudo y tan guapo que hasta me cabrea. Mi frenesí no le afecta lo más mínimo.

No tengo tiempo para esto. No puedo llegar tarde a trabajar.

—¿Dónde está mi puta ropa? —grito.

—¡Esa puta boca!

Lo miro y sacudo la cabeza. Lo siguiente que hará será lavarme la boca con jabón.

—Jesse, nunca había dicho tacos hasta que te conocí… Tiene gracia, ¿no crees? Necesito ir a casa para poder arreglarme e ir a trabajar.

—Ya lo sé.

Y se mete en la boca otro dedo cubierto de mantequilla de cacahuete.

—¿Dónde está mi ropa? —Intento preguntarlo con calma, pero si no me la devuelve ya mismo voy a volver al modo cabreo. No puedo llegar tarde.

—Está… por ahí. —Sonríe con el dedo en la boca.

—¿Dónde es por ahí? —pregunto mientras pienso lo mal que me cae hoy el Jesse travieso.

—Si te lo digo, tendrás que darme algo a cambio.

¡La mujer cabreada está aquí!

—¿Qué? —le grito.

—No bebas mañana por la noche. —No hay emoción en su rostro.

Lo miro con furia y lo veo luchar para controlarse y no echarse a reír. ¡Cerdo conspirador! Me tiene acorralada, desnuda, llego tarde a trabajar y necesito que me lleve a casa.

De pie, considero el trato. Si soy sincera, no pensaba emborracharme mucho, especialmente después de mi actuación del sábado pasado. Ni siquiera le he preguntado todavía a Kate si está libre, pero no quiero que don Controlador piense que puede dictar todos y cada uno de mis movimientos. Como dar la mano y que te tomen el brazo.

—¡De acuerdo!

Total, ¿cómo va a enterarse de si me tomo una copa?

Parece sorprendido.

—Ha sido más fácil de lo que creía. ¿Comemos juntos?

—Vale, pero ¡dame mi ropa!

—¿Quién manda aquí, Ava? —pregunta.

No tengo tiempo para llevarle la contraria.

—Tú. ¡Ahora tráeme mi ropa!

—Correcto.

Camina pavoneándose hacia la nevera —con un toque de arrogancia extra dedicado a mí— y abre la puerta.

—Aquí tienes, señorita.

¿Estaba en el frigorífico? En fin, nunca se me habría ocurrido buscar ahí. Se la quito de las manos y me levanta una ceja en señal de advertencia. Me da igual. Voy a llegar tardísimo. Observa cómo me pongo los pantalones capri a tirones y dando saltitos como una loca. Doy un respingo cuando la tela fría me roza la piel.

—¿Me da tiempo a ducharme? —Lo pregunta en serio.

—¡No!

Se ríe, me da una palmada en el trasero y sale a paso lento de la cocina.

Jesse me lleva a casa con su estilo de conducción habitual: tan rápido que da miedo y sin ninguna paciencia, pero hoy doy gracias.

Me espera en el coche haciendo llamadas mientras yo me ducho y me arreglo en tiempo récord. Me pongo unos pantalones pitillo negros, una camisa blanca y mis bailarinas rojas de Dune. Lista para correr. Mi pelo está ingobernable porque anoche no me lo sequé con secador, así que me hago un recogido informal. Ya me maquillaré en el coche.

Corro por el descansillo y choco con Sam. Está medio desnudo. ¿Es que ahora vive con nosotras? «¡Ponte algo de ropa encima!»

—Siempre vas corriendo, chica —se ríe. Paso junto a él como un rayo de camino a la cocina para coger un vaso de agua y tomarme la píldora.

—¿Has pasado una buena noche?

Asiento mientras me bebo el agua. Él sigue de pie, sin ningún pudor, en la puerta de la cocina, hecho un desastre. No voy a preguntarle si él también ha pasado una buena noche. Está clarísimo.

—¿Dónde está Kate? —pregunto.

Sonríe.

—La he atado a la cama.

Abro los ojos como platos. No tengo ni idea de si lo dice en serio o no. Es un bromista.

—Dile que la llamo luego.

Espero a que Sam se aparte y me deje salir.

—Hasta luego —me despido ya corriendo escaleras abajo.

—¡Oye, dile a Jesse que no podré ir a correr hoy! —grita desde la cocina.

Avanzo a toda velocidad por el sendero que lleva a la calle, donde Jesse está mal aparcado y quitándose de encima a un guardia de tráfico que bloquea la puerta del copiloto. Espero a que el guardia termine de leerle la cartilla a Jesse, pero parece que tiene mucho que decir.

—Apártese para que la señorita pueda entrar en el coche —gruñe Jesse. El guardia no le hace caso y empieza a soltar un discurso sobre el abuso verbal y la falta de consideración hacia otros usuarios de la vía.

—Disculpe —intervengo. A ver si la educación funciona, ya que la agresividad de Jesse parece no hacerlo. Pasa de mí. Maldición, voy a llegar supertarde.

—¡Por el amor de Dios! —Jesse abre la puerta, rodea el coche a grandes zancadas y planta cara al guardia de pie sobre el asfalto. El pobre hombre empequeñece con claridad ante la presencia de Jesse y se aparta a toda prisa.

Me abre la puerta, espera a que me siente en el coche antes de cerrarla de un portazo, maldice un poco más y se sienta detrás del volante. Salimos rugiendo calle abajo, demasiado rápido.

—Sólo está haciendo su trabajo. —Bajo el espejo y empiezo a sacar el maquillaje.

—Fracasados hambrientos de poder incapaces de entrar en la Policía —gruñe. Me mira y sonríe—. Estás preciosa.

Me río.

—Mira a la carretera. Ah, Sam dice que hoy no puede salir a correr contigo.

—Cabrón perezoso. ¿Sigue allí? —pregunta mientras adelanta a un taxi.

Me agarro a un lateral de mi asiento. El maquillaje va a acabar esparcido por todas partes.

—Tiene a Kate atada a la cama —murmuro a la vez que me aplico la máscara de pestañas.

—Es probable.

Me vuelvo hacia él con el cepillo para pestañas suspendido ante mis ojos.

—No pareces sorprendido.

—Porque no lo estoy. —Me mira con el rabillo del ojo.

¿No está sorprendido? ¿A Sam le van los rollos raros?

—No quiero saberlo —farfullo, y vuelvo a centrarme en el espejo.

—No, no quieres saberlo —dice tan pancho.

Paramos cerca de mi oficina, pero lo bastante lejos como para que nadie me vea bajar del Aston Martin de Jesse. Sigo intentando adivinar cómo se tomaría Patrick todo esto. Jesse no ha mencionado la ampliación desde el domingo, y no creo que a mi jefe le haga gracia que le diga que no estoy diseñando nada para el señor Ward, sino que me lo estoy tirando.

—¿A qué hora sales a comer? —pregunta. Me acaricia el muslo, lo que me provoca las habituales punzadas de placer. No es momento de ponerse cachonda, y eso es precisamente lo que consigue esa caricia.

—A la una —digo con un gritito.

Dibuja círculos en mi muslo. Me tenso un poco.

—Entonces estaré aquí a esa hora.

—¿Justo aquí? —jadeo.

—Sí, justo aquí. —Detiene la mano entre mis piernas.

—Jesse, para. —Cierro los ojos e intento combatir las sacudidas de placer.

Mueve la mano hacia arriba y la sitúa justo en mi sexo, por encima de los pantalones.

Gimo.

—No puedo quitarte las manos de encima —dice con ese tono de voz grave e hipnótico, ese que me nubla el sentido y la razón—. Y no vas a detenerme, ¿verdad?

Pues no. ¡Maldita sea!

Se inclina hacia mí, me coge por la nuca, me acerca a él y aumenta las caricias en mi núcleo. Cuando encuentra mi boca con los labios, gimo. Me arrastra hacia un ritmo celestial mientras me acaricia la lengua con la suya, lento pero seguro, para garantizarme el máximo placer. No puedo creerme que le esté dejando hacer esto en su coche a plena luz del día, pero ha provocado algo y no puedo entrar en la oficina con el anhelo de un orgasmo abandonado y a la espera dentro de mí. Necesito aliviarme o no podré concentrarme en todo el día.

Las espirales de deseo se extienden e intensifican y la preocupación de que nos pillen desaparece sin más. Estoy loca por él. Logra causarme ese efecto de mil formas diferentes.

—No lo reprimas, Ava —dice en mi boca—. Te quiero en esa oficina pensando en lo que puedo hacerte.

Llego al clímax y grito cuando aprieta los labios con fuerza sobre los míos; ahoga mis gemidos y suaviza la presión de su mano para calmarme otra vez. Suspiro contra sus labios.

—¿Mejor? —pregunta mientras me da pequeños besos en la boca.

Sí, mucho mejor. El Jesse molesto, travieso y enfurruñado de hace una hora ha desaparecido por completo.

—Ya puedo trabajar tranquila —suspiro.

Se ríe y me suelta.

—Bueno, me voy a casa a pensar en ti y a resolver esto. —Se pone la mano en la zona en que sus pantalones cortos de correr parecen una tienda de campaña.

Sonrío, me acerco a él y le planto un beso casto en los labios.

—Yo podría encargarme de eso —me ofrezco mientras acaricio su erección con la palma de la mano. Abre unos ojos brillantes de placer cuando le meto la mano en los pantalones y saco su masculinidad palpitante, aprieto la base y subo y bajo con la mano un par de veces, despacio.

Deja caer la cabeza hacia atrás contra el reposacabezas del asiento.

—Joder, Ava. Qué gusto.

Sí que da gusto, pero en mi boca te gustaría aún más. Pero ¿qué me pasa? Sigo con unas cuantas caricias controladas y la punta comienza a destellar. Jesse se tensa y gime en el asiento. No debe de faltarle mucho. Bajo la cabeza hacia su regazo y paso la lengua por la cabeza vibrante de la gloriosa polla. Trazo círculos en la punta húmeda. ¿Cuánto aguantará?

Lanza un gemido grave, largo y profundo. Está claro que no le falta mucho.

Sin prisa, deslizo la lengua húmeda por el tronco, lo que hace que se agite un poco más. Después le envuelvo la punta con los labios y me la llevo lentamente hasta el final de la garganta.

Jadea.

—Eso es, nena. Hasta el fondo.

Me paro, noto que el tronco palpita contra mi lengua, exhalo lentamente y vuelvo a la punta. Suspira agradecido.

—Sigue, justo así —me anima al tiempo que me pasa la mano por la nuca.

Sonrío, suelto su erección y la dejo chocar contra su duro abdomen. Abre los ojos y yo me enderezo en el asiento y me limpio la boca.

—Me encantaría, pero ya me has hecho llegar bastante tarde al trabajo. —Salgo del coche de un salto y chillo cuando intenta cogerme.

—Ava, pero ¿qué coño haces?

Cruzo la calle de prisa, y de repente se me ocurre que quizá me persiga y me cargue sobre los hombros. ¿Será capaz?

Me doy la vuelta cuando llego a la acera. Está de pie junto al coche, frotándose la entrepierna con una sonrisa siniestra dibujada en la cara. No puedo expresar mi alivio.

—¿Cuántos años tienes, Jesse? —le pregunto desde la otra acera.

—Treinta. Eso no ha estado bien, pequeña provocadora.

Le lanzo un beso y hago una pequeña reverencia. Él estira la mano para cogerlo, pero la sonrisa maquiavélica no ha desaparecido. Incluso desde aquí puedo ver que la cabeza le echa humo, maquinando. Me doy la vuelta y me voy meneando el culo, satisfecha de mí misma, al menos por ahora. Al fin y al cabo, el que manda es él.