V o las razones y sinrazones del remake

Al igual que todos los niños españoles nacidos en los años 70, durante la década siguiente vi la teleserie V. Como todavía no habían llegado a las pantallas las telenovelas autóctonas o recién empezaban a desarrollarse, los modelos narrativos y, por tanto, vitales eran transmitidos por productos extranjeros. La sentimentalidad venía de América del Sur: sobre todo de Venezuela, donde las telenovelas (Abigail, Topacio) hablaban de ascenso social, de amor y de la selva de los negocios a través del melodrama, la tragicomedia y la teoría de la conspiración familiar. En los Estados Unidos, los productos similares versaban acerca de la conquista del sueño americano y del ejercicio del poder, en el ámbito doméstico y local (Bonanza, Dinastía, Falcon Crest). La misma industria producía las series de acción a las que éramos adictos, que se centraban en la práctica de la justicia al margen de la ley o, al menos, de la oficialidad (El equipo A, El coche fantástico, El halcón callejero), mediante el espectáculo y la teoría de la conspiración política. La aventura y la fantasía, por último, eran nutridas por el ti ni me japonés, que en series como Campeones o Bola de Drac hibridaba la épica y el deporte, las leyendas históricas con la contemporaneidad. En los años 90 tanto los canales de difusión estatal como los autonómicos se afianzaron en la producción de teleseries, en el afán de nacionalizar el melodrama televisivo y proponer lecturas de la democracia española. Con ese giro en la parrilla, cuando terminaba al fin la transición democrática, todos los modelos narrativos comenzaron a coexistir, el telespectador se globalizó, el zapping se adueñó del hogar y comenzaron a producirse en cadena los remakes.

En el párrafo anterior, por supuesto, coexisten varios elementos opinables, discutibles, cuya verdad o falsedad dependen de variables que no siempre se corresponden con datos comprobables ni con hechos contrastables. Si las ciencias pueden aspirar a fórmulas y a leyes, las humanidades deben conformarse con las tendencias y las opiniones que rigen su expresión, el ensayo. En los años 80, Televisión Española llevó a cabo diversas adaptaciones teleseriales de novelas canónicas (como Fortunata y Jacinta o Los pazos de Ulloa). No es tan común pensar las reelaboraciones a la inversa: la serie como punto de partida original. La adaptación cinematográfica de teleseries es casi tan antigua como la misma programación televisiva: en 1954 se estrenó Dragnet, versión de la serie homónima y contemporánea. Pero, aunque durante la segunda mitad del siglo XX encontremos varios largometrajes que adaptan teleseries (como por ejemplo, en los años 70, dos spin-offs inspirados en Dark Shadows y, posteriormente, la serie de películas StarTrek), lo cierto es que el largometraje La familia Adams, que se estrenó en 1991 —en plena efervescencia de Twin Peaks—, actúa como punto de eclosión de un fenómeno que en los últimos veinte años ha sido constante. En la última década del siglo XX, El fugitivo, Maverick, La familia Brady y Misión: imposible; en la primera del XXI, Expediente X, Starsky & Hutch, El coche fantástico, El equipo A, nuevas entregas de Misión: imposible y de Star Trek y un sinfín de películas que se intercalan en la teleserie o actúan como precuela, mundo paralelo, conclusión o secuela de ella. Se ha instaurado la retroalimentación. Y la expansión radial.

El fenómeno de la serialidad, desde sus inicios, fue reversible y múltiple: en 1831, Balzac decidió editar como adelanto capítulos de la obra que estaba escribiendo y, en 1836, Dickens publicó en veinte entregas El Club Pickwick; las novelas y las revistas eran ilustradas y, a finales de siglo, comenzaron a incluir cómic; en los años 10 el cine también se vuelve serial (The Perils of Pauline se proyectó en veinte episodios); en 1928, se estrena la radionovela Amos ‘n’ Andy, que en los 50 se convertirá en teleserie, y Walt Disney inventó a Mickey Mouse; en la década siguiente nacieron Superman y Batman, que serán con el tiempo protagonistas de cómics, radionovelas, teleseries, películas y videojuegos; el inquietante mundo que reconocemos como la marca Hitchcock se serializó en Alfred Hitchcock presenta; Andy Warhol inauguró la producción serial de arte; la película M*A*S*H se metamorfoseó en teleserie.

Adaptaciones, transposiciones, versiones, inspiraciones, causas y efectos: el concepto de paternidad se vuelve complejo.

Como si de un juego de espejos se tratara, en Maverick se descubre, en un brillante golpe de efecto, que el fantasmal personaje llamado Pappy, repetidamente evocado tanto en la serie original como en el filme, está encarnado en el actor James Garner, el Bret Maverick televisivo.

Una de las figuras más fascinantes de Fringe es el «cambiaformas», agentes del otro universo capaces de adoptar el cuerpo de sus víctimas: para matarlos hay que dispararles en el centro de la frente y esperar a que se deshagan en mercurio. El cambio de forma se ha convertido en un recurso constante en la industria del entretenimiento: de videojuego a película, de novela a teleserie, de blog a libro, de cómic a película o a ficción televisiva.

El remake teleserial del cómic The Walking Dead (que se viene publicando mensualmente en los Estados Unidos desde 2003) arroja luz sobre una cuestión fundamental, la que planteó Ronald D. Moore en el proceso de creación de Galáctica a partir de la teleserie original de finales de los años 70: Moore introdujo tantos cambios que optó por utilizar, en lugar de «remake», la palabra «reimagined». Lo mismo podría decirse de The Walking Dead. La primera temporada de la teleserie de AMC, de seis episodios, evidenció diferencias fundamentales, desde su inicio, respecto al cómic en que se inspira. Pese a la existencia de un material de origen, que consiste en una situación (apocalipsis zombi), una comunidad de personajes (varias familias e individuos solitarios, reunidos por las circunstancias excepcionales en un campamento nómada), una estética (gore y documental) y ciertas lineas argumentales (marcadas por la tensión entre el campo, más o menos seguro, y la ciudad de Atlanta, invadida por muertos vivientes, y por el sentido del deber del protagonista), la serie de televisión apostó por un sinfín de variantes sustanciales. La mayoría de ellas respondía a la voluntad de aumentar la tensión episódica y de proyectar lineas argumentales para el futuro: el episodio piloto, por ejemplo, termina con el protagonista, Rick Grimes, encerrado en un tanque y rodeado de zombis, después de haber creado un vínculo entre el personaje y otros dos supervivientes (un hombre afroamericano y su hijo), y de haber enfatizado la tensión del triángulo amoroso en que se inscribirá el futuro desarrollo de la historia. Ésta habla, justamente, de la adaptación a un nuevo contexto. El tránsito entre dos estados (la vida y la muerte, la vida sin zombis y la vida con zombis, el cómic y la teleserie) es solventado mediante el coma en el que se sumerge Grimes antes de que se inicie la ficción. Cuando se despertó, el mundo se había alterado radicalmente. Cuando se despertó, las viñetas eran secuencias.

La propia lectura de una adaptación es excepcional. Constantemente sufres interferencias. Solapas. Contrapones o cotejas o comparas, sin poderlo evitar. Reescribes. Te confundes. Te adelantas, vuelves atrás. Al final del primer volumen del cómic, por ejemplo, el hijo del protagonista, un niño, le dispara al amigo de su padre. Las repercusiones de ese disparo, inexistente en la teleserie, crean un abismo de divergencias, un sinfín de interferencias. Los dos productos se separan aún más, se agrieta el muro interdimensional que separa los mundos paralelos en que habitan. Una muerte que existe en el marco de la viñeta nunca ha existido en el plano que debería haberla acogido.

Un plano huérfano —de nuevo el problema de la paternidad—.

En la reimaginación es difícil satisfacer el reclamo inconsciente del actor original, porque su cuerpo ha envejecido o ha muerto. La nostalgia es simultánea, por dos cuerpos que ya no existen: el de los actores y actrices y el nuestro a aquella edad. Doble orfandad.

Tres son los cuerpos que cualquier espectador de la serie V de los años 80 memorizó para siempre: los de Juliet Parris, Mike Donovan y Diana. Juliet, en la apariencia frágil de la actriz Faye Grant, con la bata blanca y sanitaria. Mike, interpretado por Marc Singer, con la cámara siempre al hombro. Y Diana, la morena y agreste y bella Jane Badler, en el gesto incombustible de sostener a una rata por el rabo, a la altura de los ojos, y hacerla descender hacia el interior de la boca, golosa.

El casting de nuevos actores y actrices es menos importante que la reconceptualización: una obra es inseparable de su contexto histórico, de modo que hay que reflexionar a fondo sobre la nueva época antes de llevar a cabo el traslado. La serie original se inscribe en el fin de la Guerra Fría y en plena Guerra de las Galaxias de Ronald Reagan (ex estrella televisiva cuyo último papel como actor, por cierto, fue en la serie Death Valley Days), quien se obsesionó con frenar el avance internacional del poder soviético mediante una innovación tecnológica basada en el desarrollo informático posfordista. Su política internacional (financiamiento de la contra nicaragüense, invasión de Granada, bombardeo de Beirut y apoyo a Saddam Husein) se debía a la convicción de que el enemigo estaba en el exterior. La serie actual, en cambio, se estrena en un mundo multipolar en el que los grandes progresos tecnológicos no son gigantescos y estratosféricos, para consumo de las potencias, sino mínimos y portátiles, para uso privado; bajo la presidencia de Barack Obama, Premio Nobel de la Paz, y con la paranoia, cada vez más consolidada en los Estados Unidos, de que el enemigo está dentro.

Dos conceptos son fundamentales en la ciencia-ficción televisiva actual: el de Pantalla y el de Terrorismo. Es decir, la representación pixelada y la amenaza interna.

La osadía de Galáctica: Estrella de combateremake de una serie más antigua que V— tuvo que ver con el anacronismo tecnológico: se ambienta conscientemente en un espacio propio del pasado, más cercano a Star Wars que a Matrix, con grandes teléfonos negros y con teclados propios de la Guerra Fría y con radares que parecen extraídos de videojuegos de los años 80. Pese a ser una teleserie del siglo XXI, su representación de la Pantalla es la propia de las películas y de la teleserie del mismo nombre en que se inspira. Como en ellas, aparece desde el principio el exterminio, el holocausto, la fuerza que mueve a las civilizaciones de la ciencia-ficción contemporánea y, estrechamente vinculado a ella, el terrorismo. Los cylons no son más que los hijos de los humanos del grupo terrorista Soldados del Único, la secta que en el capítulo piloto de Caprica provoca una carnicería en un tren lleno de pasajeros.

V también construye la amenaza en términos de aniquilación y exterminio de los seres humanos. Como en Galáctica y como en la mayoría de ficciones futuristas, nuestra tecnología es inferior: pero, no obstante, no sólo sobrevivimos, sino que a menudo conseguimos resistir e incluso vencer. La clave, por supuesto, es el amor. Tanto los cylons como los visitantes se sienten atraídos por las emociones y los sentimientos humanos y pueden convertirse si se implican lo suficiente en su exploración y experimentación de nuestras emociones. El terrorismo no entra en el archivo tradicional de experiencias típicamente humanas, pero se está convirtiendo en una de ellas. No es casual que uno de los integrantes de la resistencia contra los visitantes sea un terrorista profesional, un mercenario que juega a ser agente doble y que se lucra gracias a la información que proporciona a los que vienen de fuera.

En lo que respecta a la Pantalla, V es una teleserie fascinante. En un capítulo, los visitantes construyen una tramoya de tecnología anticuada para engañar a los humanos; tras ese velo, se oculta una tecnología eminentemente táctil, blanca, ultradelgada y transparente. Su manifestación más interesante es el panóptico móvil que crean los visitantes. Convierten cada una de las chaquetas de sus uniformes y de los de sus simpatizantes en cámaras que transmiten en directo lo que ocurre a su alrededor y todas esas imágenes se proyectan en una especie de Super iPad convertido en centro de control de la humanidad. La principal diferencia entre la teleserie ochentera y la actual es precisamente el diseño de las naves espaciales, cuya superficie inferior se transforma en una pantalla gigantesca, gracias a la cual Anne, la malvada líder, se comunica con los humanos. Si el mítico camarógrafo Mike Donovan se ha metamorfoseado en un sacerdote, si la doctora Juliet se ha convertido en una agente del FBI, si el mercenario Taylor ahora es un terrorista, no sorprende que Anne, la experta en pantallas, tenga la asesoría y la colaboración de un periodista televisivo para engañar a la opinión pública. Es decir, si en el imaginario de los años 80 el periodista podía ser el héroe, parece que ahora sólo puede encamar al traidor, al colaborador del poder que desea exterminarnos.

En V, los visitantes se hicieron célebres por su aspecto de reptiles y por su ingestión de pequeños roedores. Era la época de películas como Enemigo mío o La mosca. En la primera temporada de la nueva V los visitantes nunca abandonan su apariencia humana y la dieta de mamíferos es suplantada por apetitosos platos de cocina levemente oriental, minimalista y fusión. Sólo en cierto momento una humana embarazada de un visitante siente la tentación de comerse un ratón. Es un guiño dirigido al espectador nostálgico y cómplice y un recordatorio de que la sutileza narrativa se ha instalado en los códigos de lectura de la teleficción: el intertexto y la alusión. Como los cylons, encamados en atractivos hombres y mujeres, los visitantes son bellos, exteriormente humanos. Por fuera, pantalla que repite incansablemente su mensaje de paz; por dentro, terroristas con una agenda de exterminio. La posibilidad de su humanización es el motor utópico que actúa como subtexto de un guión saturado de atentados, traiciones, revelaciones y giros sentimentales y políticos. Sabemos que esa metamorfosis es imposible, que serán nuestros enemigos hasta el último capítulo de la última temporada, pero verlos como humanos los vuelve menos planos, más tridimensionales. Por eso tiene tanto potencial Fringe, porque en ella los otros son versiones alternativas y absolutamente humanas de nosotros mismos.

V nos obliga a pensar en el remake como procedimiento narrativo. En tanto que reescritura de un texto preexistente, el remake transparenta en cada línea, en cada plano, en cada rostro el referente original. Por tanto, lo que estamos viendo se encuentra, a nuestros ojos, en tensión con lo que vimos. No hablo desde el punto de vista de la producción (de la estética, de la poética, de la intención política del autor o autores); hablo desde el polo de la recepción: el remake opera por superposición y su presencia invoca, plano a plano, la presencia fantasmática del referente reformulado.

En el caso de V, ver esa serie en el año 2010 me enfrenta al niño que yo era en los años 80.

El niño que comía ratones y gusanos de gominola.

El éxito del remake estriba en borrar el original o, al menos, en hacerlo invisible tras un artefacto de desvíos sutiles o de nubes de humo o de fuegos artificiales. V lo consigue no sólo técnicamente, sino también conceptualmente. En la época de los productos transmediáticos, en que la gestación de una obra es simultánea a la de sus versiones en otras plataformas, es decir, en la que la novela o la película o la teleserie puede ser llamada central, pero no original, porque ningún producto es anterior a sus hermanos y por tanto no existe una única raíz, la reescritura explícita de un texto anterior, de un original posible, supone al cabo un ejercicio de resurrección motivado por el romanticismo (en su doble dimensión amorosa y fúnebre).

Para que exista la nostalgia que es la espina dorsal del remake debíamos existir, es decir, ser contemporáneos de la obra original. Pero, aún así, somos otros y el yo actual no existía entonces. Vi V cuando para mí las teleseries no eran más que personajes interactuando según tramas. Ahora las veo como construcciones sofisticadas que proponen diversas lecturas, complementarias o en conflicto, complejas, en el seno de nuestra sociedad mestiza y relacionada.

Soy un remake del que fui en los años 80.

La misma tensión que me une a aquel telespectador niño vincula el original con su reescritura.