The Wire: la red policéntrica
The Wire ensaya respuestas a dos preguntas cruciales para cualquier lector actual interesado en las artes de la representación.
¿Puede la narración televisiva ser esencialmente literaria?
¿Puede ser representada la ciudad de nuestra época?
La respuesta podría ser doble, pero es simple. No quiero decir que no sea radicalmente compleja: quiero decir que la representación de la ciudad que lleva a cabo la teleserie es totalmente literaria —y, por extensión, cinematográfica—, aunque eso no signifique que la operación que realiza The Wire se pudiera haber hecho por otros medios que no fueran los televisivos.
Sería posible establecer una clasificación de las teleficciones norteamericanas de nuestra época según su velocidad interna. En un extremo tendríamos los productos de acción en que las situaciones limite y los giros argumentales se suceden a ritmo de vértigo, como 24 o Prison break, en el centro, cambiando constantemente de velocidad, estarían Dexter o Perdidos; y en el otro extremo, la relativa lentitud de las mejores teleseries de la historia, como A dos metros bajo tierra, Los Soprano o The Wire. En el primer extremo tendríamos la pervivencia del héroe y de la épica en nuestra época acelerada y crepuscular; en el centro, la hibridación genérica; en el opuesto, la tragedia melodramática y realista. La profundidad con que pueden ser desarrollados los personajes depende justamente del tiempo que se dedica a su exploración y a sus metamorfosis.
La velocidad interna de la obra de David Simon y Ed Burns es similar a la de una novela. Lo que interesa es diseccionar las entrañas de la ciudad al mismo tiempo que sucede lo propio con las de los personajes. No sólo hay que escribir los diálogos, sino también el espacio interno y externo, las neurosis humanas y la urbe en que tienen lugar. Cada laberinto de intestinos y neurosis actúa, por metonimia, como representación del laberinto político, racial, social, económico, semiótico, religioso y pasional que es una metrópolis. La primera temporada de The Wire supone, precisamente, la instauración de un ritmo narrativo que, en un futuro, permita penetrar en el interior de los policías, de los delincuentes, de los políticos, de los ciudadanos; y, en paralelo, en el monstruo de Baltimore, una ciudad gris y puramente norteamericana de más de 600.000 habitantes. Si toda obra importante incorpora su propia pedagogía, es decir, sus instrucciones de uso —implícitas o explícitas—, The Wire no es una excepción: la primera temporada introduce al espectador en un contexto definido por nuevas reglas, que distancian la teleserie de sus contemporáneas. El realismo jamás va a ser sacrificado en aras del espectáculo; la estructura, en contrapunto, va a experimentar una progresiva expansión espacial desde la esquina (como unidad mínima urbana) hasta el conjunto de la ciudad (como intersección en el mapa arterial de los Estados Unidos); el tempo va a ser demorado y la elipsis va a actuar como contrapeso de la tentación de acelerar; sólo habrá personajes redondos; la clave va a residir en la escritura.
Porque es a través de la escritura como se nutre el aplastante realismo de The Wire. Un realismo que —con precisión dickensiana— parte de cada palabra pronunciada en slang, crece en los planos de detalle y de conjunto, se alimenta de la experiencia directa de los guionistas y de algunos de los actores en diálogos y guiones de arquitectura perfecta, invade la pantalla tanto en las imágenes panorámicas como en las citas que inician cada capítulo. Un realismo literario que hace visible la conciencia del personaje, su interioridad, sus vaivenes vitales, su evolución o involución. No hay duda de que la teleserie apuesta por el protagonista colectivo; sin embargo, tampoco hay duda de que el capítulo final, con su entierro simbólico, nos recuerda que el único posible protagonista individual sería McNulty. Y McNulty es alguien que vive dos vidas dentro de la ficción: una vida desordenada, tumultuosa, de sexo urgente y excesos de alcohol; y una vida familiar, abstemia, auto-controlada. Dos vidas en tensión. Alguien que representa la herencia irlandesa (en clave casi naturalista), la integridad profesional (hasta el ridículo) y varios procesos de adaptación y de inadaptación (como todos los que ocurren en la teleficción: absolutamente verosímiles). Es decir: es un personaje con estratos, con crisis, hecho de la materia gaseosa que configura y desfigura la conciencia y la trayectoria de cada ser humano.
Sobre todo del ser humano tal como nos hemos acostumbrado a percibirlo a través de la literatura contemporánea: una criatura contradictoria e inconformista, cuya plasmación ha ido reclamando —periódicamente— nuevas formas. Como las cámaras de seguridad, con su fijación aparentemente neutra, que tantas veces son apedreadas al otro lado de nuestra propia mirada (¿versión suburbial y contemporánea de la cuchilla en el ojo de Buñuel?). Como la vacilación de los planos, que en un montaje que en muchos capítulos recuerda al del realismo sucio, se convierten en espejos de esos personajes trémulos, peones de una ciudad que funciona y existe a pesar de ellos. El hiperrealismo parece ser la respuesta a esta pregunta: ¿cuál es la forma óptima para representar la ciudad durante la primera década del siglo XXI? Pero la respuesta no puede ser tan simple: el hiperrealismo es por naturaleza microscópico, milimétrico, y The Wire se mueve continuamente entre lo mínimo y lo máximo, quemando millas sin salir de Baltimore. Lo hace a través de la creación de una red. Una red que se expande, capítulo a capítulo, temporada a temporada, que va estableciendo links entre espacios y entre personajes, sin que ninguno de ellos sea central. Si se ha saqueado el capital simbólico que atesoraba Baltimore, si la ciudad entera es una sucesión de tensiones entre barrios degradados, barrios residenciales, barrios autistas y barrios en vías de especulación, la única forma de narrarla es mediante esa red policéntrica, en cuya configuración cada encuentro entre personas y lugares suponga la creación de un pequeño centro, fugaz.
En la tradición de la literatura y del cine urbanos, es precisamente el personaje quien regula la percepción y la representación de la ciudad. Desde los jóvenes cazafortunas de Balzac vagabundeando por París hasta el blade runner Rick Deckard recorriendo Los Ángeles, pasando por la unión que Freder realiza de los dos niveles de Metrópolis o por los recorridos por Madrid que articulan Tiempo de silencio, los desplazamientos de los protagonistas trazan las líneas del mapa y, por tanto, seleccionan una psicogeografía posible. Tanto si estamos ante un narrador subjetivo como si el narrador es omnisciente, la mayor parte del relato estará centrada en los espacios recorridos por los personajes. Aunque, en Berlín Alexanderplatz, el autor intervenga para ampliar y cuestionar el relato, el hilo narrativo pasa a través de los ojos y de los pasos del protagonista, de la geografía que atraviesa; aunque en Manhattan Transfer, John Dos Passos introduzca la voz de la ciudad (la prensa, la publicidad, la cacofonía del ruido ambiental), no hay duda de que las voces humanas claramente identificadas y su tránsito vehiculan la acción novelesca. Si el personaje es colectivo —como ocurre en las novelas de Dos Passos—, por supuesto que la psicogeografía también lo será; de modo que se acercará, así, a una posible representación realmente de conjunto de la ciudad. La megalópolis de Los Ángeles que se muestra en Vidas cruzadas o la Ciudad de México que refleja Amores perros son verosímiles: es decir, a través del contrapunteo de varias historias (de varias biografías) aproximadamente complementarias, comunican la sensación de complejidad y de totalidad que identificamos con una ciudad actual. Porque, pese a su indefinición contemporánea, pese a su existencia en archipiélago o en red, la ciudad se ha convertido en la entidad espacial más reconocible después de nuestro propio cuerpo. El gran número de personajes que coexisten en The Wire, el gran número de cuerpos —con sus fricciones raciales, sexuales e ideológicas— que interaccionan en el universo ficcional, sus historias horizontal y verticalmente cruzadas, convierten la representación de la ciudad de Baltimore en una red con tantos nudos y nodos, con tal grado de verosimilitud y con tal densidad literaria, que el espectador cree conocer la ciudad. Su esencia. Su realidad. Gracias a la circulación frenética y constante de personas, de flujo económico, de información: el latido de la ciudad está bajo escucha. La metrópolis es una malla de circuitos entrecruzados y una teleserie en red, la mejor forma de representarla.
Extrañamente, la sensación de ese conocimiento profundo, la empatía con esa construcción dramática y televisada, no se produce a través de la exploración narrativa de una familia. Si en Mad Men asistimos a la representación de una microzona de Manhattan (aunque se establezca cierta tensión entre Nueva York y sus suburbios residenciales) y de la comunidad profesional —dedicada a la publicidad— que en ella habita; lo cierto es que el protagonismo de Don Draper conduce a su familia, para equilibrar la importancia de la otra comunidad, la de los creativos publicitarios de Madison Avenue. Lo mismo ocurre en The Good Wife, en The Shield y en tantas otras teleseries norteamericanas. Cuando no se desarrolla propiamente un núcleo familiar, aparecen los lazos de parentesco como garantía de conflictos pretéritos y futuros: los protagonistas de Fringe son padre e hijo; los de Dexter, hermano y hermana. La familia Soprano, la familia Fisher, la familia Simpson: no hay manera más efectiva de representar una dudad que desarrollar las tensiones de una familia, metonimia de la gran comunidad donde se inscriben.
Pero The Wire no se concentra en un personaje, ni en un lazo de parentesco, ni en una familia, ni siquiera en una única comunidad. Es más, estos recursos narrativos pasan a un segundo plano. Porque se trata de construir una red urbana; de generar la sensación de que el televidente está tocando, a través de la carne de píxel de los personajes, la superestructura ideológica y pasional de Baltimore. Es sabido que seis son las comunidades que protagonizan la teleserie. El nombre de cada una de ellas está en la web oficial, con el objeto de clasificar el reparto: The Law (policías, jueces, fiscales), The Street (vagabundos, traficantes de droga), The Paper (periodistas), The Hall (políticos), The Port (trabajadores portuarios, criminales griegos) y The School (alumnos y profesores). La misma división de personajes permite organizar las temporadas, en función del espacio que cada una privilegia. Es sabido que la primera enfoca los conflictos del gueto; la segunda, los del puerto; la tercera, las elecciones políticas que conducen al ayuntamiento; la cuarta, la escuela; y la quinta, la redacción de un diario. Las escuchas de la policía y los esfuerzos de los narcotraficantes por esquivarlas constituyen el eje narrativo que recorre las comunidades y sus espacios paradigmáticos. Es precisamente la Major Crimes Unit el único grupo que no posee un lugar propio. El periódico cierre de su local no es sólo la visualización de su precariedad, como una muestra más del enorme grado de realismo que caracteriza a la teleserie, es también una señal de alerta. Los problemas conyugales marcan la biografía de la mayoría de los representantes de La Ley y, con ellos, sus mudanzas durante las distintas temporadas. Ningún espado profesional ni privado les es realmente propio. Los bares devienen el único ámbito público constantemente visitado, trasunto del hogar. En lo que respecta a las relaciones familiares y a la pertenencia a un espacio íntimo determinado, la misma mutabilidad encontramos en los personajes de La Calle. Pero, como indica el mismo nombre de la comunidad, la calle les pertenece.
En The Regional World, Michael Storper estudió la formación de complejos industriales en los años 80 y 90 desde tres enfoques distintos: el de las instituciones, el de los cambios tecnológicos y educacionales y el de la organización económica e industrial. Como ha escrito Edward W. Soja en Postmetrópolis, según Storper el capitalismo contemporáneo establece dos niveles de operación: el de las relaciones de mercado, por cuyos vínculos entre el usuario y el productor «fluye la información, el conocimiento, la innovación y la educación»; y el de los comportamientos y las atmósferas no controlados directamente por el mercado, que sostienen «nuestra habilidad para desarrollar, comunicar e interpretar conocimientos así como también de estimular a las personas para hacerlo mejor y de un modo novedoso». Según Storper el desarrollo de las regiones metropolitanas depende de su éxito en ambos niveles. En The Wire, de todas las comunidades protagonistas sólo The Street muestra una gran capacidad de adaptación y de superación. La escuela, la policía, las instituciones políticas y judiciales o el diario son instituciones paralizadas por la ley, la inoperancia, la crisis económica, los reglamentos o los presupuestos; la calle, en cambio, es un laboratorio donde constantemente se dan soluciones a los nuevos problemas. Cada vez más ingeniosas y más despiadadas.
Cuando, en los límites del marco institucional, nuestros protagonistas crean sus propias respuestas ingeniosas a las preguntas retóricas que plantea el sistema sobreviene el fracaso. El experimento de «Hamsterdam», un distrito especial donde sí está permitida la compraventa de drogas, planeado por el oficial Howard Colvin para apartar el crimen de los barrios habitados, fracasa. La educación especial de un grupo de alumnos conflictivos, liderada por el mismo Colvin como asesor de un psicopedagogo (tras abandonar el cuerpo de policía), fracasa. La administración de un presupuesto especial para operaciones policiales, por parte del agente McNulty en la última temporada, también fracasa. De nuevo estamos ante la metonimia: cada pequeño fracaso significa una nueva sacudida a la dudad entera. En esos experimentos, Colvin y McNulty se unen a Ornar y a «Bubbles» como personajes intersticiales. El intersticio es un lugar que no puede ser cartografiado. Está afuera y adentro al mismo tiempo. Ornar pertenece a La Calle, pero ha encontrado la forma de observarla con distancia, de dominarla desde la orilla (del margen). «Bubbles» informa a la policía y sobrevive, en una doble vida que hace que —a nuestros ojos— no sea el vagabundo drogadicto que realmente es, porque lo vemos como una conexión entre dos esferas distantes. Igual que una ciudad precisa de ascensores o de líneas de metro, la teleserie necesita personajes que unan —de forma radial— ámbitos, clases sociales, barrios, planetas lejanos. La metamorfosis de «Prez», de policía sin vocación a profesor ejemplar, no sólo conecta dos puntos espaciales de la red (la comisaría y el colegio), sino también dos generaciones (la de los niños y la de los profesores, de la misma edad que los padres victimizados o criminales) y dos culturas (la afroamericana y la polaco-americana).
La realidad, a través de sus intersticios (sus goznes, sus fronteras), se desencaja constantemente, invalida el hiperrealismo microscópico como modus operandi, obliga al retrato móvil, en contrapunto, de los nodos de la red en que todo se relaciona. Ni siquiera el gueto es autónomo. La retroalimentación es constante. Los personajes caminan, son adoptados, se fugan, cambian de trabajo, dejan a su familia y se unen a otra, se transforman. Como en la vida misma, si; pero The Wire es una obra de arte, una máquina de representación, una red cuyas contracciones y expansiones están perfectamente controladas. La realidad (efímeramente) bajo control.
Por eso la teleserie termina con un contrapunto en el que, mediante planos encadenados, los personajes de la ficción dejan paso —empáticamente— a los habitantes reales de Baltimore. La ficción hiperrealista sólo puede terminar donde ha comenzado: en lo real.
The Wire pone rostro y biografía a la multiplicidad de la dudad. No reduce la complejidad mediante la simplificación: no cae en la reducción de un protagonista o de una familia.
Expande redes; superpone estratos; llena los vados de sentido de la trama urbana; propone centros posibles para, tras la elipsis, pulverizarlos.