La supervivencia del supergénero: Héroes en el contexto de la superheroicidad

Para Juanma Morón

«En el paso del arte bajo al gran arte reside un elemento del aplazamiento del juicio. El juicio se suspende con el fin de entender y de ser receptivo. Se trata de una apasionante técnica heurística, pero también de una técnica peligrosa, pues la afición por toda la cultura pop es tan irracional como odiarla en su conjunto, y puede dar lugar a un “subirse al carro” del pop generalizado e indiscriminado, donde todo vale y en lugar de postergar el juicio, se lo abandona».

Denise Scott Brown

Aprendiendo del pop

Si el paralelismo con la literatura es posible, el cómic de superhéroes vivió, desde su nacimiento en 1938 con Superman, instalado en las coordenadas de la novela de caballerías. Hasta que llegó Watchmen, su Quijote. En la obra maestra de Alan Moore el Macguffin consiste en hacemos pensar que la oposición radical de la obra se establece entre Rorschach y el Doctor Manhattan. Entre el vigilante sin poderes y el superhéroe nuclear. Entre el hombre y el superhéroe deshumanizado. Sin embargo, la sorpresa final llegará al descubrir que el villano al que ambos deben enfrentarse conjuntamente es un antiguo compañero, supuestamente filantrópico, el hombre más listo del mundo, que quiere exterminar a cientos de miles de seres humanos para escarmentarlos, para dar ejemplo bíblico, para que los demás rectifiquen a tiempo. La ironía final, el rescate del informe demencial de Rorschach, que es la verdad sobre el genocida más listo del mundo, supone el triunfo —quizá pírrico— del más humano (y por tanto del más despreciable) sobre el más listo (y bello, ángel caído).

Si el paralelismo con la literatura es posible, en el caso de los cómics la llegada del Quijote y del Ulises joyceano fue simultánea, pues tanto Watchmen como Batman: el regreso del caballero oscuro, de Frank Miller, se publicaron en 1986. El enfrentamiento entre vigilante y superhéroe máximo, entre el más humano (y por tanto ambiguo) y el más inhumano (y por tanto maniqueo) se repite en el giro posmodemo que Frank Miller le dio al cómic de superhéroes. Superman trabaja para el gobierno de los Estados Unidos, como el Doctor Manhattan, que también es un superempleado de la principal superpotencia. El duelo final entre Batman —que lleva diez años retirado y siente en los huesos el envejecimiento que la tecnología no puede atenuar— y Superman —para quien el tiempo no tiene sentido ni importancia—, gracias a la flecha de kriptonita lanzada por Flecha Verde, concluye con el triunfo de Batman. Del humano. Del vigilante. Del contrapoder, que no cree en el gobierno ni por tanto en las instituciones ni en la democracia (en el cómic, la cárcel es un congelador, no un lugar de reinserción). Watchmen es el Quijote y por tanto es moderno y posmodemo al mismo tiempo; el Batman de Miller, en cambio, es posmoderno tanto en la forma (fragmentariedad total, uso del lenguaje televisivo) como en el fondo (descorazonados neofascista, Batman al final se convierte en guerrillero o terrorista, según como se mire).

En 1994 se publicó la Historia del Universo Marvel. El volumen se llamó Marvels y es la crónica de la relación de los habitantes de Nueva York con la presencia de prodigios, desde el nacimiento de la Antorcha Humana en 1939 hasta el asesinato, a manos del Duende Verde, de Gwen Stacy, la novia de Peter Parker, ante la impotencia de Spiderman, unas cuatro décadas más tarde. Una crónica de estilo casi fotográfico: Marvels es una novela gráfica pintada, de un preciosismo en el trazo del pincel que se podría calificar como hiperrealismo (si no estuviéramos hablando de superhéroes y monstruos alienígenas). El artista se llama Alex Ross. El guión recayó en Kurt Busiek, quien tiene muy claro que la historia del universo es la historia de una ciudad y toma una decisión técnica que es —como siempre— ideológica: el narrador va a ser un ciudadano común de esa ciudad. Es decir, la historia de los superseres es contada por un hombre sin poderes. Por un fotorreportero, para ser más exactos. Uno de sus testigos privilegiados.

Lo que descubrimos en la novela es que la historia de los superhéroes es la de una mutua incomprensión. La relación que los seres humanos forjan con ellos está marcada por el recelo, el miedo, los celos. Desde el principio queda claro que el vínculo que Nueva York establece con Namor y la Antorcha Humana —primero— y con el Capitán América, los Cuatro Fantásticos, los Vengadores y los mutantes de Charles Xavier —más tarde— es bifronte. Por un lado, esperan y exigen ser protegidos por ellos de las amenazas de todo tipo, desde las catástrofes naturales a las amenazas extraterrestres, desde los villanos de tres al cuarto hasta los supervillanos megapoderosos; pero, a cambio, no son capaces de ser justos ni agradecidos con ellos (por el recelo, el miedo y los celos), ni de entender qué hacen ni por qué. Los periodistas siempre llegan tarde a las batallas y a menudo no identifican quién lucha contra quién ni sus razones; cuando se trata de realidades paralelas o contiendas estratosféricas, el cerebro humano no alcanza a comprender los hechos, ni los canales de comunicación con sus protectores funcionan debidamente como para que éstos se los expliquen. Por el otro lado, también desde 1939, los humanos no sólo buscan en los superseres un nuevo panteón de dioses, sino que sobre todo buscan noticia, tanto periodística como amorosa. Son los más guapos, los más atléticos, objeto de portada del New York Times o de libros ilustrados fotográficamente. Deseados a menudo tanto en su identidad secreta como en la pública, cuando existen ambas (los Cuatro fantásticos sólo tienen la pública) o cuando no son ambas públicas (Stark es el Hombre de Hierro —como Bruce es Batman—).

El fotógrafo protagonista se pasa la vida indignado contra el trato injusto que los seres humanos dispensan a los superhéroes, inicia varías estrategias para defenderlos públicamente. Pero finalmente se jubila sin haber llevado a cabo ninguna de ellas. Un final desesperanzador, pero realista —dentro de la lógica del propio universo de ficción—. La conclusión de la lectura es aún más desesperanzados: los seres humanos (y esto se ve especialmente en la persecución racial de los mutantes) son los grandes enemigos de los superhéroes. El gran supervillano colectivo. Desde el ciudadano común, que los crítica verbalmente o llega a perseguirlos en momentos de violencia colectiva, hasta el supervillano sin poderes que utiliza su tecnología para hacer el mal, pasando por el peor enemigo y el más humano: el mismísimo gobierno de los Estados Unidos.

Después de dos triunfos simultáneos del hombre (Rorschach y Batman) contra el superhombre (Adrián Veidt, el hombre más listo del mundo, y Superman) y, sobre todo, después de esa crónica histórica que nos abría los ojos a una verdad incómoda, el cómic de superhéroes no podía seguir como si ignorara esa realidad. El divorcio perpetuo entre superhéroes y ciudadanos. La inutilidad de que, recurrentemente, los primeros salvaran a los segundos de innumerables peligros cósmicos. ¿Qué hacer con la relación entre unos y otros después de habernos quitado la venda de los ojos? Cinco años más tarde llegó la respuesta a esa pregunta. Se llamó The Authority y se dio a conocer precisamente en 1999 y 2000, como preparación del subgénero para el nuevo siglo.

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A partir de Watchmen, el tema de los grandes cómics de superhéroes ya no es la figura del superhéroe, sino el propio género. Moore y Gibbons pretendían construir una historia con superhéroes tradicionales, pero, como consecuencia de un problema de derechos, tuvieron que crearlos ex nihilo. Sus supervigilantes nacieron con pasado pero sin futuro, como don Quijote. La intervención de Frank Miller en esta linea que estoy proponiendo, en cambio, es en unos personajes connotados por su propia tradición y autobiografía y con una proyección futura que sobrevivirá, seguramente, al propio Miller. Batman o Daredevil sobre re-interpretados por el autor de Sin City; de algún modo, son resucitados por él (en los subtítulos de las obras se hace hincapié en la idea de «retorno» e incluso en la de «nacer de nuevo»); pero lo trascienden. Warren Ellis, finalmente, no sólo crea desde la nada, sino que empuja a sus personajes hacia un futuro original. Ellis llega, histórica y generacionalmente, más tarde, su posición es pos-posmoderna. Se sitúa en 1999 y decide releer todo el siglo que se acaba. Para ello crea dos series magistrales. Por un lado, Planetary, que intenta hacer una «arqueología» del «pasado secreto» del siglo XX. En Planetary la acción no importa: cada capítulo es casi independiente, a excepción de algunos tenues hilos conductores que renuncian, de entrada, a la creación de un sentido global. Es decir, si en Watchmen las piezas son cercanas, se complementan, encajan, pese a la complejidad de la trama; si en el Batman o en el Daredevil de Miller las piezas se espacian, se separan, se desconectan, pero conservan no obstante un sentido fragmentado; en Planetary las piezas tan sólo tienen una conexión parcial: habría que poseer la perspectiva de un dios para entenderlas.

Por el otro lado y en paralelo. Ellis se saca de la manga The Authority, donde encontramos a un personaje gemelo de Elijah Snow, de Planetary, que también nació en 1900 y que por tanto también es el «espíritu del siglo XX». Tanto un cómic como el otro plantean un cambio de siglo totalmente abarcador: en el tiempo (todo un siglo) y en el espado (todo el planeta). Las aventuras de los héroes no se limitan a una dudad ni a un país, tienen que ver con la Tierra, pero ese límite tampoco es respetado, porque ésta es sólo una de las piezas de un reloj multiuniversal, en perpetua interacción. Los arqueólogos de Planetary trabajan incesantemente con sus superpoderes para reconstruir el sentido secreto, a partir de los restos que van encontrando; pero su hermenéutica es insuficiente, porque el sentido es infinito; al menos mientras Elijah Snow no recupere su memoria, que es la memoria de todo el siglo. Lo interesante es que desde la perspectiva pos-posmoderna de Ellis, el siglo XX no es una construcción histórica, sino una construcción subgenérica (uno de los personajes, The Drummer, puede leer cualquier información en cualquier soporte y manipularla). Su arqueología es una arqueología de la memoria de la literatura popular. Iconoclasta y brillante. Descarada. Indiana Jones metatextual. Mientras tanto, complementariamente pero en sentido inverso, los miembros de La Autoridad, el Gran Hermano ejecutivo, trabajan en la construcción de un futuro en el que los superhéroes ya no van a volver a caer en los errores que cometieron en el siglo de cómics anterior. Todo por el pueblo (los terrícolas o terrestres) pero sin el pueblo (cuando quieren comunicar alguna decisión conectan La Nave con todas las emisoras de información del planeta, en todos los idiomas, en todos los códigos, e informan directamente de qué están haciendo a todas nuestras conciencias). En una de sus primeras aventuras. La Autoridad borra del mapa a un dictador asiático; en otra, comete un deicidio; más adelante, ocupará literalmente el gobierno de los Estados Unidos. Tanto esta suplantación como el deicidio sólo tienen una función retórica: que el deicida sea coronado como un nuevo dios. Esa posición se revelará como igual de incómoda y difícil que la que sostenían los héroes del siglo XX.

Además de la introducción de palabrotas en el lenguaje de los superhéroes, la violencia extrema o la perspectiva supramoral, The Authority destaca por su inclusión de una relación homosexual en el grupo. Los superhéroes salen del armario. Apollo, cuya energía superhumana surge de la energía solar, y Midnighter, un vigilante con habilidades de lucha amplificadas, mantienen una relación amorosa estable. La unión emocional y sexual del superhéroe máximo (Apollo puede volar por el espacio cósmico, no necesita respirar) y del humano luchador (el parecido con Batman está incluso en el traje oscuro) constituye una síntesis del conflicto posmodemo elaborado por Moore y por Miller. El Dios del Sol y la Media Noche. Las nupcias del Cielo y del Infierno en el Purgatorio que los enlaza y Ies da sentido.

The Authority es el reverso exacto de The Ultimates, el formateo de Marvel para entrar en el siglo XXI. Que todo cambie para seguir exactamente igual. El líder del nuevo supergrupo es el Capitán América, que se ha pasado más de medio siglo congelado, desde que salvó el mundo de la bomba atómica de los nazis. Es decir: la estrategia consiste en tratar de resucitar el espíritu del cómic previo a la segunda gran guerra y trasplantarlo, abruptamente, a nuestro siglo. La propuesta trata de reactualizarse mediante la normalización de la transgresión: los personajes hablan con palabrotas, tienen asesores de imagen, viven con glamour, aceptan sin aspavientos todos los imperativos de nuestra tecnificada sociedad de consumo e incluso son alcohólicos o maltratan a sus parejas. Es decir, se sitúan en la línea en que primero Moore y Miller, y más tarde Ellis, decidieron que habían de situarse los superhéroes contemporáneos, para conectar con el público mayoritario que les es propio. Pero, al contrario que el súper-grupo The Authority, el súper-grupo The Ultimates depende —una vez más— del gobierno de los Estados Unidos. Son oficiales. Y la oficialidad, es sabido, es el mejor antídoto contra la transgresión.

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Obviamente, el cómic de superhéroes busca estrategias de supervivencia (dentro de la excelencia) tras la doble apoteosis gráfica que significa Planetary y The Authority. Entre las más interesantes está una nueva vuelta de tuerca: la que firmó Ed Brubaker en la serie Sleeper, que se inscribe en el mismo Universo Wildstorm de los dos cómics mencionados.

La reacción a la posición de dioses que adoptan los Authority tiene su respuesta en esta historia de luchas intestinas entre Operaciones Internacionales, una suerte de CIA con agentes poshu manos, dirigida por el telépata John Lynch, y la organización terrorista liderada por un criminal con poderes psíquicos llamado Tao. El esquema tradicional (los buenos y los malos) se rompe desde el principio: los métodos de ambos son exactamente los mismos. Sólo en los supuestos objetivos hay un margen de discusión: Tao busca el caos; Lynch busca el orden. Una supuesta búsqueda del orden que, no obstante, permite la perpetuación del imperialismo norteamericano y que no tiene ningún tipo de escrúpulo en asesinar indiscriminadamente para llevar a cabo planes sumamente maquiavélicos.

La violencia y el sexo son las razones de ser del apocalipsis de los superhéroes ideado por Brubaker. Su protagonista es un topo, un infiltrado, llamado Carver, en principio a las órdenes de Lynch, en la organización de Tao (quien, no en vano, «puede ser considerado el ser más inteligente del planeta»). Su confusión es total cuando Lynch entra en coma y, por tanto, pierde su única conexión con su verdadera identidad; de modo que, junto a su amigo Genocide y su amante Miss Misery, encarnaciones de la abyección total, se dedica al homicidio y a la violencia gratuita con muy pocos resquicios de duda. Los necesarios para que no se pierda totalmente su humanidad.

Tao es un experimento de laboratorio, nacido de una probe ta, sin madre ni padre. Como el propio Carver, fue creado por Lynch, quien autorizó tanto el experimento del primero como el proceso de deshumanización del segundo. La lucha entre Lynch y Tao, por tanto, es entre padre e hijo, además de entre estado y terrorismo, imperialismo y anarquía, violencia justificada y violencia injustificable. El gran acierto de Sleeper es que Carver se pasa la mayor parte del relato en el bando de Tao, en el submundo de los supervillanos, en los bares donde juega al billar con Genocide, en los callejones donde Miss Misery apalea mendigos o se folla y asesina a taxistas para acumular poder destructivo. Si Watchmen y Batman: el regreso del caballero oscuro se sitúan en un lugar posterior a la caida del cómic de superhéroes, posmoderna; si Marvels hace una crónica de la historia de los superhéroes y de su distancia con la humanidad desde la mirada del testigo humano; si The Authority divorcia completamente la esfera de los hombres y la de los superhéroes; si Planetary muestra que tanto un mundo como el otro son sólo ruinas, lagunas de memoria, que solamente pueden ser observadas desde una distancia pos-posmodema y arqueológica; Sleeper crea un mundo del superhampa y le da el protagonismo a los otros, los que siempre pierden, los que no pueden ser de otra manera (psicópatas, asesinos en masa, amorales, como Miss Misery, que no quiere redimirse, que no quiere cambiar). El género sigue encontrando formas de sobrevivirse. La reflexión sobre qué parcelas cubre The Authority y cuáles deja descubiertas lleva a la siguiente reflexión: «A alguien como Authority este grupo le debe parecer tan amenazador como la realeza británica». Se refiere a la organización secreta que, supuestamente, regula todos los tráficos ilegales a escala internacional. No se disfrazan, no son gigantes, no son alienígenas, no llevan a cabo ataques masivos: son invisibles para un supergrupo que vive en órbita de la Tierra y tiene, por tanto, una perspectiva aérea, parcial, usurpada a los dioses.

En Coup d’État, el cruce entre Tao y The Authority, el presidente de los Estados Unidos es manipulado por el criminal, de modo que el súper-grupo decide ni más ni menos que dar un golpe de estado. La Autoridad tendía al autoritarismo desde sus inicios. Pocas veces un cómic ahondó tan radicalmente en el abismo que separa lo humano de lo superhumano. Un abismo que, epidérmicamente, está desde el primer Superman: el disfraz y la máscara eran las metáforas de una diferencia que en el primer superhéroe se encuentra bajo la piel. En Point Blank, la miniserie que preparó secretamente la gestación de Sleeper, el poshumano Cole Cash recurre a los miembros más accesibles de The Authority para conseguir información. Se entrevista, en un tugurio gay, con Midnighter, y en una azotea con el líder del súper-grupo, Hawksmoor. Uno con máscara; el otro a rostro descubierto. Los dos vestidos de negro. Después va a un bar de supervillanos y piensa; «Nunca entenderé las modas de los supervillanos, consiguen que el disfraz de superhéroe medio parezca algo con clase. Claro que a mí, la verdad, nunca me ha gustado lo de los disfraces». Su uniforme, como miembro del supergrupo WildC.A.T.s, pertenece a los años 90. En su reaparición en el siglo XXI actúa a rostro descubierto.

Absolutamente autoconscientes de su procedencia, de su textualidad gráfica, los superhéroes del siglo XXI han dicho adiós a las máscaras y se han politizado, para poner en jaque nuestro presente. Como ha escrito Mercedes Bunz en La utopia de la copia. El pop como irritación: «Una ficción de futuro esboza lo que podría pasar. La utopía, por el contrario, no apunta al futuro. La utopia existe exclusivamente para mantener en jaque el presente, para desordenarlo». Persiguiendo el orden, los superhéroes llevan casi un siglo generando caos. Seres pop por excelencia, su pervivencia está asegurada en nuestro mundo completamente enmascarado y vacío de Dios.

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En su libro de conversaciones con Frank Miller, Will Eisner dice que desde sus inicios Superman y Spiderman están caracterizados como artistas de circo, porque salieron «a la palestra en una época en la que este negocio era puro circo». Las acrobacias y el traje de esos personajes, por tanto, se deben a una representación de Nueva York como escenario circense: «La razón por la que las películas tienen tanto éxito es porque son circenses: tipos que caminan en cables a gran altura, que vuelan por el aire, que flexionan sus músculos. En Superman pasa eso, en Batman también, es lo mismo. Los primeros dibujos de Bob Kane de Batman se inspiraban en los seriales del cine mudo». Esa gimnasia, junto con sus trajes ajustados y sus máscaras, que ha sido emblemática del subgénero durante todo el siglo pasado, fue completamente eliminada de Héroes, la teleserie de Tim Kring.

El cambio de dimensión narrativa —del cómic y el cine a la televisión— obligó a esa supresión: si las teleseries de acción de los años 80 y 90 eran eminentemente circenses (El coche fantástico, El halcón callejero. El equipo A, MacGyver), en las del siglo XXI apenas encontramos acrobacias o dobles saltos mortales sin red. Después de El gran héroe americano las teleseries superheroicas difícilmente podrían seguir apostando por el disfraz. No es de extrañar que, audiovisualmente, el antifaz se haya vinculado en el cambio de siglo con la familia superheroica: la película de animación Los increíbles condujo a la producción familiar de Disney Una escuela de altos vuelos, que a su vez llevó a la serie Los increíbles Powell. La eclosión de historias superheroicas de carácter familiar se ha visto completada por la aparición, en formato de cómic, de anodinos adolescentes que se ven involucrados en aventuras de superhéroes como quien no quiere la cosa. Su éxito se observa en la rápida adaptación cinematográfica: Kick-Ass y Scott Pilgrim contra el mundo.

Tras leer las páginas precedentes se adivina la afirmación que sigue: en Héroes casi nada es nuevo. Los poderes mutantes, las tácticas narrativas, incluso el salto al futuro del capítulo 20 provienen de la larga tradición contemporánea de los cómics de superhéroes. Un ejemplo entre cien: el plan de la destrucción de una parte de Nueva York, como estrategia para lograr que la humanidad estreche sus lazos de solidaridad, está clonado del final de Watchmen.

Las diferencias respecto a la tradición gráfica son dos y en ellas se calibra la originalidad de Héroes: por un lado, el tratamiento del tema generacional, que implica la victoria del individuo (de su fe en la subjetividad) sobre el destino impuesto por sus mayores, en la defensa de que el fin no justifica los medios. Aunque en la historia del cómic haya casos emblemáticos de padres e hijos en tensión, la orfandad de Superman o de Batman, o la tía indefensa de Spiderman se imponen como modelos de relación intergeneracional. En cambio, en Héroes existe un novedoso e importantísimo tratamiento del tema de la herencia y de la emancipación: la generación paterna ofrece un legado, al tiempo que se resiste a entregarlo, duda de la madurez de la generación filial, manipula, adultera, no quiere aceptar su propio fracaso. Este tema se elabora mediante una protocombinatoria que rige la serie y que se puede resumir así: en Watchmen es El Hombre Más Listo del Mundo quien trama la destrucción de Nueva York con fines terapéuticos, de modo que quien planifica y quien ejecuta es la misma persona, que pertenece a la generación de los superhéroes retirados y, en su caso, vendido al marketing y a las finanzas, mientras que en Héroes el plan ha sido tramado por esa generación paterna —de presencia casi fantasmal en toda la serie—, pero debe ser ejecutada por sus hijos, en lo que interpreto como la injerencia de estructuras melodramáticas propias de la telenovela americana (del Norte y del Sur) y, sobre todo, de la teoría de la conspiración, que incluye un posible presidente de los Estados Unidos, desgarrado entre los principios éticos y la presunta moral heredada, como hombre volador (la sombra de Superman, que deviene un personaje imposible en el siglo XXI). Una lectura de ese conflicto generacional (los héroes de nuestro siglo se contraponen a los héroes abortados del siglo anterior) seria la siguiente: la nueva generación de superhumanos, creada directamente en soporte audiovisual, no necesita, como la precedente, de la máscara. En varios momentos de la serie, los personajes se ríen de la posibilidad de disfrazarse para actuar. A rostro descubierto, desde el principio hasta el final, como los protagonistas de cualquier culebrón: así se enfrentan a su destino.

La segunda gran diferencia radica en el propio formato: la televisión y sus exigencias de mercado. La lectura de esa doble tradición (la del cómic y la de la televisión) que hace Héroes se explícita en la propia obra. En un ejercicio de honestidad más que loable, la producción pictórica del visionario Isaac Méndez, que también adquiere forma de cómic, se convierte en el guión implícito del destino de los personajes, cuyas acciones dependen claramente de lo que ven y leen en esos textos. El homenaje se hace aún más rotundo en los dos últimos capítulos de la primera temporada de la serie, cuando el niño que habla con las máquinas (como uno de los tres componentes del grupo Planetary que creó Warren Ellis) elogia el valor del número uno de Silver Surfer, que le ha regalado su carcelera, cuyo poder consiste precisamente en alterar la imagen de las cosas. El niño acaba de realizar un intento de fuga y se ha encontrado en un bucle circular, cada vez que sale de la habitación/celda al pasillo vuelve a entrar, sin pretenderlo, en la misma habitación. En el televisor se proyecta una serie de dibujos animados que muestra siempre la misma escena.

De ese loop televisivo quiso salir Héroes con su apuesta por el reciclaje. La obra nueva surge de la combinación inédita de elementos viejos. Este caso no es una excepción.