Treme (y que se joda el espectador medio)
David Simon no sólo ha declarado que cuando escribe no piensa en el «lector mayoritario», sino que incluso pensó The Wire como «una novela para la televisión», en la que «cada episodio seria como el capítulo de un libro». El creador de Homicidio, The Corner, Generation Kill y Treme también ha explicado que su obra maestra trata sobre cómo la sociedad norteamericana, en nuestra era posindustrial, devalúa al ser humano, y que con ella ha querido narrar la decadencia del imperio americano, al tiempo que trató de llevar a Eurípides y a Sófocles a una ciudad contemporánea. Puro Teleshakespeare. El corolario de semejante discurso es el famoso: «Y que se joda el espectador medio».
Mi tesis —ya insinuada— es que, después de The Wire, la poética teleserial de Simon ha experimentado un giro manierista, lo que no sólo significa que se ha vuelto barroca, sino que se ha radicalizado (en el sentido vanguardista de lo radical).
Treme es una teleserie honesta desde el mero principio, es decir, desde su propio tirulo. No es atractivo. No es deslumbrante. Ni siquiera es descriptivo. Es un topónimo que ningún telespectador global conoce antes de empezar a ver la obra y que, por tanto, puede ser interpretado como una contraseña o, más exactamente, como un shibboleth que identifica a un grupo reducido y cómplice: el de los telespectadores que no se conforman con la teleficción de calidad, que desean consumir arte. Dentro de la propia ficción encontramos una comunidad hermética, la de los indios afroamericanos, que con su música, sus saludos, su sentimiento de pertenencia y sus rituales se mantienen relativamente integrados en comunidades de mayor alcance, como el barrio de Treme y la ciudad que lo acoge, Nueva Orleans (en el estado de Lousiana). Y una comunidad mayor, quizá más abierta pero igual de codificada, la de los músicos, tanto los del circuito comercial como los del callejero y alternativo, tanto los del jazz o el rhythm and blues como los de la música cajun o zydeco, hermanados por el ritmo y por la fidelidad a la tradición cultural de la ciudad. La propia metrópolis, abandonada por el resto del país desde que el Katrina dejó de ser noticia, es percibida por sus ciudadanos como una isla a la deriva. No es descabellado afirmar que Treme posee la misma condición de rareza en el conjunto de las teleseries actuales.
Cuatro comunidades como cuatro cajas chinas: los indios, los músicos, la ciudad y la serie que los contiene.
He escrito arte a sabiendas de que el arte a veces puede ser no sólo críptico, sino también aburrido. Interpretar la trama de Treme no es difícil, pero sí puede serlo entender las costumbres propias de la ciudad y del sur de los Estados Unidos y, sobre todo, las constantes referencias musicales, a canciones, a discos y a intérpretes. La música en directo y las conversaciones sobre música ocupan buena parte de cada capítulo. Es más, los capítulos se pueden leer como discos. La acción, por tanto, se supedita al repertorio, de modo que el televidente es obligado a dejarse guiar por un ritmo musical antes que visual, a menudo desnudo de diálogos. La teleserie es casi un musical dramático, con un fuerte componente político, que renuncia conscientemente a la tensión producida mediante los procedimientos narrativos habituales. La aparición de cadáveres no es precedida de investigaciones detectivescas con sorpresas ni golpes de efecto. No hay al final de cada capítulo el planteamiento de un nuevo enigma ni una confesión arrebatada. Los abusos policiales no son narrados desde la épica ni desde el melodrama. Las traiciones o las renuncias no son incubadas para que resulten impactantes. Más costumbrista que realista, más documental que folletinesca, sin el motor policial y violento de The Wire pero con su mismo interés por la América posindustrial, deprimida y en crisis. Treme dibuja personajes sólidos pero comunes, cuya individualidad siempre es menos importante que el paisaje urbano que la explica, la subraya y a veces la anula.
Por eso algunas de las escenas más importantes empequeñecen al personaje y engrandecen una topografía arrasada. Así ocurre al final del capítulo séptimo, cuando una de las protagonistas encuentra, en un camión frigorífico, el cadáver de su hermano, allí confinado, como tantos otros, desde el paso del huracán («The Storm», es llamado, una y otra vez, por los personajes). Las náuseas y la desolación del personaje son contrapuestas a la sucesión fría de los camiones frigoríficos, en la periferia de la dudad donde murieron. Los cuadros de De Chirico o la trilogía de Antonioni sobre la soledad contemporánea son ecos que emanan de ese plano final. El capítulo siguiente comienza con otro protagonista, un desencantado profesor de literatura, explicándole a su hija dónde estaban algunos de los edificios emblemáticos de Nueva Orleans, mientras señala un territorio anegado. El deber ético y moral de la memoria sin apoyo en imágenes de archivo: el ahora, su realidad, sustentado en la palabra, permite la imaginación, esto es, la generación de imágenes mentales que reconstruyan lo invisible.
Si el antepenúltimo capitulo de la temporada de una serie supone por lo general el inicio de su clímax final, el octavo de Treme, en cambio, pese a retratar el Mardi Gras, es decir, el famoso carnaval de la ciudad, no se deja contagiar por el entusiasmo de las convenciones televisivas ni por el frenesí intrínseco al tema que constituye su acción. Ni siquiera la escena de sexo es mostrada con énfasis. El día del año en que el mundo está al revés, Treme continúa tan sobria como siempre.
La obra de David Simon sintoniza con un contexto de recepción de las teleseries norteamericanas cada vez más poderoso: el de los lectores académicos. Mientras proliferan los cursos, los congresos, las actas, la bibliografía universitaria sobre ficción televisiva, Treme puede ser estudiada no sólo desde la sociología y la historia contemporánea o en relación a los modelos de la representación realista, sino también desde dos conceptos o corrientes de gran prédica actualmente en las cátedras estadounidenses. Por un lado, su tema de fondo es el trauma y su campo semántico (la masacre, la destrucción, la ruina, la melancolía); un ámbito de reflexión que, desde los esquemas instaurados por los investigadores del exterminio nazi, ha crecido en dos direcciones complementarias: el estudio de los genocidios modernos y el estudio de la experiencia de la pérdida colectiva por causas humanas o naturales. Por el otro, como microcosmos de confluencia de las culturas francesa, anglosajona, africana, antillana y latina, la teleficción aborda directamente el créole, que en los últimos años se ha convertido en una metáfora especialmente valiosa para abordar la hibridación y el mestizaje en los estudios culturales. No es casual que varios personajes de la teleserie estén relacionados con la gastronomía: en los platos de Nueva Orleans confluyen tres continentes y son, a la vez, metáforas del collage, manjares de degustación y objetos de estudio.
No me considero un espectador medio y, sin embargo, me siento expulsado de la comunidad cómplice que crea, como una nueva aura, como un aura fanática, Treme. Puedo acostumbrarme a la lentitud narrativa, pero no puedo dejar de pensar que es una serie pensada para seguidores apasionados de la obra de Simon, para melómanos o para lectores académicos. Tres comunidades que pueden nutrir con los suficientes espectadores la audiencia que la obra necesita para seguir en antena. En contra de la progresiva inclusión en el mainstream de las series de culto, Simon se revela como artista minoritario, tal vez porque se trata de dibujar a una minoría: los supervivientes de un huracán en el seno de un país que rápidamente se olvidó de ellos. De ser así, la obra se justifica, se sostiene, almacena un gran potencial que puede prescindir de mí como sujeto microcrítico y como agente de contagio.
Que me jodan.