A dos metros bajo tierra descansan los personajes que perdimos y que lloramos y que nunca recuperaremos

«Como si cada idea, sensación, palabra y todo lo que veía fueran artificiales, incluso su hijo mutilado. Y como si su hijo muerto delante de él no fuera lo bastante real (…)».

Las formas de duelo han cambiado, están cambiando.

Alfonso M. di Nola, en La muerte derrotada. Antropología de la muerte y el duelo, cita a Lévy-Bruhl, quien afirma que, pese a la naturaleza conservadora del duelo, éste está sujeto a las épocas y las modas. Hasta los ataúdes se deben a las leyes del diseño y de las temporadas. Incluso muta la muerte. Los gritos que acompañaban a los funerales en Córcega desaparecieron de la isla tras la Primera Guerra Mundial. Mientras cambia la expresión pública del duelo, la relación con el muerto difícilmente lo hace, aunque se haya trasladado del hogar al tanatorio.

Si ha cambiado, en cambio, la relación simbólica con el muerto. Porque tras la atmósfera aséptica del tanatorio ha llegado el duelo en la pantalla. Cuando alguien muere, su página de Facebook se llena de muestras de duelo, como el libro de visitas (o de condolencias) de un funeral. En la página www.wishesbeyondlife.com se pueden dejar «cápsulas de tiempo», mensajes textuales o en vídeo que llegarán a tus seres amados una vez tú ya no estés, el día y a la hora que tú decidas. Un testamento multimedia y, si tal es el deseo del cliente, por entregas, serial.

Hablando de pantallas, sólo he llorado al terminar de ver una teleserie.

Me ocurrió con A dos metros bajo tierra y no fue casual: su capítulo final es un dispositivo perfecto y lacrimógeno.

Perfecto porque, al tiempo que es absolutamente coherente con los sesenta y dos episodios anteriores, inventa una nueva manera de hablar de la muerte en el momento en que la telenovela está a punto de morir. Es decir, combina fidelidad a la tradición narrativa que la propia serie ha creado y una despedida, formalmente inédita, que encaja a la perfección en el repertorio de estrategias que nos han ido entreteniendo, sorprendiendo, enseñando y emocionando durante cinco temporadas. Si cada uno de los episodios ha comenzado con la muerte de un personaje, la gran mayoría de ellos fugaces secundarios, el series finale va a concluir con el fallecimiento de todos los protagonistas, uno por uno, en flashforwards encadenados. Si durante la mayor parte de la obra aparece el fantasma de Nathaniel Fisher padre, como un personaje más, que dialoga con la psique de sus hijos, en los capítulos finales también aparece el espectro de Nate (Nathaniel hijo), naturalmente incorporado a la zona de ausencias que actúa como frontera entre la familia Fisher y su entorno.

Lacrimógeno porque esos fotogramas del futuro, en si mismos cargados de potencia emocional, sucesión de necrológicas, masacre de seres que han conseguido penetrar las capas musculares de tu corazón hasta instalarse en tu válvula aórtica, han sido precedidos por los abrazos de despedida de Claire, la hija menor, que se muda a Nueva York y dice adiós, en el porche del hogar familiar, la casa del terror —con sus muertos en el sótano y su tecnología funeraria— de la que siempre ha tratado de huir, pero que ya está echando de menos. Abrazos envueltos por diálogos como éste:

—Sé feliz —le dice a su hermano, a cuya atormentada homosexualidad, dificultades para superar una experiencia traumática y esfuerzos para impulsar el negocio familiar hemos asistido durante tanto tiempo.

—Lo soy —le responde éste.

Claire ha comenzado a llorar y lo hará durante nueve minutos. Los últimos nueve minutos de una obra que dura más de cincuenta y cinco horas. Sesenta y tres dosis de acercamiento a las vicisitudes de una docena de vidas tan Acciónales y tan reales como la vida misma.

—Tú me diste la vida —le dice la hija a la madre, a cuya viudez, lenta aceptación de la soledad, redescubrimiento de la sexualidad madura y problemas para comunicarse con su hija menor hemos asistido durante tanto tiempo.

—No, tú me diste la vida —le responde ésta.

Según la quinta acepción del diccionario, vida significa «duración de las cosas».

En lo que respecta al tiempo, las teleseries sellan un pacto con el telespectador que difiere de los que firman el lector literario o el espectador cinematográfico. Una película dura lo que tres o cuatro capítulos de una serie. Una novela raramente ocupará las ciento cuarenta y cuatro horas de lectura que reclaman las ocho temporadas de 24. En el tiempo de la teleserie se confunden el tiempo autónomo de cada capitulo, la elipsis, el tiempo de maduración de los personajes y, sobre todo, la cuenta atrás. Porque las teleseries se consumen. Producen adicción. Las temporadas se terminan y, sobre todo, se terminan las teleseries. Por tanto, comenzar a verlas significa saber que es muy probable que, si las ves enteras, acabes sintiendo empatía por sus personajes, enamorándote y dependiendo mínimamente de ellos; por tanto, significa empezar a elaborar el duelo por perderlas.

Por su muerte: cada cadáver, en cada capítulo de A dos metros bajo tierra, actúa como miniatura del cadáver final que será la teleserie. De modo que la digestión del duelo de cada una de esas familias anónimas es el correlato de nuestra perdida futura, para la que la serie nos ha ido pacientemente preparando. Y lo ha hecho mostrándonos la muerte con toda su crudeza y toda su arbitrariedad, en las formas de la enfermedad y de la violencia y del accidente, materializada en esos cuerpos desnudos que son cosidos, reconstruidos, drenados, maquillados, cosificados, vestidos para su exhibición en el marco de una ceremonia de despedida.

El primer cadáver mostrado en la teleficción contemporánea fue el de Laura Palmer: en Twin Peaks, con su autopsia, se rompió el tabú.

Autopsias altamente tecnificadas en CSI.

Seres humanos golpeados en la cabeza, a puño desnudo, una y otra vez, hasta la muerte, o tiroteados, o quebrantados con barras de hierro o con herramientas mecánicas, en Los Soprano, The Wire o Breaking Bad.

Cuerpos abiertos en canal, liposuccionados, rellenos de silicona, cosidos, alterados, drogados e incluso muertos en Nip/Tuck.

Cuerpos decapitados y cabezas profanadas y cadáveres devorados por gusanos en Dexter.

Cuerpos mutantes, monstruosos, polimorfos, violentados por la ciencia en Fringe.

Cuerpos mutilados que caminan o que se arrastran, más muertos que vivos, putrefactos, repulsivos, en The Walking Dead.

A esa tradición hay que contraponerle otra, que también híbrida el naturalismo médico y el gore y el pulp: la del cuerpo pornográfico. Porque la carnografía puede mirarse desde dos polos: el de la mirada necrófila y el de la mirada pornográfica. El porno blando de Los Tudor, de Truc Blood, de Roma, de Servicio completo, de Espartaco, de Califomication. O Brenda y Nate, durante los primeros meses de su relación, follando en todas partes, en cualquier parte. Y enamorándose.

No hay tema más viejo que el del amor entrelazado con la muerte.

Denis de Rougemont, en El amor y Occidente, evoca la imagen del vasallo Lancelot y la reina Ginebra al verse separados, al desertar, por la existencia de una espada entre sus cuerpos.

El sexo contra la muerte.

A dos metros bajo tierra comienza con la muerte del Padre (ya lo he dicho, volveré a hacerlo) y con su hijo follando con una desconocida en un almacén de limpieza del aeropuerto. A la macabra aura que rodea la funeraria, todos los personajes oponen el frenesí del cuerpo. Los experimentos de Claire con el sexo y con las drogas; las acampadas eróticas de Ruth; el deseo carnal de David en su oscura noche del alma; la seducción constante de Nate; la promiscuidad de los padres de Brenda; aquella sesión de fisioterapia en que ella masturba a su cliente.

La inestabilidad amorosa de Nathaniel Fisher Jr. podría encontrar su explicación biológica en los estudios de expertos como Helen Fisher, quien en Por qué amamos explica que la pasión amorosa dura entre uno y tres años. De lo que no hay duda es que los guionistas saben que el amor a una teleserie dura a lo sumo tres años, es decir, tres o cuatro temporadas. Por eso al final de la tercera se produce un giro brutal: una mudanza, un nuevo personaje o, en muchos casos, una separación o un divorcio: Carmela y Betty abandonan a Tony y a Don al final de esa temporada. O una pérdida que provoque la renovación del amor una vez superado el duelo: Tom Shayes muere al final de la tercera temporada de Daños y perjuicios; Rita, al final de la cuarta de Dexter; Lisa, al final de la tercera de A dos metros bajo tierra. Pero el divorcio y la muerte casi nunca suponen interrupciones definitivas cuando se producen en el marco de la serialidad: son un cambio significativo para que todo siga igual. La muerte de Zoe Graystone en el primer capítulo de Caprica no implica su desaparición, sino lo contrario: su presencia se reafirma, en forma de fantasma o de recuerdo o de avatar, en todos los capítulos de la teleficción. Cuando mueren el doctor Greene (Urgencias), Charlie (Perdidos) o el propio Nate, sus cuerpos no desaparecen, las alucinaciones de los vivos o los flashbacks nos los sitúan una y otra vez ante los ojos. La máxima expresión de la narrativa serial de nuestra época, los videojuegos, ya nos ha acostumbrado a ese tipo de relación no definitiva con la muerte, a esas reencarnaciones constantes en los píxeles de la pantalla.

Vuelvo a decirlo: la serie comienza con el regreso del Hijo y la muerte del Padre y en su último capítulo todavía encontramos a su fantasma merodeando, pura presencia, entre los personajes. Lo mismo ocurre en Dexter, el Padre muerto sigue aconsejando, ironizando, encamado en un actor y, por tanto, parte del elenco, de los personajes vivos que le rodean. Pero en Dexter Harry Morgan representa la Ley (el mecanismo de supervivencia que debe guiar las acciones del hijo psicópata), mientras que en A dos metros bajo tierra Nathaniel Fisher representa el Duelo (que nunca se elabora ni se supera del todo y aún menos en el caso de un padre muerto).

Mientras que los clientes de la funeraria Fisher & Sons se suceden sin demasiada implicación emocional por parte de los protagonistas, las pérdidas que ocurren entre ellos sí suponen un sismo en sus entrañas. El caso más dramático es el de Lisa. Lo de menos es el caso policial (la desaparición del personaje, su relación secreta con su cuñado, su asesinato), que como un afluyente subterráneo recorre toda la cuarta temporada: lo que importa es que, antes de desaparecer, Lisa le dijo a Nate que deseaba ser enterrada en la tierra, en la naturaleza, sin ataúd ni cementerio a su alrededor. Ese deseo, vagamente expresado, sin transcripción legal, sitúa al viudo en una posición que híbrida la de Antígona y la de Creonte en un único cuerpo: como marido doliente, atormentado por un sinfín de dudas metafísicas, siente la necesidad de respetar la voluntad de la fallecida; como director de una funeraria, sabe perfectamente que el acto que finalmente decide llevar a cabo (llenar una urna de falsas cenizas, desenterrar a Lisa, cavar una fosa en la escena más impactante y telúrica de la teleserie y hacer que descanse allí su cuerpo) no sólo es ilegal, también podría tener consecuencias catastróficas para el negocio familiar, para la vida de su madre y de sus hermanos.

Pero lo hace.

Lo hace a la luz de los faros de su furgoneta.

Acaba de rastrillar la tierra al amanecer.

Grita hasta que se le desgarra la garganta.

Muchas veces he tratado de hacer lo mismo con esos personajes: sacarlos del contexto en que murieron, enterrarlos en un recinto próximo a mis querencias y miedos, tratar de olvidarlos. Es imposible. ¿Cómo enterrar a don Quijote, a Werther, a Naptha, a Michael Corleone, a Rorschach, a Kara Thrace, a Cesárea Tinarejo, a Ornar? Inmersos en el eterno ciclo de la reencarnación, desaparecen para volver a aparecer en un rasgo de un personaje futuro, según la fisonomía que sugieran tanto la individualidad del creador como el contexto histórico en que se inscribe su persona y su obra. Porque mucho se ha repetido la distinción entre poesía e historia de Aristóteles, según la cual la primera es verosímil y universal y por tanto superior a la segunda, fáctica y particular, olvidando que en los últimos siglos ha cambiado radicalmente lo que entendemos por literatura y por historia. Lo poético se ha vuelto un fenómeno multiforme y extraordinariamente complejo, la verosimilitud no es ya un requisito literario y el hecho histórico ha sido puesto en duda por la historiografía contemporánea. Toda escritura es histórica. Toda historia es relato. La ficción también ocurre, también es.

Deberíamos comenzar a hablar de la ontología de los personajes de ficción. De su ser virtual, escrito o visual, abstracto o concreto, ficcional o avatárico; de su gestación y alumbramiento; de su existencia; de su agonía (su conflicto) y su muerte y el duelo que provoca en nosotros, sus lectores.

De su reencarnación, siempre parcial, en otro personaje.

O en el cuerpo de otro actor.

Mi fascinación por el personaje de Dexter, tal como se encarna en el cuerpo de Michael C. Hall, creció tras ver las cinco temporadas de A dos metros bajo tierra. La biografía de David puede leerse como la juventud de Dexter: su lenta intimidad con los muertos. Tanto el uno como el otro se caracterizan por la duda de Hamlet transportada al contexto sociohistórico de nuestro siglo: la religión y la homosexualidad, en el caso de Dave; el bien y el mal bajo la conciencia de una psicopatía, en el de Dexter. El padre de Hall murió de un cáncer de próstata cuando él era un niño de once años. Durante toda la primera década del siglo XXI, el actor ha estado encamando, sucesivamente, a dos personajes que tratan diariamente con la muerte tras haber perdido a sus respectivos padres.

David, el protagonista de Desgracia, de Coetzee, ante el sacrificio de dos ovejas se pregunta: «¿Debería dolerse? ¿Es correcto dolerse por la muerte de seres que entre sí no tienen la práctica del duelo? Examina su corazón y sólo halla una difusa tristeza». David se acabará dedicando a la eutanasia animal. La novela acaba, de hecho, con la muerte de un perro del que el protagonista se ha encariñado. La novela acaba y David se queda ahí, viviendo en el patio trasero de una clínica veterinaria. Ahí, en ese momento, aunque él no se duela de sí mismo, empieza nuestro duelo como lectores: cerramos el libro y su dolor pervive en nosotros, porque ya es nuestro dolor. Los personajes de ficción, como los animales, tal vez no tengan que gestionar el duelo; pero sí ocurre a la inversa. Hay pocos procesos humanos tan complejos como esa transferencia, ese paso del otro a nosotros. La empatía se da en una tensión constante entre identificación y distancia. El ser humano la lleva a cabo mediante la construcción de un relato. Necesitamos una historia, recursos retóricos, dramatismo, para empatizar con otro ser humano, con un animal, con un personaje de ficción.

Hay noticia, en la Antigüedad, según informa Di Nola en La muerte derrotada, sobre funerales jocosos de muñecas por parte de sus pequeñas propietarias. Se trata de rituales sustitutivos. También erigir una lápida, un monumento, constituye un acto de transferencia (como la corona de flores o la esquela en el diario; como, en otro plano, el ritual vudú). Se trata de procedimientos metafóricos. Los dibujos animados de Walt Disney, sus animalitos, encarnados en los territorios de Disneyland y Disneyworld, pueden verse como traducciones amables de los tótems de los aborígenes que habitaron esas mismas tierras, esto es, como una infantilización del imaginario original de los Estados Unidos. Desde ese punto de vista, Mickey o Donald no serían más que los disfraces, las máscaras, las metáforas de los mamíferos y las aves que encontramos representados en el antiguo arte nativo. Mickey o Donald son zombis, tumbas, muñecos de vudú, ataúdes de los animales totémicos de un pueblo exterminado.

Los lectores somos en parte como Echo, la protagonista de Dollhouse, en cuya mente se imprime en cada capitulo una personalidad ficticia, que después es borrada. Fugaces personajes de ficción que se suceden en el mismo cuerpo. En su subconsciente van quedando fragmentos, rastros, de todos los seres que ha sido, generando una personalidad dinámica que es la suma de todas las que encarnó. Su eco.

Me gustaría saber cuáles son las capas, los músculos, las válvulas del corazón que son alteradas por la ficción, dónde se almacenan los rastros de los personajes que ha interpretado durante años un actor, cómo puede eliminarse esa bioquímica que nos transforma, que nos complace, que nos duele, que —en fin— nos constituye. Según la lógica del karma, la reencarnación nos hace viajar por cuerpos humanos y animales. Según la lógica del karma, somos zombis, muertos en vida, fantasmas de los humanos y los animales que un día fuimos. O, mejor aún: cementerios. Porque en cada uno de nosotros conviven todos los difuntos por los que hemos pasado para llegar a nuestro ser actual: un sinfín de corazones que aún palpitan.

«(…) levantó a Roy y lo llevó rápidamente a la tumba, e intentó meterlo cuidadosamente pero terminó dejándolo caer y después aulló, se golpeó y saltó en el borde de la tumba porque había dejado caer a su hijo».

David Vann, Sukkwan Island