Episodio piloto
1. El cine o la paternidad
En el principio no fue el cine.
En el principio fue la oración. Y la poesía y el mito y la tragedia y el cuento y la comedia. Y, después, la novela —tragicómica—. Y el ensayo. Y la pintura. Y la fotografía. Y, finalmente, el cine.
Y su hija, la televisión.
Lo que los une es la repetición: el rezo, lo poético, el relato, mucho antes de que pudieran ser escritos fueron memorizados y repetidos, mediante fórmulas retóricas, mediante estructuras emuladas, mediante la mnemotecnia que articula la cultura. La imprenta no es más que una máquina de repetir. De multiplicar las lecturas y, por tanto, las imitaciones; y, por tanto, las variantes; es decir, las series.
David Griffith, que en la adolescencia trabajó en una librería y que en la juventud trató de ser escritor y escribió de hecho algunos guiones, en El nacimiento de una nación narró en realidad dos nacimientos: el de los Estados Unidos y el del lenguaje cinematográfico. Hermanos siameses: EE UU es, sobre todo, lo que de ella han representado sus películas. Su modelo no era los hermanos Lumière, sino Charles Dickens, leído a través de la pintura victoriana. «Yo hago novelas en cuadros», afirmó, como si su lectura de la novela realista hubiera sido eminentemente visual. Con su configuración de una gramática del cine, lo cierto es que hizo repetitivo y, por tanto, serial un lenguaje que hasta entonces podía ser único, excepcional en cada una de sus obras.
Eisenstein escribió: «No me gustan mucho los filmes de Griffith, o al menos el sentido de su dramaturgia: es la expresión última de una aristocracia burguesa en su apogeo y ya en pleno declive. Pero es Dios padre. Lo ha creado todo».
Charles Chaplin lo llamó «el padre de todos nosotros».
Murió en 1948, el mismo año en que nació la programación de la red comercial de televisión en los Estados Unidos, mientras el lenguaje televisivo se iba creando lentamente, con su múltiple paternidad. Porque en los inicios de la televisión también encontramos cuerpos, discursos y técnicas que proceden del cabaret, del teatro, de la radio, del cómic, de la publicidad, de la política o de la prensa. Su condición multicanal implica una naturaleza mutante.
En 1958, Alfred Hitchcock —que también expresó su respeto por el Padre— ganó la Concha de Plata en el Festival de Cine de San Sebastián por Vértigo y el Globo de Oro a la mejor serie de televisión por Alfred Hitchcock presenta. Hay que esperar treinta y tres años, hasta 1991, para volver a encontrar en la lista de los Globos de Oro el nombre de un gran director de cine. Me refiero a David Lynch, quien el año anterior había ganado la Palma de Oro en Cannes por Corazón salvaje, y que entonces fue premiado por Twin Peaks. Me refiero al prólogo a la época dorada de la teleficción en que vivimos: el salto entre la serialidad antológica de Hitchcock (cada entrega sin relación argumental ni con la anterior ni con la siguiente) y la serialidad progresiva, con diversas líneas argumentales y una apuesta definitiva por la calidad de la imagen, de los escenarios y de la actuación. Me refiero a la teleserie que se ubicó en la vía abierta en los años 80 por Canción triste de Hill Street (cuyo guionista, Mark Frost, fue el coautor de Twin Peaks); y que coincidió en los años 90 con Doctor en Alaska y con Homicidio, la adaptación teleserial de un libro homónimo de David Simon, cuyo primer episodio dirigió el cineasta Barry Levinson. A partir de entonces, con el cambio de siglo, se volvió habitual que en los títulos de crédito de las teleseries figuren nombres de directores y guionistas cinematográficos como Steven Spielberg, Lars von Trier, Martin Scorsese, Sam Raimi. Quentin Tarantino o Alan Ball. Pero también el caso inverso, como el de Rodrigo García o el de J. J. Abrams: tras destacar, en el ámbito televisivo, hacerlo también en la gran pantalla.
El cine y la televisión se han convertido en vasos comunicantes en perpetua retroalimentación, catalizada por el matrimonio entre el Cielo y el Infierno, Lynch y Frost, Levinson y Simon. O viceversa: las bodas entre el Infierno y el Cielo, entre el Cine y la Televisión, cierta forma de incesto para asegurar la supervivencia de la especie —la imagen animada—.
Tal vez el ejemplo reciente más importante del diálogo entre ambos medios lo encontramos precisamente en un largometraje de Abrams: Star Trek XI. En un final antológico y borgeano, comparten el presente narrativo las dos versiones del personaje de Spock: el joven, interpretado por Zachary Quinto, y el viejo, encarnado por el casi octogenario Leonard Nimoy, protagonista, director ocasional y guionista de gran parte de las entregas de la franquicia Star Trek. En una brillante actualización del tópico puer senex, el viejo Spock se convierte en un profeta que vaticina la importancia que la fe y la amistad tendrán en el futuro de Spock y de Kirk. Un futuro que, de hecho, ya ha sido escrito en todos los capítulos teleseriales y en todas las películas precedentes, desde los años 60. Como si de un signo de los tiempos se tratara. Leonard Nimoy ha aparecido recientemente tanto en esa película como en la teleserie Fringe. Y Zachary Quinto ha debutado como protagonista de cine después de encarnar todo tipo de personajes teleseriales en CSI, A dos metros bajo tierra o Héroes. En una película, por tanto, dialogan cara a cara dos momentos históricos de la televisión. El cine se convierte en lugar de encuentro de criaturas en las que se puede rastrear una genética híbrida.
El actor que encarna en Galáctica: Estrella de combate al almirante Adama es el mismo James Edward Olmos que, un cuarto de siglo antes, daba vida a Gaff en Blade Runner. El cuerpo envejecido de Olmos en la teleserie se contrapone al cuerpo adulto de Olmos en la película, como si sus células y sus carnes y sus arrugas fueran el escenario de un progreso histórico y artístico. Mientras que en la película de Ridley Scott los humanos manteníamos a raya a los replicantes, en la teleserie los cylons no dudan en acabar con nosotros. Si sobrevivimos es gradas a que la nave de combate Galáctica no estaba conectada a la red de defensa que unía al resto de la flota.
La supervivencia, por tanto, era una cuestión de desconexión.
Mientras que, en líneas generales, el cine de autor se desconecta de los ritmos y las estrategias que proponen las teleseries, buscando su representación en las salas de los festivales y de los museos, el cine mainstream conversa en cambio con ellas, en una situación inimaginable antes de los años 90. Eso no significa que la teleficción no sea a menudo de autor y que no recurra a las herramientas narrativas del arte y ensayo: no hay más que pensar en algunos planos y secuencias de obras de HBO como Carnivàle, En terapia o Treme. Me parece más fértil pensar en el cine y en la televisión como vasos comunicantes que tratar de analizar el cine hollywoodiense de nuestros días en su especificidad ciertamente imposible. Si se mira la cartelera global de 2010, se verá que la caracterizó la siguiente nube de etiquetas: remake, tercera parte, franquicia, animación, homenaje y cita. En esa fecha se estrenó la primera película de Kevin Smith distribuida por una gran productora. Vaya par de polis. La extensa escena inicial la conforman un sinfín de parodias de momentos de la historia del cine policial, que sólo se puede disfrutar si se conocen los modelos, el archivo del subgénero. Entre las persecuciones se suceden los chistes marca de la casa y las ineludibles escenas alrededor del coleccionismo y del mundo del cómic, pero no se puede hablar de una película personal. El eslogan de El equipo A, el remake de la teleserie de los años 80, es elocuente sobre la situación del cine de entretenimiento: «No hay plan B».
El esplendor del cine y de la televisión norteamericanos empezó a declinar justamente en los años 80, cuando comenzó a hacerlo el fordismo. Es decir, cuando Occidente fue dejando de producir masivamente y en cadena, cuando la producción industrial fue siendo delegada hacia el Este y hacia Oriente. La telenovela de calidad emergió en el vacío posfordista para documentar la depresión y para ocupar con un poderoso capital simbólico, de producción serial, los almacenes abandonados, las factorías desiertas, los puertos que dejaron de exportar. Los pozos petrolíferos abandonados de Friday Night Lights, la decadencia del puerto de Baltimore en The Wire. Las series son el penúltimo intento de los Estados Unidos por seguir siendo el centro de la geopolítica mundial. Como económicamente ya no es posible, los esfuerzos se canalizan hacia la dimensión militar y hacia la dimensión simbólica del imperio en decadencia. La teleficción documenta, autocrítica, esa deriva doble: geopolítica y representacional.
Las teleseries norteamericanas han ocupado, durante la primera década del siglo XXI, el espacio de representación que durante la segunda mitad del siglo XX fue monopolizado por el cine de Hollywood. Tal vez ninguna de las grandes teleseries haya pagado esa deuda con la tradición cinematográfica con la misma contundencia que Los Soprano. El argumento fue concebido por David Chase como guión de un largometraje y, naturalmente, evolucionó hacia el guión de una teleserie que acabó teniendo seis temporadas y unas setenta y cinco horas de duración. Las películas de gánsteres en que se inspira están presentes a muchos niveles: desde un «cameo» de Martin Scorsese hasta conversaciones sobre la saga El padrino, pasando por la proyección de El enemigo público, de William A. Wellman, o la imitación constante de Michael Corleone por parte del personaje de Silvio. Podría decirse que, después de esos homenajes, no sólo Los Soprano se convirtió en la mejor ficción sobre mafiosos de la historia, sino que el resto de las grandes teleseries se liberó de la necesidad de expresar su gratitud por los elementos retóricos y visuales que estaban heredando del séptimo arte. Así, aunque el lenguaje de estas series sea claramente deudor del cinematográfico, en A dos metros bajo tierra o The Wire, el cine no es explícitamente tematizado; la narratividad teleserial parece haberse emancipado ya, conservando sin duda multitud de elementos heredados, como lo hizo el cine con la pintura y la novela realista del siglo XIX, pero sin necesidad de hacer hincapié en esa deuda.
La línea que va de M*A*S*H a Treme, pasando por Canción triste de Hill Street o Breaking Bad, procede de la incorporación del cinema vérité al cine y a la televisión norteamericanos. Es decir, de la incorporación de una forma de filmar la ficción como si fuera realidad que en sus orígenes fue una respuesta de los autores europeos al paradigma hollywoodiense. Ese uso de la cámara se ha convertido en un elemento fundamental de la narrativa televisiva de nuestros días, porque remite a su condición ontológica. A lo que aspira a ser. En el plano visual, encontramos el estilo documental; en el plano del guión, el predominio de la alusión, de la referencia indirecta, de la información dosificada. Los mundos creados por las teleseries comienzan in media res, en el momento de crisis (de cambio) en que se inician todos los grandes relatos.
No hay introducción. No hay previously on. No hay dramatis personae. El episodio piloto retrata a los personajes profesional y familiarmente, con su máscara (lo que quieren representar), súbitamente violentados. El mundo nuevo se ofrece tal como es a las pupilas del espectador, mediante cámaras que vacilan sobre el hombro del camarógrafo, en planos que vibran, a través de texturas que parecen sucias, en planos fijos que emulan los de las cámaras de seguridad. No sólo en las obras realistas, también en las fantásticas: Galáctica plantea en los mismos términos su historia de androides y naves del espacio, y The Walking Dead parece por momentos un documental sobre náufragos y zombis. Todo se retrata con la misma ilusión de verdad que encontramos en un documental y en el cine que ha incorporado su estética. Porque las teleseries persiguen la creación de un mundo. Sellan, desde su inicio, un pacto con el telespectador para que éste asuma que lo que está viendo es tan real y tan ficticio como la vida misma.
Un mundo paralelo con el que relacionarse a través de la adicción.
El protagonista de Origen, de Christopher Nolan, es realmente fascinante; pero el telespectador de nuestros días sale de la sala con la sensación de que, para ser un personaje redondo, a ese chico le faltan al menos cuarenta horas de vida ficcional. Esa insatisfacción es irreversible. Nuestra relación con los personajes de ficción ha cambiado para siempre. Cada año que pasa se bate el récord de la teleadicción. El nuevo estupefaciente se llama personaje. Actúa por empatía; estimula la identificación parcial; lo sentimos cercano y lejano a un mismo tiempo; real y virtual. Nuestro y múltiple: se encama en formatos y en cuerpos diversos, lo leemos en pantalla y en papel, lo regalamos como figura de plástico, lo compramos en la portada de Rolling Stone o hablamos de él con cierta intimidad en conversaciones privadas. La adicción sólo puede ser serial, insistente, repetitiva. Pasó el tiempo del culto a una película única e irrepetible.
En Sherlock los mensajes que el detective y drogadicto más famoso de la historia envía o recibe a través de su teléfono móvil o las búsquedas que hace en internet se sobreimprimen en la pantalla, en un modo de utilizarla que recuerda al que es habitual en los videojuegos. Espartaco —cuyo modelo es 300— traslada al televisor el expresionismo de los cómics. Sin duda, el uso desprejuiciado que hacen las teleseries actuales del flashback y del flashforward, el número de tramas paralelas que barajan, los laberintos narrativos que construyen o el ritmo que imprimen a su acción no habrían llegado a las pantallas del siglo XXI sin, por ejemplo, el Macguffin de Hitchcock, los hallazgos formales de Scorsese o las estructuras de Tarantino; pero la tradición audiovisual va más allá de la narrativa cinematográfica y se imbrica en las técnicas contemporáneas que han moldeado nuestra forma de leer. El mando a distancia, el zapping, la congelación de la imagen, la viñeta, el rebobinado, la apertura y el cierre de ventanas, el corta y pega, el hipervínculo. Mientras que la velocidad a la que nos obligan a leerlas sintoniza con el espíritu de la época, el profundo desarrollo argumental y psicológico al que nos han acostumbrado conecta con la novela por entregas y con los grandes proyectos narrativos del siglo XIX (La comedia humana, Los episodios nacionales).
Entre el siglo XXI y el siglo XIX, la biografía entera del Padre Cinematográfico.
2. La nueva historia
La obra de arte es hija natural de uno o varios individuos e hija bastarda de la historia. Cuestiona una o varias psicologías, los códigos de un lenguaje y su contexto contemporáneo.
La excelencia de la televisión de la primera década del siglo XXI no se explica, por tanto, sin su marco histórico.
Me refiero, por un lado, a los cambios experimentados por la industria: desde la metamorfosis de los mecanismos de circulación del cine y la televisión (vídeo, DVD, internet) hasta la crisis económica global, pasando por la importante huelga de guionistas de finales de 2007 y principios de 2008. Y. por el otro lado, a que, tanto en el cine como en las teleseries, la historia contemporánea ha sido discutida y representada. Desde la perspectiva norteamericana, por supuesto: el 11-S, la progresiva importancia de la minoría latina, George Bush, las guerras de Afganistán y de Irak, Lehman Brothers, Hillary Clinton, Bernard Madoff, el huracán Katrina, Barack Obama, Facebook y Twitter. En Miénteme, por ejemplo, se proyectan imágenes reales de la política de nuestra época para evidenciar la mentira en el lenguaje corporal del líder de turno. Así aparecen Ahmadinejad, Bush hijo, Hillary Clinton y, sobre todo, su marido Bill Clinton, jurando que él no había tenido «relaciones sexuales con esa mujer». La mirada estadounidense.
Pese a la corta historia de la televisión, la relación de las series con la historia es cuento largo.
Sin la Guerra Fría no se entienden los personajes de Yo soy espía ni de Misión: imposible. A finales de los años 70, Lou Grant enfocó la relación entre la prensa y la sociedad estadounidense en la época del Watergate. Poco después, el fin de la guerra de Vietnam pobló las pantallas de veteranos de Vietnam, como Thomas Magnum o los miembros del Equipo A. Fue tal vez Playas de China la teleficción que retrató esa guerra con mayor complejidad, sobre todo cuando en la cuarta temporada se establecen dos tiempos paralelos: finales de los años 60 y principios de los 70, en Saigón, y mediados de los 80, en Estados Unidos. Así, la experiencia bélica se convierte en pasado y, como tal, en objeto de versiones y de interpretaciones. Quizá lo más cierto de todo lo que une ambos momentos sea la patología (estrés postraumático) que la protagonista sufre desde sus últimas semanas en el país asiático. En la misma década de los años 80, Corrupción en Miami mostró cómo se consolidaban las redes de narcotráfico internacional bajo la presidencia de Ronald Reagan. Hasta entonces, la política estaba sobre todo en las calles. Con El ala oeste de la Casa Blanca, a finales de la década siguiente, el Despacho Oval penetró en La intimidad de cualquier televidente. Como si las guerras abstractas y lejanas necesitaran concretarse en figuras y espacios concretos y cercanos. Durante la primera década del siglo XXI los presidentes reales y ficticios de los Estados Unidos se han convertido en presencias constantes en las series. Si durante décadas Fidel Castro cenó cada noche con sus súbditos gracias a la cercanía del televisor, los presidentes norteamericanos son ahora los vecinos de los ciudadanos globales al otro lado del espejo de la pantalla.
En 2001 se estrenó 24 y las Torres Gemelas fueron derribadas. Aunque las consecuencias del atentado terrorista más televisivo y televisado de la historia contemporánea constituyen el trasfondo de todas las teleseries estadounidenses de la primera década del siglo, ninguna como 24 sintonizó con la historia del imperio en decadencia. El año en que acabó el siglo XX se estrenó también La agencia, cuyo episodio piloto original —que no se estrenó como tal— abordaba un posible atentado de Al-Qaeda contra los grandes almacenes Harrods de Londres; pero el hecho de que sólo estuviera dos años en antena y el éxito de 24 eclipsaron su impacto en el imaginario del terrorismo.
Concepción Cascajosa Virino ha historiado en Prime Time la representación del atentado. La primera teleserie que habló de él fue Turno de guardia, cuyos protagonistas eran precisamente policías, bomberos y enfermeros de la ciudad de Nueva York: en tres capítulos, emitidos en octubre y noviembre de 2001, con «un estilo docudramático», se obviaron las imágenes directas del atentado para centrarse en los rostros y en el horizonte psicológico de las ruinas. El resto de teleseries ambientadas en Nueva York que ya existían en septiembre de 2001 fue incorporando también la realidad inmediata a sus guiones: Sin rastro, Policías de Nueva York, Ley y orden, CSI: Nueva York. Todas ellas optaron por hablar de las consecuencias, de las heridas, del trauma, sin representar lo que ya había sido visto por el Televidente Global, aquello que, por tanto, no era necesario volver a presentar en un marco de ficción. Mientras tanto. El ala oeste de la Casa Blanca, en el capítulo «Isaac e Ismael», ofrecía una interpretación ensayística «que ponía al 11-S en su contexto» y «reconocía que la relación con Israel había sido determinante en los atentados».
Si en estos ejemplos tenemos acercamientos puntuales o laterales a la posición de los Estados Unidos en la geopolítica internacional alterada por el terrorismo, en 24 la cuestión es constante y central. Durante sus ocho temporadas, la sintonía con la historia de la teleserie protagonizada por el agente federal Jack Bauer se dio en dos niveles simultáneos. En un primer nivel, el de lo representado, el agente de la Counter Terrorist Unit, con sus acciones, con su continuo escapismo y con su defensa de que el fin justifica los medios, fue la encarnación de la política de George Bush. Quiero decir: el psicoterror. Quiero decir: en el cuerpo de Bauer pudimos leer la Ley Patriótica. Guantánamo y la asfixia simulada y el resto de técnicas de tortura utilizadas por la CIA con el beneplácito del Gobierno. Quiero decir: en los salvajes métodos de Bauer y en los ilógicos comportamientos de los terroristas a quienes perseguía, en el combate físico, mental y moral entre ambos bandos, se reflejó el telón de fondo psicológico y moral del enfrentamiento entre los Estados Unidos y Al-Qaeda, la invasión de Afganistán y de Irak, su ramificado e inacabable impacto. No es casual que en la séptima temporada, estrenada en 2009, Bauer sea interrogado por una comisión del Senado, que lo acusa precisamente de torturas, si se tiene en cuenta que a finales del año anterior Obama alcanzó la presidencia. Tan importante como el cuerpo perpetuamente en tensión de Bauer (su rostro ensangrentado, sus músculos sudados, su ropa hecha trizas) es el modo escogido para su representación —el segundo nivel—. 24 simula ser una serie en tiempo real y, sobre todo, incluye en su estrategia narrativa dos elementos fundamentales: el cronómetro y la fragmentación de la pantalla. El modo en que la CNN cubrió el ataque contra las Torres, con su combinación de imágenes registradas por profesionales con otras de factura amateur, tiene en 24 una presencia fantasmática a través de los movimientos de cámara y la alternancia de filmación directa con planos de cámaras de seguridad e imágenes satelitales. La lectura que proponía la teleficción fusionaba la pantalla del telediario con la pantalla del ordenador, en un ritmo de visión dominado por la cuenta atrás. Porque la aceleración de la historia contemporánea ha sido paralela a la aceleración de su lectura. 24 no es, desde un punto de vista artístico, una de las mejores teleseries: pero posiblemente sea la que mejor le tomó el pulso a la primera década del siglo XXI.
O tal vez no: porque Galáctica: Estrella de combate, que comenzó a emitirse a finales de 2003, se inicia con un atentado elevado a la enésima potencia. Por tanto, con un planteamiento opuesto al de 24 y al de la Realidad. ¿Y si en vez de unos miles de muertos estuviéramos hablando de miles de millones? El exterminio de la raza humana por parte de los cylons, que utilizan como estrategia militar la infiltración, el virus, el terrorismo. Los cylons: creados por los humanos como los Estados Unidos crearon a Al-Qaeda. Los cylons: con sus células durmientes. Los cylons: torturados y vejados por los seres humanos, como los prisioneros de Abu Ghraib.
Torturas que aparecen en la vigésima temporada de Ley y orden (para cuestionar la política represiva en el contexto de la guerra contra el terror).
Que aparecen en la décima temporada de JAG: Alerta roja (para criticar la cadena de mando).
Que, trasladadas a otra prisión secreta, vuelven a aparecer en la primera temporada de Rubicon (para mostrar las estrategias utilizadas por la CIA después del escándalo: los torturadores son ahora agentes jordanos).
Aquí tenemos un debate de fondo: la potencia del realismo (aunque sea hiperbólico) y la potencia de la ciencia-ficción (posapocalíptica) para analizar críticamente la deriva del Presente. A diferencia del resto de teleseries citadas, cuya capacidad para provocar reflexión e impacto es cualitativa. Galáctica puede plantear una situación cuantitativamente extrema. No sólo se trata del asesinato de la mayor parte de la especie humana en lugar de las tres mil víctimas mortales de Nueva York; además los supervivientes deciden asentarse en Nueva Cáprica y el planeta es invadido por los cylons, una situación inversa a la de la ocupación de Irak, en la que éstos son los torturadores y aquéllos los terroristas capaces de inmolarse por la causa de la liberación.
Pero la ficción realista es mayoritaria y en ella es más sencillo rastrear la presencia de la historia contemporánea: la primera fase de la guerra de Irak en Generation Kill; la guerra de Afganistán en una de las tramas secundarias de FlashForward; la figura de Madoff en un capítulo de The Good Wife y en toda la tercera temporada de Daños y perjuicios; Nueva Orleans devastada por el huracán Katrina en Treme; las mismas guerras y el mismo huracán en el trasfondo de Studio 60: cómo representar el presente en marcha, los disparates, los caprichos y el dolor contemporáneos. Acontecimientos o figuras concretas que se inscriben en el panorama general, el horizonte psicológico e histórico definido por la paranoia, el miedo, la conspiración y sólo un atisbo de esperanza.
En todos esos casos la Ficción va a remolque de lo Real.
Pero en muchas ocasiones ocurre a la inversa y el cine y la televisión operan una suene de pedagogía social. Preparan al inconsciente colectivo para cambios inminentes. Envían postales desde el futuro David Palmer, el primer candidato afroamericano a la presidencia de los Estados Unidos, es el objetivo terrorista de la primera temporada de 24. En la segunda, ya es presidente. En la quinta, será asesinado, como ex presidente; y su hermana, Wayne, se convertirá en el segundo presidente afroamericano de los Estados Unidos. La siguiente persona en el cargo es Allison Taylor (la primera presidenta de la historia de los Estados Unidos). Pero en 2007 ya existían dos presidentas en las pantallas norteamericanas: la Alien de Señora Presidenta y la Reynolds de Prison break. El liderazgo de Hillary Clinton y Barack Obama, por tanto, no sólo había sido prefigurado por las teleseries (y antes de ellas por el cine y la literatura), sino que también había sido explicado televisivamente a la masa, para que ésta comprendiera que lo que en el ámbito de la Ficción era normal también podía serlo en el de lo Real.
3. Migraciones
El origen racial de Obama y las líneas mayores de su política se traducen en las teleseries coetáneas. La lectura clásica que ve en la ciencia-ficción literaria, en el fantástico hollywoodiense o en el cómic de superhéroes, respuestas a determinados contextos políticos (desde la amenaza rusa convertida en invasión alienígena durante la Guerra Fría hasta George Bush metamorfoseado en el canciller Palpatine de Star Wars, pasando por los mutantes como trasuntos de las minorías que reivindicaban sus derechos civiles en los años 60), se adapta ahora a los argumentos teleseriales. En el remake de V, la llegada de las naves nodriza deja claro que los visitantes extraterrestres llevaban tiempo infiltrados entre los seres humanos, constituyendo una suerte de alteridad invisible, que se blanquea cuando se revela como tecnológicamente superior. Anna, su líder, anuncia entonces la creación de un sistema sanitario universal. En FlashForward y en Fringe los jefes de los protagonistas blancos son afroamericanos. En True Blood se utiliza el concepto «salir del ataúd» en alusión a los vampiros que dejan de consumir sangre humana y se convierten en «American Vampires». La propuesta de True Blood pasa por la legalización y la normalización de una minoría histórica de nuestro imaginario colectivo: porque también son reales.
En The Event, el presidente es cubano-americano. Latino. Que así sea.
«Vivimos en South Florida, el inglés es un idioma extranjero», dice uno de los protagonistas de Nip/Tuck en el episodio piloto.
Hasta muy avanzada la primera temporada de Dirt no aparece ningún personaje latino. Lo hace, finalmente, sin identidad individual, como parte de un grupo. Los latinos propinan una paliza brutal a un aprendiz de fotógrafo blanco, se mean encima de él y le dan descargas eléctricas en los testículos. La redacción de la revista Dirtnow está conformada por blancos anglosajones, que entrevistan, fotografían y sacan en portada a artistas blancos anglosajones. Los afroamericanos sólo aparecen en la trama como estrellas del baloncesto o del rap; y los latinos como criminales violentos.
Estamos en Los Ángeles de Beverly Hills, de Hollywood, de carísimas clínicas de desintoxicación y clubes exclusivos. Al parecer, la existencia de Salma Hayek y Antonio Banderas en esa topografía real no es más que una cuestión de minoría no representativa; porque los personajes afroamericanos y latinos sí abundan, en cambio, en The Shield, una teleficción policial ambientada en el multirracial y pobre Farmington District. Aunque estemos en la misma megalópolis, se trata de mundos opuestos. La mayoría de los agentes de esa comisaría son blancos anglosajones, con «Vic» Mackey en su centro. En las primeras temporadas las tensiones circulan, sobre todo, en un triángulo visiblemente racial: el que pasa por los ángulos del chivato novato (afroamericano), el ambicioso capitán (de apellido Aceveda) y Vic Mackey. En The Shield las tres razas —según la cosmovisión norteamericana— son representadas según los porcentajes de la estadística nacional: dos tercios de los 300 millones de estadounidenses son descendientes de europeos; cerca del 15% es de origen latinoamericano; un 10% es afroamericano.
Las lentes y los filtros que distorsionan la realidad en el guión y en las imágenes de una serie de televisión —por cuestiones tanto de libertad creativa como de rating y de casting— transforman las estadísticas demográficas en espectros de la verosimilitud. La mayoría de la población de Miami es de origen cubano y centroamericano, pero en CSI Miami sólo uno de los protagonistas es latino, Eric Delko. de madre cubana, que deja la unidad policial en la octava temporada, reemplazado por Jesse Cardoza. La minoría debe seguir con su cuota. También en Miénteme hay un único personaje latino en un equipo de personajes blancos: Ria Torres. Es la «natural», es decir, la única capaz de detectar las mentiras por vía de la intuición y no de la ciencia. En FlashForward, en cambio, no hay ningún personaje de origen hispano, pero uno de los protagonistas (Demetri Noh) es asiático-americano. Probablemente se trate del personaje más trágico de la teleserie: sabe desde el principio qué día va a morir. Pero los estereotipos asiáticos no son tan claros como en el caso de los latinos: en Dexter, Masuka es el bufón, es decir, lo opuesto que Noh. Sin embargo, hay un rasgo compartido por los personajes coreanos y japoneses de Perdidos, Héroes y FlashForward: todos necesitan huir y se acaban integrando, de un modo u otro, como refugio, en la cultura (pop) estadounidense.
Los personajes de origen hispanoamericano, de hecho, habitan las teleseries en dos estados complementarios: el tránsito y la ciudadanía. El primero está a menudo ligado con la violencia y la criminalidad. Tal es el caso, por ejemplo, de la centroamericana Maya (Héroes), cuyo superpoder consiste en masacrar a quien se encuentre a su alrededor, y que emigra ilegalmente a los listados Unidos junto con su hermano Alejandro en busca de respuestas científicas a su maldición. Y también de «El Despellejador» (Dexter), un psicópata centroamericano que emplea a inmigrantes en su pequeña empresa de jardinería, mediante la cual selecciona a sus víctimas y las desolla. Hugo Reyes (Perdidos), el capitán Aceveda (The Shield), Federico Díaz (A dos metros bajo tierra). Carmen Molina (Breaking Bad) y buena parte del elenco de Dexter, en cambio, son ciudadanos estadounidenses —caracterizados, por cierto, por una relación problemática con la ambición—.
El conflicto entre tránsito y ciudadanía se observa con fascinante complejidad precisamente en Dexter, la teleserie norteamericana donde confluyen mayores tensiones raciales y culturales y donde encontramos mayor presencia de latinos (no en vano está ambientada en Miami). De hecho, Dexter y su hermana son los únicos wasp de la comisaria. Y los que (al menos sobre el papel) tienen menos poder en ella. Un mestizaje problemático que los guionistas han sabido mostrar tanto en el idioma español, que a veces utilizan los personajes para expresarse, como en la trama de relaciones humanas que se miniaturiza en la comisaría de policía, pasando por la construcción de cada capitulo, donde a menudo las fricciones étnicas cobran protagonismo. Sin ir más lejos, en uno de los episodios. Dexter descuartiza a una pareja blanca y enamorada que se dedicaba a traficar con espaldas mojadas y a humillarlos; un niño hispano, testigo presencial, está a punto de identificarlo, pero el retrato robot del asesino de sus captores, según su descripción al agente encargado de dibujarlo, es el de Jesucristo. El psicópata como mesías para un niño educado en la América Hispana. En el Departamento de Policía de Miami que escenifica la serie, los movimientos políticos se guían por cuotas de minorías. Así, la teniente María LaGuerta ha accedido a su cargo por su doble condición de mujer y de latina, lo que anima los conflictos de una de las subtramas. En la tercera temporada, el asesino protagonista se enfrenta a dos asesinos latinos: el mencionado «El Despellejador», de origen humilde, por un lado; y el político Miguel Prado, por el otro. La influyente familia Prado está relacionada con LaGuerta, de modo que el telespectador asiste a un examen de las relaciones entre facciones del poder latino en los Estados Unidos. Tanto en el jardinero psicópata como en la familia Prado imperan códigos de honor y de respeto que son ajenos a los blancos y anglosajones hermanos Morgan.
La representación de los personajes latinos en las teleficciones estadounidenses se polariza entre la violencia (a menudo extrema) y la ambición (nunca implacable), con una gradación de matices que tiene que ver con la defensa a ultranza de la familia y con las pasiones y el instinto. Permanecen en un mundo radicalmente separado del blanco anglosajón. Son pocas las alianzas o relaciones sentimentales duraderas entre personajes de orígenes diversos. Durante varias temporadas, la funeraria de A dos metros bajo tierra, que tradicionalmente fue Fisher & Sons, se llama Fisher & Díaz. Pero los socios acaban por separarse, al tiempo que la pareja compuesta por el afroamericano Keith Charles y el angloamericano David Fisher se consolida, adopta a dos niños negros y se muda a la casa y funeraria.
La sociedad es un sinfín de movimientos sin leyes inmutables que la rijan. La parte más importante de una red son los nodos: los cruces, las intersecciones de caminos. Gracias a la potencia de sus plataformas de representación, Estados Unidos se ha convertido en el paradigma global de la sociedad mestiza, y por tanto nodal, en la era de la conexión casi absoluta y en expansión.
4. La sociedad relacionada
Puede leerse el arte de los años 90 como una prefiguración de la sociedad de la década siguiente. El arte relacional intuye la emergencia de la sociedad hiperrelacionada. Es decir, hemos pasado de obras que construían, en el espacio de la galería o del museo, pequeñas utopías de la proximidad, a toda una sociedad vertebrada a través de la ilusión de la relación inmediata, de la conectividad, de la red. Nicolás Bourriaud ha definido el arte relacional como un conjunto de prácticas artísticas que toma «como horizonte teórico la esfera de las interacciones humanas y su contexto social, más que la afirmación de un espacio simbólico autónomo y privado», en el seno de la «civilización de lo próximo». Si la sociedad se articula mediante redes —y es más consciente de ello que nunca— y la Biblioteca de Babel parece estar a nuestro alcance, lo que importa no es tanto la potencial infinitud, sino los nodos, los lugares de encuentro concretos. Cada pantalla y cada mouse y cada teclado que intervienen en ella.
En 1992, Nokia introdujo en su logo el eslogan Connecting People; en 1998 nació Google; y en 2001, Wikipedia. A medida que fue avanzando la primera década del siglo, no sólo los acontecimientos históricos fueron apareciendo, casi en sincronía con lo Real, en los capítulos de las teleseries; también lo fueron haciendo las innovaciones tecnológicas. Sin las bases de datos policiales y sin Google Mapas, muy probablemente, Dexter seria incapaz de asesinar. Los teléfonos móviles son elementos fundamentales en la tensión dramática de las obras ambientadas en el presente. Tal vez la teleserie realista que mejor hace coincidir la historia y la pantalla es The Good Wife, porque el adulterio mediático —inspirado en el de Bill Clinton— y la campaña política —basada en la de Obama— son constantemente tensionados con su representación en Youtube, Twitter y en otras plataformas virtuales. La incorporación de personajes adolescentes cataliza, sin duda, el poder de esas presencias. La teleserie nos recuerda que en nuestros días, gracias al acceso directo a las pantallas globales que posee cualquier ciudadano, un video grabado en un teléfono móvil por dos estudiantes o los twits envenenados de la novia del hijo de un candidato pueden ser tan decisivos en una campaña política como las declaraciones de una prostituta, las malas artes de un consejero o el carisma de un rival. Todos somos agentes políticos que creamos noticias y decidimos, continuamente, el rumbo de los flujos de información.
Más que ninguna otra manifestación artística, las teleseries circulan por el ciberespacio a dos niveles simultáneos: el del consumo y el de la interpretación. Ambos confluyen en un tercer nivel, posterior: el de la reescritura. Las audiencias de las teleseries son especialmente interactivas. Henry Jenkins ha hablado, incluso, de «la inteligencia colectiva de los fans mediáticos» para referirse al «papel cada vez más decisivo que desempeñan los consumidores dotados de poder digital en la configuración de la producción, la distribución y la recepción de los contenidos mediáticos». El resultado de la internacionalización de esa convergencia es el cosmopolitismo pop, cuyo paralelo en el ámbito de las prácticas artísticas es el nomadismo estético. Dos prácticas a menudo entrelazadas que se definen por su contra-espacialidad: no se conciben en las fronteras de las naciones o de los estados, descreen de una única lengua, su motor es la perpetua traducción. La programación televisiva autonómica, nacional o estatal no provoca fenómenos de culto ni discusión en red; y, como ha escrito Massimo Scaglioni, es incapaz de lograr una implicación apasionada del espectador en la ficción serial autóctona, la constitución de comunidades de seguidores o la transformación de la serie en objeto de culto. Se ha desestabilizado para siempre la separación entre el artista o artesano como productor y el lector o televidente como consumidor; ya no existen ámbitos de proximidad definidos exclusivamente por legislaciones locales. El consumo internacional y en red supone la proliferación de una nueva sentimentalidad, que atraviesa la pantalla, transforma la cotidianidad individual, varía lo que entendemos por identidades colectivas y, sobre todo, por relaciones sociales. La suma de la actividad en cada una de las plataformas da como resultado una cifra altísima, frenética. El telesujeto es más activo que nunca.
Ni siquiera el zapping supone pasividad cuando se dispone de centenares de canales por los que navegar: el televidente crea su propio sampleado al ir pulsando botones del mando a distancia o al ir abriendo y cerrando ventanas en la pantalla. Todos producimos porque todos somos actores. Agentes de la interpretación, el desvío, la recomendación, el contagio. Todos somos piratas textuales que leemos, descontextualizamos, descargamos, traficamos con links y con lecturas de las obras que identificamos como pertenecientes a ese meta-género que es la teleserialidad de culto. Todos somos fans. Todos somos microcríticos. Perdidos no tenía veinte millones de telespectadores, tenía veinte millones de microcríticos, un sinfín de hermeneutas que comentaban en tiempo real la obra, que alimentaban la Lostpedia hasta convertirla en una biblioteca inabarcable, que se introdujeron en el laberinto de su videojuego y que juzgaron tan implacablemente su final que condenaron la teleserie: sublime como obra-en-marcha, pero discutible como obra cerrada. Esos veinte millones de individuos, por supuesto, eran muchos millones más, pues la audiencia global es incalculable; y no eran consumidores exclusivos de Perdidos, ni tampoco de teleseries: hijos de sus lecturas, de sus gustos, de su compleja cultura, se inscriben en una malla relacionada de cientos de millones de microcríticos recreadores. La energía que nutre de información y de arte el universo teleshakesperiano.
Pocos años antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Walter Benjamín propuso en «El narrador» que aquello que distingue a la novela de la narración es su dependencia del libro. Jorge Luis Borges defendió que la novela pasaría, pero que el cuento —que es anterior a ella— permanecería. A diferencia de la novela y del cine, a quienes les cuesta desprenderse de los formatos de reproducción en que fueron alumbrados y que parcialmente los constituyen, el relato breve y el capítulo teleserial se han adaptado perfectamente a los nuevos contextos de circulación y de lectura de lo literario y de lo audiovisual. Tal vez porque no están ligados a un objeto o a un espacio con connotaciones rituales (con ecos remotos e inconscientes tan poderosos como la Biblia o el Mito de la Caverna), la lectura y el consumo de relatos (crónicas, apuntes, microrrelatos, cuentos, posts) y de episodios de series se han desprendido con relativa facilidad de su soporte de origen, el papel y el televisor, para desplazarse a las pantallas conectadas a internet, apoyándose en la glosa y la interpretación inmediatas, ya sea en los comentarios del blog o en las redes sociales. Mientras la novela se desplaza lentamente hacia la narrativa digital y transmediática, las teleseries —sin metamorfosis— se han adaptado sin sufrir trauma alguno a Youtube, a las páginas de descarga, a los cofres de DVD y a la interacción de la web 2.0, tal vez por la fuerza colectiva de unos seguidores que, más que fieles a ciertos creadores o subgéneros, como ocurre en otras artes, son fieles al meta-fenómeno en sí.
Es sabido que la primera teleserie que provocó un fenómeno fan fue Star Trek y que su fandom consiguió, sobre todo mediante el envío de decenas de miles de cartas, que la serie continuara a finales de los años 60 y que —con el tiempo— se convirtiera en un mito fundacional de la ficción televisiva y de la creación de vastas comunidades humanas como círculos concéntricos a su alrededor. La cadena NBC llamó a los autores de esas cartas decisión makers. Las campañas de fans para asegurar la continuidad de sus teleseries favoritas o para propiciar cambios de guión según su conveniencia es una constante desde entonces: los seguidores de Doctor Who trabajaron como voluntarios en cadenas públicas locales para recaudar fondos que aseguraran la emisión del programa; los fans de Twin Peaks organizaron concentraciones para protestar por el fin de la serie; los seguidores consiguieron que se rodara la segunda temporada de Jericho y U cuarta de Veronica Mars. Aunque la gran mayoría de las teleseries no pase de la primera temporada, lo de menos es el éxito o el fracaso de esas demostraciones de coordinación y de poder. Lo que realmente importa es la reivindicación de una lectura intelectualmente activa. Por eso el fandom televisivo, en el cambio de siglo, ha sufrido un proceso de abstracción (o de desmaterialización). Si en los casos de la ciencia-ficción y la fantasía, es decir, de Star Trek, Buffy Cazavampiros o Perdidos, se mantiene la actividad física (off line), en forma de reuniones, coleccionismo, disfraces o escenografías diversas; en los casos de obras realistas, como El ala oeste de la Casa Blanca, Los Soprano o Mad Men, la actividad es eminentemente virtual (on-line) y, por tanto, privada en el momento del consumo y en red cuando se comparte y es debatida. Pero el consumidor y lector de teleseries no es exclusivo en cuanto a géneros o a tendencias. De modo que se ha extendido un fandom difuso, que ve las obras de todo signo en la pantalla de su televisor o de su ordenador, que compra las teleseries en FNAC o se las baja de alguna página de internet, que habla sobre ellas en conversaciones informales y sobre todo a través de foros, redes sociales, microblogging y blogs. El culto se ha vuelto mainstream. El fan art (ilustración, collage, video hecho por seguidores), la fan y slash fiction (relatos sobre los personajes favoritos), el songfic (canciones y bandas sonoras) y el cosplaying (disfraz y adopción de un estilo de vida vinculado con el espíritu de un producto) ya no es una cuestión de minorías. El estilismo vintage de Mad Men influyó primero en los desfiles de Prada y Louis Vuitton y después se impuso a través de Mango y Zara.
Se trata de una corriente global que circula en paralelo a la programación de las cadenas de televisión locales, como su alternativa cosmopolita. Lo que no la exime de su potencial crítico: mientras que los personajes, las historias y el mundo creados suscitan empatía o rechazo, la cultura estadounidense que representa es examinada por el espectador internacional desde una actitud proclive al análisis y al cuestionamiento. El hecho de que la mayoría de las series mantenga una línea editorial implacable con la sociedad y sobre todo, con la política norteamericanas favorece esa actitud microcrítica.
En los años 90, internet comenzó a aliarse con relatos de índole diversa (publicitarios, literarios, teleseriales) en lo que dio en llamarse la narrativa crossmedia. Su desarrollo actual ha alcanzado altísimas cotas de interactividad y, por tanto, de complejidad lectora. Pongamos el ejemplo de Miénteme. Cada capítulo comienza con la misma mentira: «La siguiente historia es ficcional y no se refiere a ninguna persona o hecho concretos». Una mentira inofensiva, que inmediatamente es desmentida en la página web de la teleserie: «Basado en los descubrimientos científicos reales de Paul Ekman». En efecto, el doctor Cal Lightman, líder de The Lightman Group, y los casos que resuelve son ficción; pero su especialidad, la interpretación de las micro-expresiones, esto es, de la fugaz y mínima gestualidad en que revelamos si estamos mintiendo o estamos diciendo la verdad, remite al trabajo de Ekman, un ser real, máximo experto mundial en lenguaje corporal, autor de quince libros, profesor emérito de Psicología de la Universidad de California, asesor de unidades anti-terroristas y de los guionistas de Lie to me. En el blog «La verdad detrás de Miénteme», Ekman comenta cada episodio que ha inspirado con su trabajo. Si damos por sentado que una teleficción no se limita a los capítulos que se emiten, porque se expande en otros frentes, como la página web, entenderemos que el capital de esa sene de la Fox se encuentra en la negociación bidireccional entre lo real y lo ficticio. Las instantáneas de las celebridades en el acto de mentir no son sólo un gancho, tienen también voluntad de reto. Porque el marketing, con efectos tangibles en el guión, persigue la educación del televidente. Una de las aplicaciones de la página web permite jugar a «verdadero o falso» visionando a gente que afirma algo mientras pestañea más o menos de lo normal, frunce el ceño, se toca la oreja, juega con su lengua o contorsiona la comisura de la boca. Lie to me, con la asesoría científica de Ekman y con unos diálogos orientados hacia la comprensión de las micro-expresiones, ubica en la pantalla una pedagogía cuyo objetivo penúltimo es la aplicación de las lecciones a la vida real. Y su objetivo último, fidelizar espectadores de la obra central, la serie, mediante productos paralelos y también narrativos.
El segundo fruto natural del matrimonio entre las Teleseries e Internet ha sido la webserie, formato pensado para la distribución exclusiva on-line. Una de las más importantes surgió del cruce entre profesionales del medio (durante la huelga de guionistas) y la dedicación y el entusiasmo propios de los aficionados y fans: Dr. Horrible’s Sing-Along Blog es una miniserie musical de tres actos sobre superhéroes, con un aspirante a supervillano como protagonista. Aunque su energía haya sido principalmente amateur, cadenas como Fox (con The Cell, veinte episodios de dos minutos cada uno sobre un prisionero kafkiano cuya única conexión ron el mundo es un teléfono móvil) han detectado su potencia viral y varias teleficciones han creado obras complementarias, a menudo pensadas para alimentar la adicción en la pausa entre temporadas, en formato webserie. Es difícil calibrar el impacto en audiencias tan variables y nómadas como las actuales, pero me atrevería a decir que las desventuras del Doctor Horrible fueron más influyentes que Lost: Missing Pieces. Por muchos motivos, pero sobre todo por ser parodias.
Porque la parodia es un mecanismo narrativo de primera magnitud en el mundo audiovisual actual, tanto en el oficial como en el underground que alimentan los fans. Y las teleseries no son ajenas a ello.
En un capítulo de Los Picapiedra, la célebre serie de los años 60, apareció una parodia de La familia Adams a través de sus nuevos vecinos, los Gruesomes. Tempranamente, en dos teleseries coetáneas, por tanto, ya se observa la necesidad de crear vínculos paródicos tanto entre el mundo real y el representado como entre los propios mundos de ficción. Ese proceso de reficcionalización, que se encuentra tradicionalmente tanto en las aventuras apócrifas e individuales de personajes célebres como en las obras que ponen en relación seres con procedencias divergentes (como hace Alan Moore en Lose Girls, donde la Alicia de Carroll, la Dorothy de El Mago de Oz y la Wendy de Peter Pan disfrutan una segunda vida sexualmente mucho más activa), tiene en el ámbito teleserial la particularidad de la parodia animada.
Me refiero, por supuesto, a Los Simpson y a Padre de familia, que, gracias a sus incorporaciones de personajes secundarios extraídos del mundo real y del mundo de la ficción, actúan no sólo como plataforma de legitimación y de prestigio —ya que sólo las celebridades tienen cabida en ellas—, sino también como evidencias de la retroalimentación que, a través de la parodia, convierte el Universo de la Ficción en una construcción laberíntica y sumamente compleja. Porque cada alusión paródica implica, finalmente, una lectura. En la teleserie animada de Seth MacFarlane, el Doctor House aparece en una versión dibujada y totalmente reconocible y le da un puñetazo a su paciente porque esos son, en el fondo, sus métodos. El eco de Sherlock Holmes desaparece junto al resto de rasgos sofisticados del personaje: su esencia es su violencia verbal y su desprecio por las reglas, que en los dibujos se vuelve violencia física. En la teleserie de Matt Groening, el malhumorado médico se convierte en el Doctor Mouse, dentro de la ficción interna The Itchy and Scratchy Show (Rasca y Pica): le corta las piernas a su paciente y se las empalma a las orejas. En otro episodio, un Doctor House en miniatura es introducido por Marge en el microondas, donde explota e impregna de sangre la puerta transparente del electrodoméstico.
Como la comedia clásica o el esperpento valle-inclanesco, la caricatura revela lo esencial. Ése es el motor de House: el carácter salvaje de su protagonista. Todo lo demás es, según la lógica de Los Simpson y Padre de familia, accesorio. Probablemente porque la esencia de éstas es justamente la parodia y todo lo que, en sus fotogramas, no deforma elementos reconocibles de lo Real o de la Ficción es también prescindible.
Las fan fictions —relatos escritos y audiovisuales en que los seguidores de un mundo de ficción elaboran escenas y tramas paralelas— son más paródicas que fieles, y a menudo introducen distorsiones relacionadas con la orientación sexual de los personajes. En la ontología de los seres de ficción, entraríamos en un segundo grado de distorsión y de complejidad política respecto al original. Si Batman vive en cuantas versiones han hecho de él autores de cómic, guionistas de televisión y directores de cine, de modo que tenemos un ser de existencia múltiple (como todos los grandes seres seriales), cuando Batman ingresa en el universo de las fan fictions como el amante de Robín o como un superhéroe negro, su identidad no sólo muta de una galaxia engendrada por autores profesionales a otra en manos de autores amateurs, sino que se democratiza, se convierte en patrimonio común y, a continuación, en una herramienta de cuestionamiento ideológico. No sólo se interrogan la raza o el género, también la propiedad intelectual de los seres de ficción es puesta en discusión. George Lucas, preocupado por el carácter pornográfico de muchos textos protagonizados por sus personajes, intentó controlar las ficciones de los seguidores de La guerra de las galaxias. Las productoras y las cadenas tratan de canalizar la energía de los fans mediante estructuras oficiales; pero el fan (cada uno de nosotros) es eminentemente libre. Un sujeto critico y recreador.
—¿Puedes ser libre si no eres real? —le pregunta, en Caprica, el avatar de Lacy a Zoe Graystone, pura realidad virtual encarnada en cuerpo de robot.
¿Tienen los personajes derechos de autor? ¿A qué dimensiones de su ser afectan? ¿Cuándo expiran? ¿A quién pertenece Han Solo? ¿Es un nombre, una biografía ficcional, unos rasgos físicos, el cuerpo aún joven de Harrison Ford? ¿De quién son los agentes Mulder y Scully? ¿Quién posee el amor de Paolo y Francesca o el de Jack y Kate? Como ante el amor, estamos ante instancias ontológicas intangibles. El cuerpo es un actor; pero antes de él fue un dibujo o un holograma; y después de él se encarnará en otros cuerpos. La ficción tiene, en su origen, uno o varios creadores, pero se materializa en forma de píxeles. Y el personaje muere de éxito, para ingresar en el panteón de los mitos contemporáneos que nos pertenecen a todos, incluidos usted y yo.
5. El giro manierista
Como en las grandes tragedias de Shakespeare. Roma supo alternar la macropolítica y la micropolítica: la transición de la República al Imperio y las historias de dos centuriones de la XIII legión, el Senado y el burdel, Julio César y un criado judío, los amoríos de Marco Antonio con Cleopatra y las iniciaciones sexuales de los jóvenes aristócratas que ya nadie recuerda. Una de las virtudes de la teleserie fue saber imbricar ambos planos —el de la historia general y el de la intrahistoria de los afectos y las pasiones— en un conjunto armónico. El magnicidio de César, con la última estocada de Bruto, supone la intersección climática de ambos niveles: el de la alta política, pasto de crónica histórica, y el de las relaciones personales, pasto de ficción dramática. Como en tantos momentos de la teleserie, el asesinato se realiza a sabiendas del legado shakesperiano: mediante el desvío. Julio César mira a Bruto, pero no pronuncia las célebres palabras. Como en la tragedia del siglo XVI, el peso cae en el personaje de Bruto, el posible héroe trágico, que mucho más tarde morirá patética pero heroicamente, a manos de soldados romanos.
Espartaco: sangre y arena, en cambio, pese a un primer capítulo en que se reconstruye cómo los romanos traicionan a los tracios —a quienes se habían aliado para combatir a los dacios—, de modo que el protagonista nos es presentado en el meollo de la geopolítica de su época, se centra en los entresijos de un ludus, es decir, del gimnasio donde entrenan los gladiadores, que es al mismo tiempo la residencia de su dueño. Aunque la arena donde tienen lugar los combates signifique la escenificación de la relación entre los gobernantes y el pueblo, el espacio realmente importante de la teleserie en su primera temporada es el ludus, esto es, el ámbito micropolítico. No importan los emperadores, sino los esclavos. No importan los discursos, sino los cuerpos. El sexo y el combate. La piel lubricada, el taparrabos, el bíceps, la rivalidad masculina, los pezones de mujer, la compraventa de seres humanos. Como se observa también en Los Tudor, donde la corte es sinónimo de depravación y de lujuria, parece que optar por una ambientación histórica para una teleserie conlleva exacerbar la violencia y la sexualidad. De ese modo, la antigua Roma o la Edad Media serían parques temáticos en los que proyectar una supuesta libertad sexual y violenta, siempre pretérita, hoy perdida.
En el octavo capítulo de Espartaco, los esclavos y candidatos a gladiadores son desnudados a petición de Ilithyia, una aristócrata romana que se plantea comprar a uno de ellos. Escoge a un galo de larguísimo pene. Vemos el pene larguísimo. El capítulo termina con la castración y crucifixión del galo, después de que trate de asesinar a Espartaco por indicación de su domina. La hipermasculinidad de la teleserie, constantemente recordada mediante la palabra «cock», aparece como una radicalización de los planteamientos de Roma. En uno de los capítulos de ésta, Atia (que recuerda físicamente a Lucrecia, la macbethiana esposa del amo del ludus) le regala a Servilia un esclavo de largo miembro decorado con una tortuga de oro incrustada con piedras preciosas, y ante las dudas sobre la conveniencia de semejante regalo afirma: «Un largo pene es siempre bienvenido». La pornografía estaba muy extendida en la sociedad romana: vidrios, camafeos, cerámicas, lucernas, esculturas y pinturas, a menudo colocadas en los lugares más visibles del domus, mostraban sin pudor todo tipo de escenas amatorias. En ellas el pene aparece con mucha mayor frecuencia que la vagina. La romana era una sociedad falocrática. La representada por Espartaco lo es el doble que la representada por Roma.
Entre ambas obras, en lo que respecta al sexo, tiene lugar un tránsito: del erotismo a la pornografía. No me refiero a la mera representación de la desnudez y de la penetración, porque en ambas teleseries abundan las nalgas masculinas y femeninas, el sudor y las posturas kamasútricas, siempre planificadas según los procedimientos y el pudor del soft porn. Me refiero a que Espartaco es consciente de haber llegado a las pantallas después de Roma. Esa conciencia de posterioridad se traduce en la búsqueda de la vuelta de tuerca sexual: las esclavas, por ejemplo, calientan oral o manualmente al marido y a su esposa, cada una a un lado de la cama, antes del encuentro entre ambos. Y también en el paso de la exhibición realista de la sangre y el sexo a su representación porno y gore. Espartaco no sólo muestra la promiscuidad del domus, también nos deja ver amputaciones, degollaciones, fracturas óseas, decapitaciones, sangre que brota a presión. Porque es un producto manierista que se sabe deudor del clasicismo de su antecesor.
De 2007 a 2010 el clasicismo viró hacia el manierismo: la posmodernidad teleserial experimentó un giro, una torsión, que en muchos casos puede identificarse mediante parejas de obras emparentadas. Me refiero a la vuelta de tuerca que significa Espartaco respecto a Roma, Fringe respecto a Expediente X, Treme respecto a The Wire o Mad Men respecto a Los Soprano. Como si al final de la década, en la aceleración vertiginosa del arte en que vivimos, se hubiera llevado a cabo una relectura manierista de una tradición que, aunque breve en el tiempo, es abundante en obras y, sobre todo, está sometida a la competición por el prestigio crítico y, sobre todo, por la audiencia.
La perfección formal (elíptica), histórica (fidelidad embellecida, perfeccionada) y escenográfica (color, formas, volúmenes, espacios) de Mad Men puede entenderse como un ejercicio de barroquismo tras el esplendor clásico de otras ficciones también históricas como Roma, Los Tudor, Carnivàle o Deadwood. Respecto a esas cuatro, Mad Men, no en vano la última cronológicamente y la de ambientación más moderna, puede leerse como una operación de limpieza narrativa y estética. Las caras sucias del vulgo son reemplazadas por los rostros aseados de los creativos publicitarios. América supera la pobreza congénita y los tiroteos implícitos en toda fijación de fronteras, y sitúa en su lugar la televisión, Madison Avenue, la vida de barrio residencial, la tiranía de la moda y los cócteles sofisticados. En el año 2000, Matthew Weiner escribió el guión del capítulo piloto de Mad Men; dos años más tarde lo leyó David Chase, quien reclutó a su autor para el equipo de guionistas de Los Soprano. Mientras no se vislumbró el final de ésta, no hubo interés por el proyecto de Weiner. El estreno de Mad Men en 2007, por tanto, se puede ver como la continuación de la línea proyectada por la obra maestra de Chase. Y sus guiones, como la exacerbación de una cierta escritura, de una cierta planificación artística, de un modo de entender la elipsis y el símbolo totalmente literario.
El giro manierista no puede establecerse, por supuesto, exclusivamente entre dos ficciones; ni puede ser pensado en clave evolutiva. Pero no hay duda de que la teleficción es creada con una alta conciencia de tradición propia, por guionistas que durante varias décadas de vida profesional han participado o participarán en diversas obras, con la memoria añadida de los canales en que éstas se inscriben, con sus tendencias narrativas, estéticas y comerciales. Breaking Bad es un buen ejemplo de la multiplicidad de antecedentes directos que se pueden rastrear, sin caer en la sobreinterpretación, en una teleserie; y de la operación manierista que, respecto a ellas, lleva a cabo.
En lo que respecta a la representación urbana y al tráfico de drogas, Breaking Bad puede ser vista como una reescritura de The Wire. En ninguna otra teleserie se insiste tanto como en estas dos en la idea de la ciudad como una tierra de frontera ni en la importancia social y económica del consumo de estupefacientes. Una escena concreta sugiere esa relación: un niño de aspecto inofensivo se acerca, en su bicicleta, hasta uno de los vendedores de Walter y Jesse, y empieza a dar vueltas a su alrededor; el vendedor está pendiente de un par de individuos, de mirada agresiva, que lo observa desde el interior de un coche; el niño aprovecha esa distracción para sacar una pistola y pegarle un tiro. El asesinato de Ornar a manos de un mocoso de Baltimore es recordado inmediatamente después de ver ese otro asesinato. Mientras en The Wire teníamos a un niño negro y nervioso, en Breaking Bad tenemos a un niño gordo de origen hispano montado en una bicicleta. Algunos personajes concretos parecen, de hecho, versiones deformadas de aquéllos creados por Simon y Burns: tal es el caso del discreto y educado narcotraficante Mr. Fring, que parece estar inspirado en El Griego; o del abogado Saul Goodman, cuyo referente sería Maurice Levy. el abogado judío que representa a los hermanos Barksdale. La figura retórica que vincula a ambas obras es la hipérbole. Mr. Fring, además de regentar una cadena de comida rápida, es mil veces más eficiente e implacable que los Barksdale o El Griego. Su hombre de confianza parece salido de una película de Robert Rodríguez. La pátina kitsch que recubre el universo de Breaking Bad hace que Saúl se anuncie en televisión, hable como un predicador y parezca oriundo de Las Vegas.
Lo mismo se podría decir respecto a los personajes de Los Soprano, el otro gran referente directo de la obra de Vince Gilligan. Pero mientras que los chándales o la vulgaridad de Tony y sus compinches brillaban como purpurina en un contexto (el barrio residencial de clase alta, los restaurantes o los colegios de gente culta) que no era cutre como ellos, el aspecto de todo Albuquerque es similar: un kitsch de baja intensidad, perpetuamente brillante por el sol y por el desierto. A diferencia de The Wire y en la estela de Los Soprano, Breaking Bad no sólo tiene un protagonista antiheroico, sino que además éste dirige una pequeña organización criminal y forma parte de una familia de cuatro miembros, en casa, y algunos más fuera de ella. El conflicto entre ambos ámbitos, difícilmente conciliables, hace que Tony Soprano tenga que asesinar a su sobrino Christopher o que Walter sea enemigo de su cuñado y no llegue a tiempo al nacimiento de su hija porque debe entregar a la misma hora un cargamento de metanfetamina. Como la relación entre Carmela y Tony, la de Skyler y Walter está basada en la mentira y explotará por culpa de ella. La segunda temporada de Breaking Bad termina con la separación física de los dos protagonistas, cuando ella descubre las mentiras de su marido para justificar los cien mil dólares que han costado su quimioterapia y su radioterapia.
—Vuelve a casa y te lo explicaré todo —le dice él.
—Me da miedo saber la verdad —responde ella.
Ese miedo a conocer profundamente al otro (el monstruo) podemos rastrearlo en las series de nuestros días como una puesta en escena de la complejidad del sujeto contemporáneo. El pánico inconsciente de Debra Morgan a saber quién es en realidad su hermano Dexter; el miedo de Carmela a conocer el grado de implicación de Tony Soprano en la violencia mafiosa; la habitación secreta donde se refugiaba Nathaniel Fisher. La vida oculta, mucho más intensa que la aparente, y por tanto envuelta en diversas capas de enmascaramiento, se relaciona conceptualmente con el manierismo en su autoconciencia de la artificiosidad. La distancia entre el físico y padre de familia Walter White y su alter ego, el narcotraficante Heisenberg, se hace explícita en el uso del disfraz (el sombrero negro y las gafas de sol); pero cuando aprieta el gatillo, cuando asesina, no lo lleva puesto. Su hijo también se debate entre su nombre y un apodo. La identidad no es una sencilla herencia.
Las traiciones y las mentiras y las máscaras afectan a todos los personajes de la serie, que no rompen con los modelos anteriores, que no son diametralmente distintos de los protagonistas de The Wire o Los Soprano, ni de los personajes del cine, el cómic y la literatura con que éstos pueden emparentarse, sino que se alejan mínimamente de ese sistema de representación, muy condicionado por la estética de la cadena HBO, para situarse en una zona muy autoconsciente, la que ha ido delimitando la cadena ACM (Rubicon, Mad Men, The Walking Dead), cuyos procedimientos de escritura se distancian sutilmente de los de las obras precedentes. Si la teleserialidad contemporánea descree de la firmeza del héroe y acentúa su desorden, Don Draper y Walter White, mentirosos compulsivos, llevan hasta el paroxismo esa confusión vital. Pero es sobre todo en la forma con la que sus historias son narradas donde se observa el giro manierista; en su exacerbada artificiosidad. Las dilatadísimas elipsis de Mad Men y su absoluta dependencia del estilismo. Los planos imposibles de Breaking Bad: la cámara en el interior de una freidora o en la mirada desquiciada de una mosca.
6. La Biblioteca de Babel
La mayor parte de Robinson Crusoe no ocurre en una isla desierta. Pero los mitos modernos crecen olvidando su origen textual y el de Robinson es el de un náufrago solitario y autosuficiente, que sobrevive durante años sin compañía, hasta que conoce a Viernes, su otredad esclava. Y caníbal: «Sí, mi nación también comer hombres: comerlos todos». Esa soledad no tenía demasiado futuro literario: la extensa parte de la historia en la que el personaje se dedica a edificar y a acumular posesiones y excedente agrario es sin duda la más famosa, pero también la más aburrida. Por eso la isla del tesoro o El señor de las moscas, entre otras muchas ficciones, trasplantaron al contexto isleño sendas comunidades violentas y conflictivas. El canibalismo, en cambio, sí tenía futuro. Si la versión moderna del mito nace de un caso real (el del marinero Selrirk en que se inspiró Defoe), la posmoderna, aunque se nutre de una vasta tradición literaria y cinematográfica, vuelve a encontrar en la realidad su referencia. El 13 de octubre de 1972 se estrelló en Los Andes el avión que daría lugar a varios libros y películas, la más célebre de las cuales es ¡Viven! A causa de la nieve, la extensión que rodeaba el avión se convirtió en una isla. La muerte fue destruyendo al grupo de supervivientes. Y éstos, como es sabido, a falta de alimentos, acordaron recurrir a la antropofagia. Muy poco tiempo después, entre 1975 y 1977, la BBC proyectó los capítulos de Survivors, una serie de ciencia-ficción apocalíptica en que, una vez más, el mundo entero era una isla casi desierta, tras el enésimo genocidio producido por una epidemia (o por alienígenas). Desde su primera edición, en el año 2000, el reality Supervivientes (o Expedición Robinson) significó el regreso a la Isla como escenario teatral. Se desdramatizó el canibalismo, pero se mantuvo simbólicamente la violencia mediante la amenaza de la expulsión. Y, sobre todo, se inventó la competición que no había existido en tres siglos de precedentes: en la isla habría dos equipos, dos bandos. Una guerra. Todo eso está en Perdidos. Porque tras la acción, el deseo, la muerte o las explosiones, hay un archivo audiovisual, una biblioteca y una conciencia indiscutible de Tradición.
Algunas teleseries han construido, capítulo a capítulo, auténticas bibliotecas de narrativa, poesía y ensayo. En Doctor en Alaska, gracias al locutor de la radio local, se sucedían las referencias a Shakespeare, Nietzsche, Baudelaire, Tocqueville, Freud o Jung (en su articulación de una comunidad hilvanada por los miedos y los anhelos del inconsciente colectivo). El trasfondo macondiano de Cicely se hace explícito en el capítulo titulado «Mr. Sandman», en que los personajes —en plena aurora boreal— tienen sueños ajenos. Culmina con una cita radiofónica de Cien años de soledad: «En ese estado de lucidez alucinada», lee el locutor y su voz atraviesa las ondas del pueblo, «algunos vieron las imágenes soñadas por otros». En la misma línea se situó en la década siguiente Perdidos, pero llevando la incorporación de alusiones librescas al paroxismo: nunca podías saber si la referencia se ajustaba a un patrón psicológico o a la interpretación correcta de una escena o capítulo, porque el desvío era constante. Entre los libros de la biblioteca que construyó Perdidos se encuentran algunos que dibujan las coordenadas generales de su lectura: tal es el caso de La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, de Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll, o de Dune, de Frank Herbert.
En la quinta y última temporada de The Wire, un periodista que acaba de ser despedido dice que va a tener tiempo para dedicarse a escribir la Gran Novela Americana. La alusión literaria es acompañada, en capítulos cercanos, por referencias a Dickens y a Kafka; de modo que no debe tomarse a la ligera. La pretensión última de The Wire no es otra que ser leída como gran literatura, como una novela por entregas sobre una metrópolis secundaria en el imaginario norteamericano, pero con un potencial que sus tiradores, el escritor David Simon y el ex policía y ex profesor Ed Burns. junto con otros guionistas, novelistas y redactores políticos, supieron elevar a gran metáfora de los Estados Unidos. A Gran Novela Americana Televisiva. No sólo terminamos la serie con la sensación de conocer Baltimore, sino que intuimos que la existencia de cualquier metrópolis de los Estados Unidos se rige por patrones similares. La mezcolanza migratoria, la importancia del estatus, la pobreza, el gueto físico y psíquico, el problema de la educación, los limites de la ley siempre sobrepasados por los actos delictivos, la corrupción institucional, la violencia. Todo eso es, a través de una lente estadounidense, finalmente universal. Como Carcetti y sus tres encarnaciones: el concejal que en su carrera hacia la alcaldía nos convence (telespectadores) de sus rectas intenciones: el alcalde que nos decepciona; el gobernador que ha sacrificado su ciudad para lograr situarse tan alto como sea posible en la cadena de mando. Existen políticos como Carcetti y barrios como los de Baltimore en todas las ciudades posindustriales del mundo. The Wire nos permite leer literariamente cualquier fenómeno urbano internacional.
La intertextualidad es una obsesión de nuestro tiempo. Los capítulos con título intertextual son tan frecuentes en Perdidos («A través del espejo», «El principito») y The Wire («El aspecto dickensiano») como en muchas otras obras: «El largo adiós» (El ala oeste de la Casa Blanca), «La bella y la bestia» (Dexter), «Grandes esperanzas» (Modern Family). En muchas ocasiones, encontramos en el título la clave interpretativa del episodio. Y siempre: el recordatorio de que estamos ante actualizaciones de una tradición que se reencarna en nuevos contextos históricos. La novela de Dickens habla de un huérfano en una familia desestructurada, de su maduración y enriquecimiento y del honor y otras cuestiones decimonónicas; la comedia de la cadena ABC, de las mutaciones actuales de la unidad familiar, como la de una pareja gay que adopta a un bebé vietnamita. Entre ambas obras encontramos el sufragismo, el feminismo, la reivindicación de los derechos de las minorías, el matrimonio homosexual o el posfeminismo. Suficientes transformaciones sociopolíticas como para invalidar el argumento de que todas las historias familiares posibles ya fueron narradas por la novelística del realismo y por los Grandes Autores de la Literatura Universal.
Lo que nos une a Homero o a Shakespeare es tan real como todo lo que nos aleja de ellos: no es necesario decir que en la combinación de vínculos y de distancias se cifra la fórmula de la originalidad.
Nos encontramos en un momento histórico de una complejidad semiótica sin precedentes, por la multiplicación de lenguajes y de vehículos de transmisión, en un nivel de simbiosis e hibridación inimaginable hace veinte años. En ese contexto, tan proclive a la desorientación, al extravío, se impone la lectura literaria de la representación artística. El estudio de los videojuegos, de las teleseries o de las novelas gráficas como literatura expandida no sólo supone su incorporación a la tradición narrativa, es decir, su domesticación (llevarlos al domus, a nuestro hogar), también significa observar la producción cultural de nuestros días con una mirada comparativa, que establece conexiones, que crea redes y que las pone en el contexto de la historia, generadora constante de diferencia entre textos más o menos afines.
Si durante buena parte de los siglos XIX y XX la novela fue el modelo de relato; si durante los dos últimos tercios del siglo pasado ese lugar probablemente lo ocupó el cine, cuya retórica incorporó y amplió los mecanismos narrativos que la novela, sobre todo, pero también la pintura o la fotografía o la radio habían elaborado anteriormente; en este cambio de siglo la televisión se ha situado en ese centro simbólico desde donde los relatos que la circundan son completados, nunca neutralizados. Quiero decir que la centralidad de los modelos de narración televisivos (el noticiero, el concurso, el documental, el reality show, la teleserie, etc.) amplifica la percepción o el sentido de otras modalidades discursivas. Un ejemplo: la novela no ha sido la misma tras incorporar el zapping y no está siendo la misma mientras asimila la influencia del videojuego. Otro ejemplo: el libro de viajes adquiere nuevas dimensiones en conversación con el documental de viajes o con los telediarios, por no hablar de Google Imágenes o Google Mapas.
Seguramente, el término más adecuado para hablar de «teleserie», cuando nos referimos a algunas de las de mayor ambición artística, sería precisamente «telenovela». Esa palabra, obviamente, tiene connotaciones en nuestra lengua que nos alejan de la excelencia conceptual y técnica, de la literatura de calidad. Sin embargo, estamos ante una aspiración de legitimidad que otro arte narrativo afín, el cómic, si que ha logrado mediante el término «novela». La novela gráfica disfruta en estos momentos de un estatus, en progresión, cada vez más cercano al de la gran literatura. Como ejemplo se puede citar un cómic estrictamente contemporáneo a The Wire, Fun Home, de Alison Bechdel, que narra una historia familiar en clave explícita de Familienroman, que es autobiográfico y, sobre todo, que ostenta una voluntad intertextual, estructural y metafórica tan ambiciosa que debe ser leído como una obra maestra literaria. Es decir: no poseemos otro modelo, otro marco de lectura más adecuado que ése. Y el propio autor tampoco posee otro. De modo que su intención es que leamos su arte como literatura (una literatura expandida, donde lo visual ha sido incorporado naturalmente, gracias a nuestra educación multidimensional) y nosotros no somos capaces de leerlo de otro modo. Fun Home o The Wire son «grandes novelas americanas» en un sentido más justo que muchas novelas recientes que se conciben a sí mismas como piezas de esa tradición literaria, sin darse cuenta de que ésta ha mutado.
El debate de fondo se da entre la unicidad y la serialidad. Antes del fordismo a nadie se le hubiera ocurrido hablar de un serial killer. La producción y la muerte en cadena fueron precedidas por el folletín, que somete a la lógica de la industria editorial la vieja necesidad humana de alimentar su imaginario con sagas, es decir, con historias encadenadas. La desmembración de una novela en capítulos de publicación semanal o la serie de relatos protagonizados por los mismos personajes son fenómenos decimonónicos con consecuencias duraderas en la historia de la cultura contemporánea. Se aceleran los ritmos de escritura, publicación y lectura. Los personajes de ficción devienen fenómenos de masas. Escritores como Charles Dickens y personajes como Sherlock Holmes son de los primeros en tener fans. Las colas se multiplican en el puerto de Nueva York para aguardar la llegada de la nueva entrega de la última novela de Dickens. Las cartas de queja y las bajas de suscripción se suceden cuando Sir Arthur Conan Doyle decide matar a su detective.
Como ocurrirá más tarde con Tom Ripley, Sherlock Holmes es un personaje de sexualidad ambigua. Además, es un toxicómano. Ambos rasgos encajan a la perfección con el siglo XX y el XXI. En el primer número de Playboy, en pleno 1953, se incluían pasajes de la obra de Conan Doyle, ilustrados con la imagen de un yonqui chutándose. En La vida privada de Sherlock Holmes se duda de la heterosexualidad del protagonista y se construye una hipótesis de amor platónico con una mujer fatal. Los mismos rasgos del personaje siguen vigentes en Sherlock, la teleserie de la BBC, y en tantos otros investigadores catódicos. El ciclo de la reencarnación. Y del reconocimiento. La serialidad interiorizada como sucesión de unidades de significado. No es casual que el cine mudo tuviera en las figuras de Buster Keaton y de Charles Chaplin verdaderos emblemas de la repetición. Ni que una vez éstos dejaran de hacer películas surgieran las entregas de Star Trek y de Babylon 5 en televisión y sucesivas series cinematográficas (Tarzán, Superman, Star Wars, James Bond, Indiana Jones, Matrix, El señor de los anillos, Bourne…). La lógica folletinesca perdura en la novela popular y en el cine de género, en un sinfín de obras que van pasándose el testigo hasta llegar a las teleseries de los últimos veinte años, en un ciclo de reencarnaciones basadas en el reconocimiento.
En cada destino trágico encontramos la sombra de Edipo.
En cada huérfano, el rastro de Oliver Twist; en cada asesino psicópata, rasgos de Jack el Destripador o de Hannibal Lecter.
En cada nuevo detective encontramos huellas de Sherlock.
El detective se reencarna en neurólogo, ingeniero de sistemas, forense, agente del servicio de inteligencia, experto en sangre: lector de realidades traumatizadas. Es casi siempre un adicto al trabajo, con una vida social sectorializada, a menudo un ser nocturno: un marginal con perspectiva para observar lo real y, sobre todo, para desmenuzarlo o para reconstruirlo. Alguien, de un modo u otro, monstruoso. Como House, adicto al trabajo y a las pastillas, residente por cierto en el número 221B de una calle de Nueva Jersey.
Consciente o inconscientemente, ese rastreo, esa identificación, nos da placer y el placer nos lleva a la adicción.
En el álbum ilustrado El archivista, del ciclo Las ciudades ocultas, Schuiten y Peeters llevan a cabo un interesante cruce de dos poéticas afines: la de Italo Calvino y la de Jorge Luis Borges. En la última página del libro se descubre el rostro de quien archiva los documentos sobre ciudades imposibles y no es otro —como ya habíamos imaginado— que el del escritor argentino. Ningún otro autor del siglo XX está tan presente en la telenarración actual. Aunque el espejo sea un viejo símbolo de la duplicidad, de la división interior o incluso de la multiplicidad, cuando aparece en una teleserie —algo muy frecuente— nos resulta borgeano. Lo mismo se puede decir del ajedrez (el combate entre dos inteligencias superiores, el cálculo, la estrategia) o del laberinto (la complejidad, el destino). Un capítulo de FlashForward se titula «El jardín de los senderos que se bifurcan», pero no remite a un laberinto físico, sino al plan secreto de los conspiradores y, por tanto, al guión secreto de la propia teleserie. Sobre la cabeza de un villano se dibuja, esquematizado, todo lo que ha ocurrido y todo lo que ocurrirá, el pasado y el futuro, en un presente que enseguida es destruido por el fuego.
Se quema el guión ante nuestros ojos.
Las pantallas, los encefalogramas, los esquemas o las pizarras: la representación del caso es al mismo tiempo la del argumento de ese episodio. Pero se podría ir más allá y decir que la mayoría de las teleseries contienen su propio aleph. Un punto en el que convergen todas las líneas maestras del guión, todo el universo que ha creado la propia obra. Aparecen formas varias del mural en Prison break, Dirt, Héroes. Miénteme. Sherlock, Rubicon o The Wire, como resumen del arco mayor argumental de la temporada o de la serie. Como en la película Memento, son tanto el esqueleto del guión como la exteriorización de la identidad del personaje en la red relacional en que se imbrica. Como si los guionistas necesitaran encarnarse en el protagonista, mirar a través de sus ojos los iconos y las palabras clave, remarcadas, subrayadas, vinculadas mediante líneas y flechas, que sintetizan sus aventuras y señalan las vías de su fracaso o de su éxito. Constituyen el problema, el nudo, el enigma que los propios guionistas tienen que resolver, porque muy a menudo la trama no responde a un plan maestro, sino a un sinfín de respuestas concretas a reclamos que están fuera de la obra, en los despachos de los ejecutivos y en los índices de audiencia y en los e-mails de los fans; pero que, pese a su procedencia, regresan a la obra y se incorporan como parte esencial de ella, una vez entran en el guión y se tensan en él.
En ciertos momentos de la historia del arte el apoyo del poder o de la industria ha sido imprescindible para la consecución de ciertos logros fundamentales. Sin el mecenazgo, la protección real o el favor del público no se entienden las grandes tragedias isabelinas, la novela por entregas del siglo XIX o algunas de las mejores películas de la historia de Hollywood. En ciertas ocasiones el arte popular ha coincidido con el mejor arte de su época. No hay más que pensar en Lope de Vega, en Honoré de Balzac o en John Ford. La ficción popular necesita de una estructura industrial de producción y de distribución. Particularmente el teatro, el cine, el videojuego y la televisión, cuya creación, puesta en escena y circulación precisan de inversiones considerables. No sólo en lo que respecta a su estado central (la obra), sino en el resto de manifestaciones paralelas del producto (los tráilers, las páginas web oficiales y apócrifas, los blogs de los personajes o de los asesores, las versiones en cómic, en animación o en videojuego, o viceversa).
Para una circulación multidimensional.
7. La ficción cuántica
Porque la de nuestros días es una ficción cuántica.
La mecánica cuántica sostiene que la naturaleza del universo es la multiplicidad simultánea de estados, en tanto esos estados no sean observados. En el momento en el que podemos observar lo que ocurre, la multiplicidad se deshace y la naturaleza escoge uno solo de los resultados posibles. Ello no impide que en universos paralelos al nuestro —en el caso de existir—, el resultado de la observación del mismo fenómeno sea otro, es decir, que la naturaleza escoja otro resultado entre los existentes. Desde ese punto de vista puede observarse la narración contemporánea: historias en la historia narradas en el mayor número de lenguajes y de formatos, es decir, de estados, que haya existido jamás. Si la teoría de las supercuerdas estuviera en lo cierto y los electrones fueran vibraciones que se dan en más de cuatro dimensiones, uniendo esta dimensión con otras, paralelas: si la teoría del todo estuviera en lo cierto y la Realidad fuera un Multiverso, el arte de nuestros días estaría sintonizando con la concepción de la física de nuestros días, porque se da en universos paralelos. «En cada uno de estos universos el proceso continuaría», escribió en 1999 Brian Greene en El universo elegante, «de tal forma que brotarían desde regiones remotas, generando una red interminable de expansiones cósmicas con sus respectivos procesos». Ese universo de universos ni siquiera es imaginable como unidad, porque incluye agujeros negros y «dimensiones escondidas capaces de resistir contorsiones extremas en las que su estructura espacial se rasga y luego se repara por sí misma». Las obras artísticas se desarrollan en esos universos simultáneos, según sus propias reglas, se ocultan, se rasgan y se reparan, aguardando sus lecturas.
«Podría estar dentro de una cáscara de nuez y tenerme por el rey del espacio infinito», dice Shakespeare en boca de Hamlet. La cita actúa como epígrafe tanto de «El Aleph» como del capítulo décimo de Muchos mundos en uno, del físico norteamericano de origen ruso Alex Vilenkin, enfáticamente titulado «Islas infinitas». Si Greene usa la metáfora de la red, Vilenkin utiliza la del archipiélago: «Nuestra región visible no es sino una pequeña parte de nuestro universo isla, que está perdido en un mar inflacionario de falso vado». En su libro insiste una y otra vez en que no disponemos de ninguna prueba que pueda apoyar teorías semejantes, semejante ampliación brutal y exponencial de lo Real. Pero no cesan de sucederse las teorías que tratan de pensar esa realidad extendida y múltiple y cada nueva teoría, en ese camino aparentemente unidirecdonal hacia una auténtica teoría del todo, añade complejidad a las teorías preexistentes. Ése es el camino (también único) de la ficción cuántica: el incremento exponencial de su complejidad.
Porque la ficción cuántica no sólo goza de una existencia múltiple, en estados paralelos y complementarios, sino que esa multiplicidad tiene como razón de ser el conocimiento. Es narrativamente compleja porque entiende que las realidades que se propone analizar también lo son. No respeta los géneros porque no se impone restricciones y porque sabe que, en el fondo, no son más que perspectivas de lectura sobre el mundo, opciones que se pueden y se deben completar, simultáneamente, con otras, con todas las posibles. Asume la física iniciada por Einstein, la tradición de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», de Rayuela, de El cuarteto de Alejandría, de La Jetee, de Watchmen. Incorpora una visión poliédrica del universo ficcional: la simultaneidad, el contrapunto, la analepsis y la prolepsis devienen las herramientas para incorporar el mayor número posible de miradas sobre los hechos, sus causas y sus consecuencias. La convivencia —shakesperiana— de personajes de niveles diversos y disímiles de la realidad ficcional amplía justamente las direcciones de esas perspectivas multiplicadas.
Como escribió Slavoj Žižek a propósito de Alfred Hitchcock, otro de los artistas cuyo trabajo prefigura el universo digital, «hay toda una serie de procedimientos narrativos en la novela del siglo XIX que anuncia no sólo la narración cinematográfica estándar (el intrincado uso del flashback en Emily Brönte, o de los “cortes” y los zooms en Dickens), sino también a veces el cine modernista (el uso del “fuera de campo” en Madame Bovary): como si ya estuviéramos ante una nueva percepción de la vida, pero que todavía había de buscar los medios propios para articularse, hasta que finalmente encontró el cine». Y después —el ensayo del filósofo esloveno es de 1999—, las teleseries. Esa visión de la vida es urbana. La metrópolis, en un mundo aún newtoniano, materializa la complejidad y circunda con ella a los escritores. Un siglo más tarde, la bomba atómica aniquilará ciudades. Para entonces Joyce, Duchamp o Murnau ya habrán acelerado y descompuesto la ciudad en palabras o en imágenes conjugadas en artefactos artísticos. Después de Hiroshima, la televisión, la novela gráfica, el arte digital o los videojuegos añadirán canales de representación a una megalópolis difusa en vías de ocupar el mundo entero.
Bisnietos de Baudelaire, nietos de Walter Benjamín, hermanos o hijos de Marguerite Duras, Frank Miller o Joan Fontcuberta, los lectores metropolitanos de la ficción cuántica son multicanales. Practican la lectura en niveles simultáneos, en universos paralelos, en archipiélago o en red. Su inteligencia está en perpetuo intercambio: aspira a ser colectiva. La metáfora que mejor la representa es la de los miles de ordenadores conectados para detectar vida extraterrestre. Porque a la convergencia y a la cooperación hay que sumarles la ambición extrema, la búsqueda constante del otro y la tensión que sólo garantiza la utopía.
El propósito de House of Leaves, de Mark Danielewski —una novela que sólo podía publicarse el año 2000—, no es sólo construir un mundo a partir del diálogo entre la literatura de ficción y una posible y apócrifa película titulada The Navidson Record, entre colores y tipografías y lenguas distintas, en el seno de un libro de papel; ni hablar de la casa y de la familia como estructuras de lo extraño, de lo inquietante; ni reflexionar sobre la posibilidad de reconstruir vidas y archivos extraviados. Su ambición es ir más allá de los limites de esa forma y de ese contenido. A la segunda edición se le añadió un apéndice de cartas Acciónales, que anteriormente había sido publicado de forma autónoma. La obra posee tráilers y su propia banda sonora, el álbum Haunted, de Poe (Anne Danielewski); una página web que es en realidad una plataforma de fórums sobre la novela en varios idiomas; y varios vídeos que trabajan en el intersticio que separa la novela de la película que ella crea.
El ejemplo de Fringe es bidirecdonal: la teleficción plantea, en su trama, una problemática relación entre nuestro universo y un universo paralelo, sumamente pareado, donde todos los cuerpos tienen su doble, su versión alternativa (el otro Walter es Walternate); y al mismo tiempo, externamente, no sólo incorpora a un marco general de la ficción elementos de promoción y de merchandising frecuentes (como el juego Hidden Elements o el archivo de casos Fringe Files o la Fringepedia), sino que crea una página web, www.massivedynamic.com, en que la empresa ficticia adquiere realidad cibernética. En una de las secciones de la página, puedes descargarte todas las apariciones de la compañía en prensa. Es decir, Massive Dynamic existe en dos universos ficcionales y en uno de ellos tiene, a su vez, doble naturaleza. La doble ficción se retroalimenta. Se duplica. Se expande.
Y se emparenta con precedentes como el Star Wars Expanded Universe. O como el Buffyverse, la suma de cientos de historias generadas, en diferentes formatos, a partir de un centro posible llamado Buffy Cazavampiros, una teleserie que generó un spin-off llamado Angel y cuya octava temporada fue un cómic. Universos que tienen sus propios universos paralelos, su reverso oscuro: versiones apócrifas y no oficiales donde los fans generan parodias, nuevas líneas argumentales, hijos bastardos, amantes, primos, nietos de los protagonistas y antiestrellas invitadas.
La narrativa crossmedia de los años 90 se desarrolló en tres niveles simultáneos: el tecnológico, el comercial y el artístico. Acababa la posmodernidad, crecía internet. La ficción cuántica se apropia sin ambages de su naturaleza de marketing, de su ambición tecnológica e integradora, de su condición viral, y la resemantiza; entronca con las poéticas que hicieron conceptualmente posible la existencia transmediática y las reivindica por su poder de difusión e influencia (Cervantes, Steme, Duchamp, Borges. Godard, Moore); reivindica el arte como complejidad científica, como critica social e histórica, como vehículo de conocimiento disfrazado de vehículo de entretenimiento.
La ficción cuántica cobra carta de naturaleza entre dos figuras que remiten a sendas realidades históricas: la bomba atómica (la teoría de la relatividad, la física cuántica) y el acelerador de partículas (la teoría de las supercuerdas y la teoría del todo). La primera aparece en Perdidos, en Héroes, en 24, en Galáctica. La segunda es el centro conceptual de FlashForward. La primera es el símbolo de la posmodemidad; la segunda, de nuestra época. Si Carnivàle hubiera tenido las seis temporadas que constaban en el plan original, hubiera terminado en 1945, con la explosión en el desierto de Nuevo México de la primera bomba nuclear.
Son legión las novelas, los cómics, las películas y las teleseries que han imaginado mundos paralelos. La ciencia-ficción ha elaborado, en diferentes lenguajes, una misma idea para comunicarlos: el portal interdimensional. Se ha tratado durante décadas de una metáfora, es decir, de la materialización evanescente de una realidad abstracta; pero poco a poco se va volviendo eléctrica, física, real.
En Inteligencia colectiva, Pierre Lévy defendió un espacio colectivo del conocimiento, la cosmomedia, un dinámico e interactivo «espacio de representación multidimensional», donde se anulan las fronteras que separan los lenguajes, los formatos y las disciplinas del saber, donde convergen todos los universos semióticos existentes.
Convergencia quiere decir acercamiento, conexión, concurrencia hacia un mismo límite, un mismo fin.
En el último capítulo de la quinta temporada de Perdidos, un personaje lee un libro de Flannery O’Connor titulado Todo lo que asciende tiene que converger.
En la ficción cuántica, los portales interdimensionales y, por tanto, la convergencia, se dan en la conciencia del lector.
Esa capacidad de relación y de discernimiento, constante y difícil, entre lo Real y la Ficción se ha convertido en el rasgo esencial del ser humano de nuestros días. Por eso son tan propias de nuestro tiempo ficciones como la transmediática Matrix, la película Gamer o la serie Caprica: en todas ellas el ser humano entra y sale constantemente de una realidad virtual, paralela, que no es un compartimento estanco, sino un vaso comunicante con la nuestra. Del mismo modo, el ser humano entra y sale constantemente de la Pantalla, provocando mudanzas de píxeles, ampliando la anchura y la inestabilidad de la frontera.
En su finisecular Shakespeare. La invención de lo humano, Harold Bloom habló de «la supremacía de Shakespeare» en la literatura universal y de su configuración magistral de personalidades, a través de personajes llamados a convertirse en arquetipos, cuando todavía no se había conceptualizado la noción moderna de identidad humana. «La vida misma se ha convertido en una irrealidad naturalista, en parte, debido a la prevalencia de Shakespeare», escribía Bloom. Acertaba en su juicio: nadie como Shakespeare supo interpretar al hombre y a la mujer de su época (al hombre que, de algún modo, era la suma de todos los hombres anteriores); pero Bloom no puede pretender que Shakespeare también retratara al hombre futuro, porque eso significaría negar la historia. En Julieta y en Olivia hay sin duda rasgos íntimos que se pueden reconocer en cualquier joven de nuestros días; pero también hay muchísimos otros que distancian a ésta de aquéllas: la igualdad entre géneros y clases, la alfabetización obligatoria, la vida urbana, la comunicación instantánea, el pensamiento democrático, el aborto legal, la masturbación desinhibida, el orgasmo. Todo ello es esencial: los Grandes Temas no existen sin sus infinitas encamaciones históricas. El Amor no es lina corriente de energía que atraviesa el espacio y el tiempo, sino millones de millones de experiencias concretas, vividas por mentes y por cuerpos en contextos definidos.
Lo humano es un fenómeno dinámico, esquivo, resbaladizo, nómada, de imposible fijación, que nadie puede definir unívocamente, ni siquiera el ente inconcreto a quien llamamos William Shakespeare.
Hamlet, el Quijote, Robinson Crusoe, La comedia humana, Crimen y castigo, La Regenta, La montaña mágica o Austerlitz comparten ese punto de partida: la obra es un campo de investigación, un laboratorio en que el creador disecciona, trata de descubrir qué es y qué puede llegar a ser un ser humano en un momento histórico concreto. Y fracasa en su investigación. Y nos deja en herencia el informe de esa investigación y de ese fracaso. Lo mismo ocurre en The Wire, Los Soprano, A dos metros bajo tierra o Galáctica: Estrella de combate, las grandes telenovelas.
En esta última, gracias a la invención de los cylons, nuestros dobles, nuestros replicantes, nuestros hijos (que nos robaron el fuego y nos abrasaron en él), encontramos un memorable generador de preguntas acerca de los límites de la humanidad. A través de los cylons no sólo se reactualiza el secular debate sobre las relaciones frankensteinianas entre hombre y máquina, no sólo se aborda indirectamente la cuestión de la inmigración y de la aceptación y rechazo del otro, sobre todo se indaga en las virtudes y los defectos, las contradicciones, de lo humano. En uno de los momentos más duros de la teleserie, el espectador es enfrentado a la posibilidad de que una cylon sea violada por un ser humano. La violación no se consuma: pero descubrimos que hubo otras. Y maltrato. Y tortura. Que el enemigo siempre estuvo dentro de nosotros antes de ser un sujeto externo, otro.
En la recámara de esa secuencia no sólo están los referentes históricos concretos, nuestras guerras, sino también la historia del horror y de su representación, con sus hitos, con sus fechas, como lentes que distorsionan la luz que atraviesa un túnel.
Shakespeare queda lejos, desenfocado, viral, en el trasfondo.
Hay que hacer un zoom para identificarlo.
Pero se nos pixela.
Insistimos, no obstante.
Teleshakespeare.