Californication o el sentido de la provocación
«Odio a Hank Moody».
Bret Easton Ellis
Entre Ciudadano Kane, el análisis del poder mediático que realizaron Orson Welles y Hermán J. Mankiewicz a principios de los años 40, y La red social, el retrato del origen del poder metamediático que firmaron Aaron Sorkin y David Fincher en 2010, muchos han sido los intentos de retratar el medio de comunicación que vincula la prensa con internet, es decir, el poder televisivo. Entre los recientes, destacan el largometraje Buenas noches, y buena suerte, que reconstruye el conflicto entre el presentador Edward R. Murrow y el senador Joseph McCarthy en los años 50, esto es, en la génesis del periodismo catódico; y la teleserie Studio 60 on the Sunset Strip. donde Sorkin trató de trasladar al mundo de las cadenas de televisión la estrategia coral que puso en práctica para diseccionar la política de alto nivel en los guiones de El ala oeste de la Casa Blanca. Tanto el filme como la serie hablan de una misma crisis, ininterrumpida durante sesenta años de historia: la de la pequeña pantalla con la política contemporánea. Pero sólo la segunda, que está ambientada en nuestro presente, el de la televisión norteamericana en la época de las audiencias múltiples, plantea la relación directa que la pequeña pantalla ha establecido con las corrientes de opinión y los grupos políticos y religiosos, hipersensibles a los modos de representación y custodios de la política correcta.
Escoger como espacio protagonista el plato de un programa de humor, basado en la parodia, permite tomarle la temperatura a ese tira y afloja. El capítulo piloto comienza con la renuncia en directo del director del programa Studio 60, tras la censura de un sketch de tema cristiano: ante los telespectadores —que adivinamos atónitos— lleva a cabo un monólogo en el que despotrica contra aquéllos que han lobotomizado el medio, que han convertido la televisión en un producto que puede comprender un niño de doce años: «Siempre ha existido una lucha entre el arte y la industria, pero ahora al arte le han dado una patada en el culo, lo que nos hace rencorosos, nos hace mezquinos, y nos hace sinvergüenzas baratos, aunque no seamos así». El episodio se titulaba «53 segundos»: el tiempo de que dispone el periodista para pronunciar su discurso antes de que corten la emisión. En realidad la censura del sketch no responde a un problema ético, contemplado por un manual de estilo o por el código de conducta de la cadena, sino a la presión que las organizaciones políticas o religiosas ejercen sobre los anunciantes. Los nuevos directores del programa, el viernes siguiente, iniciarán la emisión con una autoparodia. Sólo puede uno reírse de los demás si se ríe antes de sí mismo. Semejante principio, totalmente legitimado en la sociedad estadounidense, donde están regulados los espacios y los momentos, en el mundo académico, empresarial y político, en que las imitaciones y los chistes están perfectamente permitidos, es solamente ajeno a ciertas plataformas de opinión (pues eso son los partidos y los credos: corrientes de opinión).
La sociedad relacionada se caracteriza tanto por el poder de los fans como por el contrapoder de los antifans. Los blogs, los foros y las cuentas de Twitter están plagados de rastros de sujetos (o de avatares) cuya obsesión es equilibrar la fuerza positiva, aunque sea crítica, de los seguidores mediante comentarios negativos o ambiguos, cuando no mediante insultos. Se trata de la evolución metamediática, y por tanto micropolítica, de figuras clásicas de la opinión moderna, como el intelectual conservador, el líder reaccionario o el grupo fanático religioso. Andrew Bolt, columnista del australiano Herald Sun, en un articulo titulado «¿A dónde vamos a llegar?», criticó por pornográfico el sueño erótico con que se inicia el capítulo piloto de Califomication, en el que —fuera de campo— una monja le chupa la polla al protagonista en el sagrado recinto de una iglesia, después de que éste apagara su cigarrillo en la pila del agua bendita. Al poco tiempo, Salt Shakers, una organización que ayuda a los cristianos a marcar la diferencia y en cuya página web se llama a la acción contra «programas de televisión que contienen material ofensivo», en el contexto actual de una «progresiva presencia de lenguaje inapropiado, blasfemia, relaciones sexuales y homosexualidad» en las pantallas, impulsó una campaña en contra de la teleserie. Las lineas de actuación eran las siguientes: envío de correos electrónicos a Channel 10 (televisión pública australiana), envío de cartas al director a los periódicos, envió de correos electrónicos a todos los anunciantes, publicación de comentarios en el foro del programa y vigilias a la luz de las velas ante la puerta de la sede del canal en Sidney. El resultado: cerca de cincuenta compañías retiraron la publicidad de Channel 10. Uno de los argumentos esgrimidos por Salt Shakers fue que ni el Islam ni ningún otro credo eran objeto en la serie de una escena similar a la del capítulo piloto. Como si fuera un ataque personal.
Por supuesto: no lo era. Poco después del sueño erótico con la monja supermodelo, Hank Moody, el protagonista, un escritor maduro, seductor y bebedor empedernido, conoce a una joven lectora, llamada Mia, en una librería. Terminan en la cama y, en pleno coito, ella le propina dos puñetazos. Él vive la vida loca: a bordo de su coche descapotable recorre Los Ángeles en busca de fiestas, chicas, bares de moda, drogas y rock and roll. Un día descubre que la joven lectora es la hija del prometido de su ex mujer y que, además, es menor de edad. Y empieza a novelizar la experiencia. Así comenzó la primera temporada de Califomication, mostrando con desparpajo mujeres desnudas y ruptura de tabúes y un trasfondo bukowskiano y rayas de coca y diálogos ingeniosos. Rompiendo moldes con el sello de Showtime. La teleserie no quiere parecerse a ninguna otra y a menudo lo consigue. Si comparamos, por ejemplo, cómo se presenta la relación entre una mujer adulta y un joven menor de edad en Daños y perjuicios con el polvo de Moody con la adolescente, salta a la vista que en el primer caso tenemos la seriedad del amor y el pudor de la elipsis sexual, mientras que en el segundo existe afán de provocación y cierto gusto pornográfico. En ambos casos, no obstante, el delito actúa como una bomba de relojería, que explota alguna temporada más tarde. Es decir, la transgresión, que antiguamente hubiera sido juzgada como moral, ahora es eminentemente legal o argumental. Supone un inconveniente que afecta las relaciones de los personajes, pero que no escandaliza al espectador. Ni siquiera al fanático cristiano, a juzgar por la página web de Salt Shakers, donde se denuncia la felación con la esposa de Dios, pero no el sexo sadomasoquista con la menor de edad.
La historia de la televisión se reescribe en el cuerpo de sus protagonistas. A la reinvención de Ted Danson y de Leonard Nimoy, entre otras, se le suma en Califomication la del actor David Duchovny, hasta ahora connotado por su papel en Expediente X. Como donjuán, combina desfachatez, simpatía y ternura. Por un lado, es un tipo duro capaz de enzarzarse a puñetazos con tal de defender a una chica en apuros; por el otro, es un tipo blando, un «romántico», que intenta concluir como amistad cualquier relación que comenzó en la fiebre camal de un lavabo. La ambivalencia del protagonista es la responsable de la ambigüedad de la serie: entre la comedia y el drama, entre el individualismo y la familia, entre la ética y la moral. El decepcionante happy end de la primera temporada se debe justamente a ese conflicto no resuelto. En el altar. Karen (la ex mujer) se arrepiente y se fuga con Hank y con la hija de ambos, Becca. Devolver al protagonista al redil de la vida conyugal conllevó, en la siguiente temporada, la aparición de un personaje que reemplazara el desenfrenado magnetismo que temporalmente se había perdido. El peso recayó en Lew Ashby, viejo rockero para quien la vida era una orgia perpetua, cuya biografía tenía que escribir Moody. Mia, que ha publicado con su nombre la novela autobiográfica que Hank había escrito tras conocerla bíblicamente, será una de las amantes que pasen por la mansión de Lew. En la tercera temporada, es Sue, una agente literaria de aspecto hombruno y desaforado apetito sexual, quien ocupa ese rol libertino. Todos comienzan como bestias sadianas y acaban como bellas tiernas y amorales, que necesitan tanto la actividad sexual como la compañía y el consuelo.
Porque, como el título de la teleserie indica, se trata de perfilar una y otra vez personajes adictos al sexo, pero sin tratar la adicción como patología (su tratamiento, que encontramos por ejemplo en Nip/Tuck, ha significado la expansión en los Estados Unidos de la asociación Adictos Sexuales Anónimos), sino como un hedonismo absolutamente condicionado por el paisaje mental de la Costa Oeste. Aunque recurra a la hipérbole, Californication es eminentemente una obra costumbrista sobre los profesionales liberales de Los Ángeles. Al contrario que en Mujeres desesperadas o en Weeds, no se opta por el barrio residencial para la ambientación ni por el misterio o la amenaza para fidelizar al espectador. En ese sentido, Califomication es menos culebrón que la mayor parte de sus contemporáneas, porque su gancho está en los diálogos y en ver cómo Frank se librará de la enésima situación erótica comprometida, y no en secretos, mentiras y psicopatías varias. Pero su radiografía de la sociedad estadounidense de nuestra época es tan o más interesante que la que se puede hacer a partir de las otras tres series citadas en este párrafo. Al igual que en éstas, el tema de fondo es la insatisfacción y el fracaso. La cirugía estética y el culto al cuerpo, la desquiciante vida de las amas de casa, el cultivo de marihuana como única vía económica o la hipersexualidad y otras adicciones son facetas de un mismo problema: el de construir una sociedad a partir de un concepto quimérico y por tanto sin concreción posible, el del Sueño Americano, que quizá pudo ser fabricado en cadena antaño, pero que ahora ha sufrido el proceso global de la deslocalización. En la época del posfeminismo, Hank Moody vive en una suerte de Vaginatown (así se titula la película pomo que se rueda en la segunda temporada), dividido entre su mujer y su hija (los valores, la familia, la moral), por un lado, y cuanta fémina se cruce en su camino, por el otro (la naturaleza, el libertinaje, una ética posible). Sea cual fuere su elección, va a equivocarse. Ese conflicto permanente (y la audiencia que se alimenta de él) asegura la pervivencia de la serie. No así la provocación, que es neutralizada por el contexto: la pornografía está, de un modo u otro, en los videoclips, los anuncios, los reality shows, los videojuegos, las revistas, los periódicos. En todo lo que nos envuelve: la película interminable entre cuyos fotogramas se cuentan los de Californication. Llamémosla mediasfera.
La religiosidad norteamericana está muy presente en las series. Muchos de sus protagonistas son devotos creyentes que van a misa regularmente. En el episodio piloto de Friday Night Lights se reza en cuatro ocasiones. A juzgar por su página web, los antifans de Salt Shakers no han descubierto todavía que en Chronicles of Wormwood, un cómic de Garth Ennis y Jagen Burrows, el papa es australiano. Elegido en el cónclave porque la otra opción «era un negro», según nos informa un cardenal, el papa Jacko no sólo dice palabrotas y blasfema continuamente, también se emborracha, toma anfetaminas, hace orgías con monjas alcoholizadas y se deja encular por una religiosa armada con un consolador. La única parte del cuerpo de las monjas que no es dibujada pormenorizadamente en el cómic son los labios vaginales. La única parte del cuerpo del papa que no es explícitamente dibujada es su pene rabioso. Porque entonces sí sería, legalmente, pornografía. Supongo que para los fans cristianos del papa Benedicto XVI, lo de menos es que el papa Jacko le abra las puertas del Vaticano al mismísimo Satanás.
En la última viñeta en que aparece, se entera de que ha contraído el sida.