Dexter & Dexter
—Mi mujer fue asesinada por alguien como tú… O como yo —dice el protagonista pocos segundos antes de asestar una puñalada en el corazón a su víctima, un psicópata asesino que permanece atado con cinta adhesiva al altar de la ejecución.
Repito: «O como yo».
En sus cinco temporadas de vida hasta el momento, la teleserie Dexter se ha convertido en una de las obras dramáticas que con mayor profundidad ha tratado el tema de la dualidad. No desde el lugar de Cervantes: dos figuras antitéticas. Ni desde el lugar de Stevenson: de día doctor y de noche míster. Ni la dualidad complementaria ni la consecutiva, sino la simultánea. Dexter Morgan es un asesino psicópata y un policía, al mismo tiempo, en ambas facetas es igualmente efectivo y el lazo que las ata es asfixiante y contradictorio. Dexter se inscribe en la corriente de series de televisión que han apostado por el personaje del forense (como Bones), pero le da una genial vuelta de tuerca. Si Henry James nos dice en el prólogo a su novela que, en una historia de fantasmas, dos niños en vez de uno le dan una vuelta de tuerca al género, para construir a renglón seguido una obra con decenas de sutiles tensiones y giros argumentales, Dexter también parte de una idea de tensión argumental (dos en el cuerpo de uno) para ir mucho más allá de donde han llegado las ficciones con serial killers como protagonistas.
Porque esa esquizofrenia es trabajada mediante la incursión constante en los dos planos de acción cuya existencia propicia. Por un lado, el trabajo (diurno) del protagonista, experto en sangre. Por el otro, el trabajo (nocturno) del protagonista, homicida obsesionado con la sangre, para acabar con los seres más deleznables que habitan Miami. Un tercer plano, que aparece mediante flashbacks, cohesiona ambos: desde que su padre —policía— detectó que su hijo tenía tendencias psicopáticas, lo educó para que nadie pudiera descubrirlo; al tiempo que lo convencía de que sólo debía matar a aquellos que realmente reclamaban una muerte violenta. El llamado «código de Harry» actúa como el eje que entrelaza las dos vidas escindidas del forense y psicópata. Desde el punto de vista de las tradiciones narrativas, esa vuelta de tuerca, que hermana en un único cerebro dos sujetos paradigmáticos de la tradición literaria (el detective y el criminal) y sus dos evoluciones por antonomasia en el contexto de la televisión de nuestra época (el forense y el psicópata asesino), constituye la aportación principal de Dexter.
También las cinco temporadas con que el producto de la Fox cuenta hasta ahora se han articulado mediante conceptos duales, a través de la incorporación de villanos o antagonistas cada vez más fascinantes: Dexter y su Hermano (la familia), Dexter y su Amante (la pasión), Dexter y su Amigo (la amistad), Dexter y su Maestro (la admiración), Dexter y su Alumna (la intimidad, al fin, provisionalmente conseguida). No me refiero a que en toda la teleserie esos conceptos no sean tratados mediante otras relaciones también importantes, porque Debra es la hermana de Dexter y compañera suya en la comisaría de Miami; Rita es su novia y después su esposa y él, finalmente, su viudo; el sargento Batista y los demás compañeros policías constituyen lo más parecido a unos «amigos» que posee el protagonista; la admiración hacia su propio padre, ambivalente y movediza, está en la serie desde su primer episodio; y son muchas las víctimas que ha tenido que proteger en su vida, aunque sólo con una pueda compartir la intimidad de la venganza. Pero esos elementos son constantes narrativas, que evolucionan, que no aparecen ni desaparecen; el Hermano, la Amante, el Amigo, el Maestro y la Alumna, en cambio, son personajes temáticos exclusivos de cada una de las temporadas.
Figuras oscuras, sobre todo.
Testigos de la oscuridad de Dexter, sobre todo.
La primera temporada hermanó el relato de psicópata con el Familienroman y la segunda comenzó con un descubrimiento que paraliza a nuestro héroe/antihéroe. Son encontrados, en el fondo de la bahía, decenas de pedazos humanos empaquetados. Es decir, se descubre la fosa común acuática donde Dexter ha ido almacenando los restos de sus víctimas. Y, obviamente, el propio Dexter será el encargado de examinar esos desechos. Sus compañeros del Departamento de Policía confiarán en él —convertido en un héroe paradójico al final de la primera temporada— para que resuelva el enigma. Fiel a la complejidad psicológica que caracteriza a la serie, en ese proceso intervendrán también la extraña relación afectiva que tiene con su hermana, su lento descubrimiento del amor (lo que empezó como una relación de pareja que funcionaba como coartada se está convirtiendo en una progresiva sensibilidad hacia el otro), el recuerdo de una víctima, las trifulcas raciales internas del departamento y un sinfín de subtramas que hacen de Dexter un rizoma más que una espiral metálica al uso. Enemigo de sí mismo; intérprete de sus propias atrocidades; forense y psicópata en un único cuerpo; Dexter se enfrentaba entonces a la interpretación de sus propios crímenes. El psicópata-hermeneuta Hannibal Dexter contratado para resolver su propia masacre.
En la tercera temporada irrumpe en la ficción Miguel Prado. fiscal, hombre público, cómplice, asesino junto a Dexter y al margen de él, la única persona con quien el protagonista había compartido hasta el momento lo más íntimo de su ser: el ritual, la práctica de un asesinato. La persona que está más cerca de conocerlo realmente. También muere. A manos de Dexter Morgan, por supuesto, como el Maestro, como la Amante, como el Hermano. Para que el protagonista reafirme su soledad dual; para que el culpable de tantos homicidios solidifique su distinción personal entre inocente y culpable, una dicotomía mucho más sólida a sus ojos que la de víctima y verdugo. Por eso, cuando conoce a Trinity, el psicópata rival de la cuarta temporada, se deja seducir por su aura ejemplar, por las enseñanzas que podría transmitirle. Trinity es culpable, es verdugo, pero al parecer ha conseguido construir una familia, domesticar la dualidad. El mano a mano entre ellos dos fuerza la tuerca hasta la última vuelta. Que al final se rompe.
Al final de la tercera temporada, Dexter, que se cree incapaz de sentir emociones, se casa con Rita y se convierte en el padrastro de sus dos hijos. Él continúa convencido de que actúa, de que interpreta, de que simula una implicación sentimental; pero nosotros, los telespectadores, hemos aprendido a desconfiar de sus aseveraciones. En la cuarta temporada, se han trasladado al típico suburb norteamericano, en cuyo jardín Dexter va a edificar un cubículo donde guardar sus herramientas asesinas. La separación física entre el hogar (el hombre) y el «taller» (el asesino) es un correlato de la distancia que se abre en el interior del personaje. La distancia entre los dos Dexter, presuntamente anulada por su propia voz en off, que nos da acceso a su intimidad, a sus auténticos pensamientos, no es más abismal que la que separa los múltiples yoes que todos albergamos adentro. El mecanismo es hipnótico también en el propio discurso: la voz en off de Dexter desmiente una y otra vez lo que está pasando en la realidad circundante. La ironía, el doble sentido: ésa es la estrategia narrativa que manifiesta la esencia de la teleserie. También en el nivel de la elocución se incide en la exploración de la dualidad.
Pero lo que hace de Dexter un producto de alto nivel artístico es su elaboración de lo sublime y su impacto en la recepción. La experiencia estética de lo sublime, según fue definida por Kant, consiste —si se me permiten la reducción y la paráfrasis— en la suspensión de las constantes vitales seguida de un desbordamiento. Eso es lo que experimentamos cada vez que Dexter Morgan asesina y descuartiza a un asesino, cada vez que cubre un espacio de plástico para neutralizar las salpicaduras de sangre y ata con cinta transparente a su victima, desnuda, a una mesa, y le hace mirar las fotografías de las personas a quienes quitó la vida, y le clava un cuchillo en el pecho, antes de proceder a descuartizarla y a desparramar sus pedazos por el fondo de la bahía. La música nos prepara para ello. Para el horror. Un horror de cámara aséptica: pero horror al fin y al cabo. Permanecemos en suspensión, congelados, durante los segundos que dura la escena, porque la música, porque el ritual, porque la sangre fría y la brutalidad de Dexter, que hemos casi olvidado durante los minutos precedentes, que casi olvidaremos durante los minutos siguientes, quizá hasta el próximo capitulo, nos paralizan. Después, Dexter Morgan cambia de contexto: bromea con su hermana, come donuts, le pide a Rita que se case con él, juega con sus hijos adoptivos, sonríe ante el enésimo chiste malo de Masuka. Nos desbordamos, nos relajamos. Nos dejamos seducir por la complejidad del personaje.
Y al final de estas cinco temporadas nos damos cuenta de que Dexter es la única teleserie que nos desdobla, que nos duplica: no somos el mismo tipo de telespectador cuando el psicópata es un policía, un hermano, un amante, un marido, un padrastro, incluso un alumno o un hijo (su padre, Harry, es el fantasma que recorre la obra: ya estaba muerto cuando ésta empieza, pero, como el rey Hamlet, es la fuente de dudas, el abismo generacional, el contrapunto necesario); no, no somos el mismo televidente que cuando el psicópata es un psicópata ejecutor. No sentimos lo mismo. No pensamos lo mismo. Nuestra duplicidad, nuestra contradicción, nuestra escisión entre yoes antitéticos: ése es el triunfo de Dexter. Un triunfo que debe renovarse si la teleficción desea proseguir. Por eso el final de la cuarta temporada (el brutal, sobrecogedor final de la cuarta temporada) nos vuelve a dividir, sorprendidos. La viudez de Dexter es la nuestra. Acabó con su hermano, con su amante, con su amigo, con su maestro. Sí: es necesario matar al maestro. Pero hay que asumir las consecuencias.
La soledad extrema. La soledad del monstruo. La quinta temporada es una reescritura del mito de la Bella y la Bestia sin metamorfosis final. En su lugar, irrumpe la despedida. Dexter está condenado a la soledad brutal de quien realiza actos inefables, que pueden compartirse puntualmente, pero que no pueden ser comprendidos ni justificados por otro durante toda una vida. El gran misterio del caso Josef Fritzl, que fue condenado en 2009 a cadena perpetua e internamiento en un centro psiquiátrico austríaco por homicidio, violación, esclavitud, secuestro e incesto, se encuentra en los recovecos del cerebro de Rosemarie, la esposa de Fritzl, que durante treinta años se convenció de que ignoraba lo que ocurría en el sótano de su propia casa.