La luz final de Perdidos
En los orígenes de la televisión está la luz.
La luz, esa energía electromagnética y radiante.
A finales del siglo XIX se empezaron a enviar imágenes, esto es, fotografías, gracias a la mediación de la electricidad. Las células fotosensibles de selenio permitieron el envío de imágenes quietas. La telefotografía. En paralelo se inventaba el tubo de rayos catódicos, que sólo podría ser utilizado cabalmente en el futuro. La carrera por el registro de imágenes comenzó en 1923 con el iconoscopio, invención del físico ruso-americano Vladimir Kosma Zworykin. El 26 de enero de 1926, en un laboratorio de Londres no demasiado diferente del de Walter Bishop en Harvard, el ingeniero escocés John Logie Baird mostró por vez primera en una pantalla imágenes en movimiento. El televisor electromagnético representó en su superficie a un muñeco. Un rostro. El rostro de un rostro. No existe una fotografía de los rostros de los testigos: las personas que asistieron al experimento y en cuyas pupilas quedaron inscritas las primeras imágenes televisadas. Un momento crítico comparable al de la visión de la primera pintura rupestre, del primer paisaje a través de una ventana, del primer cuadro con perspectiva, de la primera fotografía. A finales de esa misma década, comenzó la retransmisión. Pero el sistema electromécanico fue desplazado por el sistema electrónico del tubo de Marconi, heredero de los avances del iconoscopio, en los años 30. En 1954, se inventó el televisor en color. Dos años más tarde, el mando a distancia.
El zapping.
El telespectador es un embrión microcrítico comienza también a producir, tímidamente, en el relativo letargo del ocio, una programación alternativa y fragmentada de lo Real Televisivo.
En 1960 nace la pantalla rectangular del televisor. Dos años más tarde, el primer satélite televisivo es puesto en órbita. Durante esa misma década y la siguiente, la cadena HBO (que siempre utilizará la expresión televisión de calidad y nunca la de televisión de culto) emite por cable y vía satelital. En 1980 comienza la explotación a gran escala de la televisión por cable en los Estados Unidos y Gran Bretaña. En 1995 fue emitido por primera vez un programa de televisión por internet. La expansión de la televisión digital despide el siglo XX. En 1999 HBO estrenó Los Soprano, cuyo último capítulo, con su inesperado fundido a negro (el divorcio súbito y sin solución de continuidad entre la familia Soprano y nosotros, sus viudos), se emitió en 2007. Un final absolutamente abierto. Entre 2001 y 2005 se proyectó A dos metros bajo tierra, cuyo final era un sobrecogedor videoclip en que todos los personajes, uno por uno, iban envejeciendo y muriendo ante nosotros, sus huérfanos. Un final absolutamente cerrado. Entre 2002 y 2008, la misma cadena emitió The Wire, que acaba con una sucesión de planos encadenados en los que los personajes de la ficción son hermanados con los anónimos habitantes de Baltimore. Un final semiabierto o semicerrado, concebido como una despedida en el ámbito de la ficción y como una continuación sin fin en el ámbito de lo real.
Los eslóganes de HBO durante esa época fueron: «HBO: el Lugar» y «HBO: ve Más Allá».
Youtube nos permite hacer zapping entre esos tres finales.
Teleficción comparada.
«El tren de medianoche que lleva a cualquier parte», dice la canción (titulada «Don’t stop believing») que actúa a modo de banda sonora de la Última Cena de Los Soprano. Llegan el padre, la madre y el hijo; pero la llegada de la hija se posterga. Entran otros clientes: varios de ellos sospechosos, amenazantes, porque el probable crimen de Tony levita en la atmósfera. En el exterior del restaurante, Meadow intenta aparcar. Puro suspense: dilatación del tiempo. No lo consigue hasta la tercera vez; entonces corre hacia el restaurante. Durante esos segundos, han abundado los primeros planos de James Gandolfini. Nos despedimos sobre todo de él: objeto de amor y de odio. Fundido a negro. ¿The End? Hay suficientes pistas en ese metraje como para pensar que Tony Soprano va a ser asesinado después del fundido a negro. Pero nunca sabremos si realmente lo fue. El negro, además de un recurso narrativo, es luto. Tanto si lo asesinan como si no, lo perdemos. Para siempre. Y esa pérdida no es una apertura, sino un cierre.
El final de A dos metros bajo tierra utiliza el flashforward, un recurso que no habia aparecido durante la serie y que, por tanto, consigue provocar un efecto sorpresa. Claire pone un CD de Sia. Suena «Breathe me». Se aleja de su hogar en la Costa Oeste, camino de Nueva York, por autopistas y carreteras de desierto. Mientras suene la música, una sucesión de destellos del futuro va a ir mostrando a cada personaje en el momento de su muerte. La última prolepsis nos muestra la desaparición de Claire, en su cama. Primerísimo primer plano de sus cansados ojos de anciana. Se funden con sus ojos de joven, conduciendo, con el futuro aún por delante. Es un futuro cerrado, en un final cerrado; pero la teleserie, en vez de culminar en esos ojos que mueren, nos muestra en sus últimos segundos la mirada de la joven clavada en el horizonte y el coche que avanza y la carretera y el cielo. El camino: metáfora por excelencia de la continuidad en los finales cinematográficos. Tras unos minutos en que hemos creído que lo sabíamos todo sobre el futuro de esos personajes de los que nos estábamos despidiendo, la carretera nos insinúa que jamás sabremos qué ocurrió entre cada uno de esos destellos, que las elipsis son infinitas. El final absolutamente cerrado quizá, finalmente, no lo fuera tanto.
McNulty, que en ese momento se revela como el protagonista secreto de una teleserie coral, sale del coche y empieza a sonar la banda sonora de The Wire. La teleficción, por tanto, se despide de nosotros con la misma música que nos ha ido acompañando, capítulo a capítulo, durante tantísimas horas de espectáculo milimétricamente realista. A partir del rostro de McNulty, que observa un rincón periférico de la ciudad de Baltimore, se van sucediendo las imágenes de un futuro cercano, que muestran uno a uno a los personajes más relevantes, prosiguiendo con su vida, con su esplendor y su miseria, hasta que los planos encadenados empiezan a enfocar naturalezas muertas y urbanas y, al fin, ciudadanos anónimos. Los rostros reales de Baltimore. Acaba la canción. McNulty entra en el coche. Dice: «Let’s go». Arranca. Se va. Los coches siguen pasando, en un sentido y en el contrario. Él y todos los demás ya no están. Los hemos perdido. ¿Cómo gestionamos ese duelo? Termina la teleserie.
¿Qué tienen en común?
La música, los coches: la idea (tal vez imprescindible) de la continuidad.
Let’s go, don’t stop believing, let’s zapping.
Desde el Lugar donde has estado durante meses o años hasta el Más Allá.
Ése es precisamente el tránsito que propuso Perdidos.
En septiembre de 2004 Perdidos apareció por primera vez en nuestras pantallas. Su último episodio se emitió el 23 de mayo de 2010. A diferencia de las teleseries citadas, fue producida por ABC Studios.
Según el principio que la teleficción propone en su temporada final, en los orígenes de Perdidos está la luz.
La luz, esa energía electromagnética y radiante.
Sabíamos que la Isla era especial gracias a su corazón de energía. Fue esa energía la responsable de la caída del avión que lo provocó todo. La combinación de números pretendía, supuestamente, controlar esa energía. La poderosa imagen de Benjamin Linus moviendo el eje de rotación de la Isla significaba la conversación directa entre un ser humano y esa energía devastadora y fascinante. La interacción entre esa energía y la bomba atómica con que se suicidó Juliet causó los saltos en el tiempo que sacudieron la quinta temporada.
La luz, por tanto, estuvo relacionada desde siempre tanto con la energía atómica, la física cuántica y los números como con la trascendencia y la fe.
En la última temporada, las interferencias (los recuerdos visualmente fragmentarios pero instintivamente totales de la vida en la Isla, capaces de lograr que los personajes tomen conciencia de ser habitantes de una suerte de Matrix) se convierten en las epifanías capaces de hacer coincidir momentos lejanos de universos paralelos. De revelarlos. Para asumirlos. Los momentos climáticos son el parto de Aaron, el reencuentro de Juliet y de James, el reencuentro de Sun y Jin y el tacto de Jack en el ataúd de su padre, que provoca la interferencia, la evocación que culmina con el beso de Katie y Jack. El parto de Aaron y la muerte de Juliet ocurrieron en temporadas anteriores. La muerte subacuática de Sun y de Jin, en cambio, tuvo lugar tan sólo algunos capítulos antes. Y el beso culminante de los dos protagonistas últimos, tan sólo unos minutos antes, en el mismo capítulo. Sin embargo, ni la muerte de los personajes coreanos ni el beso (I love you) son capaces de conmovernos tanto cuando ocurren en directo como cuando los vemos representados, en la sucesión (el zapping vertiginoso) de la interferencia. El melodrama se condensa, veloz, en un clipmetraje insertado en el conjunto de cuarenta minutos. Esos clipmetrajes, que en los últimos episodios de la última temporada han venido alterando la lógica bipartita de los capítulos —impuesta desde el principio—, actúan a modo de subrayado. Enfatizan la materia última de la teleficción: el recuerdo (pixelado), la memoria (visual), la luz que es la esencia del televisor.
El amor: no sólo entre los personajes, sobre todo entre el espectador y la ficción que le ha hecho compañía durante meses o años.
La segunda mitad de la última temporada de Perdidos plantea la necesidad de establecer una comunidad, cuyos pilares son los recuerdos de una vida anterior, de intensidad decisiva y compartida, en medio de un Matrix que es el limbo o el infierno —qué más da—. El establecimiento final de la comunidad demuestra que toda la última temporada ha actuado a modo de despedida. Los personajes se despedían de nosotros. En el universo paralela, la Isla es percibida como una teleserie, un montaje de escenas y de recuerdos, un videoclip en el que la música se alía con la imagen para provocar recuerdos que comiencen a elaborar la pérdida, el duelo.
En el plano del contenido: todas las estructuras narrativas han sido combinadas en Perdidos. El relato de náufragos, la narrativa de guerrilla y bélica, lo fantástico y la ciencia-ficción, la teoría de la conspiración, la hipótesis filosófica y técnica, la utopía, el relato religioso, el Más Allá. En el plano de la forma: la primera, la segunda y la tercera temporadas recurrieron al flashback; la cuarta, al flashforward; la quinta, a los saltos temporales; la sexta, a la dimensión paralela. Los recursos técnicos admiten la metáfora televisiva. Rebobinar; adelantar; hacer zapping; recordar que la televisión es la realidad paralela, el lugar de encuentro de la humanidad de nuestra época, una corriente de luz que no se apaga, la morada de algunas de las interferencias que nos han marcado. La muerte de JFK; el alunizaje de Neil Armstrong; la caída del Muro de Berlín o de las Torres Gemelas; la inauguración de los últimos Juegos Olímpicos; el final de Perdidos. Nos encontrábamos frente a la pantalla, viendo exactamente lo mismo. Estábamos allí. En el luminoso lugar donde se reúnen lo representado y nosotros, los televidentes, que nos pasaremos toda la vida editando esos recuerdos, alterándolos, poniéndoles bandas sonoras alternativas.
Los seres representados se reúnen en una iglesia que quiere ser la suma de todos los templos y de todos los credos, el espacio de la comunión y de la despedida. El espacio de las reuniones por capítulos, periódicas, semanales. En pocos lugares se condensa tanta fe como en la luz que irradian las pantallas que nos circundan y nos abrazan.
La teleficción ha trabajado los procedimientos que son intrínsecos al arte. Ha reflexionado (retorcido) sus materiales. Ha cerrado líneas argumentales y ha dejado otras abiertas. Ha mostrado los flashes, la radiación, los rayos catódicos que están tanto en el corazón de la Isla como en el del televisor. Ha tratado la ciencia, pero nos ha recordado que la ficción, aunque no sea necesariamente una cuestión religiosa, sí es una cuestión de fe. Nos ha pensado también a nosotros, televidentes, fans o antifans, microcríticos, creyentes o simples espectadores, coleccionistas de orfandades. Y ha mitificado el origen del medio en que se expresa: la luz.
Así son los musicalizados últimos segundos de Perdidos: Jack en el suelo, rodeado de bambú; primer plano de Jack, mirando al cielo; la comunidad de personajes en la iglesia y el padre de Jack que abre las puertas para que el templo sea inundado por la luz; Jack moribundo: ve cómo el avión sobrevuela su mirada, enmarcada en los copos vegetales; primer plano de Jack sonriendo en el suelo de Isla; primer plano de Jack sonriendo en la iglesia; fundido a blanco (fundido a luz); el ojo del protagonista que al fin se cierra.
En el origen de la televisión está el cine: el ojo es rasgado por el vuelo de un avión.
Y la tragedia y la poesía y la oración.
La cara de Tony Soprano; los ojos de Claire; el rostro de McNulty; los ojos de Jack: las grandes teleseries tienen que acabar enfocando una mirada que sea el espejo de la nuestra.
Don’t stop believing.
Todo sigue en el más allá donde el zapping está a punto de llevarnos.