El mejor capítulo de Galáctica: Estrella de combate

Los mejores capítulos de las teleseries acostumbran a ser los que se saltan las reglas que la propia ficción ha instaurado y cuentan la historia de otro modo. La alteración es eminentemente estructural y no supone un cambio de rumbo definitivo, sino una anomalía que dura menos de una hora. Un paréntesis memorable. Pienso en «La constante», el quinto capítulo de la cuarta temporada de Perdidos, que, en mi opinión, es el más perfecto de esa serie y la clave para entender su uso del tiempo y de la teoría de la relatividad. Pienso en «Cinco años después», el vigésimo capítulo de la primera temporada de Héroes, que ocurre en un viaje al futuro completamente inesperado y nos muestra una Nueva York destruida, la escenografía del apocalipsis. Pienso en «Commendatori», el único capítulo de Los Soprano que no tiene lugar en los Estados Unidos, donde los mañosos se enfrentan a sus difuminados orígenes en Nápoles. Pienso en «El tiempo vuela», el quinto capítulo de la cuarta temporada de A dos metros bajo tierra, en que David es secuestrado durante veintisiete interminables minutos, la mitad del capitulo. O, finalmente, en «Mosca», el episodio más teatral de Breaking Bad, en el que los dos protagonistas permanecen encerrados en un laboratorio beckettiano hasta que aflora la confesión y el absurdo.

El mejor capítulo de Galáctica es «Asuntos pendientes». Estamos en el ecuador de la tercera temporada. La segunda terminó con la llegada de los humanos al planeta que bautizaron como Nueva Cáprica y con su pronta ocupación por parte de los enemigos cylons. La tercera comenzó varios meses más tarde, con los esfuerzos de la resistencia por combatir el régimen de terror impuesto por las máquinas de aspecto humano. Esa elipsis dejaba muchos cambios sin explicación. Varios personajes habían abandonado el uniforme que vestían cuando vivían en la nave de combate, es decir, la vida militar, sin que supiéramos por qué. Existían nuevas tensiones en la tercera temporada que no podíamos explicarnos. Y entonces, súbitamente, la lógica narrativa de la serie se rompe. En vez de encontramos ante el relato que avanza cronológicamente y en contrapunto (con escenas que ocurren simultáneamente, en lugares distintos), como sucede en la mayor parte de los capítulos tanto de Galáctica como del resto de las teleseries, asistimos a la inauguración de un espacio y de un tiempo inéditos: un ring de boxeo a través del cual, a medida que los personajes se van retando entre ellos, vamos a tener acceso a retazos del pasado en Nueva Cáprica y las preguntas van a ir siendo respondidas.

«La constante» fue escrito por Damon Lindelof, quien no había cumplido aún los treinta años cuando ideó las lineas mayores de Perdidos junto con J. J. Abrams y Jeffrey Lieber. No es casual que el guión de su mejor capítulo esté firmado por Lindelof, porque es lo más parecido a un autor que tiene la serie. Mientras que Abrams sólo figura como director y coguionista del doble episodio piloto, el nombre de Lindelof aparece, intermitentemente, en los guiones de todas las temporadas. Autor y creador son conceptos no siempre idénticos en la teleficción norteamericana. Tampoco es casual que el guión de «La constante» lo escribiera en colaboración con Carlton Cuse, productor ejecutivo, porque en las teleseries la autoría es aún más vaporosa que en el cine y está aún más condicionada por la industria que en el séptimo arte. Sólo existe una serie en la historia de la televisión norteamericana cuyos autores hayan firmado los guiones de todos sus capítulos y además los hayan dirigido y producido. Los muertos, un producto de George Carrington y Mario Alvares para Fox.

Articulado en paralelo en dos momentos históricos, 1996 y 2004, «La constante» narra la desesperada carrera de Desmond Hume por entender su existencia entre ambas fechas. En el pasado, el personaje, cuya resistencia extrema al electromagnetismo permite que su conciencia viaje a través del tiempo, es guiado por Daniel Faraday, quien no sólo le explica sus peculiares habilidades en su laboratorio de Oxford, sino que le salva la vida al sugerirle que escoja una constante a la que agarrarse para orientar su subconsciente y evitar que su cerebro se colapse a causa de los viajes en el tiempo. Un ancla cerebral. Hume elige a Penelope como constante. Gracias a esa decisión, al hecho de que hable con ella por teléfono en 1996 y le pida que no se cambie de número, porque la volverá a llamar dentro de ocho años, es salvado en el presente por un amor que hasta entonces había existido a pesar del espacio y a partir de entonces lo hará también a pesar del tiempo.

No es en la isla, es decir, en el espacio, donde radica la ambición de Perdidos: sino en su voluntad de explorar el Tiempo. Así lo demuestra la forma en que se combinan, de forma compleja, el tiempo narrativo, el flashback, el flashforward, el salto temporal, el viaje en el tiempo, la arqueología, la historia o la física cuántica. Si existen, entre los personajes de la serie, posibles arquitectos de la estructura temporal de la obra, éstos son Daniel Faraday y su madre Eloise Hawking. Él representa la fe en las ciencias físicas; ella, el destino y el eterno retorno. De nada le sirve a Fadaray anotar en su cuaderno: «Si algo va mal, Desmond Hume será mi constante». En 1977, Eloise, líder de los Otros, disparó a un desconocido, el mismo que veintitrés años antes había desactivado la bomba de hidrógeno Jughead, quien antes de morir le confesó que era su hijo, que había viajado desde el futuro. En el diario de Daniel, Eloise encuentra su propia letra, su caligrafía que dice: «Daniel, pase lo que pase, recuerda que siempre te querré».

Desde el ring de boxeo, los flashbacks de «Asuntos pendientes» reconstruyen sobre todo una fiesta en Nueva Cáprica. La violencia del presente, por tanto, se contrapone a la euforia del pasado. Junto con la emergencia del romance entre el almirante Adama y la presidenta Roslin —con palabras acerca de un retiro en la naturaleza que prefiguran el final de la serie—, también asistimos a decisiones pretéritas que Adama juzga ahora equivocadas y que encuentran en los puñetazos una expresión tensa y contundente. A causa del permiso ofrecido para que algunos de los oficiales de su nave se pasaran a la vida civil en el planeta, éstos se convirtieron en miembros de la resistencia y por tanto en terroristas y por tanto en asesinos; pero también en victimas, torturados por los cylons. Pero los combates se contrapuntean, sobre todo, con recuerdos de la música, del baile, del alcohol. Acaban centrándose en la relación amorosa principal de la serie, la que une y distancia a Kara Thrace y a Lee Adama, enamorados desde que se conocieron y cuya tensión erótica es parte de la energía de la obra. Aquella noche, en Nueva Cáprica, ebrios, hacen finalmente el amor y deciden abandonar a sus respectivas parejas y hacer pública su relación. Pero cuando Lee se despierta. Kara ya no está. Él regresa, tambaleante, al campamento y descubre que ella acaba de casarse con Sam. Los felicita. Va a su nave y, en las escaleras, besa apasionadamente a Dualla. Ésa es la historia a la que tenemos acceso a través de los retazos de la evocación, mientras Kara y Lee combaten en el ring, se golpean, se atacan, se castigan y recuerdan.

—¿Qué pasa aquí? —le pregunta Sam a Dualla.

—¿A ti qué te parece? —los puñetazos se suceden más allá.

—Quieren matarse el uno al otro…

—Es una forma de verlo…

Las series sitúan un espacio en el tiempo. La isla, la estrella de combate, la ciudad de Nueva York. Desmond Hume, Kara Thrace y Hiro Nakamura son tres personajes unidos por una relación extraordinaria con la dimensión temporal de la realidad. La conciencia de Desmond se desplaza en el tiempo. Después de que su nave estallara en una tormenta y Kara fuera dada por muerta, reaparece sin un rasguño en el cuerpo ni en la carcasa de su vehículo; aunque hayan pasado más de dos meses desde su desaparición, ella afirmará que no han sido más que algunas horas. Hiro, por su parte, es capaz de teletransportarse, es decir, de controlar el espacio; pero también tiene el poder de la cronokinesis, esto es, de manipular el tiempo. Esa habilidad del personaje permite la existencia coherente de «Cinco años después», el capítulo de Héroes ambientado en el futuro.

Junto a su amigo Ando, Hiro llega al estudio de Isaac Méndez, el autor de los cómics que actúan como guión implícito de la serie. Allí es testigo de la destrucción de Nueva York y de la muerte de millones de personas. La distopía se ha adueñado de la realidad. Los que cinco años antes eran héroes ahora son arrestados, encarcelados, perseguidos como terroristas. Algunos de ellos son agentes del gobierno. Una auténtica guerra civil. En ese paisaje en ruinas, Hiro se encuentra a sí mismo:

—Parezco enfadado.

—Ve a hablar contigo —le conmina Ando.

—De ningún modo.

Finalmente habla con su versión futura: el hecho de que Hiro no haya acabado con Sylar en nuestro presente (su pasado) ha sido la causa del Apocalipsis. Tras diversas vicisitudes. Hiro asistirá a la muerte de su versión futura. Se verá a sí mismo morir. Hay que poner esa escena en el contexto de duelo y destrucción en que se desarrolla el episodio, con una imagen en su epicentro: el memorial con los nombres de los millones de victimas, con una llama siempre ardiendo en él y la ciudad, monstruosa zona cero, como telón agrietado al fondo.

—¡Estoy muerto! —exclama Hiro ante su otro yo que agoniza.

El título provisional de «Cinco años después» fue «Teoría de cuerdas».

Toda obra se puede analizar según un criterio temporal (argumental, de recorrido geográfico, de evolución biográfica y psicológica de los personajes) o según un análisis topológico. Desde esta perspectiva, en Galáctica se establece una clara oposición entre los espacios humanos, caracterizados por la tecnología anacrónica, y los cylons, mucho más sofisticados, minimalistas, futuristas. Una estética que incluso aparece en Cáprica, cuando la metrópolis arrasada se muestra en las alucinaciones de Gaius Baltar; por tanto, es siempre ajena a lo humano: o pertenece al enemigo o al pasado. Esa dicotomía espacial tiene su paralelo en el eje temporal gracias a la fuerte oposición entre lo masculino y lo femenino, que casi siempre se resuelve en beneficio del segundo polo. Las mujeres protagonistas son más decididas y determinantes que los hombres con los que se emparejan. Incluso en la bella y lenta historia de amor que viven el almirante Adama y la presidenta Roslin a lo largo de las temporadas acaba predominando la influencia de ella, su determinación, su fe religiosa en Hera, la niña híbrida, de padre humano y madre cylon, cuyo rescate supone el final épico de la obra. La maduración de esa relación amorosa hace que Laura invada la habitación de Bill, uno de los poquísimos espacios privados de la topografía de la nave. Porque en ella predomina el espacio público y es en él donde confluyen la épica, la lírica y el drama.

En uno de sus rincones se encuentra el espacio tal vez más trágico de la teleserie: el pasadizo de la estrella de combate en cuyas paredes, espontáneamente, se empiezan a colgar las fotografías de los seres queridos perdidos en el ataque cylon inicial, la gran masacre, obviamente inspirado en homenajes populares a lugares vinculados con el trauma (en nuestra época: el puente del Alma, la Zona Cero, Atocha). A medida que avanzan las temporadas, a esas fotos se les van añadiendo las de otros personajes según van muriendo. Se convierte, así, en un mapa de la memoria visual y doliente tanto del telespectador como de los personajes que sobreviven. Y recuerdan.

El viaje al pasado, en una obra realista, se convierte en viaje a los orígenes. Tal es el caso de «Commendatori», el viaje a Nápoles de Tony Soprano, Paulie Walnuts y Christopher Moltisanti, con el objetivo de vender vehículos de lujo a la Camorra. En el modo en que cada personaje se enfrenta a Italia encontramos un catálogo de tipos de viaje. Para Christopher estar en Europa o en los Estados Unidos es exactamente lo mismo, porque utiliza sus vacaciones para colocarse con heroína, obviando cualquier tipo de interacción con lo local y renunciando de antemano a ninguna clase de indagación en sus orígenes familiares. El caso de Poli es el diametralmente opuesto: después de toda una vida sintiéndose italiano en los Estados Unidos, está convencido de su capacidad para integrarse en la sociedad que lo acoge. Es en vano. Resulta rechazado por los locales y sus esfuerzos nos parecen ridículos. Acaba pagando a una prostituta, con quien es incapaz de comunicarse porque no habla inglés, a quien le cuenta que su abuelo se marchó a América en 1919; entonces la puta le revela que ella es del mismo pueblo del que su abuelo se marchó. Tony, por último, consigue atravesar lo que el sociólogo Ervin Goffman ha llamado la región delantera y penetra en la trasera, en el hogar de una familia napolitana, en el misterio de los mitos antiguos, a través del impulso erótico que guía buena parte de su vida (y que, convertido en mera intuición, le salva en más de una ocasión el pellejo). En una escena central en la teleserie, la hija del capo, Annalisa Zucca, en el interior del santuario de la Sibila, le dice:

—Eres tu peor enemigo.

«Me recuerdas a alguien», le dice Tony. Sabemos que se refiere a la doctora Melfi. «Quisieras follártela», afirma ella. La conversación continúa y Annalisa le pregunta si no querría follársela a ella también y Tony responde que sí, pero que donde se come no se caga.

La actriz no es napolitana, ni siquiera italiana, es griega. No importa: encarna lo latino, el pasado, lo original, el Mediterráneo. El Mediterráneo donde nadó la tragedia que, más de dos milenios después, viajó tanto al Lejano Oeste Americano como a la Costa Este de las bandas y la mafia.

—Tengo que traer aquí a mis hijos —dice Tony, entusiasmado, pero nunca lo hará.

Una vez en Nueva Jersey, Paulie afirmará haberse sentido como en casa y conminará a Pussy Bonpensiero a que vaya él también algún dia, porque todos los italianos deberían hacerlo.

—Algún día —dice Pussy, sin saber que pronto acabará en el mundo de los muertos.

El mecanismo dramático que ponen en juego los guionistas de Galáctica es el dilema ético. Por eso, la ficción es eminentemente política. La relación entre William Adama y su hijo Lee, pese a su complejidad, podría resumirse en la oposición entre la fe en la jerarquía militar y la fe en la democracia, y es justamente ése el nudo que se tensa en varias ocasiones en la ficción, con los correspondientes enfrentamientos entre ambos personajes. Incluso la historia de amor entre Bill y Laura pasa a través de un golpe de estado: del propio Bill contra Laura, cuando ésta introduce la profecía religiosa en la política de su gobierno. El conflicto, a la luz de la secuela Caprica, es más profundo y más antiguo. Las raíces familiares de Adama se hunden en el suelo de Tauron, mientras que Laura es del planeta Cáprica. Tradiciones, códigos, idiomas distintos, que no siempre es posible traducir.

Tal vez el Tema de la teleserie sea la vejez. Cuando comienza la acción, Bill Adama está a punto de jubilarse, la nave se ha convertido en un museo y a Laura, que pronto será nombrada Presidenta de las Doce Colonias, le han diagnosticado un cáncer terminal (no sólo eso, en un flashback del capítulo final se descubrirá que tomó la decisión de dedicarse plenamente a la política después de perder a su familia en un accidente y de acostarse con un antiguo alumno: es decir, cuando se le echó encima el peso del Tiempo). El exterminio de la raza humana supone una segunda vida para la nave de guerra, que deberá olvidar su condición de museo mientras dure la guerra y el exilio. No es casual que en la última temporada se descubran grietas en la estructura profunda de la nave, que se intenten reparar con un material orgánico cylon y que este intento fracase.

El último salto espacial conduce la flota a la Tierra. Una Tierra que, según el imaginario de las Doce Colonias, no es la auténtica Tierra (pues ésa, habitada por la tribu número trece, la cylon, fue destruida por un holocausto nuclear), pero que es la nuestra. Está habitada por hombres prehistóricos, entre los cuales se infiltran los últimos supervivientes de las Doce Colonias, que, tras suicidar sus naves y olvidarse de la tecnología, deciden diseminarse, para que su ADN se confunda con el de esos otros seres humanos y el comienzo de una nueva era coincida con la superación de los tradicionales ciclos de violencia que han marcado la historia humana y cylon. Junto con el resto de las naves, la estrella de combate se encamina hacia el Sol. Un espacio (la nave) es suplantado por otro (el planeta). Su muerte coincide con un nuevo inicio. Cansados del combate, de los dilemas éticos, de la épica y del drama, los protagonistas encaran, en los últimos minutos de la ficción, mientras el espectador se despide de ella, su integración, su retiro o su muerte.

La muerte del propio tiempo de la ficción.

«El tiempo vuela» comienza, como todos los capítulos de A dos metros bajo tierra, con la muerte de un personaje anónimo que, en el momento de fallecer, adquiere identidad: «Anne Marie Thornton, 1966-2004». En la segunda escena, David y Keith están hablando en la cocina sobre el inminente viaje de trabajo de éste y las reglas eróticas que han pactado seguir a partir de ahora en su relación. Le sucede otra conversación de cocina, entre Nate —con la pequeña Maya en brazos—, Claire y Ruth, en que ésta revela que ha seguido una terapia de grupo para elaborar el duelo por su marido muerto, Claire se queja de la represión familiar y Nate evidencia su desorientación por la pérdida de Lisa, como padre viudo y sin trabajo. Seis escenas más: así llegamos al minuto diecisiete, como siempre, con las tramas y subtramas entrelazadas que constituyen la telenovela. Entonces David recoge a un autoestopista. Él no lo sabe, pero comienza el terror. El capítulo prosigue con la alternancia de espacios, tiempos y personajes, según la estructura habitual: pero ha comenzado lentamente a alterarse.

La desaparición de Lisa es tratada en A dos metros bajo tierra con algunos —mínimos— elementos propios de la intriga policial, porque la personalidad de Nate conduce el problema hacia lo esotérico y paranoico, menos codificado y más inquietante. Dos relaciones sentimentales de Claire con sendos individuos desequilibrados introducen la amenaza, el suspense en algunos momentos; pero no suponen un peligro real para el personaje. El terror, por tanto, sólo invade la pantalla de la serie durante veintisiete minutos de sus tres mil trescientos de metraje. Aunque el miedo y la muerte sean su ruido de fondo.

A partir del minuto 17, el almuerzo de Brenda con su madre, la terapia de grupo a la que acude Nate o la conversación marital entre Ruth y George conducen subrepticiamente hacia la violencia que sufrirá David. Una violencia que durará desde el minuto 29 hasta el 56: una única escena. En ningún otro episodio de A dos metros bajo tierra se rompe así la alternancia en contrapunto. El autoestopista es un psicópata, drogadicto y abyecto, que ha detectado la atracción homoerótica que despertaba en David y ha decidido secuestrarlo durante algunas horas. Saca una pistola. Empieza a mentirle, a manipularle, a someterlo a una vejación psicológica que se va convirtiendo en física. Sentimos la angustia dd protagonista. Lo vemos atrapado en el callejón sin salida al que lo han ido abocando sus constantes tentaciones sexuales, imposibles de aliviar con la fe religiosa. Se coloca con crack, obligado, ante nosotros; caga en un callejón; es golpeado; el psicópata le mete el cañón de la pistola en la boca.

Y, finalmente, lo abandona.

Y David se levanta, trémulo, y camina, hasta que se cruza con un coche de policía.

Y termina el capítulo.

Pero empieza el trauma.

Galáctica también puede ser leída como una reescritura de la antigua tensión entre la ciudad y el campo. La larga odisea de los supervivientes protagonistas los lleva desde la dudad destruida, Cáprica, con su horizonte de rascacielos cien veces invocado en sus títulos de crédito, hasta el campo, la Tierra verdiazul anterior al homo sapiens. De hecho, Gaius Baltar parece encontrar su destino cuando, en los instantes finales de la obra, decide dedicarse a cultivar un campo, recuperando así la herencia paterna, el origen rural que ha negado durante toda su vida, incluso forzando su acento —como quien borra rastros— para que nadie supiera que en realidad nació en Aerelon, una colonia agrícola, y no en Cáprica, la capital política de las Doce Colonias de Kobol. En el episodio piloto de Caprica, la precuela que relata el lento y religioso proceso que condujo a la existencia de los cylons, donde conocemos al abogado Joseph Adams y a su joven hijo Will, se descubre que el cambio de nombre del padre (de Adama a Adams) se debió al racismo que impera en Cáprica respecto a los inmigrantes de Tauron: que tienen sus propias escuelas, son llamados comemierda y son temidos por la otganización mafiosa que han importado de su planeta natal. La migración, por tanto, también es uno de los sustratos que sostienen la solidez narrativa de Galáctica. Fruto de una larga sedimentación en el tiempo interno de una obra que se expande en su propio multiverso.

«La mosca» es el capitulo de Breaking Bad con un guión más elaborado y con una puesta en escena más teatral. A diferencia del resto de la serie, en él tampoco hay alternancia de personajes y espacios: el 95% del episodio sucede en el interior del laboratorio de metanfetamina donde «cocinan» Walter y Jesse durante la tercera temporada, recluidos a causa de la obsesión que el primero padecerá por culpa de una mosca. Mientras intentan darle caza, Walter White se irá desnudando: reconocerá su pulsión de muerte, su nostalgia de la expansión del cáncer, de lo que dio sentido a su cambio de rumbo vital. Y, más tarde, casi venado por el sueño, mientras Jesse se encarama a una escalera plegable, pronunciará el siguiente monólogo, en cuya reproducción omito las breves intervenciones de Jesse: «Oh, conozco el momento, fue la noche que Jane murió. Estábamos en casa y necesitábamos pañales y yo dije que saldría a buscarlos, pero era sólo una excusa, porque esa fue la noche en que te llevé el dinero, ¿recuerdas? Pero después me detuve en un bar. Fue raro. Nunca hago eso, ir a un bar solo. Simplemente entré y me senté. Nunca te lo conté. Me senté y ese hombre, un extraño, entabló conversación conmigo. Era un completo extraño, pero resultó ser el padre de Jane, Donald Margolis. Evidentemente en ese momento yo no lo sabía, sólo era un tipo en un bar. No me di cuenta hasta después del accidente de avión, cuando lo vi en las noticias. Quiero decir, piensa en las posibilidades: una vez las calculé, eran astronómicas, aquella noche, en aquel bar, al lado de ese hombre».

Hablaron sobre el agua en Marte y sobre la familia, sobre sus hijas: «El Universo es aleatorio. Es un caos. Partículas subatómicas sin un fin que colisionan sin rumbo, eso nos dice la ciencia, pero no nos dice por qué un hombre cuya hija va a morir esa misma noche se toma una copa conmigo».

Un multiverso de ruido y furia.

En el mundo posfordista, mientras declinaba la unicidad y la individualidad, se consolidaba lo serial y la repetición; mientras se deslocalizaba geográficamente la producción, devenía central la calidad inmaterial de los bienes producidos. En el último estrato de Galáctica, en el más profundo, se produce la oposición paradójica entre la serie y lo único, envenenada por la teología. Los cylons son androides, son robots, producidos en cadena, repeticiones, copias, series y no obstante creen en Dios. En un único dios verdadero. Los humanos, en cambio, son únicos pero politeístas.

Los mejores capítulos de las teleseries acostumbran a ser los que se saltan las reglas que la propia ficción ha instaurado y cuentan la historia de otro modo; pero no existirían sin el resto de capítulos. Los que repiten una estructura hasta que la memorizamos; los que nos acostumbran a unos títulos de crédito que activan en nuestro radar el placer del reconocimiento; los que nos hacen esperar cienos giros dramáticos, ciertas bromas, ciertas explosiones; los que se mecen por ciertas cadencias que, insistentes, se nos aproximan, se nos vuelven cada vez más familiares, hasta sintonizar con lo que somos. Desde ese punto de vista, los mejores capítulos son los peores, porque es la regla quien confirma sus excepciones.

—Te he echado de menos —le dice Kara Thrace a Lee Adama, al oído, ambos derrotados.

—Yo también a ti —le responde él, cansados, ensangrentados, tras un combate que dura años, y repite—, yo también a ti.

Y sobre la tarima del ring, su abrazo de derrota, sin fuerzas, los dos jadeantes, agotados, dando vueltas como un disco que repite la misma canción, es bello y único como un abrazo de baile.