6
El visitante
Tras la oleada inicial de pánico, Sombra comprendió rápidamente lo que implicaban las palabras del mendigo. Por un lado, le había visto porque esperaba que saliese alguien de ahí, pero no sólo por eso. Las reglas de ese lugar eran ligeramente diferentes, como mínimo, y su protección, por lo tanto, era menos efectiva. Por otro, el lugar estaba oculto, y el aspirante a guía no parecía ni alarmado ni sorprendido. Expectante o ansioso a lo sumo. Y eso sólo podía significar una cosa: todo el que llegaba hasta ese lugar era porque deseaba hacerlo; es decir, que tenía permiso para estar allí.
—Necesito un guía, sí. Pero un buen guía. Quiero la visita completa. Con todos los detalles —dijo tratando de aparentar una tranquilidad que ni mucho menos sentía. Nunca se le había dado bien fingir lo que no era. Y no era un visitante que supiese dónde estaba; de hecho, era un visitante perdido que no deseaba saber lo más mínimo de ese lugar, y que tenía que averiguarlo igualmente.
—Me ha pillado, jefe —repuso el mendigo con una media sonrisa—. Yo puedo llevarle a los sitios normales: putas, casinos, mataderos. Pero si quiere un poco de la historia y esas mierdas, no soy su hombre.
Sombra sacó un billete de diez, pero para su sorpresa el mendigo lo rechazó con un movimiento de cabeza y una sonrisa, como si acabase de hacer algo enormemente estúpido e inocente.
—¿Dónde puedo encontrar a mi hombre, entonces? —dijo guardándose el billete.
El mendigo le señaló un puesto de comida que había unos metros más adelante, donde estaban sentados varios chavales.
—Allí tiene a los chicos del coro, jefe. Cualquiera le servirá.
Sombra asintió, rozó la forma de la pistola bajo la ropa para asegurarse de que estaba allí, y avanzó hacia ellos.
El puesto era una de esas casetas portátiles que se enganchan a un coche y que van de feria en feria. Patatas fritas. Hamburguesas. Bocadillos. Refrescos. Y en torno a ella había desperdigados media docena de niños. El mayor no debía de tener más de doce años, y el más pequeño probablemente no llegase a los diez. Ninguno le prestaba especial atención, ocupados en comer y en charlar animadamente entre ellos, así que avanzó despacio tomándose el tiempo necesario para observarlos con mayor detenimiento. Todos vestían ropa gastada, amplia y mal combinada, como si ellos mismos la hubiesen elegido. Y todos tenían alguna cicatriz visible. Una chica de unos diez años lucía una profunda línea blanquecina junto al ojo derecho, que descendía verticalmente casi hasta la mandíbula; el chaval de al lado, que masticaba con entusiasmo una hamburguesa, tenía una serie de marcas en forma de cruz por todo el rostro, y el mayor de los chicos —aunque «mayor» era muy relativo en este caso— tenía una monstruosa cicatriz que le recorría el cuello de lado a lado, gruesa como un dedo. Y lo más desconcertante era que todos reían. Hablaban y reían como si fueran chavales normales de entre diez y doce años en un mundo normal. Sombra se preguntó por qué el mendigo los había llamado «chicos del coro», ya que ni las risas ni las voces le sonaron especialmente musicales. Durante unos segundos se sintió tentado de extender su conciencia y escrutar si había algún tipo de energía sobrenatural en ellos o a su alrededor, pero al final desechó la idea. Había entrado en ese lugar con la fachada de un visitante legítimo y no podía arriesgarse a destruirla. Así que simplemente recorrió los últimos pasos que le separaban de los supuestos guías y se detuvo junto a ellos.
—¿Busca guía, señor? —le preguntó casi al instante una niña gorda de unos once años. Tenía un pelo rubio y sucio sujeto en dos gruesas coletas, y un cuello casi inexistente cubierto por capas de grasa. En cuanto hubo pronunciado la última sílaba, bebió un largo trago de un vaso de refresco que tenía en la mano, sorbiendo ruidosamente.
—Así es —repuso Sombra, tratando de deducir quién sería el acompañante más conveniente.
—¿Qué le interesa, señor? —terció un niño minúsculo y delgado hasta el extremo de parecer desnutrido, si bien devoraba patatas fritas bañadas en kétchup a una velocidad pasmosa. Tenía el pelo corto y peinado en una especie de pequeña cresta— ¿Las putas, los casinos, los mataderos? ¿O quiere hablar con alguno de los recolectores?
Sombra dudó, pero su desconcierto no pareció resultarles extraño a los pequeños guías.
—Quiero una visita completa —dijo finalmente—. Dar una vuelta, ver un poco de todo, para poder decidir con tranquilidad.
Los niños intercambiaron unas rápidas miradas de inteligencia y, con un suspiro, el chaval más alto, que seguía sin llegar al metro y medio, dio un último sorbo a su refresco, le pasó lo que quedaba de su perrito caliente a la niña gorda y se puso en pie, rascándose la brutal cicatriz del cuello en una especie de gesto automático.
—Soy su hombre, señor —dijo dando una palmada llena de energía.
—¿Cuánto me costará? —quiso saber Sombra, sopesando el relativamente poco dinero que llevaba encima.
—Es un servicio gratuito de las Casas de la Carne, señor —contestó el chico sonriendo—. Agradézcaselo a los Amos cuando los vea, si quiere.
—¿Los Amos? —inquirió Sombra. ¿Arcontes controlando esta parte de la Ciudad? Tenía sentido.
—La Loba, el Señor y el Constructor —respondió el chico con aire profesional—. Si me sigue, se lo cuento mientras empezamos a andar, porque si no, nos va a llevar todo el día.
—Soy todo oídos.
—Ellos construyeron las Casas de la Carne. Ellos nos cuidan y nos protegen. Ellos se encargan de que usted pueda venir a divertirse siempre que quiera y como quiera, y le cortarán los huevos si se salta las reglas.
—¿Y las reglas son? —preguntó Sombra.
—Puede tener lo que pueda pagar. Todo tiene un precio.
—Razonable —repuso el mago, y el chico asintió.
Avanzaron en silencio durante un par de minutos, alejándose de la boca de metro e internándose en las calles. Sombra contuvo a duras penas los deseos de echar una última ojeada a la ruta de huida, y centró la vista en lo que tenía delante. Edificios y más edificios. Nunca demasiado altos, no más de ocho o diez plantas. Casi todos de ladrillo visto, cubiertos por una densa capa de lo que podía ser hollín o ceniza. Todo tenía un aspecto sucio y descuidado, como si nadie se preocupase de limpiarlo. Sin embargo, lo que atisbaba a través de las ventanas daba una imagen completamente diferente. O por lo menos mucho menos uniforme. Una cortina abierta podía revelar un amplio salón de paredes revestidas en madera, amueblado con elegantes sillones orejeros donde hombres trajeados bebían y fumaban atendidos por sirvientes desnudos y encadenados. En la manzana siguiente, una persiana levantada permitía vislumbrar lo que podría ser el interior de un matadero, con paredes totalmente alicatadas cubiertas de manchas oscuras y ganchos colgando del techo. Y formas indefinidas colgando de los ganchos. Ni un cartel. Ni una indicación. Sin un guía, un visitante nuevo podía encontrar cualquier cosa. O podía no encontrar nada.
—Pues ya estamos en el centro —dijo su joven acompañante rascándose la cicatriz mientras se detenía en una especie de pequeña plazoleta en la que crecían cuatro árboles raquíticos, cada uno en una esquina—. Desde aquí puede alcanzar fácilmente cualquiera de las cuatro zonas, aunque me temo que los locales están un poco mezclados. Pero como usted quería una idea general, yo se la doy.
El chico se encogió de hombros a modo de disculpa, y Sombra asintió para que prosiguiese su explicación.
—Si sigue en línea recta —continuó—, llegará a la zona de las putas. O de los putos, lo que usted prefiera. Hay casas de chicas libres, y casas de carne. Si no sabe distinguirlas y se propasa con una chica libre, la Loba le cortará los huevos y se los hará tragar, y después usted acabará en una casa de carne. Avisado queda. Encontrará lo que le guste: follar, que le follen, follar de forma rara, follar de forma asquerosa; gente a la que pegar, gente para que le pegue. Eso con las chicas libres. Lo que haga con la carne es cosa suya, pero si quiere matar carne, tendrá que pagar un precio especial y seguir las reglas. Si sólo quiere violar, pegar y esas cosas, no tendrá problema.
Sombra sintió cómo una náusea intensa comenzaba a revolverle el estómago. Era todo lo malo de la última noche antes del cambio. Toda la mierda que la Ciudad había supurado, esos Amos la habían recogido y la habían clasificado para convertirla en algo normal, cotidiano, turístico. Se tragó las ganas de vomitar, o de agarrar al chico por el cuello y gritarle que nada de eso tenía sentido. Se mordió la lengua, afianzó los pies en el suelo, apretó las piernas y se preparó para escuchar lo que había en las otras tres direcciones.
—A su derecha —continuó el joven guía casi sin detenerse a tomar aliento— están los Mataderos. Algunos son privados, sólo se entra por invitación. Pero en la mayoría sólo tiene que traer su carne y le harán un pase de temporada; o vitalicio, si trae suficiente carne. Eso ya como a usted le guste. Los Mataderos más grandes disponen de todo, pero los pequeños se especializan en formas concretas de tratar la carne. Por ejemplo —dijo señalando un par de ventanas iluminadas en el cuarto piso de un edificio que estaba a una decena de metros—, ahí tiene un matadero de agujas y electricidad. Es pequeñito y la carne les dura mucho, así que aceptan público hasta completar el aforo cada noche. Si le apetece un poco de espectáculo y saber qué opinan los clientes de otros lugares, es un buen lugar para empezar.
Sombra asintió, y el chico, satisfecho, se dio la vuelta.
—Justo hacia el otro lado, siguiendo esa avenida —dijo señalando una amplia calle que presentaba un aspecto mucho más iluminado y «comercial», si es que esa palabra tenía sentido allí—, están los casinos y las casas de juego. En los casinos encontrará... pues eso, lo que hay en los casinos, pero con el toque especial de las Casas. Un poco de putas, o putos, por supuesto. Un poco de carne. Si no le apetece volver a cruzar las calles, seguro que podrán conseguirle lo que quiera en las habitaciones privadas; simplemente pídalo. Y pague el precio exigido, por supuesto. Respecto a las casas de juego, cada una cuenta con una especialidad. En la mayoría se juega con carne o con trozos de carne, así que téngalo en cuenta, aunque los espectadores pueden apostar igualmente.
—No soy un hombre de juego —replicó el mago.
El guía observó a Sombra con atención durante unos segundos mientras se rascaba de nuevo la cicatriz.
—No, no parece un jugador —dijo finalmente—. Parece un hombre que va sobre seguro, si me permite la indiscreción.
Sonrió dejando a la vista unos dientes feos y sucios. Sombra se limitó a permanecer en silencio y señaló la ruta por la que habían venido.
—Háblame de la última zona.
El chico asintió.
—Por supuesto. Usted manda, no se ofenda. Era sólo una opinión —se disculpó rápidamente, al tiempo que se encogía de hombros—. Por donde hemos venido es la Entrada. Ahí encontrará algunos locales selectos, un poco de todo. Pero lo importante es que si quiere hablar con el Señor o con el Constructor, tendrá que ir allí. El Señor tiene su trono en el Salón de los Árboles. Y las oficinas del Constructor están en la Torre del Laberinto. ¿Quiere que se lo indique?
Sombra negó con la cabeza.
—De momento, no. —No tenía la menor intención de acercarse a los Amos de las Casas de la Carne. No si podía evitarlo. Pero para eso tenía también que saber dónde residía el tercero—. ¿Y la Loba?
—La Loba tiene su guarida en la zona de las putas —explicó el guía, girándose de nuevo para señalar en la dirección correcta—. Desde ahí nos cuida mejor.
—Bueno, pues creo que ya tengo todo lo que necesito saber —dijo Sombra tratando de esbozar una sonrisa de despedida, que no llegó a serlo ni mucho menos.
—Como quiera —contestó el chico—. Pero si lo desea, puedo llevarle a un local concreto, si me dice lo que busca.
—No hace falta —le cortó rápidamente el mago. No precisaba de más detalles. Sólo necesitaba respirar un poco y tratar de percibir por sí mismo todo cuanto le rodeaba. Y largarse antes de que fuese demasiado para él—. Si te necesito, ya sé dónde encontrarte.
—En ese caso, me despido. Espero haberle sido de utilidad, y si ha sido así, dígaselo a la Loba si la ve.
Sombra se limitó a asentir, y el guía, sin más dilación, dio media vuelta e inició el camino de regreso a su puesto de hamburguesas, rascándose la cicatriz. Cuando se hubo alejado por las calles apenas iluminadas, el mago sintió como finalmente la tensión le sacudía el cuerpo. Se sentía débil y con náuseas. Pero se resistía a marcharse sin más. Respiró profundamente dos, cuatro, cinco veces. Dejó que su propia energía circulase por todo su cuerpo alejando el temor y la inseguridad, pero sin atreverse a tantear la energía que le rodeaba. Finalmente, cuando se sintió con fuerzas, avanzó con pasos cautelosos hacia la zona de las putas, con el recuerdo de la nueva Olena, en lo que se había convertido, atravesándole el pecho.
2
Lo primero que le llamó la atención de la zona de los burdeles —o de las putas, como la había denominado su guía— era la tranquilidad que allí reinaba. Casi no había gente paseando. Casi no había personas asomadas a las puertas ni a las ventanas. De hecho, parecía como si tres cuartas partes de los pisos de los edificios estuviesen vacíos, y sólo algunas ventanas esporádicas rompían la oscuridad de las paredes. Ventanas de cálida luz naranja. O verde. O azul. O roja. O morada. Se preguntó si los colores tendrían algún sentido. Probablemente sí. Se esparcían a lo largo de la calle de forma irregular, creando un mosaico que podría haber resultado hermoso. Eso sí, en otro lugar del mundo; o mejor dicho, en algún lugar del mundo. Pero esto ya no era el mundo. Era la Ciudad. O puede que ni eso. Eran las Casas de la Carne, con todo lo que su nombre pudiese implicar.
Finalmente, cuando llevaba recorridas un par de manzanas, decidió acercarse a un portal en el que se intuía una figura de pie, vigilando la entrada de un bloque de pisos con ventanas iluminadas de azul y verde dispersas por las distintas plantas. Durante un segundo Sombra temió parecer ignorante, pero después de recordar la experiencia con los guías intuyó que sería mucho más sospechoso tratar de aparentar que conocía el lugar sin conocerlo. Así que llegó junto al portero, una mujer gruesa de unos cincuenta años que fumaba compulsivamente sentada en un maltrecho taburete de madera. Incluso en la penumbra se apreciaba el vestido con un estampado horrendo, el desafortunado y recargado maquillaje que lucía en la cara, y el descuido con que se había colocado la peluca, porque no había duda de que era una peluca lo que cubría su cabeza. Vieja y maltrecha. La mujer sonrió al ver la mirada de desconcierto del mago, y este enseguida comprendió que todo ese aspecto no era casual. Simplemente era una forma de desviar la atención del visitante. Desviarla ¿de qué? El diablo está en los detalles. Con una mano fumaba haciendo gestos bruscos y entrecortados, y el brillo de la brasa del cigarro oscilaba continuamente. Pero ¿y la otra mano? Ahí, junto al asiento del taburete. Oculta entre pliegues de tela. No podía saber lo que escondía, pero tampoco necesitaba saberlo. Es más, mucho mejor si no llegaba a saberlo nunca. Ya tenía dos indicaciones más que añadir a las que le había dado el guía: en las Casas de la Carne todo tiene una segunda intención, y nadie está indefenso. O al menos ninguno de sus habitantes.
—Buenas noches —saludó educadamente, de pie a un par de metros de la mujer—. ¿Podría decirme qué clase de chicas hay aquí?
La mujer dio una calada profunda al cigarrillo antes de contestar, con una gruesa sonrisa manchada de carmín.
—Tenemos lo más tierno de las Casas, cariño —contestó con una voz ronca pero extrañamente maternal—. Todo un encanto de viciosillas deseando chuparte la polla y que se la claves hasta el fondo de sus pequeños e inocentes coñitos.
Sombra no estaba preparado para tanta crudeza.
—¿Chicas... libres? —preguntó, vacilante. Tenía la garganta seca.
La mujer señaló hacia las ventanas con los dedos que sujetaban el cigarrillo.
—Verde, chicas libres. Azul, chicos libres —explicó—. Aquí todas están porque quieren, y les encanta —añadió guiñándole un ojo—. Así que no te sientas mal, cariño, y entra a echar un vistazo. No te arrepentirás.
—Quizás más tarde —repuso Sombra, y retrocedió un par de pasos.
¿Tan evidente era su desasosiego? Porque en ese caso lo mejor era irse directamente. Y sin embargo no apreció ningún atisbo de agresividad ni amenaza en la guardiana de la puerta. Más bien todo lo contrario. Había cierto rastro de compasión. Casi ternura, bajo todas esas desagradables capas de pintura que recubrían su cara.
—Como quieras, encanto —dijo tras dar otra larga calada—. Pero creo que tienes un corazoncito demasiado tierno para las otras ventanas. Vuelve cuando quieras.
Sin detenerse, Sombra asintió mientras avanzaba velozmente calle arriba, adentrándose más en la zona de las putas. Sólo cuando hubo recorrido un centenar de metros volvió a prestar atención a lo que le rodeaba. De repente había más vida en la calle. Una pareja de treintañeros paseando por la acera de enfrente, cogidos de la mano y sonriendo, como si fuese la cita perfecta. Un anciano vestido con traje y sombrero, que salió de un portal a su derecha apoyándose en un bastón con el puño de oro y la mirada resplandeciente, como si acabase de ver lo más hermoso del mundo. Las ventanas eran moradas, significase lo que significase. Atisbó algún vigilante más en algunos edificios, pero sólo cuando las ventanas eran azules o verdes. ¿Qué quería decir eso? ¿Que sólo las chicas libres necesitaban protección, para que no hubiese problemas después? Es decir, que con los demás colores —naranja, morado, rojo—, o bien podían protegerse ellas mismas, o bien no importaba lo que pudiera pasarles. Sombra no sabía si la alternativa era tranquilizadora o inquietante.
Entonces lo vio. Un edificio con las ventanas iluminadas por una luz blanca. Sólo luz blanca. «Ahí debe de estar la Loba», se dijo. Así que mejor correr en dirección contraria y alejarse lo antes posible. Pero lo que hizo fue avanzar hacia la luz, sabiendo que estaba actuando como una estúpida polilla. Desde que había entrado en las Casas de la Carne no había sacado el péndulo, no había escrutado en busca de emanaciones mágicas. En definitiva, no había hecho nada que pudiera delatarle, lo cual quería decir que había avanzado a ciegas, y que seguía avanzando a ciegas. Así que se obligó a detenerse, y a preguntarse por qué no podía evitar dirigirse hacia lo que perfectamente podía conllevar su destrucción. «O no», se dijo. Todo turista era bienvenido en las Casas, le había quedado bien claro, siempre que no se metiese en líos. Y que pagase el precio de cada cosa. Pero presentarse ante uno de los Amos de las Casas de la Carne no tenía ningún sentido.
Olena.
Por supuesto.
Ese era el único sentido posible, y lo sabía. Lo sabía desde el principio. La había dejado en mitad de la matanza, porque ella se había convertido en el corazón de la matanza, al menos en esa parte de la Ciudad. Y había huido, y la Ciudad había cambiado, y no sabía si ella estaba entre los cadáveres devorados por los Arcontes o si había alcanzado este perverso santuario, o si de un modo u otro había logrado escapar, amanecer, y volver a ser ella misma. Pero tenía la certeza de que la Loba lo sabría, y por alguna estúpida razón sin base alguna, pensaba que estaría dispuesto a decírselo.
«Y luego de vuelta a casa, a pensar y pensar hasta que realmente sepas qué hacer», se dijo. Y siguió avanzando hacia el bloque de las luces blancas.
No encontró ningún vigilante en las puertas. De hecho, ni siquiera encontró puertas: sólo una amplia arcada oscura, enmarcada por unos gruesos pilares de madera negra que daban paso a un gran recibidor, que a su vez conectaba con un patio interior. Una escalera, pequeña y polvorienta, se abría a su derecha, pero estaba cerrada por una oxidada reja metálica. A su izquierda, un maltrecho ascensor tenía colgado un cartel de AVERIADO hecho a mano. Así que avanzó hacia el patio. Estaba decorado con macetas dispersas por las paredes, pero en ninguna de ellas quedaba rastro de vida alguno, sólo tierra reseca. Y delante de él había una puerta, también de aspecto maltrecho, con una gran mirilla de bronce en el centro y un llamador de hierro negro debajo. No tenía sentido volverse atrás una vez estaba allí, así que avanzó hasta la puerta, llamó y esperó.
Unos segundos después la mirilla se deslizó hacia un lado y pudo ver unos ojos de color verde azulado que le observaron con una indiferencia felina. A continuación, la mirilla volvió a cerrarse y entonces escuchó el sonido de unos cerrojos descorriéndose. Y la puerta se abrió. Al otro lado había un largo pasillo iluminado por dos hileras de velas colocadas en el suelo, incrustadas en los restos de cera de otras velas anteriores, pero al final del pasillo se intuía un salón y de él surgía una luz cálida pero cambiante, como si estuviera iluminada por un gran fuego. La dueña de los ojos, una muchacha delgada y de movimientos rápidos y fluidos, ya avanzaba en esa dirección, descalza. Su figura resultaba perturbadoramente seductora, vestida con unos ajustados pantalones de cuero y una camiseta pegada pero que dejaba prácticamente toda la espalda al descubierto. Tenía algo indefinido que hizo que a Sombra se le revolviese el estómago. Algo inquietantemente familiar, pero que era incapaz de definir. Así que la siguió, o más bien siguió el mismo camino que ella, porque la muchacha había desaparecido en el salón antes de que él hubiese podido dar dos pasos. Se escuchaba el sonido de conversación suave, una música muy tenue que no lograba identificar y, además, le pareció intuir el olor de una chimenea. Aunque no había nada amenazador, todas sus alarmas se habían disparado. La figura de la chica. La música lejana. El camino iluminado. Tenía que salir de allí. Pero no podía hacerlo sin preguntar por Olena. Así que dio un paso más, y luego otro. La música se hizo más clara, y se le unió una voz: la voz de la muchacha. No era la primera vez que la oía.
Your vows you’ve broken, like my heart,
Oh, why did you so enrapture me?*
Claro que había visto a esa muchacha. Claro que la había escuchado. Delante de Olena. Pero ya era demasiado tarde. Tenía que verlo con sus propios ojos. Sombra siguió avanzando y recorrió los últimos metros de pasillo.
Now I remain in a world apart
But my heart remains in captivity.*
Y entonces la vio. Estaba sentada en un sencillo asiento de madera sin respaldo, y un gran fuego ardía a su izquierda, en una chimenea abierta construida en el centro del salón. Olena. La Loba. Ya no era Olena. Sus ojos se habían vuelto grises e inhumanos. Su cabello era blanco más que rubio. Su expresión carecía de cualquier rasgo de ternura o compasión; en realidad, carecía de cualquier sentimiento. Pero era Olena. En algún rincón profundo dentro de eso en lo que se había convertido, era ella... O eso quería creer Sombra. A sus pies, sentada en una gruesa alfombra junto al asiento, la muchacha dejó de cantar y se levantó.
—¡Inclínate ante la Loba! —dijo con voz clara mientras asomaba una sonrisa cruel a su rostro. Le recordaba. Sombra no tenía ninguna duda de que recordaba su último encuentro. Y de que estaba deseando que huyese de nuevo. Y eso era lo que iba a hacer. No podía soportarlo. Se giró y entonces chocó contra un pecho duro como una roca, y unas manos igual de duras le apresaron con firmeza.
—Tranquilo, tranquilo, amigo.
Era Mijailo. Sombra intentó liberarse, pero la presa era firme. Por un segundo pensó en coger la pistola, pero no se atrevió. Sin esfuerzo, el vigilante le dio la vuelta y le obligó a mirar a la Loba. A Olena.
—Sombra —dijeron los labios que conocía. Los ojos no eran suyos, pero la voz sí. Y las manos le soltaron, sabiendo que ya no tenía intención de huir a ningún sitio.