8
El Observador
Era un juego de ingenio, y eso era lo que hacía tan interesantes las apuestas. Reglas sencillas, múltiples posibilidades, dos oponentes completamente distintos pero equilibrados. O eso decía el presentador, juez o lo que fuese. No hacía falta darle un nombre concreto. De hecho, en cuanto aparecieron los contendientes, él desapareció con discreción y fueron los corredores de apuestas los que ocuparon su lugar. Recorrían con rapidez las filas de sillas de los espectadores, apuntando cantidades y nombres, informando de posibilidades y estadísticas. Una anciana muy delgada, de aspecto apergaminado y con el pelo teñido de un desagradable rosa chillón, observó con expresión concentrada y valorativa las dos figuras que se iban a enfrentar y apostó una carne por el gordo. Como era la primera competición de la noche, la carne sólo se pagaba a media carne por pieza, pero la anciana no estaba allí por los premios. Tenía carne de sobra, y le parecía poco ético acudir a una competición sin apostar. Así que la corredora, una muchacha gruesa y morena de rasgos duros que lucía la habitual gorra negra que identificaba su cargo, le entregó el resguardo.
—Creo que se ha equivocado, señora... Fox-Candale —se atrevió a comentar el hombre que estaba sentado a su derecha, después de atisbar el nombre que había escrito la corredora en el papel—. Fíjese en el delgado. Está famélico. Se comerá cualquier cosa que le pongan por delante.
En efecto, el más delgado de los competidores parecía dispuesto a devorar lo que fuera. A pesar de medir casi metro ochenta, aparentaba no pesar más de sesenta kilos de estirada piel sobre unos brazos delgados y largos. Las mejillas hundidas, las cuencas prominentes, el pelo castaño oscuro y graso que se apelmazaba sobre sus ojos oscuros y huidizos. Se relamió con ansiedad los labios, resecos y maltratados, y dejó ver unos dientes torcidos y separados. Vestido con un chándal gris lleno de manchas, parecía salido directamente de un poblado de chabolas.
—Se equivoca —repuso la anciana, sin dignarse a mirar al hombre que tenía al lado, ni preocuparse por explicarle que se pronunciaba «Foix» y no «Fox».
—Connor Taylor —se presentó forzosamente el molesto interlocutor, introduciendo una mano extendida en su campo de visión. La anciana no la estrechó. Tampoco desvió la mirada de los competidores. Al final la mano se retiró, pero la irritante voz volvió a insistir—: ¿Y por qué me equivoco?
Durante un segundo, la anciana pensó en continuar ignorándole, pero supuso que entonces volvería a insistir, así que con un suspiro se giró lentamente hacia su izquierda. El dueño de la voz tendría algo más de treinta años y sonreía con suficiencia mientras mascaba chicle, recostado en su silla como si estuviese en una tumbona en la playa. Llevaba un buen traje de color claro y en la mano izquierda sostenía un grueso fajo de billetes, mientras que con la mano derecha acariciaba el muslo de una chica rubia y excesivamente escotada que contemplaba todo con desconcierto.
—Se equivoca porque me llamo Foix-Candale, y no Fox-Candale. Porque es estúpido. Porque no sabe mirar, y mucho menos ver. Y si quiere le apuesto una carne a ello.
El hombre se incorporó en su asiento, repentinamente tenso. Estaba claro que no sabía qué contestar. Así que la anciana contestó por él.
—No tiene carne que apostar, eso es evidente. —Y sonrió con crueldad, como una vieja profesora ante un alumno novato que acaba de cometer la primera de muchas faltas—. No se preocupe. Se lo pondré más fácil. Si gana su hombre, gana una carne. Si pierde, se aleja de mi vista para siempre.
Sin esperar una respuesta, la anciana levantó una mano, la corredora acudió rápidamente y entregó un papelito a su desconcertado vecino de asiento. Y el enfrentamiento comenzó.
De una habitación adyacente sacaron una serie de carros con bandejas cubiertas por tapas metálicas, y los contendientes se miraron, cada uno con su plato en la mano. El gordo, un hombre de unos cincuenta años, de prominente barriga y una amplia papada, sonrió tranquilo mostrando una dentadura perfecta, y con un magnánimo gesto indicó los carros a su oponente. Así que el hombre delgado fue hacia ellos. Sin prisa, fue levantando todas las tapas, y el público pudo observar que no había nada fuera de lo habitual. Pescado crudo. Vísceras, con especial presencia de ojos. Pescado podrido. Lombrices. Verduras podridas. Cucarachas. Babosas del grosor de una salchicha. Y alguna cosa más, pero nada espectacular. Por eso era una competición de ingenio. ¿Cómo combinarlo? ¿Cómo hacer aumentar la intensidad para que tu oponente no sea capaz de tragarse el siguiente plato que le pongas delante? Ahí estaba la clave. Sin pensarlo mucho, el hombre delgado tomó una cucharada de una mezcla agusanada de trozos de fruta podrida y, después de mostrársela al público, colocó el plato delante de su oponente. El hombre gordo se puso con precisión una servilleta de tela roja al cuello para proteger la sencilla camisa de lino que vestía, y con cuatro movimientos de tenedor se tragó el contenido del plato. Después se levantó, disculpándose por un pequeño eructo, y sin dudarlo tomó un par de enormes ojos de algún tipo de pescado y los colocó en el plato que le correspondía a su oponente. Con una mirada dura, el hombre delgado los mordió, dejando que el líquido de su interior chorrease ligeramente por su barbilla. Cuando hubo masticado y tragado el segundo, se limpió con la manga del raído chándal, ignorando la servilleta de tela negra que tenía delante. De nuevo era su turno; así pues, ignorando todo aquello que no se movía, se decidió por unas gruesas cucarachas vivas. La cara del hombre gordo fue casi de lástima cuando dejaron el plato ante él, y tras coger una delicadamente comenzó a masticarla con la tranquilidad que sólo posee alguien que ya las ha comido antes. De hecho, al final se chupó los dedos índice y pulgar antes de limpiárselos con una esquina de la servilleta.
El enfrentamiento prosiguió. El hombre gordo devolvió a su contrincante una ración de las mismas cucarachas. Luego este le sirvió lombrices, y a él le devolvieron tripas de pescado podrido. El hombre delgado sirvió una tajada de carne agusanada, y el hombre gordo respondió con una vesícula biliar. Hicieron una pausa para beber agua de las respectivas copas que tenían delante, mientras el público aguardaba con calma. Quedaba mucha noche por delante y las cosas no estaban especialmente interesantes. Entonces una sonrisa cruel apareció en el rostro del hombre delgado. Parte del público prestó algo más de atención. Otra parte no. O al menos no hasta que el hombre delgado dejó el plato en el suelo. Mientras la sonrisa se iba ensanchando en su rostro demacrado, se bajó los pantalones del chándal y los calzoncillos, dejando a la vista unas piernas igual de esqueléticas que los brazos y un pene pequeño y flácido. Sin apartar la vista de su oponente, se acuclilló sobre el plato y apretó. Lanzó un gruñido, cogió aire y volvió a gruñir y a apretar, y finalmente liberó aire con alivio cuando las heces comenzaron a caer sobre el recipiente. Todavía agachado, extendió la mano para coger la servilleta negra y limpiarse antes de incorporarse. Todos los asistentes observaban con absoluta atención cuando dejó el plato de excrementos frente a su contrincante. Pero el hombre gordo no se alteró. Tanteó el contenido del plato con el tenedor, pero no era especialmente sólido, así que lo cambió por la cuchara. La llenó y se la metió en la boca. Un gesto de desagrado cruzó su rostro, pero eso no impidió que la cuchara volviera a descender y, al poco, subiera de nuevo llena. Ni siquiera tuvo una arcada, lo cual desconcertó al hombre delgado. Tres cucharadas. Cuatro. Cinco. Seis. Hasta que el plato estuvo vacío. Bebió un poco de agua y miró hacia un lugar más allá del círculo, donde el árbitro debía validar el turno con algún gesto. Entonces, sin levantarse, inclinó la cabeza sobre el plato de su oponente, se introdujo dos dedos gruesos en la boca y vomitó el contenido de su estómago en el recipiente. A continuación, le pasó el plato al hombre delgado.
En ese momento, una figura se levantó detrás de la anciana del pelo rosa y abandonó la sala. Sombra había visto más que suficiente.
2
La sala bien podía haber sido una cancha de baloncesto. Tenía más o menos esas dimensiones, e incluso había gradas a los lados del espacio central. Sólo que, en lugar de parquet, se había construido un amplio laberinto de cristales y espejos. Las paredes medían poco más de dos metros, y los espejos eran en realidad cristales de espejo, con lo cual el público podía seguir sin ningún problema las evoluciones de los participantes a pesar de la tenue iluminación. En ese momento, la chica, que debía de tener algo menos de treinta años, avanzaba a paso rápido, buscando la salida. Llevaba unos pantalones cortos que revelaban unas piernas de muslos generosos. No era muy alta, y con cada paso jadeante que daba sus grandes pechos rebotaban. Se paró un instante, con la mano en el costado. El sudor le cubría la frente y el labio superior, y se había recogido el ondulado pelo rubio en una coleta. Entonces vio de nuevo la figura de uno de sus perseguidores y se puso en movimiento. Era imposible saber con exactitud si había visto la figura a través de un cristal o de un espejo, si estaba cerca o al otro lado de una barrera infranqueable. Lo único cierto era que no podía permitir que la cogieran.
Desde las gradas, el público aguardaba. Ese perseguidor estaba en realidad al otro lado de un cristal, a muchos metros del pasillo de la presa. Pero otro de los cazadores estaba cada vez más cerca, invisible para la chica. Hasta ahora los espectadores habían apostado sobre todo por el tiempo que tardarían en atraparla, o por quién sería el afortunado que la capturaría, pero ese momento parecía ya inminente, así que los corredores de apuestas agitaron las gorras negras indicando que se abrían nuevas categorías, y rápidamente se alzaron multitud de manos. Eran apuestas complicadas, sobre todo las combinadas, ya que requerían conocer las costumbres de cada cazador y al mismo tiempo predecir su estado de ánimo, pero eso no frenaba a nadie. Finalmente se escuchó un grito de terror, y la chica comenzó a correr con todas sus fuerzas. El cazador estaba en su mismo pasillo, a apenas diez metros a su espalda. Estaba cansada. Agotada en realidad. Pero el miedo le dio velocidad. Sus pechos oscilaron de modo grotesco. No se atrevió a mirar atrás. Pero eso tampoco le sirvió de mucho. Con un crujido de cartílago y hueso astillado, la chica chocó contra un cristal con toda la fuerza de la carrera, y rebotó hacia atrás, dejando una mancha ensangrentada en la pared transparente. La sangre brotaba a raudales de su nariz triturada y le bajaba por la garganta. Las lágrimas le impedían ver, pero aun así trató de levantarse y seguir corriendo. No pudo. Mientras intentaba ponerse a gatas para incorporarse, el perseguidor le propinó una patada entre los omóplatos, estrellándola de nuevo contra el suelo, y acto seguido se sentó sobre su espalda, que aplastó dolorosamente con su cuerpo. Rápido y preciso, el cazador la sujetó del pie izquierdo y de un tajo profundo le cortó el tendón del tobillo. Después hizo lo mismo con el pie derecho. Ya no volvería a correr. La chica ya no intentaba incorporarse. Sólo chillaba. Sin embargo, trató de darse la vuelta cuando el atacante se levantó, pero este la volvió a aplastar contra el suelo con una mano, al tiempo que empezaba a bajarle el pantalón y la ropa interior con la otra.
En las gradas, las manos de los posibles ganadores estaban ya levantadas, a la espera de ver por dónde la violaba primero. Sólo una figura se levantó y se fue sin esperar a saber el resultado.
3
Apoyado en una pared y temblando ligeramente, Sombra trató de que el aire fresco de la calle le despejase. Durante sólo un segundo pensó en sacar la pistola de la mochila y pegarse un tiro allí mismo. Fue eso, un segundo, pero lo pensó. Después respiró muy hondo. Otra vez. Otra. Hasta cinco. Inspirando por la nariz todo lo que le permitían sus pulmones, y expulsando el aire muy lentamente por la boca. Diez segundos de inspiración. Cincuenta de espiración. Y vuelta a empezar. Cuando acabó, su ritmo cardíaco se había tranquilizado y la mente estaba de nuevo en un estado controlable. Pero no calmada. Dejó la mochila en el suelo, se colocó erguido, con los pies separados a la altura de los hombros, y situó las manos a la altura del vientre, enfrentadas palma con palma pero separadas entre sí lo suficiente como para sostener una pelota de tenis. E inspiró de nuevo, pero esta vez visualizando cómo unas hebras de energía plateada penetraban en él, inundaban sus pulmones y comenzaban a recorrer su torso, sus extremidades, su cabeza. Al espirar, el plateado se había vuelto negro y arrastraba con él la violencia, la crueldad y el odio de todo lo que había visto esa noche y que le habían salpicado. Si hubiese estado en su casa, a salvo dentro del círculo de protección, habría extendido raíces de energía hacia la tierra y ramas hacia el cielo, y habría dejado que la energía del mundo circundante le limpiase. Pero estaba en las Casas de la Carne, y la propia realidad que le rodeaba estaba hecha de la misma esencia que sus habitantes. O visitantes. Porque si algo había sacado en claro era eso: todo el que acudía a las Casas de la Carne lo hacía para disfrutar de ellas, o para ser su víctima. No había más viajeros perdidos. Y los residentes en realidad eran pocos. Discretos. Con frecuencia mortíferos. Por lo que había escuchado, los cazadores del laberinto de cristal que acababa de ver eran los cuatro habitantes de las Casas. Pero una vez a la semana hacían la noche amateur, en la que los cazadores que perseguían la presa eran aficionados. Por supuesto, las apuestas se volvían mucho más interesantes ya que todo era más impredecible. Sombra no podía pensar ahí. Pero debía hacerlo. Así que echó a andar. Rápido, alejándose del edificio del laberinto de cristal y de la zona de las casas de juego. No obstante, cuando llegó a la pequeña plaza de los cuatro árboles que era el centro de las Casas, supo que aún no tenía estómago para entrar en los Mataderos, y que no podía permitirse tomar la ruta de la Entrada y volver a casa. Así que, en parte porque no había otra ruta y en parte porque ya había estado allí, tomó la dirección de la zona de las putas. Olena. Un escalofrío le recorrió la espalda, a pesar de que tenía la certeza de que no volvería a verla si no iba en su busca. Y no pensaba hacerlo.
Sumergirse en el paisaje, si no familiar, al menos conocido de las ventanas de colores le hizo sentirse un poco menos desamparado. Era cierto que seguía sin saber qué había tras las ventanas naranjas, rojas y moradas, pero tampoco tenía prisa por saberlo. Así que comenzó a dejarse guiar por ventanas como faros verdes, hasta que un par de manzanas más allá se descubrió preguntándose si por allí habría algo parecido a un bar. Suponía que sí, pero en este paisaje de edificios de fachadas maltrechas y sucias el problema era descubrir qué había al otro lado de los portales. Finalmente, pasados unos instantes de duda, se decidió a sacar el péndulo de la mochila. No había querido utilizar magia en las Casas de la Carne, pero la verdad era que como Olena, o la Loba, o lo que fuese ahora, sabía que él estaba allí, resultaba absurdo tratar de ocultar que era mago. Además, tampoco pensaba hacer ningún alarde. Sólo un poco de orientación. De instinto. De suerte, tal vez. Pensó en el bar de un prostíbulo, y dejó que el péndulo oscilase libremente. Y casi al instante lo recogió con celeridad, maldiciéndose en voz baja. No ese bar. Había pensado en el bar del sitio donde trabajaba Olena, con total y absoluta claridad. Respiró profundamente, aclaró la mente y trató de crear una imagen nueva, desde cero. Un lugar tranquilo. Pequeño. Poca gente. Un lugar donde pudiese sentirse cómodo. Pensar. Y sólo ventanas verdes y azules. Fijó la imagen, la cargó de energía y la envió al péndulo. Lentamente, el cristal de cuarzo comenzó a describir círculos. Círculos que poco a poco se transformaron en una elipse. Y luego en una línea. Hacia delante, a la derecha, pasando a la otra acera. No demasiado lejos. Así que cruzó y avanzó. Y unos cincuenta metros más adelante encontró el portal.
Era un edificio algo pequeño, de cinco plantas, con media docena de ventanas iluminadas dispersas por su fachada, todas verdes menos una azul. Sombra se detuvo ante el portón de madera que daba acceso a una especie de amplio zaguán y buscó la presencia de algún vigilante o guardián, pero no había nadie. Sólo una amplia escalera de antiguos escalones de mármol que ascendía al primer piso y una puerta abierta a la derecha de la que salía una cálida luz anaranjada y una música suave de piano. Desconcertado, el mago se dirigió al origen de aquella melodía. Al otro lado de la puerta estaba el bar, o parte de él. Aparentemente habían aprovechado el piso de la planta baja, pero respetando su estructura, de modo que se encontraba dividido por las distintas habitaciones. Desde la cocina, que quedaba justo a la izquierda de la puerta de entrada, se asomó una cabeza sonrosada y gruesa, cubierta por un pelo tan rubio que casi parecía blanco.
—Pase y siéntese donde quiera —le dijo el camarero, o vigilante, mientras terminaba de preparar un generoso bocadillo.
Sombra le hizo caso y entró, cruzando la estancia hasta lo que parecía el salón. Habían colocado varias mesas pequeñas y bajas, y junto a ellas había pilas de cojines en vez de sillas. Allí reinaba una absoluta tranquilidad, que era lo que más necesitaba en ese momento. Así que se sentó en los cojines más próximos a la puerta del salón y trató de ordenar todo lo que había visto esa noche. Y lo que había visto sobre todo era muerte; cierto, pero también sexo, violencia, corrupción y toda una serie de líneas rojas traspasadas sin ningún pudor. Pero nada de eso era permanente. La muerte sí. Una muerte no se podía deshacer, y aunque no estaba muy seguro, Sombra intuía que cada muerte que se producía en las Casas de la Carne, y probablemente en la Ciudad, alimentaba a los Arcontes. Era un problema matemático, sin más: si cada día moría tanta gente como la que calculaba que estaba muriendo durante su visita a las Casas, la Ciudad quedaría vacía en cuestión de meses. Y en cuestión de días sería prácticamente imposible mantener la fachada de normalidad, esa capa de ilusión e ignorancia que lo rodeaba todo. Entonces ¿qué? ¿Cómo sucedían las cosas? ¿Cómo se mantenía el equilibrio?
—¿Qué le pongo? —preguntó el camarero, interrumpiendo sus cavilaciones. Era un hombre grande y grueso, y a continuación de una cabeza sonrosada le seguía un ancho cuello del mismo color que desaparecía detrás de una camiseta y un delantal. Con indiferencia, pasó por la mesa un trapo desgastado pero limpio mientras esperaba la respuesta. A Sombra lo que le apetecía era tomarse un té en la seguridad que le ofrecía su casa, pero no estaba en su casa, así que pidió una cerveza. El camarero asintió con un gruñido y se fue, mientras el mago trataba de retomar el hilo de sus pensamientos.
El equilibrio. En términos mágicos, no había más que una opción posible. Dar para recibir. Correspondencias. Si cada día había víctimas nuevas y la Ciudad se mantenía en equilibrio, eso quería decir que cada día entraban víctimas nuevas. Es decir, que había un modo de entrar. Y, por lo tanto, de salir. Probablemente. Más de un ratón había muerto por confiar en esa máxima. Pero si podía entrar y salir libremente de las Casas de la Carne, no era absurdo pensar que también se podría salir de la Ciudad. Por desgracia, simplemente saber que había una puerta no le ayudaba demasiado en el proceso de encontrarla.
—Su cerveza —dijo el camarero mientras depositaba el botellín encima de la mesa, soltando un suspiro por el esfuerzo de doblarse.
No había traído vaso, así que Sombra limpió la boca de la botella con una servilleta de papel y tomó un trago, pensativo. Entonces vio a la muchacha. Justo al otro lado de la estancia, sentada, con un libro entre las manos. Mirándole. Igual ella estaba allí desde que él llegó, pero sólo ahora había reparado en su presencia. Automáticamente el mago se tensó, y entrecerró los ojos tratando de escrutar si había algún tipo de protección o hechizo a su alrededor que le había impedido verla. Pero no tuvo tiempo de comprobarlo, porque la chica se levantó, cruzó la habitación dando cuatro pasos largos y esbeltos, y se sentó a su lado. Iba descalza, y tenía unos pies minúsculos, que continuaban con unas piernas delgadas y suaves que se ocultaban en unos pantalones vaqueros cortos oscilando al ritmo de sus caderas. Mientras se sentaba, Sombra atisbó su ombligo cuando la camiseta de tirantes negra se movió. En una mano seguía sosteniendo el libro que leía, con un dedo entre las páginas, y con la otra jugueteaba con un gastado marcapáginas hecho de cuero. La muchacha le sonrió con unos labios rosados y delgados, pero también con sus hermosos ojos rasgados y negros. No llevaba maquillaje, y con la misma mano que sujetaba el marcapáginas se apartó un mechón de pelo azul antes de hablar. Todo su pelo era azul. No tendría más de quince años. Probablemente menos.
—Te acompaño.
No era una pregunta.
Sombra se encogió de hombros mientras leía el título del libro. El Iniciado, de Louise Cooper. Era un librito delgado, con desgastadas tapas azules. No lo conocía.
—Trabajas aquí —dijo el mago tras dar un trago a la cerveza. Tampoco era una pregunta. Esta vez fue la muchacha la que se encogió de hombros.
—Trabajo aquí, vivo aquí, soy parte de esto. Un poco de todo. Como tú.
Y al decir esto último le guiñó un ojo. Sombra no supo qué responder, desconcertado por la familiaridad, por la proximidad, por la seguridad. Parecía completamente fuera de lugar allí. Poniéndose cómoda, la muchacha colocó el marcapáginas en la página que apretaba con uno de sus dedos y dejó el libro sobre la mesita, después se recostó sobre los cojines y acarició la pierna del mago con uno de sus pequeños pies. Sombra retiró la pierna sin decir nada, y la chica rió. Era una risa sencilla y fresca, muy distinta de todo lo que había visto hasta ahora en las Casas de la Carne.
—Venga, pregunta —dijo la muchacha mientras volvía a acariciarle con el pie—. Lo estás deseando.
Sombra la miró con calma. Tenía una sonrisa hermosa, con la tristeza de la pérdida casi totalmente oculta tras ella. Y estaba tranquila, y segura, y a gusto. Como si estuviese con un viejo conocido en vez de con un desconocido. Un desconocido de las Casas de la Carne. Era... inesperado. Se preguntaba por qué. Pero no fue esa la pregunta que hizo.
—¿Cómo te llamas?
La muchacha rió de nuevo.
—¿Cómo te llamas tú? —le replicó.
—Me llaman Irlandés.
—Tiene sentido —asintió—. Así te llaman. Pero ¿cómo te llamas tú?
Sombra le devolvió la sonrisa.
—Me llamo Sombra.
—Sombra —asintió con un brillo travieso en sus ojos rasgados. Después se incorporó y se arrodilló pegándose a él, hasta que sus labios rozaron la oreja del mago. Por un instante Sombra se tensó, y la mano inició el gesto de ir a por su mochila, pero fue más un reflejo que un auténtico temor.
—Entonces, si tú eres Sombra yo seré Sauce —le dijo susurrando, y a continuación se recostó de nuevo. Esta vez, cuando el pie volvió a rozarle la pierna, el mago lo acarició con suavidad. Su piel era inmensamente delicada.
—Sauce.
—Sauce —repitió ella—. ¿Subimos?
Y Sombra subió.