25

 

Caminos

 

 

 

 

Cada acción tiene su consecuencia. Tanto para un oficinista como para un mago. Y Sombra lo sabía perfectamente. Por eso era consciente de que aunque no hubiese rechazado realmente la propuesta de los Arcontes y probablemente mantuvieran el trato si volvía hasta ellos, su acción habría desatado una serie de consecuencias. El problema era descubrir cuáles. Una búsqueda más intensa. Mayor odio. Un escrutinio más cuidadoso ante cualquier intercambio de energía. Por eso, aunque estaba totalmente seguro de la eficacia de la misteriosa energía del cuerpo de Ivo Lain, extremó sus precauciones. Revisó las custodias que ocultaban su casa. Las reforzó. Creó otras nuevas. Lanzó líneas de fuerza que iban más allá de su puerta, discretas señales de alarma que le avisarían de cualquier aproximación peligrosa. Aumentó los conjuros de ocultación en los que se envolvía cada vez que cruzaba las calles para llegar hasta las Casas de la Carne y la habitación de Sauce. Y preparó su siguiente movimiento. Su último movimiento. Acciones. Consecuencias.

También había rechazado la petición de los Tuatha Dé Danann. Y a pesar de eso, iba a volver hasta ellos. Y a pesar de que con los Arcontes estaba seguro de que para ellos un pacto era inquebrantable, con las hadas sólo tenía temores y dudas. Eran demasiado... ajenas. No había una palabra que las definiese mejor. Para los Arcontes la humanidad eran su fuente de energía y su alimento. Para las hadas, poco más que una molestia, en el mejor de los casos; una plaga que había que exterminar, en el peor. Y en el corazón de las Tierras Resplandecientes de las Hadas, Sombra no tenía ninguna duda de cuál iba a ser la opinión predominante. Por eso tenía que cubrirse las espaldas. Completa y literalmente. Crear una puerta que se cerrase cuando él pasase, y que se volviese a abrir cuando regresase. Lo cual, después de trabajar con la elusiva magia del Cazador y de atravesar literalmente a un Arconte, le parecía realizable. Y también tenía que ir a ver a Sauce y despedirse. Lo cual era mucho, muchísimo más difícil. Cada acción tiene su consecuencia. Y una de las consecuencias posibles del viaje que planeaba llevar a cabo era que no regresase. Y tenía que afrontarlo. Si no, no se atrevería a cruzar el portal. Ver a Sauce de nuevo. Despedirse. Y luego hacer todo lo posible por regresar. Y si ambos sabían que aquello que los unía era temporal, si sabían que tarde o temprano se separarían, y que simplemente podían aprovechar el tiempo prestado que la Ciudad les había conseguido, ¿por qué le costaba tanto despedirse de la muchacha de pelo azul? Antes la respuesta hubiera sido miedo. Sin lugar a dudas. Pero ya no sentía miedo. ¿Qué, entonces? Miró en su interior. Recorrió las emociones que le asaltaban cuando estaba en su habitación, cuando abrazaba ese cuerpo pequeño y valiente. Miedo, no. Responsabilidad. No sabía cuándo llegaría el final, pero quería quedarse con ella hasta ese final. Se lo debía. Le debía mucho más. Pero al menos quería devolverle eso. Entonces, con total sencillez, comprendió lo que le faltaba por hacer para poder despedirse. Así que cogió una hoja en blanco y comenzó a diseñar.

Nunca había sido bueno dibujando, pero el hecho de saber exactamente lo que quería hacer facilitaba mucho la tarea. Sencillo. Sincero. Poderoso. No con el poder complejo y laborioso de la magia ceremonial, sino con el poder simple y directo de la magia natural. De la magia que fluye porque no puede ser de otro modo. Madera de sauce. Ese era el punto de partida. Ni un colgante, ni una varita. Un sencillo disco liso, que cupiese en la palma de la mano. Sencillo de tallar. Y grabados en él los símbolos mágicos necesarios. Protección, conexión, distancia. Amor. Volcaría su magia y la tejería en la madera. La misma magia que le envolvía a él continuamente, la que estaba vinculada al pentáculo que llevaba colgado al cuello. Ambos objetos serían uno, porque lo que está conectado una vez permanece conectado siempre. Así de sencillo. Así de complicado. Siiri. Inesperadamente, su imagen le vino a la cabeza. Pero no tenía tiempo de pensarlo. No ahora. Ahora tenía que encontrar el pedazo de madera adecuado y tallarlo. Y eso fue lo que hizo.

2

No avisaron a nadie de su partida, pero se fueron. Y eso fue motivo suficiente para que la noticia corriera rápidamente por las Casas de la Carne. Y aunque no eran muchos los que se fueron, ni especialmente importantes, era la primera vez que algo así sucedía. Todos se repetían la misma pregunta: ¿por qué nadie iba a querer trasladarse de las Casas de la Carne a la Ciudad? Y la respuesta, dicha por una persona u otra, era la misma para todos: porque habían hecho un trato con el Rey del Mundo. La naturaleza del trato era lo que variaba, enormemente. Un corredor de apuestas aseguró que habían cambiado todos sus derechos a carne por una vida de lujos en los hoteles de la Ciudad. Una alcohólica asidua al bar de un edificio de ventanas naranjas afirmó que era sólo el primer paso, que habían comprado un pasaje para volver de la Ciudad al mundo normal, y que ella no haría eso por nada. Uno de los chicos del coro juró haber escuchado una conversación en la que se decía claramente que habían pasado a ser la guardia personal del Rey del Mundo. Por supuesto, ninguno conocía la verdad, y el Rey del Mundo se había encargado de ello. Pero todos se aproximaban a ella ligeramente.

Lamar Bigirumwami había abandonado las Casas de la Carne en dirección a la Ciudad acompañado por nueve hombres incondicionales, sí. A petición del Rey del Mundo, sí. Pero para cumplir una misión muy concreta. Aunque durante ese tiempo vivieran en hoteles de lujo, y actuaran como guardaespaldas del Rey si fuese necesario, y probablemente este fuera sólo el primer paso de su regreso al mundo. Pero lo importante era su misión. Que estaba resultando casi imposible de cumplir, por otra parte. Bigirumwami era un hombre sutil, pero de acción. Llegar. Conseguir su objetivo. Marcharse. Y de nuevo ese jodido Schiolla le había vuelto a ocultar la mitad de la información. ¿Cómo narices quería que encontrase al pelirrojo en la Ciudad si no le dejaba tratar con sus habitantes? Toda búsqueda tiene unos criterios básicos: localiza el círculo de la persona a la que buscas y empieza a triturarlo. En cuanto torturas a un vecino, este recuerda el nombre de un hermano del objetivo. En cuanto le cortas las manos al hermano, el objetivo aparece. O se asusta tanto que comete un error y se revela igualmente. Nada más. El terror era la herramienta más efectiva para casi todas las cosas, Bigirumwami lo sabía bien. Y el Rey del Mundo no le dejaba utilizarla. Decía gilipolleces de Arcontes, pactos, equilibrio e inocentes. Con lo cual estaba teniendo justo los resultados que se merecía: ninguno. Él era un comandante. Un asesino. Un torturador. Y era increíblemente bueno en lo suyo. No era un vigilante, ni un espía, ni un detective. Y por mucho que él y sus hombres diesen vueltas por la Ciudad, sabía que no encontrarían al Irlandés. No después de su último enfrentamiento. El pelirrojo no cometería errores. Tendrían que obligarle a cometerlos. Pero como su jefe era tan estúpido que no lo entendía, Bigirumwami simplemente esperaba. Y jugaba con su juguete, por supuesto. Que ya estaba casi a punto.

3

Sauce avanzó cabizbaja desde la mesa junto a la que había estado tumbada las últimas horas y se dejó caer pesadamente al lado del taburete en el que estaba sentado Lasse.

—Qué asco de final —dijo, y desplomó la cabeza en el regazo del camarero, que no se inmutó—. Qué... asco —repitió la muchacha, recalcando las palabras.

—¿El libro? —preguntó finalmente Lasse.

—Pues ya que lo preguntas, sí —respondió Sauce, incorporándose con repentina energía—. No es que sea malo. Es que es... asco. No me ha gustado. El libro está genial. Pero el final no.

—Esas cosas pasan a veces —replicó el camarero, encogiéndose de hombros.

—Si esa es toda tu sabiduría, no me sirve. Lo que yo quiero es otro final.

—A ver, ¿por qué no te ha gustado? —Lasse suspiró.

—Porque un final tiene que ser un final, amigo mío. Un disparo, un estallido, un triunfo. Algo que signifique un final. Para dejar las cosas sin terminar ya está la vida real. Los libros necesitan finales.

Y como ya no tenía nada más que añadir, Sauce volvió a levantarse de un salto. Y llegó Idris.

—¿Habéis escuchado? —dijo nada más cruzar la puerta, con los ojos brillantes—. Ha habido cambios.

Cambios. Una palabra que ninguno de los residentes de las Casas de la Carne quería escuchar. No si ese lugar era su morada y su refugio.

—Explícate —dijo Lasse poniéndose recto y lanzando una mirada rápida hacia la puerta de la calle.

—Unos cuantos se han ido a vivir a la Ciudad. Con el Rey del Mundo. Y nadie sabe por qué, pero todo el mundo se inventa historias extrañas. Que si van a protegerlo, que si van a matar a alguien, que si se vuelven al mundo.

Lasse meditó durante unos segundos. Y finalmente se encogió de hombros.

—¿Qué han dicho los Amos?

—Nada, de momento —replicó Idris mientras entraba en la cocina y, con la misma mirada de emoción, abría una lata de refresco—. Pero a lo mejor se reúnen para hablarlo.

—O a lo mejor no —sentenció el camarero—. Eso no nos incumbe. Son temas personales, o de las altas esferas, o las dos cosas. No es asunto nuestro.

—Puede ser. Pero es un cambio —insistió Idris—. El primero que veo.

—Y esperemos que el último —le cortó Lasse, y desapareció en la cocina.

Sauce también desapareció rápida y silenciosamente, subiendo por las escaleras hasta su habitación. También sin decir nada, pero no porque no tuviese nada que decir, sino porque tenía demasiadas cosas que decir. Preguntas sin respuesta. Claves. Ideas. Conjeturas. Miedos. Muchos miedos. Sólo cuando estuvo entre las cuatro paredes que le servían de refugio se permitió lanzar un gemido ahogado y trató de ordenar los pensamientos.

Sombra. Ni él le había dicho mucho ni ella le había preguntado demasiado. No tenía sentido. Pero la muchacha estaba totalmente segura de que esos cambios tenían que ver con las acciones del mago. Había atravesado los límites de la Ciudad, había desafiado al Rey del Mundo, había alcanzado el corazón del reino de los Arcontes. ¿Cómo no iban a tener consecuencias todas esas acciones? Pero hasta ese momento no lo había pensado. No había querido pensarlo. Y tal vez si ella no le hubiese conducido hasta el cuerpo de Ivo, él no habría sido capaz de llegar hasta los Arcontes, y todo habría permanecido como hasta ahora. Bien. Igual. Y en ese momento, igual que había aparecido, la angustia desapareció. Porque era Sakura la que se había asustado, la que quería que las cosas no cambiasen, la que durante unos instantes había regresado, aterrada por las noticias de cambios. Respiró profundamente. Ella no. Sauce podía marcharse cuando quisiera. Y se había olvidado el libro abajo. Así que regresó a por él, sin miedo, pero aun así preguntándose qué había desatado Sombra. Y cuándo volvería a verlo.

4

El amuleto estaba terminado. Sombra suspiró. En realidad era más bien un reflejo de su deseo de hacer algo por la muchacha de pelo azul, no una protección real. Por lo que había visto frente al cuerpo del Cazador, la magia protectora a la que estaba conectada Sauce era mucho más poderosa que cualquier cosa que él pudiera crear. Y sin embargo había sentido la necesidad de hacerlo. Lo repasó una vez más, rozando las líneas de fuerza, sintiendo cómo al pulsarlas latían simultáneamente las hebras de energía de su pentáculo. Y después lo envolvió con cuidado en una tela verde. Listo. Ahora tenía que preparar el resto de las cosas, porque desde las Casas de la Carne pensaba ir directamente al portal y a las Tierras Resplandecientes de las Hadas. Y volver, si era posible.

Prescindió de la pistola, porque era absurdo y probablemente inútil, al menos en sus manos. Y aunque estaba tentado, prescindió también de la última arma de hierro frío que le quedaba, una antigua hoz que en realidad era más una herramienta que un arma. No quería empezar con mal pie con los Tuatha Dé, y de todos modos en su terreno el hierro frío sería una débil defensa. Lo único en lo que podía confiar era en conseguir negociar con ellos haciendo valer los servicios anteriores que había prestado a las hadas. Y si eso fallaba, pues en la magia. El primer paso había sido diseñar un portal que se abriese cuando él llegase y que se cerrase a su espalda. Eso le había obligado a modificar la estructura original, que dejaba abierto el túnel que cruzaba los muros místicos que contenían la Ciudad. Ahora él era la llave y el cierre de emergencia. Mucho más cómodo, pero a la vez mucho más delicado, porque la magia del portal debía permanecer inalterada y constante, con lo cual no le quedaba mucha libertad para otros hechizos de protección o defensa. Todo tenía que ser infinitamente sutil y leve. Aun así, no llevaría a cabo las alteraciones hasta que estuviese justo en el pantáculo que permitía salir de la Ciudad, con lo cual estaría protegido durante su última visita a las Casas de la Carne. Pero no cuando regresase. Cuando cruzase el portal de vuelta, hasta que volviese a tejer las protecciones y las defensas a su alrededor, estaría bastante expuesto a los Arcontes y a sus sirvientes. Pero no había otro modo de hacerlo, no si no quería arriesgarse a que los Tuatha Dé Danann entrasen en la Ciudad. Y estaba muy seguro de que no quería.

Observó la mochila, prácticamente vacía. De momento sólo había metido cuarzo. Todo el que tenía, cargado hasta arriba. Reserva de energía en estado puro. Al tenerla en los cristales no necesitaba canalizarla, y podría emplearla para tejer magia sin tener que alterar el hechizo del portal que llevaría sobre él. Pero era infinitamente más limitado que hacer magia por él mismo. Como una vela frente al sol. De todos modos no había otra forma segura, así que lo que tenía que hacer era pensar qué más llevar. El athame. Una varita de roble. Una bolsa de sal. Todos elementos sencillos de magia natural. Aunque no había tenido una experiencia directa, todo lo que había estudiado le advertía contra los peligros de utilizar magia ceremonial en las Tierras Resplandecientes, y no pensaba arriesgarse. Sólo magia natural. Suspiró. Y ya está. Algo de comer. Eso sí. No hacía falta ser un genio ni haberse pasado media vida entre libros para saber que no debía comerse ni beberse nada de las Tierras Resplandecientes de las Hadas, no si tenías intención de volver. Así que metió una botella de agua y algo de pan y queso. No podía hacer más. Así que cerró la mochila, se guardó el disco para Sauce en el bolsillo y salió a las calles de la Ciudad.

Desde que había reforzado las defensas mágicas que le rodeaban, cada vez que salía de su casa y pisaba la calle era como si se zambullese en el mar. Primero la resistencia, y luego la sensación de cómo se abría ligeramente a su alrededor la omnipresente magia de los Arcontes, dejándole pasar, rodeándolo pero sin llegar a tocarlo. En cierto modo, con cada una de sus acciones se había ido aislando más de la Ciudad. Y ahora era una burbuja ajena a todo. O un cáncer. Según desde qué perspectiva se mirase. Pero un cáncer discreto. Sombra alcanzó el metro, tomó la estación oculta y, desde allí, subió al tren que le conducía hasta las Casas de la Carne. En ellas vadeó otras aguas distintas, pero igual de ajenas a él, hasta llegar al edificio de Sauce, a su escalera, a su puerta. Sólo cuando llamó y la muchacha de pelo azul le abrió la puerta y esta se cerró a sus espaldas, sólo entonces se permitió relajar la vigilancia y las custodias. Allí estaba a salvo y lo sabía. Ocultos al mundo.

—Tengo algo para ti —le dijo en cuanto estuvo dentro, antes incluso de que Sauce le saltase encima para besarlo. Pero ella le saltó encima igual, y le besó igual, y tironeó de él hasta derribarlo encima de la cama, y le besó un poco más. Sólo entonces se permitió preguntar. Pero no fue la pregunta que el mago esperaba.

—Se están moviendo cosas. Lo sabes, ¿no?

Había temor en su voz. Temor por él.

—Lo supongo —contestó al cabo de unos segundos. No disponía de una respuesta mejor.

—Ten cuidado —le dijo ella. Y no era una petición. Era una orden—. Ten cuidado —volvió a repetir, y le besó una vez más antes de quitarse de encima de él—. Unos cuantos de las Casas las han abandonado para ir con el Rey del Mundo —terminó de explicarse—. Entre ellos, el que casi te mata en la discoteca.

Un escalofrío recorrió la espalda del mago, pero mucho más pequeño de lo que habría esperado. En esos momentos su menor problema eran los hombres. Pero eso no podía hacérselo entender a la muchacha de pelo azul.

—Tendré cuidado —le dijo esbozando una sonrisa leve—. Y ahora, toma tu regalo.

Sauce cogió el envoltorio en cuanto el mago lo sacó, y rodó por la cama para colocarse boca abajo al tiempo que lo desenvolvía. Mientras, Sombra no pudo evitar besar una vez más esos pequeños pies. Ni pudo evitar pensar que si las cosas iban mal, no volvería a verlos. Pero no lo dijo.

—¿Un sello mágico?

El mago asintió.

—Está vinculado a mi pentáculo. Si se rompe, lo sabré. Y con un poco de práctica, creo que podrás canalizar tus emociones a través de él, y yo las percibiré, esté donde esté.

La muchacha le observó con una mirada inescrutable, y de repente un brillo travieso le iluminó los ojos.

—¡Quédate ahí! —le ordenó mientras corría al baño y se encerraba en él.

Sombra no pudo evitar que una enorme sonrisa se formase poco a poco en su rostro. Era tan joven. A pesar de lo que había pasado, a pesar de que ya no era Sakura, sino Sauce. Pero seguía siendo tan joven y vibrante y dulce, que cada segundo que pasaba con ella hacía en cierto modo que la locura de la Ciudad tuviese sentido. Aunque todo lo que tenían durase sólo ese segundo. Suspiró, y con un esfuerzo titánico apartó esos pensamientos de su mente. No podía permitírselos si en un par de horas pensaba enfrentarse a los Tuatha Dé Danann en su reino. Cerró los ojos, cogió aire y después lo expulsó lentamente, junto con el exceso de emociones. Y a continuación agarró el pentáculo de su colgante y se concentró en su resonancia. Y allí estaba. Con su inimitable olor a bambú transformado en energía. Ahí estaba su muchacha de pelo azul. Con su seriedad y su sabiduría, y su amor sencillo y directo. Y su deseo. Deseo. Pasión. Así que tras dejar con cuidado la mochila en el suelo, el mago avanzó hacia el cuarto de baño, sabiendo que al otro lado le esperaba desnuda la muchacha de pelo azul. Y que esa era su forma de darle también un regalo de despedida.

5

Tardó una hora en abandonar la habitación, un poco más en dejar atrás las Casas de la Carne, y cuando lo hizo avanzó a toda velocidad, sin dudar, sin pararse a pensar. Porque estaba totalmente seguro de que, si se paraba a pensar, regresaría a la pequeña habitación y al pequeño mundo que abarcaba. Y no podía hacerlo, no todavía. Tenía que agotar primero esa última oportunidad. Pues aunque en su seno hubiera una de las cosas más hermosas que había encontrado en su vida, la Ciudad era una abominación mortal, y había que destruirla. Y él debía intentar encontrar un modo de hacerlo. O tener la certeza de que no podía. Así que atravesó las últimas calles casi a la carrera, cruzándose con gente indiferente que avanzaba hacia destinos indiferentes mientras la mochila rebotaba a su espalda, y sentía las piedras de cuarzo tintinear melódicamente. Al final alcanzó el callejón, su callejón; con su pantáculo al final, con el punto de unión de la magia que encerraba la Ciudad. Y con el paso hacia las Tierras Resplandecientes de las Hadas. Una vez situado sobre el sello mágico, modificarlo fue un proceso enormemente rápido. Tan rápido que Sombra se sorprendió. Ya no era el de antes. No sólo por el miedo. O quizás sí. El miedo había desaparecido y se había llevado con él otro temor más antiguo. Miedo a lo que había estudiado durante media vida. A lo que conocía y dominaba. A lo que era. Quisiera o no, lo supiera su padre o no, era como si le hubiesen preparado desde siempre para esto. Separó fácilmente el mecanismo de cierre del resto del sello, aisló la energía, como una brillante red de trazos plateados y dorados, y dejando a un lado sus protecciones, como el que se quita una capa, se envolvió en ese entramado. Fue enrollando con precisión las líneas de fuerza en torno a sus piernas, su tronco, sus brazos, y finalmente su cabeza. Y listo. Selló la magia. Y la puerta seguía ahí, pero ahora él era la llave.

Cogió la mochila y avanzó sin mirar atrás. Cuando pisó el centro del pantáculo, las líneas de fuerza se cargaron de energía, y el muro empezó a descender, abriendo el túnel. Hacia las Tierras Resplandecientes de las Hadas. Una vez más. Entró.