20
Refugio
Sauce se despertó con la suave claridad de la mañana, que penetraba teñida de color verde a través de la ventana de su habitación. Tumbada en el futón, se estiró cómodamente. Estaba feliz. Era un pensamiento sencillo, pero muy intenso. Y dedicó unos segundos a pensar lo angustiada, sola y melodramática que estaría Sakura en su situación. Pobre Sakura. La niña caprichosa e inocente. La niña rencorosa y cobarde. No la echaba de menos. Sakura Takahasi era lo que habían hecho de ella. Sauce era lo que ella había decidido ser. Como el pelo, pensó mientras se pasaba una mano por los cabellos teñidos. Antes todos le decían que no podía hacerlo, o que no debía. Su abuela. Sus compañeros. Sus amigas. Hasta que llegó el día en que ya no había nadie. Ni sus amigas. Ni sus compañeros. Ni su abuela. Todos habían muerto, o habían desaparecido, o en realidad daba igual. Así que como ya no había nadie que le dijese que no, lo hizo. Simplemente lo hizo. Y le quedaba genial.
Hora de levantarse. Se desperezó una vez más; luego, arrodillándose en el suelo, recogió el edredón y el futón, y lo guardó todo ordenadamente debajo de la cama. Después regó la planta, puso algo de música en el pequeño reproductor y volvió al baño para darse una ducha rápida.
Like a ghost don’t need a key
Your best friend I’ve come to be.*
comenzó a sonar. Era una canción antigua, de las que Lasse les había pasado a ella y a Idris. «Para que escuchéis algo decente», les decía. Y era una canción que le recordaba a Sombra. Por todo, por nada.
Oh how quiet, quiet the world can be
When it’s just you and little me.*
Cuando salió estaba hambrienta, así que, sin secarse el pelo, se puso algo de ropa interior cómoda, unos pantalones de chándal y una camiseta ancha y descolorida, y se dirigió al bar. En el camino se pasó por la puerta de Idris, pero estaba cerrada, así que bajó las escaleras hasta llegar a los dominios de Lasse. Lasse no era como ellos. Él había llegado a las Casas después, a través de la Ciudad. Y eso sólo podía significar una cosa, Sauce lo sabía perfectamente: había matado o dejado morir a una persona para cerrar un trato con los Arcontes. Pero no había decidido coger su crédito y jugárselo a los dados. Ni se había dedicado a visitar los mataderos. Ni se había emborrachado hasta olvidarse de todo. Había pedido dos cosas. Primero, quedarse, no volver nunca. Segundo, un trabajo; un bar, a ser posible. Lejos de las luces naranjas, rojas y moradas. Y así llegó hasta ellos. O ellos hasta él. Sauce no sabía más; ni había preguntado ni pensaba hacerlo. Pero sí que le gustaba imaginarse su pasado. Le gustaba pensar que antes tenía un bar, y que le encantaba; y que había tenido que matar a algún líder criminal, o a un maltratador; o que había salvado a su familia, quizás a su hermana pequeña, de un tipo que había intentado abusar de ella. Lasse le gustaba. Lasse la cuidaba. Y a Idris. Y a todos los demás habitantes del edificio. Y ellos cuidaban del mundo. Más o menos.
Sauce se sentó cómodamente en unos cojines en una de las mesas del suelo; Lasse pasó a su lado colocando servilletas en las mesas y le plantó un beso en el pelo azulado.
—¿Qué vas a desayunar, muchacha? —le preguntó mientras se dirigía a la cocina.
—Té, tostadas, huevos. Hambre. —contestó ella mientras abría el libro que había bajado consigo. Lasse los cuidaba, pero no era un gran conversador. Y eso era parte de lo que lo hacía tan especial, tan necesario. Simplemente estaba ahí. Como otras cosas. Rápidamente apartó la idea de su mente. Porque cuando de verdad quieres mantener un secreto, lo mejor es no pensar siquiera en él. Y se centró en el libro, que por cierto tenía un protagonista que se llamaba Sombra, lo cual le hacía mucha gracia. Lo que pasaba era que ese otro Sombra no era mago. Sólo hacía trucos con monedas.
Desde la cocina llegó el olor del pan tostado, pero Sauce siguió con la lectura. Era un buen libro. De momento, por lo menos. Siguió incluso cuando Lasse dejó los huevos sobre la mesa, y el té y el pan, y volvió a sus tareas, y sólo lo bajó cuando finalmente llegó Idris. Mientras el muchacho se sentaba a su lado, pudo ver cómo una figura se dirigía hacia la calle, pero no le prestó atención, porque eso era lo correcto y lo adecuado. Esas eran las normas de su casa.
Idris también trabajaba allí, en su ventana azul. Y al igual que ella, había quedado atrapado en la Ciudad, y también como ella, el chico ponía sus normas, y como ella, era feliz con esa vida. Sauce no le había preguntado, pero él le había ido contando su historia poco a poco. Como ella, él antes era emigrante. Lo único es que había llegado solo. Bueno, solo no, hacinado en una patera. Pero sin conocer a nadie. Ni nada. Había cruzado un par de países, o eso creía recordar, hasta acabar en lo que había sido la Ciudad antes de ser la Ciudad. En ese antes trabajaba en lo que podía. Casi había logrado que le cogiesen de aprendiz en un taller. Casi. Luego llegó el cambio. Y la noche. Y después el amanecer. Y llegó hasta las Casas de la Carne porque todo lo demás era absurdamente falso. Como ella.
Idris se dejó caer a su lado y Sauce cerró el libro colocando con cuidado el marcapáginas; después le dio un beso en la mejilla.
—Guapo.
Sí que era muy guapo. Tenía la piel de color bronce, unos ojos negros y un rostro suave. Podía haber tenido catorce años, o quince, pero tenía diecisiete. Casi dieciocho ya. Delgado, fibroso y ágil. Y con una sonrisa increíblemente inocente para alguien que había pasado por tantas cosas antes, y que ahora trabajaba en las Casas de la Carne. Idris le respondió apropiándose de los huevos que quedaban, y empujando el libro con el tenedor.
—Libros, siempre libros —se burló—. Sal ahí y vive.
—Como ensucies las tapas, mueres, pequeñín —le amenazó Sauce. Ella era más bajita, y más joven, pero él era su pequeño, y los dos lo sabían. Ese era el extraño equilibrio que se había establecido entre ambos. Sauce era la muchacha sabia a la que acudían hombres perdidos. E Idris era el muchacho inocente y perdido al que acudían mujeres maternales. Aunque también ella tratase con mujeres perdidas, y él con hombres paternales. Algunas veces. Y luego, claro, estaba Lasse, que era el papá oso. ¿Y quién era Sombra en todo eso?, se preguntó. ¿Qué papel desempeñaba? Porque tenía claro que Sombra era alguien para ella. Alguien que venía y que después se marchaba, y con el que el tiempo volaba y todo estaba bien. Pero ni ella iba a quedarse ahí para siempre, ni él tampoco. Y los dos lo sabían. Eran dos personas con destinos distintos, que habían coincidido durante un tiempo. Y le encantaba ese tiempo.
—¿Qué tal la noche? —preguntó Idris, sacándola de sus pensamientos.
—Totalmente tranquila —respondió Sauce. En realidad, allí casi todo el tiempo era tranquilo—. Dentro de nada voy a tener que pedirle a Lasse más libros.
—O puedes probar a leer menos —replicó Idris—. Aunque con un poco de suerte, al final lograrás tener algo de culo a base de no moverte.
—¡Tengo culo! —protestó Sauce, siguiéndole la broma y dándose una sonora palmada.
—Que a tu novio le guste lo que tienes al final de la espalda, amiga mía, no quiere decir que tengas culo —sentenció el muchacho mientras se acababa los últimos huevos.
—Qué sabrá un niñato de culos —se burló ella con otra palmada. Su novio, por supuesto, era Sombra. Y tanto Idris como ella sabían que no era su novio. Pero a él le gustaba utilizar esa expresión de broma, y a ella, a falta de algo que pudiese definir de verdad lo que eran, le gustaba simplemente tener a mano una palabra que expresase un sentido. Así que le servía.
—Ay, si yo te contase... —Idris suspiró, pero dejó el suspiro a medias en cuanto Lasse apareció silenciosamente con otro plato de huevos y una taza de café con leche para él. Sólo después de engullir un par de bocados más, continuó—: Entonces ¿hoy tampoco ha venido tu pelirrojo?
—Estará en la Ciudad, luchando contra el mal —respondió Sauce, y se encogió de hombros. Por supuesto que le gustaba que viniese, pero no lo echaba de menos. La vida en las Casas de la Carne era como era, y la niña caprichosa y antojadiza que había sido se quedó junto al vacío que dejó su abuela al morir. Sauce no echaba de menos a nadie. No valía la pena. Aquel que está dispuesto a partir en cualquier momento no puede permitirse anclas.
—Al final vas a necesitar que te eche yo un buen polvo —añadió Idris con gravedad, moviendo la cabeza.
Y Sauce respondió con una carcajada blanca.
—Qué gracioso eres, corazón. Anda, acábate el desayuno y crece un poquito. Así quizás un día seas un hombre y todo, y no sólo una boquita preciosa.
Idris le guiñó un ojo y siguió comiendo, y Sauce volvió a abrir su libro y siguió leyendo, y Lasse puso música desde la cocina y siguió ordenando el bar.
I hear the clock, it’s six a.m.
I feel so far from where I’ve been...*
2
Sombra salió de su casa a media mañana. Si había dejado algún resto de sangre en la acera la noche anterior, los barrenderos se habían deshecho de él. Nadie había venido a buscarlo. Tampoco a los cadáveres. El coche seguía en el mismo sitio en que lo dejaron. Y ahí lo dejó él. Simplemente rozó la culata de la pistola, oculta bajo la camiseta, en la cintura del pantalón, y comenzó a andar tranquilo hacia la boca del metro. Tranquilo. Esa era la palabra que le definía en ese momento. Ni miedo. Ni remordimientos. Ni dudas. El primer hombre al que había matado ya estaba muerto por los pactos de las Casas de la Carne. Él simplemente había acelerado el proceso y puede que incluso le llegara a ahorrar sufrimientos. Pero los otros dos no. Los otros dos venían a matarle a él. O algo peor. Y él había hecho lo necesario. No se arrepentía. Lo volvería a hacer mil veces. Un millón. Todas las que fuese necesario. Y eso hacía que le inundase una confianza densa y fría. Lo cual no era una sensación habitual.
Comenzó a caminar por la calle en dirección a la boca del metro, observando a la gente indiferente, contemplando las ventanas cerradas, y buscando esa semilla de pánico que debía de permanecer en su interior. Ese instinto de huida ante los problemas que le acompañaba desde que podía recordar. Pero no estaba. Simplemente no estaba. Se decía que cualquier animal acorralado se vuelve más peligroso. Quizás fuese cierto. Pero no era sólo eso. Estaba totalmente seguro. Si hubiese sido sólo eso, ahora que tenía espacio la inseguridad habría vuelto, y las ganas de huir y de alejarse. Pero no era así. No pensaba volver a huir. Si venían, les plantaría cara. Y si hiciera falta, iría él a por ellos. Eso, evidentemente, no quería decir que no tuviese miedo. Jamás cometería ese error. Los Arcontes eran increíblemente peligrosos, pero estaban sometidos a reglas. Y si él conseguía dominar esas reglas, podría evitarlos o incluso utilizarlos. Los humanos eran harina de otro costal. Un ser humano era impredecible por naturaleza. Capaz de cometer la crueldad más inesperada y aleatoria. Lo cual le llevaba a la sorprendente conclusión de que, llegado el caso, podría atreverse a negociar con un Arconte, pero no con sus servidores. Por eso la noche anterior no había hablado. Sólo había apretado el gatillo. Y confiaba en que, llegado el momento, esa decisión fuese un punto más a su favor si debía tratar con los auténticos amos de la Ciudad.
No obstante, por ahora no tenía ninguna intención de tratar con los Arcontes. De hecho, quería alejarse todo lo posible de ellos y de sus servidores; una determinación que le conducía en una única dirección, por supuesto. Hacia el centro. Hacia las Casas de la Carne. Hacia Sauce. No se engañaba. Quería verla. Mucho. Olerla. Acariciar la suavidad de sus pies. Besarla. Dormirse en el futón mientras ella leía apoyada encima de él. Todas esas cosas que le hacían sentirse vivo en la marea gris de olvido que bañaba continuamente la Ciudad.
Mientras se sentaba en el vagón que lo conducía a la estación desde la que haría el trasbordo hasta la línea que llevaba a las Casas, Sombra se preguntó durante un segundo si la gente del Rey del Mundo podría ir a buscarle a las Casas de la Carne. Creía que no. Creía. Ahí sí que regresó el pánico. Pero no por él. Por Sauce. Por el mundo pequeño y seguro de la habitación de aquella muchacha dentro del mundo sanguinario y cruel pero ordenado de las Casas. Todavía había demasiadas cosas que no sabía, que no había querido saber. Un escalofrío le recorrió la espalda. Olena. Los demás Amos. La relación de los Arcontes con las Casas de la Carne. Y las reglas que lo regían todo. Inconscientemente, la mano del mago acudió al pentáculo y a los sortilegios de protección entretejidos. Todo seguía en orden. Aunque todo había cambiado. Y el pánico desapareció igual que había llegado.
3
La calle, el portal, el bar disperso por la planta baja... Todo se había vuelto tan familiar para Sombra como su propio piso. O casi. En realidad eran lugares de paso, de paso hacia el cuarto de Sauce. Y allí sí estaba realmente en casa. Con el futón en el suelo, y su menudo cuerpo entre los brazos. Recorrió con la mirada los distintos espacios del bar, y al no ver a la muchacha de pelo azul, se dirigió a la escalera, pero el camarero le llamó con un gesto. Sorprendido, el mago se acercó a él.
—Está ocupada —le dijo simplemente.
Durante unos instantes, Sombra no comprendió lo que quería decirle. Y entonces lo entendió. Por supuesto. Ocupada. Trabajando. Con alguien. Y aun sabiendo que esa era su vida, acusó el impacto. Porque nunca la había encontrado trabajando. Siempre estaba o leyendo en algún montón de cojines, o en su cuarto, o hablando con alguno de sus amigos. Pero en un momento u otro tenía que trabajar. Por muy tranquila que fuese esa parte de las Casas de la Carne. Por pocos que fuesen los clientes.
No estaba molesto. ¿Cómo estarlo? ¿Por qué? Pero sí sorprendido, más que nada por lo fácil que le había sido obviar esa parte de la vida de Sauce. Con Olena nunca había sucedido. Porque con Olena siempre había un reloj en marcha, y un vigilante al final del pasillo, y esa mirada seria y realista con la que ella le recordaba que ninguno de los dos debía cometer una estupidez como enamorarse. Y ahora Olena no era Olena. Olena era la Loba que vigilaba las Casas de la Carne. Porque él no había llegado a tiempo. O no había sabido impedirlo. Y Sauce —Sakura en otro momento, como Olena— no era así. Nunca lo había sido.
De repente, el pánico volvió una vez más. El miedo a los Arcontes y a sus servidores, y a lo que podían ser capaces de hacer. Y como no le quedaba más remedio que esperar, se sentó a una mesa desde la que se veía la escalera y pidió una cerveza.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo cuando el silencioso vigilante le trajo la bebida. Este asintió.
—¿Alguna vez ha habido... problemas?
El camarero le observó en silencio. Quizás valorando. Quizás no.
—No con Sauce —dijo finalmente—. Y en realidad sólo una vez ha habido problemas desde que estoy aquí.
—¿Problemas serios? —insistió el mago.
El camarero lanzó una mirada rápida a las escaleras, para cerciorarse de que no hubiese nadie escuchando antes de contestar.
—Un recién llegado a las Casas no entendió las reglas, o no quiso entenderlas —explicó—. Fue a una ventana verde, y se comportó como si fuese una ventana roja. Intentó hacerle mucho daño a la chica.
—¿Y qué sucedió? —preguntó Sombra cuando el camarero no prosiguió con la historia.
—Sólo logró hacerle algo de daño —respondió—. La Loba llegó antes de que fuera tarde. Y el tipo pasó a ser carne.
El mago se limitó a asentir, y el camarero volvió a sus tareas. Tenía sentido. Y sería enormemente extraño e irónico que en algún momento Olena salvase a Sauce. Pero el plan era que eso no fuese necesario nunca. Planes. Apuró otro trago de cerveza. Ese era el problema. No tenía verdaderos planes, o mejor dicho: los que tenía, por desgracia, tendían a acabar mayoritariamente en callejones sin salida que casi le costaban la vida.
Un suave soplo le agitó el pelo de la oreja, pero unos instantes antes ya le había alcanzado el olor del bambú, así que cuando se dio la vuelta para ver a la muchacha, la sonrisa ya había aparecido en su rostro. Ella le besó y le arrastró de la mano hasta su habitación antes de dejarle hablar. Sólo cuando lo tuvo estirado en la cama de un empujón y ella colocada frente a él, con los pies sobre sus piernas, entrecerró los ojos y preguntó:
—¿Qué ha cambiado?
El mago se rió.
—¿Tan evidente es? —Suspiró.
—No tienes secretos para mí —se burló Sauce.
—Tú para mí, sí —replicó Sombra.
—¿Qué ha cambiado? —insistió ella—. ¿Qué te ha pasado en estos días?
Y el mago se lo contó. Le habló del conductor que atravesaba los muros de la Ciudad, y de la esencia de esos muros. Le habló del pantáculo grabado en la pared de un callejón, y de las laderas de las Tierras Resplandecientes de las Hadas que se abrían al otro lado. Le habló de los Tuatha Dé Danann y del veneno de sus armas, y de su primer encuentro con ellos, antes de que ella hubiese nacido. Después, con comida por delante, le siguió hablando de los Arcontes y el ritual para invocarlos, y de los hombres que habían ido a buscarle. Finalmente apartaron los platos y le habló de cómo los había matado, y de cómo se había deshecho de sus cuerpos. Y de que ya no tenía esa semilla de pánico en su interior.
Cuando terminó, la muchacha de pelo azul recogió los cuencos vacíos y se levantó.
—Voy a por algo de postre —dijo, y salió de la habitación. Apenas había preguntado nada. Sólo le había observado con seriedad y concentración. Y el mago no tenía en realidad la más remota idea de lo que pensaba ahora sobre él. De qué le parecía que hubiese cometido dos asesinatos más, y que no sintiese remordimientos por ello. De que estuviese total y absolutamente decidido a hacer lo necesario.
Sauce regresó con dos vasos de cristal marrón con helado de chocolate y un par de cucharillas, y le tendió uno de cada. Después volvió a sentarse, clavó la cucharilla en su helado y le miró con seriedad.
—Vale, haré primero la pregunta importante —dijo sin el menor asomo de sonrisa—. ¿Ahora qué?
Sombra hizo crujir su cansado cuello y se encogió de hombros.
—No lo sé —respondió finamente—. Ese es el problema.
—Pues piensa —replicó la muchacha—. Tú eres el mago. Si tuvieras lo necesario a tu disposición, ¿qué harías?
Sombra apenas dudó. Tenía muy claro que, por el momento, quería mantenerse lo más alejado posible de los Tuatha Dé Danann.
—Tratar con los Arcontes —contestó—. Pero directamente. Ignorar todos los peones y los procesos intermedios, y acudir a la fuente. Ver si es posible forjar un pacto que pueda jugar a nuestro favor. —Conforme hablaba, fue sintiendo que todo comenzaba a cobrar sentido—. Estamos en su campo de juego, pero es un campo de juego sometido a leyes. Ni siquiera ellos pueden infringirlas. Con lo cual, del mismo modo que las Casas de la Carne tiene un estatus especial, creo que sería posible lograr algún tipo de acuerdo que me proporcione... inmunidad.
—¿Contra los Arcontes? —preguntó Sauce.
—No —negó Sombra con un gesto—. Nunca harían eso, porque sería transgredir sus propias reglas.
—¿Contra quién, entonces?
El mago sonrió con un brillo acerado en los ojos.
—Contra el Rey del Mundo.
La muchacha no pidió más explicaciones, pero él igualmente añadió una.
—Y entonces lo mataré. Y veremos cuánto aguanta la Ciudad sin él.
—¿De verdad crees que es posible? —le preguntó Sauce tras unos segundos de reflexión.
—Sí y no —respondió Sombra en un suspiro—. No creo que los Arcontes me tomen tan en serio como para concederme un salvoconducto si no logro alcanzarlos en su propio terreno; y no creo que eso sea posible sin alguna forma de evitar que los hombres del Rey del Mundo caigan sobre mí al mínimo movimiento que haga. Digámoslo así: es como si tuvieran cámaras en todas partes, porque es su plató de televisión. Y yo necesito algún punto ciego para colarme detrás del escenario y hablar con el director.
Sauce asintió. Y le miró durante un tiempo larguísimo. El mago no tenía la menor idea de qué estaba pasando detrás de esos ojos oscuros, bajo ese pelo azul. Así que se limitó a esperar.
—De acuerdo —dijo finalmente la muchacha—. Creo que estás convencido de que puedes hacer algo. Y a mí eso me vale. Confío en ti. Así que en marcha.
Y conforme lo decía, se puso en pie.
—En marcha ¿adónde?
—Es el momento de contarte el secreto que me queda. Y más vale que hagas algo bueno con él.