14
La flor caída
En el sueño habían ido a comer a un restaurante del centro. Era un bar de sushi al que iban habitualmente. Lucian se había despedido unos instantes antes, devorando el último nigiri de atún, rumbo a alguna de sus citas. Y allí se habían quedado ellos dos. Sombra tonteando con el maki de anguila. Y Siiri con la mirada perdida en el cristal de la ventana, o en lo que había al otro lado, o en otro lugar u otro momento. Por supuesto que se daba cuenta. No había forma de no darse cuenta. Pero era más fácil tratar de arrastrarla hasta ahí que preguntarle dónde estaba. Ni siquiera ahora, con los años que habían pasado y la claridad de los recuerdos transformados en sueño, era capaz de decir el momento preciso en que había comenzado a distanciarse. A convertir todas las conversaciones en triviales. ¿Fue en el último cuatrimestre? ¿Pasó algo concreto? Quizás cuando un par de días antes ella había empezado a hablarle del máster en la Universidad de Oulu. ¿Qué se suponía que tenía que decirle él? ¿Que no lo aceptase? ¿Que se iba con ella? Una punzada de dolor le atravesó el pecho. No al Sombra que terminó de comerse el maki. Al otro, al que observaba la escena invisible. Porque lo peor de todo es que en realidad podría haberse ido con ella. No tenía nada que le atase a ese lugar, ni a ningún otro. Pero ni siquiera se planteó la posibilidad. Ni esa ni ninguna otra.
—¿Qué te parece si este fin de semana nos escapamos a la Sauceda y pasamos el día entre árboles? —fue lo que dijo. Árboles para huir. Como siempre. Siiri no contestó directamente. En los últimos tiempos nunca lo hacía. Siguió mirando al vacío. O al futuro. Y desde el futuro deseó con todas sus fuerzas abofetear a ese Sombra indiferente y pasivo hasta la crueldad. Al final las trenzas rubias se giraron, y los ojos azules le observaron con intensidad, tratando de comprenderle. Tratando de reconocer qué había amado en él. Si seguía allí. Por supuesto que seguía allí. Ahora lo sabía. Porque diez años después seguía existiendo. Adormecido. Entumecido. Anestesiado. Sepultado bajo montañas de tiempo. Pero ahí.
Entonces el sueño comenzó a difuminarse, mientras el dolor aumentaba. No. No quería. Trató de aferrarse a la imagen de la curva de sus labios, al destello dorado del sol en las puntas del cabello, al color y la suavidad de la curva deliciosa de su escote. Pero el dolor no frenó. Y le faltaba el aire. Y la echaba de menos. Dioses, cómo la echaba de menos.
—Quiero que vuelvas —dijo, pero ya no había nadie a quien decírselo.
Y despertó. Aunque el dolor seguía muy presente. Dolor difuso en las costillas y en el pecho cada vez que cogía aire. Dolor intenso y ardiente en la mano izquierda. Dolor entumecido en las piernas, en el abdomen, en la mandíbula. Dolor, dolor y dolor. Y sobre el dolor, flotando, un olor familiar.
—Finalmente —dijo la voz aguda y hermosa de Sauce en algún lugar a su izquierda. Con precaución, Sombra se incorporó ligeramente mientras se enjugaba los restos de lágrimas con la mano derecha. Un latigazo de dolor le atravesó el costado cuando se apoyó en un brazo para ponerse más recto; sin embargo, apretó los dientes y terminó de incorporarse. La muchacha de pelo azul le observaba desde el futón del suelo, con un libro en la mano y una sonrisa preocupada.
—No he podido hacer mucho —se disculpó.
Sombra trató de devolverle la sonrisa, pero le dolía demasiado la mandíbula.
—Has hecho más que suficiente —logró decir mientras volvía a dejarse caer sobre la cama, con mucho cuidado. Pero dolió igual—. Me has salvado.
—Digamos que te he escondido —replicó Sauce levantándose del suelo y colocándose a su lado para que pudiera verla.
—Gracias —dijo el mago, y la muchacha le acarició los labios triturados, y le besó con dulzura en la frente.
Sombra cerró los ojos y se dejó arrastrar por el suave aroma, tratando de aclarar la mente y los recuerdos. ¿Cuánto llevaba allí? No demasiado, teniendo en cuenta cómo le dolía todo el cuerpo.
—Tienes... —comenzó a decir, pero el dolor transformaba todos los pensamientos en una masa compacta.
—¿La mochila? —terminó Sauce por él. Sombra negó con la cabeza—. ¿Calmantes? ¿Agua? Vale, agua.
—En un cuenco —logró añadir el mago—. Y una vela.
—Vale, lo pillo; no es para beber. —La muchacha le sonrió —. Tengo velas verdes y azules.
—Verde —respondió Sombra respirando muy despacio, una vez más.
Se incorporó totalmente y por un momento la visión se le nubló por el dolor. Le cubría todo el cuerpo. Y encima había agotado toda su energía. Necesitaba recuperarse. Volver a anclarse al mundo. Regenerarse.
—¿Puedes...? —le pidió a Sauce cuando le acercó el cuenco con agua.
Era un sencillo cuenco de madera de bambú. Por supuesto. Con ayuda de la muchacha, logró sentarse en el suelo, con las piernas cruzadas y la espalda recta, gracias a que la tenía apoyada contra la cama. Situó el cuenco justo delante de sus piernas y la vela al otro lado de este.
—Te enciendo la vela y te dejo un rato a solas —dijo Sauce mientras lo hacía.
—No hace falta —repuso Sombra, tratando de sonreír—. Es tu casa.
—No te preocupes —le contestó la muchacha con una sonrisa—. Así estás más tranquilo. Pregunto a ver cómo siguen las cosas y después vuelvo con algo de comer. Además —añadió deteniéndose en la puerta—, no es mi casa. Pero de eso ya hablaremos luego.
Y se fue.
Solo en la habitación, el mago decidió que no tenía tiempo ni fuerzas para pensar en lo que había querido decir. Sobre todo cuando ella iba a explicárselo en un rato. Apartar el dolor. Curarse. Eso era lo único importante en esos momentos. Así que a ello. Con el máximo cuidado posible, Sombra trató de desentumecer un poco el cuello, que es donde tendía a obstruirse el flujo de energía cuando estaba poco concentrado. Después comenzó a inspirar lentamente, ignorando el dolor. Necesitaba alcanzar un lugar tranquilo, un lugar interior donde pudiese equilibrar de nuevo su energía. Inspiró, y mientras empezaba a expulsar el aire poco a poco, muy poco a poco, invocó la energía de los guardianes del este, del elemento aire, que le envolvió como una capa de luz dorada. El dolor no desapareció, pero pudo percibir cómo la mente se despejaba algo. Cogió aire de nuevo. Guardianes del sur, elemento fuego, como una capa de luz roja ardiente, que aflojaba el entumecimiento del cuerpo. Guardianes del oeste, elemento agua, con luz azul brillante, que comenzó a mitigar el dolor. Guardianes del norte, elemento tierra, con la última capa, de un intenso verde eléctrico. Cuando tuvo toda la energía fluyendo a su alrededor, envolviéndole, nutriéndole, extendió ligeramente su conciencia de nuevo: raíces hacia la tierra, ramas hacia el cielo. Inspirar, espirar. La magia era energía. La energía lo era todo. Y de ese todo, una de las partes más sencillas era recordarle a cada costilla rota cómo había sido antes, a cada magulladura cómo era la piel intacta, a cada músculo desgarrado cómo había estado unido. Inspirar, espirar, mientras todos los colores, todos los circuitos de luz y color comenzaban a desplazarse, rodeándole, entrando y saliendo. Curándole. Inspirar, espirar. El tiempo era algo que podía alejar, igual que la distancia. Sólo existía él, y las fuerzas que le atravesaban. Todo su cuerpo cosquilleaba, picaba, crecía, pero no se movió. Inspirar, espirar. Inspirar, espirar. Fluir.
Cuando volvió a abrir los ojos no sabía cuánto tiempo había pasado, pero suponía que mucho. A unos centímetros de él, Sauce se había dormido sobre el futón, y un mechón azul del flequillo le caía entre los ojos. A su izquierda había dejado un cuenco tapado por un plato, con una cuchara y unos palillos al lado. Sombra no necesitó rozarlos para saber que estaban helados. Con infinita precaución, le acarició la mejilla. «¿Y ahora qué? —se preguntó—. ¿Sientes que la quieres? ¿La conoces acaso? ¿Lleva esto a algún sitio?» Y a todo se respondió lo mismo. «Qué más da.» Aquí, ahora. Eso era lo único importante. Todavía no estaba muerto. Así que se inclinó y le apartó el mechón, y la besó en la frente. Sauce abrió los ojos, parpadeando.
—Has vuelto —le dijo con una sonrisa somnolienta.
—Sí —respondió Sombra.
—¿Y las heridas?
El mago se encogió de hombros, sin que le doliera.
—Lo mejor posible. Servirá.
La muchacha levantó el plato que tapaba la comida y comprobó que aún seguía ahí.
—No has comido nada —le recriminó.
—Ya habrá tiempo —contestó Sombra, apartando el cuenco y tumbándose en el futón junto a ella. Era pequeña, y cálida, y hermosa. Hundió la nariz en su cuello bajo el pelo azul, y la apretó contra su pecho. Aquí, ahora. Y se quedó dormido.
2
Cuando despertó, tenía un hambre atroz. La magia curativa había seguido funcionando durante la noche y se sentía casi del todo recuperado, pero eso había supuesto un gasto enorme. Tenía muchísima sed. Recorrió los escasos metros hasta el baño y bebió directamente del grifo. Sauce estaba secándose el pelo con una toalla, envuelta en un esponjoso albornoz morado. Cuando se incorporó saciado, la muchacha aún tenía la toalla en la cabeza, pero le miraba intensamente a los ojos. Sombra le devolvió una sonrisa insegura, sin acabar de comprender la energía que emanaba de aquellos ojos.
—Entonces no vas a acordarte nunca. —La muchacha suspiró ante el desconcierto del mago—. Te daré una pista. Antes no tenía el pelo azul.
Sombra la observó desconcertado. ¿Se conocían? Trató de hacer memoria. ¿En el club de Olena? ¿En su barrio? Y de repente recordó.
—La nieta de Hisako.
—¡Al fin! —exclamó la muchacha riendo—. Te ha costado.
—Pero... —No sabía qué decir. Simplemente no sabía qué decir. No entendía nada—. Entonces... no te llamas Sauce.
Ni siquiera ahora recordaba cómo se llamaba. Era simplemente la nieta de Hisako Takahasi. Que era un niñita minúscula cuando acudió a curarle los ojos a la anciana, y que suponía que había ido creciendo con el paso de los años, pero sin que él fuese realmente consciente de ello. Y sí había crecido. Y ahora era Sauce, la muchacha que vivía tras una ventana verde, y ni en un millón de años la habría relacionado con la vieja adivina. Con la vieja adivina muerta.
—Ni tú te llamas Sombra —respondió ella guiñándole un ojo—. Pero como casi te matan, creo que te mereces mi historia, si quieres escucharla.
—Quiero —dijo el mago, y dio otro par de tragos más del grifo antes de seguirla a la habitación, todavía con expresión atónita. Y ella le contó su historia.
3
—Tú estabas allí, así que no hace falta que te dé detalles de lo que pasó en la Ciudad. Ni tampoco de lo que pasó después. En un segundo estábamos en medio de una carnicería, y al siguiente, simplemente no. Había amanecido, y ya todo era normal. Salvo porque no lo era. Porque era una enorme mentira. La casa estaba hecha pedazos. Mi abuela estaba muerta. Y yo estaba sola. No sé si la magia de mi abuela hizo que la magia de los Arcontes pasase por alto mi casa, o si fue por otra cosa, pero al amanecer todo seguía hecho una mierda. Y yo seguía sola, agotada y recordándolo todo. No sabía qué hacer. ¿Se suponía que tenía que ir al instituto? ¿A cuál? Con todas esas personas indiferentes, esas personas que no te miraban realmente porque no te veían, ni sabían quién eras tú. No soportaba quedarme allí, así que metí unas cuantas cosas en mi mochila y eché a andar. Sin más. Caminé sin pensar hacia dónde iba, y llegué al centro. Como tenía algo de dinero, me senté en un bar y me comí una hamburguesa. Y luego eché a andar de nuevo. ¿Sabes lo más extraño? Que no tenía miedo. Nada de miedo. Antes sí. La noche anterior pasé muchísimo miedo. Pero sobreviví. Ahora la gente sólo me daba asco. Patéticos, ridículos. ¿Qué iban a hacerme? Nada. Si hubiera querido irme sin pagar del bar, me habría ido sin más. Estaba segura de que nadie habría sido capaz de detenerme.
»Creo que estuve un par de días vagando por las calles. Puede que fuesen algunos más. Ya sabes que ahí fuera todo es... igual. Nadie me molestó. Una noche rompí una ventanilla de un coche y dormí dentro. Otro día regresé a casa de la abuela, pero me marché a la mañana siguiente. El resto no lo tengo claro. Hasta que una tarde, no sé bien por qué, bajé al metro. Y entonces vi la puerta, y la crucé, y llegué hasta aquí. Por casualidad, como tú. Joder, qué asco me dio. Era tan... tan como la noche anterior a todo esto. La gente haciéndose cosas unos a otros. Todas las pobres chicas. Y pobres chicos también. Todo tan cruel y tan brutal. Era repugnante. Y sí, he dicho asco, no miedo.
La muchacha hizo una pausa para lanzar una risa cristalina ante la mirada de asombro del mago. Después continuó.
—Te he dicho la verdad. No he vuelto a tener miedo. Ya no. A pesar de todo, no logré resistirlo. Así que volví a la Ciudad. Y entonces me di cuenta de que soportaba la Ciudad menos aún. Era como estar drogada todo el rato. Sin padecer, sí, pero también sin sentir, sin ser nadie. Era mejor el asco. Así que regresé a las Casas de la Carne, decidida a quedarme en ellas, si había en ellas un lugar para mí. Pregunté a los chicos del coro, que me llevaron hasta la Loba, y la Loba me dijo que no le importaba mi pasado ni mi futuro. Bueno, no la Loba; Iris, ya sabes, la chica que habla por ella. Me dijo que podía quedarme si trabajaba, y me dio a elegir. Yo elegí las luces verdes. Y pasé a ser Sauce. Visité varios edificios, y en este encontré a Lasse en el bar, y me cayó simpático. Hablamos. Y decidí quedarme. Después llegaron los primeros clientes. ¿Sabes que sólo hay dos tipos de personas que busquen putas de mi edad? Los que quieren protegerte y los que quieren destruirte. Pero en las Casas de la Carne, los que quieren destruirte siempre prefieren otras opciones. Naranja, morado y rojo. Así que resultó un trabajo tranquilo, dulce en ocasiones. Yo ponía mis reglas, y unas veces es indiferente y otras está bien. Ni siquiera hay mucho trabajo. La mayor parte del tiempo leo o hablo con Lasse, o con Idris. Cuando echo de menos hablar con alguien más, visito a alguna de las otras que trabajan con luz verde. De vez en cuando hasta me paso por la casa de la abuela, a ver cómo sigue. Y no sé si soy feliz, pero siento que estoy viva. Trato de no cruzarme con los que manejan la carne. Puedo vivir perfectamente como si no existiesen. Y yo tengo mi agujero oscuro y calentito. Creo que lo leí en algún sitio.
—«Si miro hacia lo alto, veo un poco de cielo» —continuó Sombra—. Sólo que aquí no hay cielo. Sólo la tapa de una caja muy grande.
—Pero no es mi caja. Es una caja hecha para otros, en la que han encerrado a otros. Yo simplemente aún sigo aquí.
Sombra no pudo evitar una pequeña sonrisa. Tan confiada. Tan segura. Probablemente tan equivocada.
—¿Así que puedes salir de aquí cuando quieras?
—Yo no he dicho salir —replicó Sauce, acercándose a él. El mago había escuchado con suma atención cómo la muchacha narraba su historia sentada en el futón, y ahora había ascendido felinamente hasta él, situándose a unos centímetros de su rostro. Sus ojos negros brillaban con una seguridad que él nunca había sentido—. Pero ese es un secreto que tendrás que ganarte también. Ya conoces mi historia. Si también te digo el secreto, ya no tendrás motivos para volver.
—Una persona que no tiene secretos no es una persona interesante —contestó Sombra sosteniéndole la mirada. Pero no quería sostenerle la mirada, quería besarla—. Y tengo razones de sobra para volver.
—¿Como cuáles?
—Como esta.
Y la besó. Besos pequeños y suaves. Luego besos largos y profundos, besos hambrientos. Ella todavía seguía vestida sólo con el albornoz, y se lo desató, dejando a la vista sus pequeños pechos y unas sencillas braguitas blancas. Le besó los pechos, le chupó los pezones, le bajó las braguitas. Con un gesto rápido, se quitó la camiseta y descendió hacia su pubis. La muchacha separó las piernas para recibir mejor sus caricias, y enredó las manos en su cabello. Fuera estaba el mundo. Sombra lo sabía. No había forma de olvidarlo. Pero ahí estaba sólo la suavidad de Sauce, la humedad de Sauce, el olor de Sauce, el sabor de Sauce. Permaneció entre sus muslos hasta que los gemidos subieron de intensidad y las delgadas piernas que le rodeaban la cabeza se tensaron con fuerza. Sólo cuando se relajaron de nuevo, se separó, se quitó el resto de la ropa, se colocó rápidamente un condón y se dispuso a tumbarla en la cama, pero Sauce le empujó hacia el futón y fue él quien quedó tumbado, con Sauce montada encima a horcajadas. Con habilidad, la muchacha guió el pene del mago hasta su interior y comenzó a mecerse suavemente. Su pelo azul se agitaba con cada movimiento. Su pecho se agitaba con cada respiración, con los pezones erectos y morenos. Sus manos pequeñas se apoyaban a veces sobre el pecho del mago, a veces sobre sus piernas, mientras él la sujetaba por las estrechas caderas. El ritmo aumentó. Cambió. Volvió a aumentar. Y Sombra se corrió.
Sauce se derrumbó sobre él, le besó en los labios, abrazándole por el cuello, y frotó su nariz con la del mago.
—Sigues sin acordarte de mi nombre, ¿verdad? —le preguntó con una sonrisa pícara.
Sombra no se veía, pero estaba seguro de que se había puesto rojo.
—Sakura. Sakura Takahasi —le susurró la muchacha al oído—. Pero para ti creo que seguiré siendo Sauce.
Y tras decir esto, se levantó de encima de él y, recogiendo el albornoz morado, se dirigió al cuarto de baño.
—Sauce es un buen nombre —dijo Sombra mientras se quitaba el condón y lo tiraba a la papelera—. Me gusta que seas Sauce —añadió asomándose a la puerta del cuarto de baño—. El sauce es flexible, verde, vibrante. Una flor de cerezo cae y se seca.
—Sí, es un buen nombre —respondió la muchacha al tiempo que entraba en la ducha. Él la siguió—. ¿Y ahora vas a decirme el tuyo?
El mago se encogió de hombros.
—Soy Sombra porque no sé ser otra cosa. Ni luz ni oscuridad. Porque no he logrado decidirme.
Sauce se rió mientras el agua caliente comenzaba a mojarlos a los dos.
—Es una respuesta muy poco heroica para alguien que sale cada día a la calle pensando en que va a dar la vida por acabar con la Ciudad —dijo salpicándole con la alcachofa de la ducha—. A veces te pones muy dramático. Pero no me refiero a ese nombre. Te preguntaba si vas a decirme tu primer nombre.
Sombra se quedó paralizado. Su primer nombre. Un nombre que hablaba de una casa con vistas al mar, con naranjos, con un jardín enorme y cuartos cerrados con llave. Un nombre que hablaba de una infancia de mierda sacrificada por unos conocimientos que otros habían decidido por él. De días de espalda recta y listas interminables. De respiración, y disciplina, y extenuación. Y también de algunos pequeños, minúsculos momentos de madera, y aire, y olor a bizcocho, y tranquilidad, y amor. Un nombre que hacía casi media vida que no utilizaba, y que ya no era el suyo. Ni le llamaba, ni le representaba, ni le concernía. Pero que en un tiempo lejano sí que había sido él. Quizás hasta que había tenido la misma edad de Sauce. Apenas un poco más. Y ella se lo había pedido. Así que se lo dijo.