9

 

Sombra y Sauce

 

 

 

 

La muchacha le cogió de la mano y lo guió hacia el zaguán, y luego por las escaleras que ascendían a los pisos superiores. Cuando pasaron junto al rubicundo camarero, este los observó atentamente, y sólo cuando la chica asintió con la cabeza pareció relajarse y volver a dedicarse a su bocadillo. Luego, en la penumbra de los escalones, sintiendo la calidez de los dedos que le arrastraban, Sombra se preguntó por un segundo qué narices estaba haciendo. ¿Desde cuándo se había convertido en uno de esos tíos que se iban de putas? ¿Desde cuándo se había convertido en uno de esos tíos que se acuestan con adolescentes? Olena, por supuesto, era... Había sido puta. Pero quería pensar que había sido la casualidad la que hizo que se cruzasen sus caminos. Aunque si pensaba eso, era igual de sencillo justificar que ahora la magia le había guiado hacia ese bar, y hacia esa otra mujer... Chica. Hasta esa otra puta. La respuesta seguía siendo la misma: estaba solo y estaba cansado. No quería tratar con nadie. Pero quería acariciar, olvidar, sentir, aunque fuese un rato. Aunque fuese pagando. Quizás sí era uno de esos tíos que se iban de putas, o se estaba convirtiendo en uno de ellos. Además, las piernas de Sauce eran delicadas y suaves, y el pantaloncito se movía sensualmente con cada escalón que subía, y las miradas que le dedicaba en cada descansillo, miradas sonrientes y cálidas, le arrastraban irremediablemente. Hacían que se dejase arrastrar. Quiso ser sincero consigo mismo. No sabía a ciencia cierta cuántos años tenía. Podrían ser dieciocho y parecer más joven. Le costaba calcular la edad de las chicas asiáticas, tan menudas. Podía pensar eso si quería sentirse mejor. Pero no le hacía falta. Le daba igual. Así que siguió dejándose arrastrar por esa mano pequeña y dulce hasta una gruesa puerta de madera pintada de un verde desgastado, y con un kanji dibujado en su centro.

—¿Qué dice? —preguntó rozándolo con los dedos mientras la muchacha abría la cerradura con dos vueltas de llave.

—Dice que pases y dejes de hacer preguntas en los pasillos —le respondió con un guiño.

—¿Podré preguntar dentro, entonces? —replicó él.

—Podrás.

Entraron. La habitación era sencilla y acogedora. No le sorprendió. Había un pequeño armario, un baúl, una mesa de escritorio repleta de libros y una estantería sobre la mesa con más libros. En la ventana, una persiana de madera ocultaba la calle, aunque una luz verde se filtraba desde el otro lado. La cama no estaba en el centro, sino en un lado, pegada a una esquina, junto a la puerta del cuarto de baño y dejando un espacio vacío en el centro del suelo completamente fuera de lugar en el cuarto de una puta. O no.

—No duermes en la cama, ¿verdad?

—Chico listo. Debajo de la cama guardo el futón. Pero si quieres hacer más preguntas, primero tendrás que ducharte.

Sauce le indicó la puerta del baño, y al instante Sombra volvió a la realidad de lo que estaba haciendo.

—¿Cuánto...? —comenzó a preguntar, pero la muchacha le detuvo con un dedo en los labios.

—Primero te duchas, después preguntas.

Nada tenía sentido y él lo sabía. Una adolescente segura y hermosa. Sentirse a gusto y tranquilo. Actuar como si nada importase. En medio de las Casas de la Carne. En el corazón de la Ciudad. Pero se aferró a la idea de que la magia le había traído hasta allí. Así que dejó la mochila en el suelo, junto al escritorio, y entró en el cuarto de baño. No cerró la puerta, y pudo escuchar cómo Sauce ponía música. Un piano comenzó a sonar, como si pudiera alejarlos completamente de la organizada barbarie que los rodeaba. Y pareció funcionar. El baño era igual de sencillo y funcional que la habitación: un plato de ducha cuadrado con una cortina gris, la taza del váter, un taburete y un toallero, un lavabo con un espejo, una pequeña ventana. Y en la ventana, una maceta con un tallo de bambú. Sombra no pudo evitar sonreír, y comenzó a quitarse la ropa y a dejarla encima del taburete. Desde la habitación le llegó la voz de la muchacha.

—Todavía no oigo el agua, pero te daré un voto de confianza y te diré mis reglas.

—Soy todo oídos —replicó el mago mientras terminaba de desvestirse.

—Primero hablaremos. Ya me he dado cuenta de que eres un preguntón. Luego decidiré si me gustas. Más tarde puedes decidir si te gusto, pero sé que sí. Y finalmente puede que hagamos algo, si me apetece. Incluso sexo. Pero lo que yo entiendo por sexo. Para ti podría ser normal follarte sandías mientras un perro te lame el culo, pero esas no son las reglas de mi habitación.

—No tengo interés por las sandías —contestó Sombra mientras entraba en la ducha—. Ni tampoco por los perros, ya que estamos —añadió al tiempo que abría el grifo del agua. El chorro era escaso, pero el agua salió caliente rápidamente. Lo necesitaba. Rozó el pentáculo que colgaba de su cuello para activar las protecciones que tenía entretejidas, cerró los ojos y dejó que la energía del agua le recorriese la piel, limpiando, arrastrando suciedad y miedo y odio. Tardó unos instantes en darse cuenta de que Sauce aún le seguía hablando.

—¿Perdón? —gritó por encima del ruido del agua; luego cogió una pastilla de jabón para limpiar la parte física.

—Decía —continuó la muchacha subiendo la voz— que no soy una puta sin más. Hago lo que quiero, y lo que me parece interesante. Y la mayoría de las veces no es sexo.

—¿Qué haces, entonces? —preguntó Sombra—. ¿Sentarte sobre pasteles?

Hubo una pausa, y después le llegó la risa de cristal de Sauce.

—¿De dónde sacas esas ideas?

—Lo vi en una serie —respondió el mago a modo de disculpa.

—Pues es raro. Pero a lo mejor lo haría si alguien me lo pidiese. Y las preguntas cuando salgas, así que date prisa.

Sombra le hizo caso. Terminó de aclararse, se secó rápidamente con una de las toallas, y dudó ante la pila de ropa. Al final volvió a ponerse los calzoncillos y el pantalón, pero dejó allí los zapatos, los calcetines, la camiseta y la sudadera que se había puesto para visitar las Casas.

Cuando salió, Sauce estaba tumbada en la cama boca abajo, de espaldas a él, leyendo. Tenía las piernas cruzadas, y sus pies oscilaban sensualmente, acariciándose. Sin prisa, la muchacha terminó la página, colocó el marcador y cerró el libro antes de volverse. Su mirada se detuvo un instante en el pentáculo de plata que relucía sobre el pecho de Sombra, pero no dijo nada. Después palmeó la sábana a su lado, para que se acercase. El somier crujió ligeramente al recibir su peso, y con cierto pudor el mago extendió la mano para rozarle la pierna. Sauce sonrió cuando sintió el contacto y, acomodándose de un modo felino, puso los pies sobre el regazo de Sombra.

—Ya puedes preguntar —le dijo mientras dejaba que sus pies juguetearan entre sus manos.

Las manos del mago pasaron de los pies a los tobillos, de los tobillos a la pierna, y ascendieron por los muslos, acariciándolos suavemente. Después volvieron a bajar. Por un instante se había quedado en blanco. La piel de la chica era infinitamente suave y hermosa. Piel de primavera. De flor. No podía permitirse eso.

—¿Cómo funciona esto?

—¿Esto? —Sauce golpeó la cama—. ¿O esto? —añadió haciendo un gesto que abarcaba todo a su alrededor.

—Las Casas de la Carne, o al menos esta parte. Los colores de las ventanas.

La muchacha asintió y comenzó a explicar mientras sus pies trazaban caminos por el pecho desnudo de Sombra.

—Verde y azul, chicas y chicos libres. Como yo. Lo que queremos, cuando queremos y con quien queremos. Naranja, también chicos y chicas libres, pero más extremos. Dominación, sumisión, masoquismo, cosas fuertes, pero siempre previo acuerdo. Ahí es donde pueden hacer que un perro te lama el culo, si has cambiado de idea.

—Sigue sin interesarme —replicó el mago, que capturó uno de los pies cuando rozaba su pentáculo y lo volvió a besar. Después lo soltó de nuevo.

—¿Quieres saber qué hay detrás de las otras dos ventanas? —El tono de Sauce de repente se volvió duro, y su mirada también. Pero Sombra necesitaba saberlo. Así que asintió. Y los pies se detuvieron.

—Carne. Carne propia o carne de otros. Puedes hacerle cualquier cosa. Sin preguntas, sin repercusiones. Pagando el precio.

Hubo un silencio tenso. Y de nuevo los pies comenzaron su danza.

—¿Más preguntas? —prosiguió la muchacha, otra vez usando el tono desenfadado.

Sombra hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Tenía que preguntar por los Amos de las Casas. Por la relación de los Arcontes con todo esto. Por las formas de entrar y salir de la Ciudad. Tal vez ella no supiese nada, o tal vez sí; en cualquier caso, no podía desperdiciar la oportunidad. Pero no fue eso lo que preguntó.

—¿Puedo besarte?

Los pies se detuvieron de nuevo, y esta vez se retiraron mientras Sauce se incorporaba, de rodillas en la cama a su lado. Cálidamente cerca.

—Sí —le susurró al oído.

Y Sombra giró la cabeza y le besó los labios finos y suaves. Fue un beso pequeño, al que siguió otro, y luego otro. Más largo, más profundo. El beso fue aumentando de intensidad, y Sauce se sentó a horcajadas sobre él. Sombra quería devorarla a besos, pero fue ella la que le mordió el labio, y se retiró un instante del alcance de su boca, con una sonrisa felina.

—¿Duele?

—Ven aquí —fue la respuesta del mago, que la apretó entre sus brazos y recorrió su cuello con los labios. Sauce lanzó un suspiro suave, y luego un gemido, mientras las manos de Sombra levantaban la camiseta para acariciarle la espalda, y después el culo a través de la tela vaquera del pantaloncito. Pronto notó la erección en su propio pantalón. Con un movimiento rápido, la muchacha se alejó de él lo justo para quitarse la camiseta. Debajo llevaba un sencillo sujetador blanco de tela. Sin perder un segundo, una de las manos de Sombra abandonó la espalda para acariciar uno de sus pechos por encima de la prenda. Era pequeño, firme. Con lentitud, hizo descender la tela elástica hasta que un pezón amplio y moreno quedó al descubierto. Sauce lanzó un suspiro y los labios del mago bajaron hasta el pecho, recorriéndolo con la lengua, saboreándolo. Después volvió a colocar la tela en su sitio y de nuevo besó a la chica en la boca.

—¿Seguimos?

Sauce le acarició la erección por encima de la bragueta.

—¿Tú qué crees? —le dijo mientras le mordía el cuello.

—Es tu habitación. —Sombra aferró con fuerza su culo con ambas manos—. Son tus reglas.

—Seguimos.

Con un rápido movimiento, giró a la muchacha para tumbarla sobre la cama, y se situó encima de ella. Sus ojos eran dos gemas ardientes. Luego empezó a bajarle el sujetador hasta la cintura, pero Sauce le detuvo, se incorporó y se lo sacó por la cabeza, dejando sus pechos al descubierto. Hermosos, menudos, con los pezones erectos. La muchacha comenzó a gemir cuando Sombra se inclinó sobre ellos, chupándolos y acariciándolos alternativamente. Después descendió por su vientre, besando su ombligo, y con las dos manos le bajó a un tiempo los pantalones y las braguitas; lo hizo poco a poco, repasando con sus labios cada centímetro de pubis que iba dejando al descubierto. Tenía un vello suave y negro, que también besó. Entonces levantó la mirada buscando la aprobación de Sauce antes de continuar.

—Sigue —le apremió la muchacha mientras con un gesto rápido se quitaba el resto de la ropa. Y Sombra siguió. Ella sabía dulce e intensa, y durante unos instantes cerró los ojos y se perdió con la lengua y los dedos en su centro, pero antes de lo que él hubiera deseado sintió cómo le retiraban la cabeza. Ascendió de nuevo para que Sauce le liberara de los pantalones y los calzoncillos y empezara a acariciar su erección. Sombra deseaba penetrarla, hundirse en ella y desaparecer del mundo. Y ella no se hizo de rogar. Soltando sólo una mano, la muchacha extendió la otra por debajo de la almohada, sacó un condón y se lo pasó al mago. Sin perder un segundo, Sombra abrió el envoltorio, se puso la goma y se reclinó de nuevo sobre ella. Pero se detuvo justo antes de entrar.

—¿Puedo?

Sauce levantó las delgadas caderas y le agarró del culo con ambas manos, tirando de él hacia ella. Y Sombra se dejó llevar. Lenta, intensamente, comenzó a moverse mientras hundía la cabeza en el cuello de la muchacha, aspirando el olor fresco de su pelo azul. Olía a bambú. Le besó la oreja, los labios, de nuevo el cuello, sin acelerar el ritmo, sin que el tiempo importase. Sauce respondía con suspiros contenidos, con suaves jadeos, que poco a poco fueron subiendo de tono. Con una intensidad inesperada, Sombra sintió el orgasmo que acudía a su encuentro, así que detuvo el movimiento y retiró el pene casi del todo, inspirando profundamente. La oleada remitió y volvió a entrar en ella. La muchacha reía.

—Puedes terminar cuando quieras.

—No quiero terminar —dijo Sombra. Porque fuera está el mundo. Aunque eso no lo dijo.

Sin embargo, sabía que era inevitable terminar. Cada impulso, cada movimiento de las caderas de Sauce, que le asaltaba en el momento justo, iba aumentando su placer. Con un gemido de desesperación, el mago aceleró el ritmo y las piernas de la muchacha se cerraron en torno a su cintura, y el orgasmo llegó ineludible, en tres, cuatro sacudidas. Y luego la paz. El vacío. La calma. Y después la realidad. Sombra se derrumbó sobre Sauce y permaneció en silencio mientras ella trazaba figuras con los dedos a lo largo de su espalda cubierta de sudor. Hundió otra vez la cabeza en su pelo azul. Absurdamente azul. Y sintió que la erección que no había perdido completamente volvía a resurgir. Pero ya no deseaba eso. Salió de ella y se quitó el condón, lo anudó y lo metió en el envoltorio, para luego tirarlo. Entonces bajó hasta el sexo de la muchacha, por segunda vez. Y en esta ocasión no le detuvo. Excitada, ardiente, Sauce respondió con rapidez a las caricias de su lengua y sus dedos; en un par de minutos los gemidos fueron escalando, y las manos de la chica se enroscaron con fuerza en su cabello pelirrojo mientras se sacudía en un orgasmo que a Sombra le supo a bambú.

2

El mago permanecía tumbado sobre la cama, con la cabeza en el regazo de la muchacha y los ojos cerrados. Una mano pequeña y de dedos suaves le acariciaba el cabello. Suponía que debería sentirse mal por lo que había hecho. Una parte de él lo suponía. Pero no se sentía mal. Y eso era algo sobre lo que tenía que pensar. Pero no allí. No en ese momento. Ahora tenía que abandonar el tranquilo y agotado vacío en el que estaba y volver a la crueldad y a la ignorancia, y hacer las preguntas adecuadas. Pero tampoco quería hacerlo. Lo que quería era detener el tiempo, y no podía. Así que permanecía en silencio. Y como estuvo así un buen rato, fue Sauce la que habló.

—Lo que hemos hecho te ha gustado.

No era una pregunta; aun así, Sombra contestó.

—Sí.

—Pero te arrepientes de ello.

El mago inspiró profundamente antes de contestar.

—No me arrepiento.

—¿Por qué te has acostado conmigo, Sombra?

El mago no tenía una única respuesta. Así que se las dio todas.

—Porque me siento solo. Porque tengo miedo. Porque eres muy hermosa. Porque querías que me acostase contigo.

La muchacha no respondió, y tras unos segundos Sombra abrió los ojos, y encontró frente a él los ojos negros y rasgados de Sauce. No sabía qué esperaba hallar en ellos, pero lo que vio en su interior le desarmó. Dulzura. Comprensión. Y, en el fondo, tristeza. No era lo que esperaba ver en los ojos de una adolescente.

—Eres una buena persona, Sombra —le dijo la muchacha.

—No lo soy —respondió él, incorporándose—. Soy una persona. Y a veces hago cosas buenas, y otras no.

—¿Y qué piensas hacer ahora?

El mago no contestó.

—Cuéntame tu historia —le dijo finalmente.

Sauce se incorporó, sujetándose las piernas con las manos, y le observó fijamente con el rostro casi tapado por sus rodillas.

—No. Todavía —repuso con una sonrisa que se intuía medio oculta—. Te la contaré otro día. Cuando te la hayas ganado. Así, cuando vuelvas, te dirás que es para conocer mi historia, no para acostarte conmigo, y no tendrás remordimientos.

Sombra sintió de repente una breve punzada en el pecho. Siiri.

—No soy una persona que suela arrepentirse de lo que hace —replicó tratando de devolver una sonrisa, sin demasiado éxito—. Mi especialidad es más bien arrepentirme de lo que no llego a hacer.

—Entonces hoy ha sido un buen día para ti —señaló la muchacha, estirándose ágil como una serpiente y besándole fugazmente en los labios. Después se levantó para recuperar la ropa—. Bueno, pregunta —dijo guiñándole un ojo mientras comenzaba a ponerse la ropa interior—. Al fin y al cabo has venido para eso.

Sombra suspiró, y con desgana empezó a vestirse él también, esforzándose por organizar las ideas. Preguntas concretas y sencillas.

—La carne. ¿Qué ganan las Casas con las muertes?

Sauce se detuvo, a medio camino de subirse los pantalones cortos, y le miró con intensidad.

—¿Se acabaron las preguntas amables?

—Son preguntas necesarias —se justificó Sombra.

—¿Y qué harás con esas respuestas?

¿Qué le decía? ¿La verdad? ¿Podía confiar en ella? Algo en el interior del mago le decía que sí. Que en medio de esa gigantesca trampa en la que estaban, en medio de la locura reglamentada de las Casas de la Carne, la muchacha de pelo azul llamada Sauce era su única aliada. Su posible aliada. Así que tenía que decirle la verdad.

—Destruiré la Ciudad. O la devolveré al mundo. O moriré intentándolo.

La muchacha escrutó su rostro durante unos segundos. Luego terminó por fin de subirse el pantalón corto y se lo abrochó.

—Las Casas no sacan nada. Es parte del trato. Y los Amos, y gran parte de los que viven aquí, de los que construyeron las Casas, necesitan matar. Así que todos a gusto.

—Un trato con los Arcontes, ¿no?

Sauce asintió.

—Pero no puedo decirte mucho sobre ellos, me temo. Yo no estaba cuando se hizo el pacto. Así que hasta aquí llega mi sabiduría... —añadió recuperando una sonrisa traviesa—. ¿Puedo preguntar yo ahora?

A Sombra se le escapó una risita. Más allá del lugar, del encierro, del horror, en el fondo para la muchacha era como un juego de adolescentes enamorados. Sin el «como», al menos en lo de adolescentes.

—Lo veo justo —dijo el mago. Antes de preguntarle, Sauce se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, observándolo desde abajo, igual que una alumna peligrosamente seductora que presta atención a su profesor. El mago aguardó una pregunta inocente, o traviesa, del tipo cuál era su comida favorita, o cuántas novias había tenido.

—¿Eres un héroe?

—¿Cómo? —respondió desconcertado.

—«Voy a destruir la Ciudad o a morir en el intento.» Lo has dicho tú —replicó Sauce— ¿De repente te has despertado y has descubierto que eres el caballero andante que necesitábamos?

Sombra lanzó una carcajada breve y sin humor.

—No soy un héroe. Ni lo he sido, ni lo seré. En todo caso soy una rata atrapada en un laberinto. Una rata que lleva demasiado tiempo corriendo, y que ahora no tiene otra opción que dejar de huir. Así que quiero intentar hacer algo. Supongo que todo cobarde es capaz de un instante de valentía. O tal vez quiero compensar demasiadas cosas que ya no hay forma de arreglar. No lo sé. —Suspiró—. Realmente no lo sé. Pero quiero hacer algo. Por una vez.

—Vale. Entonces ¿de qué te va a servir morir intentando liberar a la Ciudad si no lo consigues? —preguntó la muchacha, negándose a olvidar a la cruda realidad en la que habitaban los dos, y que aguardaba al otro lado de la puerta de la habitación.

—Probablemente de nada. Pero las cartas me han dicho que voy a morir, así que prefiero que mi muerte sea útil.

—Pues entonces no lo intentes —repuso Sauce con un tono inesperadamente duro—. Si mueres, que sirva de algo. No que casi sirva de algo, ni que a lo mejor sirva de algo.

Sombra sintió una punzada de culpabilidad, y miró hacia el exterior a través de las ranuras de la ventana, evitando los ojos intensos y en realidad acusadores de la muchacha.

—No siempre puedes hacer lo que otros esperan de ti —susurró a modo de disculpa.

—Hay cosas que hay que hacer. No que intentar hacer.

El mago permaneció con la mirada perdida en el cristal. No le apetecía en absoluto recordar todas las cosas que sólo había intentado, y mucho menos las que ni siquiera había intentado. Pero ya era demasiado tarde.

—Bueno, última pregunta, al menos hasta tu próxima visita —dijo Sauce, de nuevo con tono jovial, tratando de disipar la tensión. Sombra cogió aire y, recomponiendo una sonrisa, se atrevió a enfrentarse de nuevo a los ojos negros de la muchacha.

—¿Y las nuevas víctimas? —preguntó finalmente el mago después de reorganizar las ideas—. ¿De dónde vienen?

—De fuera de las Casas de la Carne —respondió Sauce encogiéndose de hombros—. No sé lo que pasa fuera. Me temo que esas cosas tendrías que preguntárselas al Rey del Mundo.

—Sí, sería estupendo que hubiese uno... —Sombra suspiró.

—Es que hay uno —replicó la muchacha, sorprendida. Pero mucho menos sorprendida que el mago.

Y Sauce le contó lo que sabía.