28
Los sabuesos
—Para encontrar a alguien, sólo hay un modo de hacerlo. Preguntar. ¿Has oído hablar del palo y la zanahoria?
Tanor asintió con ojos brillantes, y Lamar sonrió satisfecho. Era un buen elemento. Veintipocos. Fuerte como un toro. Le habían criado como niño soldado, pero si hubiese crecido en otro lugar y de otro modo, habría seguido siendo una bestia cruel y despiadada. No tenía dudas de ello. Por eso lo tenía a su lado. Y también porque, como él, había llegado a la Ciudad con la promesa de una liberación que no era tal.
—Hay que empezar ofreciendo algo, la zanahoria. Y esa zanahoria siempre es dinero. O poder. Recompensas. Muchas —continuó—. Después, cuando surge la primera pista, cuando realmente llegas a alguien que sabe algo, entonces llega el momento del palo.
—Y lo destrozas con el palo —asintió Tanor, apretando los puños con ansiedad.
Lamar Bigirumwami no pudo evitar una sonrisa.
—Por supuesto que le destrozas con el palo, para que sepa lo que es. Pero no puedes quedarte sólo en eso. Luego le dices que, si no habla rápido, vas a follarte a su madre con el palo hasta que le salga por la garganta. Y que si después de eso sigue sin hablar, buscarás a su hija.
Tanor lanzó una risa que parecía un rugido ronco.
—Es usted un genio, comandante. De verdad, es un auténtico honor poder ayudarle en esto.
—Ya no soy comandante, chaval —respondió Lamar, dándole una pequeña palmada en el hombro—. Si algo bueno ha tenido esta puta jaula es que todos somos iguales, para lo bueno y para lo malo.
El vagón de metro se detuvo con un traqueteo, y Lamar Bigirumwami, Tanor Mbaye y sus otros nueve acompañantes bajaron. No había nadie más en el vagón, ni nadie esperaba para subir a él. Todo estaba tranquilo en las Casas de la Carne. Por poco tiempo.
2
Amandio Gomes no podía quedarse. Otra vez. Y como cada vez que tenía que volver, el estómago se le revolvía y le entraban arcadas, y con sólo pensar en que alguien pudiera descubrir lo que hacía ahí, el pánico le paralizaba. Aunque al mismo tiempo comenzaba a pensar cuánto tardaría en reunir lo necesario para volver. Tendría que buscar otra protectora de animales distintos. Adoptar un par de perros quizás. Y volver a hacerlo. Volver a derramar la sangre y a invocarlos. Y nuevamente podría acudir a la furgoneta; y el conductor, el imbécil del conductor, volvería a hacerle la misma broma. «Pase de un día, ¿no? No hay huevos para más.» Como si lo entendiera. Como si pudiera entenderlo.
No eran tan simple. No era tan sencillo encontrar a alguien que mereciese morir, y matarlo. O traerlo. Sabía que era lo mismo, no era estúpido. Había recorrido las Casas de la Carne de un extremo a otro, y había visto cosas que le horrorizaban y le perseguían en sus pesadillas. Pero también cosas increíblemente hermosas y dulces, que le hacían volver una y otra vez. Si tan sólo tuviese un enemigo, alguien a quien odiase de verdad... Pero no lo había. En sus cincuenta y pocos años de vida, Amandio Gomes jamás se había enemistado realmente con nadie, ni nadie con él. Era sonriente, tranquilo, amable. Agradable con sus vecinos. Cortés con los desconocidos. Era un profesor bueno y querido por todo el pueblo. Y él igualmente los quería a todos. A algunos más que a otros, aunque no pudiera demostrarlo. Y por eso volvía una y otra vez. Para no hacer una locura allí, donde todos se enterasen (y se enterarían). Para hacerlas en las Casas, donde no eran locuras, sino libertad y amor. Eran ser lo que realmente quería ser.
No se engañaba. No era un santo ni un incomprendido. Le gustaban los chicos. Mucho. No los niños, por Dios. Pero sí los chicos. Jóvenes, delgados, fibrosos. Inocentes. Le encantaba ir a la playa a verlos jugar al fútbol, y ver cómo se movían, y sudaban, y se abrazaban cuando marcaban un gol. Y le habría encantado poder abrazarlos, y acariciarlos, y besarlos. Y chuparles la polla. Y que se la chupasen a él. Pero si sólo uno de esos deseos se hubiese sabido, como mínimo habría tenido que irse del pueblo. Como máximo le habrían matado de una paliza. Aquí no. Aquí podía pasear por las Casas y buscar la seductora luz de las ventanas azules. Y tras alguna de ellas encontrar pequeños paraísos como el que albergaba a Idris.
Pero siempre tenía que volver. Porque no tenía carne que le permitiese quedarse indefinidamente. Así funcionaban las cosas. Por eso prestó atención a la pregunta que estaban realizando los desconocidos, sobre todo cuando dijeron que estaban dispuestos a pagar con carne. Si hubiesen estado en el mundo, él habría bajado la cabeza y se habría marchado. Porque era una pregunta directa y sencilla, pero no la pregunta que haría un amigo ni un conocido. «Estamos buscando los sitios por los que se mueve un pelirrojo. Le llaman el Irlandés. No es de las Casas, pero viene mucho. Pagaremos por ello. Con carne.» Era la propuesta que haría un criminal o un asesino. Amandio Gomes lo sabía perfectamente. Pero también sabía que no estaban en el mundo. Estaban en las Casas de la Carne, donde todo tenía sus reglas y su precio, y viceversa. Por eso contestó. Era sólo una dirección. Los hombres escucharon atentamente y lo apuntaron, así como su nombre. Y le dijeron que lo confirmarían y le pagarían si la información era correcta. Amandio les pidió un recibo, y se lo dieron. Lo firmaba un tal Lamar Bigirumwami. Jamás había escuchado ese nombre. Después se marcharon, sin hacer más preguntas.
3
Reglas y límites. Una pequeña jaula donde la violencia y la crueldad estaban metidas en cajitas pequeñas y absurdas. Un lugar donde, como es posible hacer de todo, nadie cree que le pueda pasar nada. Así de sencillo. Y por eso Lamar Bigirumwami estaba seguro de que nunca podría ser feliz allí. Y por eso mismo a nadie le había parecido especialmente raro que hicieran ese tipo de preguntas, ni lo desorbitado de la recompensa. Y por eso sabía que ahora iban en la dirección correcta. Encontrar los lugares que frecuentaba el mago. Hallar a la persona con la que más se relacionase. Y ese sería su objetivo. Simple y directo. Por eso había venido sólo con tres hombres, los de mayor confianza, aunque había dejado a media docena más esperando en la estación de metro, justo fuera del límite de las Casas de la Carne. Porque tenía pensado saltarse unos cuantos de esos límites y esas reglas. Concretamente, los que hiciese falta. Y estaba deseando hacerlo. Después, cuando estuviesen a salvo con la presa, ya podría llevar a cabo el interrogatorio sin prisas y sin limitaciones. Como había que hacer las cosas. Y le sacaría todo lo que querían saber los Arcontes. Y con eso compraría su pasaje de vuelta al mundo, y todo lo que pudiese sacarles de más.
Llegaron al edificio. Uno más entre el montón de lugares medio en ruinas que componían las Casas de la Carne, con su absurdo código de colores en las ventanas. Con un gesto, Lamar indicó a sus acompañantes que se detuvieran en la puerta y entró solo. Habían montado una especie de bar en la primera planta, repartido entre distintas habitaciones. No había casi gente. Un tipo que parecía el camarero. Alto. Fuerte. Este le miró con dureza, y él le mantuvo la mirada. Habría que eliminarlo, pero estaba casi totalmente seguro de que no era esa la persona que buscaba. En una de las mesas, mesas ridículamente bajas que te obligaban a sentarte en el suelo, había dos jóvenes. Una chica con el pelo azul y un chico. Sí. Todo encajaba. El pelirrojo era demasiado poco hombre como para poder follarse a una mujer de verdad. Así que se tiraba un coñito para sentirse poderoso. O a lo mejor le rompía el culo al niñato. Se llevaría a los dos, y después ya verían.
—¿Quiere algo? —le preguntó el camarero.
Lamar volvió a mirarle. No valía la pena contestar. Simplemente se dio la vuelta y salió a buscar a sus hombres.
4
Lasse podía sentir el sudor en la espalda. Sin pensárselo dos veces, corrió hasta la puerta de la calle en cuanto hubo salido el desconocido y la cerró con llave. Pero era una puerta vieja, no resistiría mucho. Rápidamente volvió corriendo a la cocina y arrastró hasta ella dos barriles de cerveza con un rugido de esfuerzo. Tras dejarlos en el suelo, se giró para buscar una mesa grande o algo parecido, y se encontró justo delante de las miradas desconcertadas de Sauce e Idris.
—¿Qué pasa, Lasse? —preguntó el muchacho con la voz más aguada de lo normal por el temor.
—Van a atacarnos —dijo Sauce con sencillez. Idris la miró con los ojos aún más abiertos, y abrió y cerró la boca sin saber qué decir.
—Creo que sí —respondió el camarero.
—Pero... —intentó decir el muchacho, sin conseguirlo. Eran demasiados peros. «Pero si esto son las Casas, aquí no pasan esas cosas.» «Pero eso no es posible.» «Pero no quiero que nos pase nada.» «Pero tengo miedo.»
—Moved todo lo que podáis y apiladlo contra la puerta. Voy a llamar —le cortó Lasse con un gesto, y de nuevo desapareció en la cocina.
—¿Llamar? —balbuceó Idris—. ¿A quién?
—A la Loba, supongo —respondió Sauce mirando con frialdad la puerta—. Los Amos de las Casas no permitirán esto. Pero tienen que estar aquí para poder impedirlo. Voy a por unas cosas.
Y la muchacha se marchó también, sólo que escaleras arriba. Idris miró alternativamente la cocina y las escaleras. Las escaleras y la cocina. Al final, como si se moviese a través de un sueño, se acercó a una de las mesas y la colocó encima de los barriles, sin percatarse de que era ridículamente pequeña. Fue a por otra igual de inútil, y cuando la dejaba junto a la anterior, el pomo giró, pero sin resultado. Y volvió a girar. Alguien empujó la puerta, que no se movió. Lentamente, la mesa resbaló entre los dedos del muchacho, cayendo al suelo. Esto no podía estar pasando.
—Es mejor que abráis ya —dijo una voz autoritaria y gélida desde el otro lado—. Así todo será mucho más fácil para vosotros. Y más rápido.
—Eso no va a pasar —respondió Lasse desde su espalda. Idris jamás se había sentido más feliz de escuchar su voz. Se giró dispuesto a abrazarlo, pero se paró en seco cuando vio que llevaba una escopeta de cañones recortados en las manos.
—Entraremos igual —replicó la voz del exterior—. Sólo que así será peor para los muchachos.
El rostro de Lasse se contrajo, pero no dijo nada.
—Tú ya estás muerto, y lo sabes —continuó la voz—. Pero puedes hacer que ellos no sufran daños.
—He llamado a la Loba —fue toda la respuesta de Lasse.
—Nos llevaremos a los dos, quieras o no —continuó la voz tras una pausa—. Pero si no abres ahora mismo, les romperemos el culo delante de ti mientras te desangras con las tripas en el suelo. Tienes mi palabra.
—Sube arriba —le susurró el camarero a Idris.
El muchacho no reaccionó. Nada de eso podía estar pasando.
—Sube —insistió Lasse, empujándole ligeramente con una mano, y ese gesto, ese comienzo de movimiento, pareció liberar todo su miedo, y corrió escaleras arriba.
—¿Y bien? Quiero tu respuesta ya —ordenó la voz.
Lasse cerró los ojos. No para pensar. Ya había pensado todo lo que necesitaba. Sino para escuchar bien. Calculó dónde debía de estar la cabeza del hombre al otro lado de la puerta, pegó los cañones contra la madera y disparó.
5
Mientras subía por las escaleras a toda prisa hacia su habitación, Sauce sólo podía pensar en una cosa: el tanto estaba guardado debajo del colchón de la cama, envuelto en un trapo de cocina. Ese cuchillo llevaba allí desde que llegó al edificio y esa habitación pasó a ser su casa dentro de las Casas de la Carne. No como algo para defenderse, pues sabía que no necesitaba defenderse de sus visitantes, ni tampoco de lo que había en las calles. Era un recordatorio de que ese afilado cuchillo de acero era la única llave que necesitaba para marcharse para siempre. Era el don que le había concedido el Cazador antes de irse. Lo prometió. Y no dudaba de su promesa. Pero cuando lo desenvolvió y sintió el peso del arma en su mano, no pensó en morir. Pensó en aquella noche cuando habían asaltado su casa. Pensó en cómo el cuchillo había tenido que cortar su propia carne para activar la magia necesaria que le permitió sobrevivir, y un escalofrío le recorrió la espalda. No quería eso. No quería consumirse hasta desaparecer, porque en la magia que le había donado su abuela siempre había un precio, cruento y doloroso. Y luego pensó que nada tenía sentido. El desconocido de piel oscura. Ese estallido de locura en el corazón de las Casas. Entonces todo encajó. Era el hombre que había torturado a Sombra. Tenía que serlo. Y de algún modo había establecido la conexión entre ellos dos. Y por algún motivo había venido a por ella.
Entonces sonó el disparo. Por un instante el miedo la dominó, pero enseguida comprendió que la detonación había sonado desde el interior del bar. Y el miedo, el poco miedo que le quedaba, se fue para siempre. Sabía que Lasse tenía una escopeta en la cocina. Bien por Lasse. Pasos en la escalera. Idris cruzó por delante de su puerta como un relámpago y continuó corriendo, probablemente para esconderse en su habitación. Bien por Idris, también. Pero ella iba a bajar junto a Lasse. Puede que a morir junto a Lasse. Tampoco importaba tanto. Había vivido mucho más de lo que esperaba cuando llegó a las Casas de la Carne. Y durante un tiempo había sido incluso feliz. Totalmente feliz. No esperaba que eso durase para siempre. Avanzó hacia la escalera, pero se detuvo en el umbral. Necesitaba despedirse. En cierto modo. Así que sujetó el disco de madera tallada que le había regalado Sombra. Ahora lo llevaba siempre metido en el bolsillo del pantalón. Lo apretó con fuerza y cerró los ojos. Por un instante fue como sentir su mano entre las suyas.
—Sombra —murmuró—. Han venido a por mí. O a por nosotros. Creo que es el tipo que te torturó en la discoteca, y no es probable que nadie consiga venir a salvarnos. Así que esto se acaba. Sabes... Ya sabes lo que has sido para mí. Lo que han sido estos días. Como si todo tuviera sentido de nuevo, de un modo extraño e imposible.
Tuvo que parar, con la voz quebrada.
—Tenía que terminar, de un modo u otro, y termina así, simplemente. No te preocupes, por favor. Me voy a otro lado. De verdad. No sé si nos veremos, allí. Ojalá.
No había más que decir. Sin abrir los ojos, besó suavemente el pedazo de madera de sauce y lo dejó caer al suelo. Después desenvolvió el tanto y bajó para unirse a Lasse.
6
—¡No!
En su casa, sentado en el suelo mientras trabajaba para recrear sus defensas, Sombra sintió las manos de la muchacha de pelo azul, la calidez de su aliento, y escuchó sus palabras. Todas y cada una de ellas. Lanzó una mirada desesperada a la puerta, y luego al pentáculo a medio trazar que tenía en el suelo. Todo estaba demasiado lejos. Todo necesitaba demasiado tiempo.
Todo menos una cosa.
Sólo una cosa.
Había algo que sí podía hacer.
Con un rugido de rabia, el mago apartó violentamente todo lo que había en el suelo, despejándolo lo máximo posible, y se arrancó la camiseta. Sacó el athame, que aún llevaba en el pantalón, y apretó el puño de la mano derecha mientras contemplaba su tatuaje. Nec Spe. Más que nunca. Sin esperanza. Hundió la hoja del cuchillo en el antebrazo. No mucho. Lo suficiente. La sangre manó. Cayó. Pero no llegó a alcanzar el suelo. Atrapada por la energía del cuchillo, comenzó a extenderla en líneas que flotaban a apenas un centímetro del suelo. Su brazo era el tintero, y el athame, la pluma que tejía el conjuro con una brutalidad y una velocidad imposibles para cualquier otro tipo de magia.
—Ven —susurró el mago en cuanto el sello estuvo completo. Y entonces el Arconte apareció. Instantáneamente. Como si lo hubiera estado esperando. Y deseando. Sombra casi podía intuir una sonrisa en su rostro vacío. Casi. Tampoco tenía tiempo para eso. Trazando un arco amplio, levantó la hoja ensangrentada y la dejó caer con todas sus fuerzas contra la figura oscura. La criatura emitió un sonido sordo cuando el athame se clavó en ella, como una fruta madura que se abre. Sombra apretó un poco más, y una negrura más profunda se abrió en la oscuridad del Arconte, como un remedo de herida. Era lo que quería. Arrancó la hoja y sujetó el cuchillo entre los dientes, y metiendo los dedos en la brecha, unos dedos que ya no eran dedos, que eran casi pura energía, que enlazaban el blanco marmóreo tomado de Ivo Lain, la sangre de sus venas y el negro del Arconte, tiró hacia los lados desgarrando. Y la criatura se abrió. Sombra volvió a coger el athame y se lo guardó en el pantalón. Y cruzó al otro lado.
Nada había cambiado en el hogar de los Arcontes. Oscuridad atravesando otra oscuridad. Sólo que esta vez era menos oscura. Él era lo único que había cambiado. Ahora no llevaba ningún hilo de energía blanca que le uniese a lo que dejaba atrás, ni había complejas defensas grabadas a su espalda. Todo lo que portaba lo llevaba en su interior. El antebrazo derecho resplandecía de rojo carmesí en la incisión que se había hecho, y cada gota de sangre que caía crepitaba y chisporroteaba con rojo fuego hasta desaparecer, como un rastro de migas de pan devoradas con ansia por invisibles aves carroñeras. Invisibles, no, porque estaban ahí. Lo comprendió. El túnel, el fuego verdoso de la vez anterior, todo había sido una representación.
—Aquí —murmuró—. Ahora.
Era cierto que ya no estaba enlazado a la energía del Cazador. Pero de algún modo la llevaba dentro, y acudió a su llamada como un resplandor suave, apenas lo bastante fuerte como para hacer que la oscuridad retrocediera un par de pasos. Lo bastante poderoso como para que el Tribunal de las Sombras se hiciese visible a su alrededor.
—¿Qué deseas de nosotros? —murmuró el círculo de Arcontes con una voz compartida que reverberó hasta transformarse en un grito, un grito que en realidad terminaba en una risa suave y cruel.
—¡Acepto el trato! —gritó Sombra mientras extendía el brazo herido. La sangre salpicó por el movimiento repentino, y en los rostros huecos que le rodeaban pudo intuirse una avidez infinita.
—Pero el trato ha cambiado —susurraron las voces, y la risa se transformó en un rugido despiadado—. Ya no necesitamos ese trato. No lo queremos.
Sombra se apretó la herida, ignorando el dolor. La sangre cayó en un chorro brillante, de un escarlata que resultaba cegador en esa oscuridad.
—Sí que lo queréis.
Silencio. El mago podía notar cómo las formas oscuras intercambiaban pensamientos, calculaban. Sentía cómo ansiaban su sangre y las vidas que prometía entregarles. No podían negarse, no del todo, porque era su naturaleza, y él lo sabía.
—Diecisiete —dijeron finalmente—. Te damos diecisiete vidas. Incluida la tuya.
Sombra lanzó una risa amarga. Diecisiete. Era muy poco. Pero tendría que bastar.
—Diecisiete. Y abriréis un portal a las Casas de la Carne para que salga.
De nuevo silencio.
—Aceptamos —respondieron al fin—. Pero no abriremos un portal a las Casas. Hay pactos anteriores al tuyo, igual que habrá otros posteriores. Te llevaremos hasta su entrada. Ese es el trato.
—Sea —dijo Sombra. Y con un gesto fluido, sacó el athame del bolsillo trasero del pantalón y lo pasó sobre la herida concentrando la energía mágica en él. El corte comenzó a despedir vapor y a sisear, mientras la hoja del cuchillo relucía prácticamente incandescente con una luz blanca. Cuando la separó, una fina cicatriz cruzaba el tatuaje del antebrazo. Se negó a pensar que fuese un presagio. Guardó de nuevo el athame en el pantalón y se giró hacia ningún Arconte en particular.
—La salida.
Una de las figuras de oscuridad se adelantó, alcanzando justo el límite de la luz que despedía el mago. Por un instante Sombra se preguntó si él mismo tendría que forzar el paso abriendo por la mitad a la criatura, pero no fue necesario. Ahora estaba contemplando el hueco vacío del rostro y, al momento siguiente, ya no estaba del todo vacío, pues había un punto de luz en el centro. Un punto de luz que comenzó a aumentar de tamaño, y a adquirir colores y formas. No apartó la mirada, todo lo contrario. Concentró sus sentidos en tratar de ver lo que había al otro lado del punto, como si observase a través del ojo de una cerradura. La imagen aumentó de tamaño un poco más, se hizo un poco más definida. Luces parpadeantes de fluorescente. Suelo sucio. La estación de metro. La estación de metro desde la que se ascendía a las Casas de la Carne.
Y allí estaba. Con el torso desnudo. Sólo con el athame en el bolsillo del pantalón. Y con una cicatriz que sellaba su pacto con los Arcontes. Y con diecisiete muertes. Con diecisiete muertes que tenían que servir para salvar una vida. Sombra corrió escaleras arriba.