33

 

Al otro lado

 

 

 

 

Estaba tumbado boca abajo sobre un suelo de mármol blanco. Y no lo entendió. No era que estuviese esperando otra cosa, era simplemente que no estaba esperando que hubiese nada. Y lo que había vivido jamás le había indicado lo contrario sobre la muerte. Recordaba los tres disparos. Recordaba haber muerto. Y luego otra vez, y todo lo que había sucedido en medio. Todo lo que había hecho en un mundo con magia y sin reglas. Se dio la vuelta para poder buscar los tres orificios, y al hacerlo tocó la piedra blanca con la mano. El Reino. La energía inconfundible y ajena a todo que había encontrado en el cuerpo del Cazador. Estaba en el Reino. Y no sabía por qué ni cómo. Terminó de sentarse en el suelo y descubrió que llevaba una de sus camisetas. En realidad no. Era una de sus camisetas de la época de la universidad, marrón con las mangas azules, sin ningún dibujo. Y unos vaqueros, y unas zapatillas de deporte. Levantó la camiseta, pero ya sabía que debajo no iba a encontrar herida alguna. Tampoco llevaba colgado el pentáculo. Miró alrededor. El salón en el que estaba era realmente gigantesco, circular, con un techo en forma de cúpula que ascendía hasta una altura imposible de calcular. En todas direcciones parecía terminar en arcadas de piedra que daban a... nada. O lo que hubiese al otro lado. Y estaba totalmente vacío. Salvo por una figura solitaria que avanzaba hacia él. Una figura que no era humana, aunque lo pareciese. Tal vez lo hubiera sido. Tenía la piel blanca pero con un tono ligeramente verdoso, y el cabello completamente negro, e iba vestida con una especie de túnica que quizás fuese de estilo romano o quizás no, hecha de tela blanca. Por un instante la duda asaltó a Sombra, y se miró la piel de los brazos, pero seguía teniendo el mismo tono blancuzco de siempre. Cuando el caminante se aproximó más, el mago pudo ver que tenía unos ojos anormalmente grandes y completamente negros. Sin saber por qué, le recordó un poco a las facciones sutilmente imposibles de las hadas. Sin embargo, la criatura que tenía ante él no era un hada.

—Saludos, viajero —dijo el caminante cuando llegó a escasos metros de él, y entonces pareció dudar, sin saber bien qué decir. Aparentaba una edad de unos cuarenta o cincuenta años. Era imposible saber los que tenía realmente.

—Estoy en el Reino, ¿verdad? —preguntó Sombra poniéndose en pie.

Una expresión de alivio iluminó el rostro del caminante, como si el hecho de pronunciar la palabra «Reino» hubiese alejado parte de su desconcierto.

—Así es, viajero. Soy Priscus, mayordomo del Salón de Mármol —se presentó. Después pareció dudar de nuevo—. ¿Puedo preguntarte qué te ha traído hasta el Reino? Y sobre todo, ¿cómo?

Al decir esta última frase, se rascó la cabeza con total desconcierto, y el mago no pudo evitar una sonrisa.

—Entonces ¿no son normales las visitas? —preguntó—. Porque me temo que no sé cómo he llegado hasta aquí, ni por qué. Lo último que recuerdo es que morí.

Priscus se tocó la barbilla en gesto meditativo.

—Hay quienes dicen que algunos mortales que mueren pueden regresar al Reino como servidores. Pero no hay una única opinión. Y claramente no eres un servidor.

—Me temo que no —se disculpó Sombra. Era imposible no sentir cierta empatía por la sincera preocupación del mayordomo—. Aunque quizás tenga que ver que yo no morí en el mundo normal.

Priscus le observó con intensidad unos segundos más, tratando de procesar la información, y finalmente se encogió de hombros.

—Esto me supera, totalmente —dijo—. Yo soy tan sólo el mayordomo del Salón de Mármol. Supongo que los Señores querrán hablar contigo, o tú con ellos, o ambas cosas, pero ahora mismo están en distintos lugares dedicándose a diferentes tareas, y tampoco me parece que haya ninguna prisa. Así que, si lo deseas, puedes aguardar aquí a que regresen.

Sombra asintió.

—Tampoco es que tenga muchas otras opciones —dijo con una sonrisa cansada. Después contempló el extraño vacío gris que había detrás de las arcadas que salían del salón—. ¿Qué hay al otro lado?

—El Reino, por supuesto —se apresuró a responder Priscus—. Con toda su cambiante majestuosidad. Y los soñadores. Y los servidores. Y los Señores, claro.

El mayordomo dejó de hablar ante la evidente incomprensión de su interlocutor.

—Has dicho que estabas en el Reino, pero en realidad no sabes qué es el Reino, ¿verdad?

Sombra negó con la cabeza.

—Bueno, supongo que los Señores podrán resolver tus dudas. Sobre todo el Torturador o la Víctima. Ellos están acostumbrados a tratar con soñadores y con el mundo despierto —se disculpó Priscus—. A mí en realidad no se me da bien explicar esas cosas. Los servidores olvidamos todo lo anterior.

De repente, el mayordomo observó algo más allá del mago y su rostro se iluminó de alivio. Sombra se giró para ver qué había provocado esa reacción. Y vio a Sauce. Aunque ya no era Sauce. Ni tampoco Sakura.

—Aquí está Sila, doncella de la Cazadora —anunció Priscus—. Ella es más joven que yo, y tiene mucha más paciencia para teorizar sobre cosas extrañas.

Sombra recorrió los rasgos que le resultaban tan familiares y que ahora eran tan diferentes. Tenía el cabello algo más largo y totalmente negro, aunque ya lo llevaba así cuando era Sakura Takahasi. Y ahora su piel lucía el mismo tinte blanco verdoso que la del mayordomo. Y sus ojos eran más grandes que los de cualquier humano, y completamente negros. Unos ojos que no le recordaban.

—¿Un soñador perdido en el salón, Priscus? —saludó alegremente la criatura que ahora era Sila.

—No es un soñador —replicó el mayordomo con seriedad.

Fue entonces cuando le miró de verdad. Esos extraños ojos negros le atravesaron. Sombra pudo ver cómo se concentraba, como si un recuerdo olvidado se esforzase por salir a flote tras el rostro verdoso, y una expresión de desconcierto, y quizás de felicidad infantil, apareció en esas facciones tan familiares y tan ajenas.

—Priscus, creo que le conozco. De antes. ¿Es posible?

El mayordomo y la doncella cruzaron miradas inquietas y nerviosas. El mago no pudo evitar una sonrisa.

—Sí, nos conocíamos —dijo, y a duras penas logró refrenar el impulso de levantar una mano y acariciarle el rostro. Ya no era su muchacha de pelo azul. Nunca más lo sería.

—¡Esto es genial! —estalló Sila con júbilo—. ¡Esto nos permitirá resolver muchas dudas! Espera que se lo diga a Sura...

Sombra dudó.

—¿Cuánto tiempo llevas en el Reino... Sila?

La muchacha titubeó. Miró al mayordomo, y este titubeó también.

—No es sencillo de decir —repuso finalmente Priscus—. Aquí todo es fluido. Incluido el tiempo. No lleva demasiado. No puedo decir más.

—Con lo cual —dijo Sombra, en realidad para sí mismo—, yo podría haber estado tumbado en este suelo de mármol tanto unos segundos como meses o años.

—Básicamente sí —asintió el mayordomo.

El mago cerró los ojos y trató de separar su forma astral para aumentar su percepción. No pudo. Simplemente no había nada que separar. Ahora sólo era lo que era. Ni cuerpo ni espíritu. Algo distinto. Algo que tendría que descubrir. Y probablemente que aprender a controlar. Cuando abrió los ojos de nuevo, los dos servidores seguían observándole como si fuera un animal misterioso que hubiese aparecido de repente en su patio, y tratasen de decidir si era peligroso o no, si acariciarlo o golpearlo con un palo. Y la criatura que respondía al nombre de Sila era tan parecida a Sauce... El corazón del mago se encogió. Pero allí, despojado de su cuerpo, de su vida, no tenía sentido mentirse a sí mismo. No era a la muchacha de pelo azul a la que echaba de menos. A la que había echado de menos todos y cada uno de los días que había pasado lejos de ella.

—¿Has dicho «soñadores» antes? —le preguntó al mayordomo.

—Así es —respondió Priscus rápidamente, aliviado de volver a terreno conocido—. Eso es el Reino. El lugar donde vienen los soñadores a verter sus pesadillas y sus deseos oscuros.

—¿Eso es lo que hay al otro lado de las arcadas?

Priscus asintió.

—En ese caso, quiero cruzar.

—No sé si será seguro —dudó el mayordomo—. Verás, los servidores somos parte del Reino. Nos adaptamos a la pesadilla de cada soñador.

—Quizás él también se transforme y se adapte —terció Sila.

—O quizás se deshaga y no quede nada de él —replicó Priscus. Los dos se miraron dubitativamente, sopesando las posibilidades.

—Me arriesgaré.

Sombra comenzó a avanzar hacia el arco más cercano. El salón era gigantesco y el arco, igual de desproporcionado. Los servidores le siguieron con curiosidad.

—Se transformará, seguro —musitó a sus espaldas Sila.

—No sé yo, no sé... —replicó el mayordomo también en voz baja.

El mago los ignoró y siguió avanzando hacia la extraña masa grisácea y cambiante que se veía al otro lado del portal. Como una bruma densa que se arremolinase aleatoriamente.

2

Sombra no recordaba haber cruzado la arcada. Quizás no hubiese llegado realmente a hacerlo. Pero ya no estaba en el Salón de Mármol. Flotaba en una niebla gris, rodeado de nada, carente de todo. Fuera de los límites de mármol blanco, su cuerpo era sólo un recuerdo. Podía sentirlo ahí, podía fingir que movía una mano y que la pasaba frente a unos ojos, pero no había nada que mover ni que ver. Sólo esa bruma que no era bruma, sino un mar lleno de vida. Repleto. A cada instante el mago sentía cómo una conciencia le rozaba, cargada de deseos y miedos, y trataba de atraerlo hacia su interior. Las pesadillas de los soñadores. Pero él simplemente permanecía ahí, flotando, dejando que los roces vinieran y se fueran. Buscándola. En un océano inmenso de soñadores, fuera del tiempo y del espacio, dejó que su conciencia vagase como una botella lanzada a las olas en su busca. Era imposible saber cuánto tiempo pasó así. Quizás un segundo. Quizás meses. Años.

Y ella por fin apareció. La sintió como una vela lejana en una noche perfectamente oscura. Y avanzó en su dirección. Sin moverse, porque no había nada que mover, nada que recorrer, fue atravesando el vacío gris e informe sintiendo cómo su presencia se hacía cada vez más brillante, más cálida. La vela se transformó en antorcha. La antorcha en hoguera. Y cuando el fuego ocupaba todo su horizonte, penetró en él.

3

Despertó en el sueño. Estaba en su antigua habitación de estudiante, de su época de la universidad, con el maltrecho colchón de muelles crujiendo debajo de él.

Al abrir los ojos contempló el desvaído blanco del techo, con el desconchón en una esquina. Estaba medio destapado e, instintivamente, extendió el brazo izquierdo para buscar el cuerpo cálido de Siiri. Su mano tanteó la sábana, arrugada pero fría. No estaba ahí. Sólo quedaba un espacio vacío, vacío desde hacía tiempo.

Sombra cerró los ojos. Porque esta vez no era su sueño. Era el sueño de ella. Después de tanto tiempo. Ahí estaba, su sueño, su dolor, su pérdida. La música de Herr Mannelig le alcanzó, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

Y allí estaba ella. De pie, de espaldas. Con su dolor envolviéndola como un abrigo. Con su dolor empapelando toda la habitación.

No era posible cambiar el pasado. El mago lo sabía perfectamente. Igual que sabía que eso no era el pasado. Igual que había sabido que necesitaba encontrarla. Y que iba a hacerlo.

Pero ¿cómo cambiar ahora las cosas? ¿Cómo saltar un abismo de diez años? Un nudo de plomo se le instaló en el techo. Intentándolo. La única forma de cambiar las cosas era intentándolo.

—Puedes... —Las palabras no salieron siquiera al principio. Tenía la boca seca y apelmazada—. ¿Puedes salir un segundo de la habitación? Sólo eso. Sal, cierra la puerta y vuelve a entrar.

Siiri se giró, pero él bajó la vista. No podía mirarla, no todavía.

—Por favor —insistió—. Sólo te pido eso.

Vio cómo las largas piernas cruzaban por delante de la cama. Escuchó cómo la puerta se abría y se cerraba. Sólo entonces se atrevió a levantar la vista. Cerró los ojos. Encontró el recuerdo sin necesidad de buscarlo. Ahora, allí, sin el polvo gris de la memoria y el olvido, brillaba como si fuese el centro de su vida. Como si concentrase lo que le había importado más en su vida. Porque probablemente fuese así. Y lo sacó.

4

Siiri llamó, y Sombra le abrió la puerta, nervioso y sonriente. Era la primera vez que iban a salir, a salir de verdad. No habían hablado realmente de la noche en la playa, de los besos por la arena. Y ahora, ¿qué debía suponer? ¿Que estaban saliendo? ¿Que había sido un desliz? Sombra no tenía ni la más remota idea. Sólo había estado realmente con una mujer. Junto a un arroyo. Y no había tenido que decidir ni de pensar nada, ni en ese momento ni después. Y ahora el «¿Quedamos esta noche y hacemos algo? Yo paso a buscarte» tenía mil significados y no tenía ninguno. Todo eso le pasó por la mente en un segundo, en el segundo que tardó en sujetar el pomo de la puerta y abrirla.

Ella también sonreía al otro lado. Pero no nerviosa. Entró con un vistazo de explorador.

—Ajá —dijo al ver las paredes medio vacías, las cajas repletas de libros, la ropa ordenada pero en mitad del suelo—. Te estás tomando sin prisa la mudanza, ¿no?

Sombra se sonrojó. Ella se rió y él se sonrojó más.

—Los pelirrojos sonrojándose están para comérselos —dijo. Y le besó de nuevo.

Entonces se separó un poco y le miró lentamente a los ojos. Pero no con los ojos de entonces. Con unos ojos que Sombra ya no conocía realmente, pero que le atravesaron el corazón. Unos ojos que habían vivido una vida sin él. Que sólo ahora comprendía que llevaba diez años deseando volver a ver.

—Perdón —dijo, y Siiri no respondió. Miró y miró, buceando en los ojos del mago.

—Esto es un sueño, ¿verdad? —dijo finalmente.

Él asintió.

—Pero realmente eres tú.

Él volvió a asentir.

—Tenemos mucho de lo que hablar, ¿lo sabes?

Él asintió una tercera vez.

—Y no entiendo nada, y nada tiene sentido. Y te odio. Y te he echado muchísimo de menos. Imbécil.

Ella le besó de nuevo, y él le devolvió el beso.

Era la segunda vez que besaba a la segunda mujer con la que había estado. Retrocedieron torpemente hacia la cama, tropezando con todo lo que había en el suelo, riéndose, quitándose la ropa, hambrientos del cuerpo que tenían delante. Ella le lanzó sobre el colchón, boca arriba, y terminó de quitarse el sujetador. Él la contempló desde abajo, inmensamente hermosa.

—Tienes cuerpo de valkiria —le dijo, y ella volvió a reírse.

—Por tu bien espero que no, porque no tengo intención de acompañarte cuando estés muerto.

Le besó de nuevo, sentándose a horcajadas sobre él.

—Además, siento decirte que no te veo muy «guerrero heroico caído en la batalla».

Él se detuvo un instante, mirándole con ojos de anciano, y le acarició la mejilla con la suavidad más triste del mundo. Intentó empezar a hablar, pero ella le puso un dedo en los labios, y a continuación los labios en los labios.

—Después —replicó.

Y él no dijo más, y la amó.