10
Preguntas y respuestas
Volver a la Ciudad era como regresar al escenario de una película, y cada vez que volvía de las Casas de la Carne, Sombra lo percibía con más intensidad. Todo era falso. Todo. Las vidas, los lugares, el propio flujo del tiempo. Todo. Pero era una película con infinitos extras, y al parecer sólo él era consciente de que nada estaba en su sitio. Por eso regresaba a las Casas de la Carne, se decía, para sentir que todo lo que le rodeaba era real. Cruel, brutal, sanguinario, pero real. Y seguía visitando a Sauce, se decía, porque quería conocer la realidad. Pero todavía no le había preguntado por su historia. A veces le preguntaba por los Amos de las Casas. Y siempre por el Rey del Mundo, aunque poco podía decirle al respecto. Pero no por su historia. Sabía que su historia podría contársela perfectamente, y entonces ya no tendría una excusa para visitarla.
¿Cuántas veces había ido a verla? Siete. ¿Cuántos días habían transcurrido desde su primer encuentro? Eso ya era más complicado de precisar. No es que el tiempo fuese impreciso en la Ciudad: amanecía, transcurrían las horas, anochecía. Es que era difícil de fijar, como todo lo que sucedía allí, esa difusa capa que lo cubría todo impidiendo penetrar la realidad. Así que los días que no había acudido a las Casas eran una masa indefinida, y los momentos que había pasado con Sauce eran infinitamente claros. Tenían color, olor, sabor, textura. Color azul. Olor a bambú. Sabor a Sauce. Textura de piel suave. No había pensado sobre lo que implicaba todo eso. Era su especialidad, no pensar las cosas. No había pensado que su amante tendría como mucho la mitad de su edad, y él no era precisamente viejo. No había pensado que la visitaba porque era una persona auténtica a la que poder abrazar en un mundo falso e indiferente. No se había planteado que sentía con ella una conexión sencilla, directa e intensa, y que ya no le resultaba indiferente morir en la Ciudad. Aunque acabase haciéndolo. No, no había pensado en nada de ello. Aunque ahí estaba todo, y lo sabía. No se pueden cerrar los ojos del cerebro.
En lo que sí había pensado era en el Rey del Mundo. Continuamente. Quién era. Dónde estaba. Qué influencia tenía en la Ciudad. Si era un Arconte o un siervo de los Arcontes. Si podía tener que ver con el pastor del misterioso rebaño, o incluso ser él. Y lo más frustrante era que sólo podía pensar. No tenía nada a lo que agarrarse. Ni una auténtica pista, ni una referencia. Ni una clave. Los únicos que podían saber realmente algo del Rey del Mundo eran los Amos, y no tenía intención de acudir a ellos. Fuera de las Casas todo eran cascarones vacíos. Figurantes que no conocían el guión. No había nadie a quien preguntar. Y ya no podía permitirse perder más tiempo con la excusa de que quizás Sauce supiese algo nuevo. Tenía que utilizar sus herramientas, por escasas que fueran. Por eso había despejado una buena parte de la mesa y había sacado el tablero de roble grabado con el diagrama del péndulo. Ejes centrales. Ejes adicionales. Tres círculos concéntricos. Y toda la realidad codificada en sus distintos cuadrantes y planos. Todas las respuestas posibles. Pero para eso necesitaba hacer las preguntas correctas. Suponiendo que no hubiese algún tipo de protección o de magia de los Arcontes que le impidiese obtener respuestas o, peor aún, que le enviase respuestas falsas. Aun así, consideraba que era una magia demasiado sutil como para llamar la atención o disparar las alarmas. Mucho más discreto que recorrer la Ciudad con el péndulo en la mano enfocado hacia quien quiera que fuese el Rey del Mundo.
Sombra lanzó un pequeño suspiro. De nuevo estaba perdiendo el tiempo en divagaciones en vez de actuar. A pesar de la protección que tenía permanentemente alzada en torno a su casa, el hechizo que permeaba la Ciudad era insidioso. Cualquier acción destinada a descubrir algo o cambiar el orden establecido siempre requería toda su atención. Razón de más para acudir a las Casas de la Carne. Sería tan sencillo como coger la mochila, bajar al metro y en veinte minutos estaría en una mesa del bar, en penumbra. Y Sauce a su lado. Allí podría pensar con claridad. Sólo que no lo haría. Hablarían de mil cosas: de libros, de música, de cine, de filosofía intrascendente. Se besarían; subirían a la habitación, y todo seguiría igual. Sombra cogió aire. Espiró. Tenía que hacerlo ahora. Aquí. Así que extendió una mano que pesaba como el plomo, que quería irse a todos los lugares del mundo, y cogió el péndulo. Dejó que su conciencia se extendiese por los eslabones de plata y que alcanzase la piedra de cuarzo y su fría solidez. El contacto con la piedra le calmó. Su energía estaba tan sintonizada con ella que le servía de molde para reconstruir el estado de ánimo que debía tener: tranquilo, concentrado, silente. Inspiró cuatro, cinco veces, con lentitud, y situó el péndulo sobre el tablero de roble, detenido en una línea vertical. Era el momento de la verdad. O de los fragmentos de verdad que pudiese arrancar.
¿El Rey del Mundo está dentro de la Ciudad?
Línea horizontal. Sí.
¿Está en las Casas de la Carne?
Línea vertical. No.
Esas eran las preguntas fáciles, y ya estaban hechas. Suponía las respuestas de ambas, pero tenía que partir de terreno sólido y firme antes de comenzar a explorar.
¿Es un humano?
El péndulo dudó. Primero comenzó a oscilar horizontalmente, en el sentido del sí, pero después comenzó a girar, en círculos cada vez más amplios. El mundo exterior. Es decir, era humano, o lo había sido, pero estaba ligado a poderes externos. No hacía falta decir que eran los Arcontes.
¿Puedo encontrarlo? Era un poco como lanzarse al vacío, pero si la respuesta era un no se ahorraría mucho tiempo.
Sí. Sin más. Así que había que refinar la pregunta, darle más opciones. O todo lo contrario.
¿Cómo? Nada más plantear la pregunta le pareció infantil, pero aun así esperó la respuesta.
El péndulo comenzó a oscilar sobre el círculo interior, dividido en las ocho partes que representaban su cuerpo, y rápidamente se definió. Ojos.
No era la mejor respuesta del mundo, pero era algo. Había claves que podía ver. Pero ¿dónde? Había mucha Ciudad que recorrer. Así que lo preguntó.
¿Dónde puedo encontrar esas claves?
De nuevo volvió a dirigirse al círculo interior. Pies.
Sombra no pudo evitar reírse. Era una respuesta mucho más clara de lo que había esperado, la verdad. Sal a andar y abre los ojos. Estúpido, le había faltado añadir al péndulo. Afortunadamente no había una zona para «estúpido» en su tablero. Recogió el péndulo en la palma con un rápido tirón y guardó el diagrama de roble en su lugar habitual, en un cajón en la base de una de las librerías. Decidido a aprovechar el impulso, se levantó y fue a coger la mochila. Y al instante se frenó en seco. De nuevo estaba a punto de hacerlo: salir por la puerta, recorrer unos metros y subirse al metro embargado por la emoción, para contarle a Sauce lo que había descubierto. O lo que iba a descubrir. O lo que no había descubierto todavía. En cuanto pusiese un pie fuera del círculo de protección que envolvía su casa, lo haría. Y ya no estaba dispuesto a permitirlo una vez más. Porque era totalmente consciente de que las otras veces lo había permitido. No era tan estúpido como para no darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Sin embargo, dejaba que sucediera. Porque era más fácil. Porque era menos peligroso. Porque quizás, se decía, la Ciudad necesitase a un héroe de verdad para salvarla, no a él. Porque tal vez de este modo no acabase muriendo. Porque, en definitiva, era Sombra, y llevaba toda la vida huyendo, y ahora mismo huir era penetrar en el corazón de las tinieblas para abrazar a una muchacha de pelo azul. Que es lo que deseaba hacer en ese momento más que ninguna otra cosa.
No lo hizo. Volvió a la mesa, encontró una hoja con una de sus caras en blanco entre una pila de papeles desechados, y cogió un bolígrafo negro. Había muchas formas de hacer las cosas. Como siempre. Pero sentía que esta vez la magia natural e intuitiva jugaría en su contra. Necesitaba orden. Orden dentro del caos. Durante unos segundos consideró la posibilidad de fabricar un amuleto con magia ceremonial, pero sin saber con precisión ni el día ni la hora, y sin tener otras referencias celestes, partiría con desventaja. Entonces se acordó de Lucian. De su magia pasional y violenta, de semen y lágrimas y gotas de sangre. De seducción y deseo. En los años de universidad habían tenido incontables discusiones sobre la mejor forma de alcanzar este o aquel efecto, a menudo con una Siiri que la mitad de las veces actuaba como una juez interesada y la otra mitad simplemente los ignoraba y se dedicaba a algo más productivo. Ahora los dos estaban a media vida de distancia, y como mínimo a un plano. Pero algo había quedado. La magia de símbolos. Magia del caos, perfecta para atravesar una situación tan cuidadosamente controlada por fuerzas externas. Y una magia que no requería alterar la energía circundante, sólo su propio estado de conciencia.
En cuanto tuvo las ideas claras, Sombra procedió con rapidez y precisión: cambió la hoja a medio usar por un pliego de papel grueso y limpio, y acudió a la librería para coger el bote de tinta y la pluma. Crear un símbolo era un proceso que conllevaba varias fases, pero lo esencial era tener las ideas claras desde el principio. «Quiero ver lo importante.» Y lo escribió. El siguiente paso era tachar todas las letras repetidas, hasta dejar sólo una de cada: Q, U, I, E, R, O, V, L, M, P, T, A, N. Entonces comenzaba el proceso de construcción del símbolo: fundir las letras en una única figura. El proceso era más sencillo de lo que pudiera parecer. Empezó trazando un círculo y luego lo partió por una línea vertical en el medio, con lo cual ya tenía la O y la I. Después, una línea horizontal en la parte superior, para crear la figura de la T sobre la I, y medio trazo en la parte inferior derecha, para hacer la L. Enseguida añadió la M, que, partida por la mitad por el eje central, ya incluía la N. Con unos trazos adicionales incluyó las siguientes letras: E, R, P, A, V, U, y finalmente el trazo externo que identificaba a la Q. La complejidad del diseño final era tal que podía pasarse por alto perfectamente su origen lingüístico. Pero ahí estaba. Y en ello se basaba su fuerza. Una vez quedó contento con el diseño, Sombra lo pasó a limpio a una nueva hoja, estilizando un poco más las formas. Por último, rodeó el símbolo con los signos de los cuatro elementos. Antes del último paso, desentumeció un poco los músculos del cuello y de los hombros, que se le habían agarrotado con la concentración, y entrecruzó los dedos de las manos para hacerlos crujir. Todo listo. Cogió aire profundamente, todo lo que le permitían sus pulmones, y lo mantuvo en su interior con los ojos cerrados. Los segundos comenzaron a pasar, primero de forma lenta, y después dolorosa. Estiró más el tronco, para acomodar un aire que ansiaba salir. Aguantó hasta que no pudo más. Luego, un poco más. Y exhaló. En un único y poderoso estallido, liberó todo el aire hasta vaciarse al mismo tiempo que abría los ojos y los clavaba en el símbolo, proyectando toda la energía en él, inundándolo y cargándolo con la intensidad provocada por la sensación de asfixia y de liberación. Rápidamente dobló la página, sin volver a echarle otro vistazo, y se la guardó en el bolsillo de atrás del pantalón. Listo. Ahora sí estaba preparado para salir. Y salió.
2
La Ciudad seguía siendo una gigantesca mentira, pero al menos Sombra sabía que ahora iba a encontrar un hilo que podría conducirle hasta algo de verdad. O que al menos tenía la posibilidad de lograrlo. Y eso le bastaba. Por eso salió a la calle con determinación, pero sin objetivo alguno. «¿Izquierda o derecha, Sombra?», se dijo en la acera. Izquierda mismo. Y comenzó a caminar en esa dirección, atento a todo lo que pudiera cruzarse en su camino. Personas. Personas indiferentes con la mirada centrada en cualquier minucia. Personas falsas, en definitiva; gente ignorante de su propia falsedad. Había ocasiones en las que le entraban ganas de zarandear a cualquiera de ellos, de gritarles en la cara, de abofetearlos para que reaccionasen. ¿Qué harían? ¿Qué pensarían si un desconocido les chillase que todo es mentira? Nada. Seguirían andando y regresarían a sus vidas prefabricadas, olvidando lo sucedido. Esa era la naturaleza del hechizo de los Arcontes, y él lo sabía perfectamente. No podía tocar las piezas del engranaje. Tenía que encontrar al que le daba cuerda. Al Rey del Mundo.
Llegó hasta un amplio cruce de calles y tomó la dirección de un parque que se intuía en la distancia. Pero en cuanto hubo avanzado una docena de pasos se detuvo y se dio la vuelta. Estaba caminando justo hacia donde él iría. Hacia lo verde. Lo tranquilo. Lo discreto. ¿Haría eso el Rey del Mundo? Seguro que no. Él querría estar en el centro. Es lo que hace un rey. Así que tomó la dirección de una gran avenida comercial, y conforme se acercaba a ella se dio cuenta de que, desde que la Ciudad tomó forma, sólo se había movido por la periferia. No tenía ni idea del aspecto que tendría un lugar concurrido. ¿Tiendas llenas? ¿Bares repletos? ¿O también miradas huidizas y pasos apresurados? Pronto lo descubriría. Recorrió unos centenares de metros más a paso tranquilo, levantando la mirada de las calles hacia las paredes de los edificios, las ventanas, e incluso el cielo, un cielo azul y ligeramente nuboso. Indeterminado. Se preguntó en qué época del año se suponía que estaban, y no supo responderse. Quizás primavera. Quizás otoño. Trató de recordar el aspecto de los árboles de los parques la última vez que los vio, pero no pudo. Así que desistió y volvió a tratar de sacar alguna clave del mundo que le rodeaba.
La avenida peatonal le recibió con gente. Mucha gente. Mujeres de mediana edad saliendo de elegantes tiendas de ropa. Chavales jóvenes pasando en monopatín o apoyados en los escaparates charlando animadamente. Ancianos sentados en bancos, observando con interés el discurrir de una nube o el vuelo de un pájaro. En la terraza de una cafetería, un par de familias desayunaban tranquilamente mientras los niños atraían a palomas y gorriones con trocitos de pan. El camarero salió con una bandeja llena de bollos y saludó a un hombre de unos sesenta años, vestido con un traje pasado de moda, que paseaba con un perro pequeño y peludo mientras sujetaba un periódico bajo el brazo. Era una estampa normal, de un día normal, de un mundo normal. ¿Por qué?, se preguntó Sombra. Y enseguida intuyó la respuesta. Los metros, las calles periféricas, los parques, eran lugares de paso. Lugares para cruzar y desaparecer. Pero eso era el centro, el escenario al que todos mirarían. Por eso la magia debía permitir que el espectáculo se desarrollase en todo su esplendor. Eso era lo que daba sustancia y realidad a todas las vidas grises del extrarradio. La vida normal y feliz de unos pocos sostenía el engaño del resto. Tenía sentido. Tenía todo el sentido. Y eso significaba que el Rey del Mundo tenía que estar ahí. A plena vista. En el centro del escenario. Lentamente, el mago comenzó a girar, buscando el tirón, el impulso, la clave. Un escaparate de ropa interior y pijamas. Una elegante joyería. Una tienda cerrada por reformas con carteles y anuncios pegados sobre los cristales. Una pequeña heladería. Ahí estaba. No en la heladería. Antes. Con paso seguro, Sombra se dirigió a las vidrieras cubiertas por pintura blanca, tratando de atisbar algo del interior, pero todo estaba completamente cubierto. Se acercó a la puerta, una puerta corredera, cerrada a cal y canto. La tienda no era tan grande como para rodear la manzana, así que era imposible saber si tenía una entrada trasera. Volvió a la puerta. Y entonces lo vio. Los carteles. Uno concretamente: SALA IMPERIUM. DJ’S RESIDENTES, TRES AMBIENTES, GO-GOS, SALAS VIP. TODOS LOS SÁBADOS, NOCHE ESPECIAL KING OF THE WORLD. Sombra no pudo evitar reírse, atrayendo una mirada de reprobación de uno de los ancianos de los bancos. Una discoteca. Tenía sentido. Ricos y famosos, gente guapa, gente superior. La risa se le volvió amarga y acabó muriendo en sus labios. Habría ido tres o cuatro veces en toda su vida a una discoteca. No le había gustado ninguna. Y siempre le había costado entrar en un día normal. Estaba claro que tenía que reconsiderar sus estrategias. Y su vestuario. Así que arrancó el cartel con cuidado y regresó a casa.
3
Desde el cambio, la vestimenta de Sombra había sido básicamente una variación del mismo conjunto: vaqueros, camiseta, una sudadera cuando salía de noche, zapatillas deportivas y la mochila siempre a punto. No era precisamente el código de etiqueta apropiado para una fiesta VIP. Y cuando revisó su escaso fondo de armario, fue consciente con despiadada certeza de que no tenía nada apropiado para una fiesta VIP. Sacó los zapatos de vestir de una caja que guardaba debajo de la cama. Estaban viejos, pero con un cepillado y un poco de grasa quedarían pasables. Había alguna que otra camisa, pero tenía que plancharla, así que sacó la plancha también de debajo de la cama. Normalmente lograba sobrevivir sin ella. Ahora el problema era completar el conjunto. Quizás una americana que no tenía. Un jersey elegante que tampoco tenía. ¿Podría ir a comprar algo de ropa? ¿Tendría fondos para ello? Desde que la Ciudad había cobrado existencia, las finanzas eran casi igual de difusas que el paso de los días. Sabía que tenía dinero en efectivo, pero le costaba recordar cuánto. Lo suficiente para seguir con una vida tal y como la llevaba. Pero estaba bastante seguro de que una americana decente se escapaba de sus posibilidades. Aparte de que no tenía ni idea de dónde ir a buscarla.
Todo habría sido más fácil con magia. Podía tejer una protección que desviase la atención del portero, algo más focalizada que la que había utilizado para recorrer las calles durante la noche anterior al cambio, y pegarse a cualquier grupo relativamente amplio que fuese a entrar. Eso le dejaría dentro del establecimiento sin mayores problemas, pero si realmente el Rey del Mundo estaba allí, y si realmente era un servidor de los Arcontes, cualquier manipulación mágica podría atraer sobre él mucha más atención de la deseada. Durante un instante consideró la posibilidad de forjar contramedidas para un posible rastreo, pero aunque conocía la teoría, era alta magia ritual, y sólo de pensar en el proceso le agotaba. Casi era mejor dejar que le atrapasen. O improvisar. Así que nada de magia ritual, de momento. Ni de americanas, al parecer. Ni de mochila, y eso era lo peor. Se sentía desnudo sin sus cosas, sin recursos a los que echar mano. Durante unos minutos estuvo pensando la forma de esconder la pistola, pero supuso que sin una chaqueta para cubrirse era un bulto sospechosamente evidente en cualquier parte de su atuendo donde la metiese. Luego probó con el athame, pero el cuchillo ceremonial era casi igual de complicado de ocultar, y como no tenía funda, mucho más peligroso para él mismo.
—Está visto que será a pecho descubierto —se dijo frente al espejo del cuarto de baño, tras comprobar por enésima vez que era evidente que llevaba un arma oculta.
Una vez elegida la ropa, terminó de plancharla, metió en la cartera todo el dinero que tenía en casa —olvidando al momento cuánto era— y trató de peinarse la mata de pelo. Por regla general, le era indiferente el cabello pelirrojo. Él era como era, y le llamaban Irlandés por eso. Pero ahora sería como un faro en la cola para entrar en Imperium. ¿Y cómo se supone que se peinaba alguien a la moda? No tenía ni idea. No lo tenía ni largo ni corto. No sabía qué hacer con él. Así que lo dejó un poco a su aire. Ahogó un gruñido de frustración y pensó cómo se reiría Sauce si le viera en ese momento. Con esa risa de muchacha. Pero ella tampoco sabría qué hacer. En realidad los dos estaban igual de alejados del mundo. El hecho de pensar en la chica de pelo azul no le trajo ninguna inspiración, pero fue el punto y final a sus inútiles esfuerzos. Era la hora de la verdad. Cogió la cartera, las llaves, y salió en busca del metro.
Por lo que había visto en internet, la sala Imperium estaba en el centro, en un gran edificio antiguo reconvertido en discoteca de dos plantas. No se había quedado con la dirección exacta, pero supuso que la gente le indicaría el camino. La gente guapa y VIP. En el vagón, nadie le prestaba atención, lo cual era de esperar, pero le impedía hacerse una idea de si su aspecto era apropiado o no para superar el selectivo escrutinio de un portero. Cuando llegó a la parada, bajó del vagón y subió las escaleras en un ambiente todavía totalmente tranquilo; por un momento incluso se preguntó si se habría equivocado de parada. Pero no. En cuanto llegó al nivel de la calle vio que estaba en el lugar correcto. Y que no pegaba nada en él. Un par de chicas le adelantaron embutidas en elegantes vestidos de fiesta, con minúsculos bolsitos y dando pasos rápidos sobre unos zapatos que llevaban unos tacones absurdamente altos; le lanzaron una ojeada valorativa y larga que acabó con un mohín fácilmente interpretable como «qué lástima», y cuchichearon algo entre sí. Sombra no sabía si llevaba una camisa pasada de moda, si su peinado era un absoluto desastre o si los vaqueros estaban prohibidos los sábados. Pero lo que sí supo era que no lograría entrar en la discoteca. Aun así, siguió el paso de las chicas.
Rápidamente se les fue uniendo más gente. El mago trató de establecer un patrón de ropa, de aspecto, de conducta, pero era imposible. Era una mezcla de chicos y chicas jóvenes, de maduros, incluso de viejos. Cierto que la mayoría iban vestidos de forma elegante, pero había estilos totalmente dispares. Una mujer de unos cincuenta años con el pelo canoso llevaba un largo vestido blanco y muchos collares de cuentas al cuello; iba acompañada de un mulato enfundado en unos ajustadísimos pantalones de cuero y una camisa abierta casi hasta la cintura, mostrando pectorales. Unos pasos más atrás, un chico con algunos kilos de más, que probablemente no llegaría ni a los dieciocho, avanzaba más que incómodo dentro de una americana negra a juego con sus deportivas del mismo color. Lanzaba miradas de depredador inseguro a cada chica con la que se cruzaba, claramente superado por el exceso de muslos y escotes. Pero había algo en él que le dijo a Sombra que el chaval sabía que iba a entrar en la sala Imperium. Y como lo tenía delante, al final algo encajó; encontró el denominador común. Aquellas personas no eran de la Ciudad. La inmensa mayoría de los que avanzaban hacia la discoteca no eran de la Ciudad. ¿Cuántos podrían ser? ¿Decenas? ¿Varios centenares? Puede que sí. Un estallido de rabia subió por su garganta. Había gente entrando y saliendo por todas partes, y él estaba atrapado como un maldito escarabajo dentro de un frasco, dando vueltas sin parar y sin encontrar la salida. Respiró hondo. Se tragó la furia, que no le iba a llevar a ningún sitio, mucho menos si tenía que tratar con un portero de discoteca. Y llegó a la cola.
En realidad eran dos colas. La cola normal y la entrada directa. Habían acotado una zona justo enfrente de la puerta de entrada, bajo el letrero de la sala Imperium, y allí un portero calvo y con esmoquin abría paso directamente a algunas personas nada más verlas. De su oreja izquierda colgaban grandes aros de oro, tantos que resultaba absurdo, mientras que en la derecha no tenía ninguno; su mirada era fría y lucía una sonrisa totalmente falsa con la que iba recibiendo y saludando por su nombre a los pocos escogidos y a sus acompañantes. El público restante formaba una cola normal que se extendía por la acera hacia la izquierda, y que contaría en ese momento con unas cincuenta o sesenta personas, supervisadas por un segundo portero. Sombra se situó al final y esperó a que la línea avanzase. Lo hacía muy rápido. Demasiado. En un par de minutos pudo ver cómo el portero tenía en la mano una lista, pero no la miraba. Simplemente escrutaba los rostros, las sonrisas inquietas o seguras que le devolvían, e iba dejando pasar a la gente. Todos entraban. Todos. Porque no eran de la Ciudad. Ni el portero tampoco. Y lo sabía. Lo notaba. Por eso a él le impediría el paso. Una cosa era que un borracho de las Casas de la Carne creyese que sabía adónde iba, y otra muy distinta que uno de los guardias del Rey del Mundo le dejase entrar sin más. La cola continuaba avanzando. Entonces Sombra se movió a un lado y se salió de ella. Intentó que su gesto no resultase demasiado sospechoso, mirando hacia atrás, haciendo ver que estaba esperando a alguien, y después comenzó a avanzar en diagonal, en dirección a la puerta pero alejándose de sus vigilantes. Cruzó de acera y esperó, aunque sabía que no había nada que esperar. De todas formas, esperó.
De repente, el portero principal sacó un móvil, leyó algo en él y le indicó a su compañero que parase. La cola se detuvo y un murmullo de anticipación la recorrió. Todos comenzaron a mirar calle arriba y calle abajo con emoción, y el mago los imitó. Entonces llegó él. Una limusina negra se detuvo frente a la puerta, el primer coche que había recorrido la calle, y el portero de los aros de oro abrió la puerta. Primero bajó una chica de piel negra y brillante, con un escotado vestido de cuero negro y el pelo cardado. Después una chica de piel blanca y pelo rubio casi igual de blanco, con un vestido de cuero blanco igual de escotado. Y luego bajó él, entre los aplausos de los que esperaban para entrar. Vestía un traje impecable, luciendo una sonrisa cálida y cercana. Saludó con la mano a la gente de la fila, le dio una palmada en el hombro al portero diciéndole algo, y cuando este le respondió con un gesto afirmativo, el otro portero le abrió las puertas y entró con una chica en cada brazo. El Rey del Mundo. Sombra ya le había visto. En las calles seguido por un rebaño de personas. Fue en el escenario del Auditorio. Y el hecho de que supusiese que sería él no hacía menos amarga la confirmación. Si hubiese disparado. Si hubiese actuado. Si le hubiese matado. Si cualquiera de esos síes hubiese acontecido, quizás la Ciudad no existiría. Pero no lo hizo. Sería cuestión de comprobar qué pasaría si le mataba ahora. Y con una sonrisa fría que le reconfortó, el mago se alejó por las calles vacías, pensando en el modo de llegar hasta su objetivo.