4
Los límites
La luz de la mañana despertó a un Sombra cansado y dolorido. Por precaución había dormido dentro del círculo ritual. No se atrevía a volver a tener lagunas, y eso excluía la posibilidad de dormir en la cama hasta que pudiera elevar unas custodias apropiadas. Mientras estiraba los músculos de la espalda lo mejor que podía sopesó la opción de dedicar la mañana a proteger la casa, pero algo en su interior le decía que esa idea era parte de las insidiosas defensas que habían alzado los Arcontes. Así que sin dudarlo cogió la mochila, que había dejado preparada la noche anterior con desayuno incluido, y salió a la calle. Esta vez con éxito. Rozó el pentáculo de su cuello y percibió la energía protectora envolviéndole, una sábana de plata que desviaba la atención y el interés, pero que esta vez le protegía al mismo tiempo de cualquier emanación que quisiera entrar. Más o menos, se dijo. Era una partida perdida, y lo sabía. No hacía falta que se lo dijesen las cartas: había visto con sus propios ojos el poder que podían desplegar los Arcontes, y él carecía de cualquier medio real de oponerse a ellos. Salvo que lo descubriese ahí fuera. Así que puso el pie en la acera y miró a su alrededor. El mundo era horrible y aterradoramente normal.
Las calles no estaban repletas, pero tampoco vacías. Había la cantidad normal de gente. Personas que caminaban al ritmo normal y que probablemente se dirigirían a sitios normales. O eso pensaban. Sin embargo, el mago se negó a quedarse en lo superficial. Tenía que diseccionar esa realidad normal para descubrir los hilos que la movían. Su primer intento de salir a la calle se había visto frustrado por lo intrascendente, por lo cotidiano, así que ahí debería estar una clave. ¿Qué estaban haciendo los transeúntes? ¿Cómo lo hacían? Y en cuanto comprendió lo que tenía que mirar, lo vio. Nadie prestaba realmente atención a su alrededor. Un hombre de unos cuarenta años caminaba observando continuamente su reloj de pulsera, ajustándolo una y otra vez. Una chica de apenas veinte avanzaba absorbida por la pantalla de su móvil. Una anciana centraba la vista en el vetusto carrito de la compra de cuadros que empujaba, tarareando alguna canción de su juventud. Un joven corredor clavaba la mirada en el paso de cebra que le aguardaba a medio centenar de metros, mientras esquivaba peatones al ritmo de la música que sonaba en sus oídos. Nadie miraba a nadie. Nadie veía a nadie. Sombra podría haber recorrido la calle desnudo y ninguna de las personas que le rodeaban se habría percatado. Ahí estaba la primera clave del puzle. Y la siguiente encajó con facilidad: si nadie veía a nadie, nadie se daría cuenta de que no conocía a nadie. El mago llevaba viviendo diez años en esa misma calle, en esa misma casa. Era cierto que no sabía el nombre de prácticamente ninguno de sus vecinos, pero era igual de cierto que reconocería sus caras si las tuviese delante. Pero no las tenía. Todos eran desconocidos. Desconocidos sumidos en sus pensamientos, avanzando en la soledad de la masa. El anonimato perfecto para que los lobos pudiesen caminar impunemente entre las ovejas.
Un escalofrío le recorrió la espalda. En un entorno tan favorable podía haber amenazas en cualquier parte. Y existía la posibilidad de que su defensa lo convirtiese en un faro si brillaba demasiado. Tenía que ser infinitamente sutil, infinitamente discreto. La mota de polvo que aprovecha el viento para no perturbar las hojas de los árboles. La imagen le arrancó una sonrisa. Pero no se dejó llevar por la poesía, sino que extrajo el péndulo de la mochila y lo sujetó entre los dedos pulgar e índice de la mano derecha. El cristal de cuarzo colgó libremente y Sombra se concentró en buscar algún peligro, algún rastro de energía que indicase una presencia directa de los Arcontes. Pero la cadena permaneció vertical e inmóvil. Esto en realidad le inquietó más. Si hay un peligro, puedes alejarte de él; si no lo hay, quizás estés metiéndote en las fauces de la bestia sin saberlo. Con añoranza, contempló la puerta de su casa a apenas unos pasos de distancia. Podría volver al interior y empezar a trabajar en las protecciones. Debería hacerlo. Pero sabía que si entraba ahora, le costaría una inmensidad volver a salir. Así que se obligó a dar un paso. Y luego otro, y luego otro más, sin permitirse echar la vista atrás. En ese momento tuvo que pensar hacia dónde iba a dirigirse. Al menos eso lo tenía claro. El corazón de la Ciudad podía esperar todo lo que quisiera. Su objetivo era ver cómo podía salir de allí. Por lo tanto, debía encontrar los nuevos límites y, a ser posible, ver qué había al otro lado. Sin perder más tiempo escrutando rostros absortos en sus pensamientos, el mago descendió por la boca de metro más cercana y se sumergió en las profundidades.
2
Cuando soltó una amarga carcajada frente al mapa de las líneas de metro, por un segundo temió que eso llamase la atención, pero los viajeros subterráneos se mostraban tan indiferentes al mundo como los de la superficie. Una mujer morena se concentraba en el rostro del bebé que llevaba en brazos como si le fuese la vida en ello. Un estudiante de instituto hacía girar las ruedas del monopatín que sujetaba con las manos, una y otra vez. Nadie prestó atención a su risa carente de humor. Igual que —Sombra estaba seguro— nadie se había percatado del motivo de esta. El mapa del metro se había transformado totalmente. Cierto que tampoco podía recordar cómo era la distribución anterior. No tenía ni idea, igual que no tenía ni idea del nombre de la Ciudad, ni de dónde estaba. Pero habría apostado la mitad de sus libros más valiosos a que antes del cambio el metro no consistía en una línea circular con ramificaciones que se extendían sólo hacia el interior, igual que una rueda de hámster, una rueda que podía recorrer hasta agotarse sin encontrar la menor salida. Aun así, había pagado su billete, así que decidió dar una vuelta por ese extraño circuito.
La parada en la que se encontraba formaba parte de uno de los ramales interiores, así que montó en el primer metro que se detuvo, y después hizo trasbordo para coger la línea circular. Los vagones parecían normales, la gente parecía normal, el mundo parecía normal. Salvo porque era una mentira y nadie se atrevía a mirarla cara a cara, por supuesto. Mientras esperaba un buen momento para bajar, fuese lo que fuese eso, Sombra trató de recordar qué había percibido más allá de los límites de la Ciudad en la noche de la transformación. Inicialmente pensó que había sido un vacío, una nada, pero ahora ya no lo tenía tan claro. La nada era un concepto demasiado huidizo. Los Arcontes tenían que haberse llevado la Ciudad a alguna parte, sólo que fuera del plano de la realidad que normalmente ocupaba, de eso no tenía dudas. Pero ¿adónde? Imposible saberlo desde el interior. Y sin embargo... Sin embargo algo había resonado en él cuando contempló el vacío tras los límites de la Ciudad, algo intenso y primordial. Algo que sólo podía ser miedo. Y si había sido miedo era porque conocía adónde los habían llevado. Y no era un buen lugar. Pero eso era pensar por pensar, se dijo con un suspiro, y él necesitaba certezas, no teorías, así que dejó de esperar una señal que probablemente no aparecería, se bajó en la siguiente parada y ascendió de nuevo a la superficie para buscar adónde conducía esa línea circular y, sobre todo, qué había más allá.
3
Lo que recibió a Sombra bajo la luz del sol fue un paisaje descorazonador de edificios residenciales de clase media-baja, que se alzaban apretados como una muralla a su izquierda, al otro lado de la calzada, mientras que a su derecha, en la acera donde se encontraba, se separaban lo suficiente como para permitir que discurriesen calles más o menos amplias. No había duda de dónde estaba el límite y dónde estaban los caminos que conducían de vuelta al redil, pero aun así no se dejó vencer por los problemas evidentes. Decidió ir paso a paso. Y el primero de ellos era cruzar al otro lado de la calle, así que eso hizo.
En la otra acera —«la acera final», decidió bautizarla— sólo había una muralla de hormigón de diez o quince pisos de altura, salpicada de ventanas. Ventanas normales, algunas con macetas, otras con ropa tendida, alguna más con un inquilino asomado indolentemente. Nadie se percataba de nada, no sólo porque no se fijase, sino porque la trampa estaba demasiado bien diseñada. Si no ves la calle de atrás por tus ventanas, supones que el vecino lo hará, y así sucesivamente. Pero Sombra tenía la certeza de que, aunque fuese apartamento por apartamento, no encontraría ninguna ventana que diese hacia atrás, simplemente porque no había atrás. Pero ¿y las azoteas? Valía la pena comprobarlo. Tratando innecesariamente de no llamar la atención, ya que todas las personas con las que se cruzaba se mostraban indiferentes al mundo que las rodeaba, tanteó un par de portales hasta que al final dio con uno abierto, y entró en el edificio. Durante unos segundos se preguntó si todos los pisos estarían habitados por almas errantes indiferentes, pero rápidamente unas risas le demostraron lo contrario. En el interior del bloque de apartamentos la gente vivía, reía, hablaba. Eso le hizo sentirse una pizca más tranquilo. Sólo una pizca. Al parecer, los Arcontes habían decidido diferenciar entre el terreno de caza y las madrigueras, y ahora él se encontraba en una de las madrigueras. Pero era su terreno de caza, su juego y hasta sus reglas. Sombra sólo era el elemento molesto que se ha quedado atrapado en el interior, así que no podía permitirse ninguna concesión. Por este motivo, antes de adentrarse más por los pasillos volvió a sacar el péndulo para buscar cualquier rastro de peligro. Y de nuevo no lo halló. Con un gesto de preocupación, guardó el cuarzo y su cadena en la mochila y buscó los ascensores.
El edificio tenía catorce pisos, así que pulsó el botón del último y esperó. Mientras tanto, se preguntó qué pasaría si se cruzaba con un vecino en ese espacio tan reducido, pero enseguida comprendió que si había un lugar donde la gente era experta en no mirarse ese era el ascensor. Y los aseos públicos, por supuesto. Evidentemente, algo así no iba a poner a prueba las reglas que habían impuesto los Arcontes. Cinco pisos. Diez. Catorce. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, Sombra salió y echó un vistazo al pasillo buscando la escalera o la puerta que daba acceso al terrado. Pero no la había. Simplemente no había nada. Ni puerta, ni escalera, ni escalera de incendios exterior. En realidad era una posibilidad tan sencilla y evidente que ni se le había pasado por la cabeza, lo cual sólo hizo que ahí, parado en el pasillo vacío, se sintiese aún más estúpido. Habían arrancado una ciudad del mundo; habían alterado los recuerdos y el comportamiento de sus habitantes; la habían transformado en una discreta trampa circular, ¿y ahora se iban a olvidar de quitar las escaleras que dan al exterior? Evidentemente, no. Vuelta a empezar, entonces.
Bajó en el ascensor tarareando una canción. Sólo al alcanzar la planta baja se dio cuenta de que estaba cantando Herr Mannelig, y una punzada de añoranza le golpeó con fuerza. Siiri. Pero fue sólo un segundo. No había tiempo para ello. Así que salió a la calle y comenzó a andar en el sentido de las agujas del reloj. Como era más que probable que fuese una gigantesca calle circular, lo mismo daba en un sentido que en otro. Pero él sabía de sobra que no. Deosil. A favor de la corriente, siguiendo el flujo, sin alterar las fuerzas presentes. Ya habría tiempo de darle las vueltas. No obstante, después de media hora caminando no parecía que tuviese mucha relevancia. Un edificio se sucedía con el siguiente con una perfecta sincronización, encajando sin la más mínima fisura. Una hora más tarde el aburrimiento comenzó a visitarle, acompañado de las dudas. Quizás fuese una trampa perfecta. Quizás no hubiese ninguna juntura. Pero él sabía cómo funcionaba la magia, o al menos una parte importante de la magia, y si habían transformado una línea en un círculo, entonces en algún lugar debería estar el cierre, un nudo, una alteración. Y si quería saber qué le aguardaba al otro lado de la Ciudad, no tenía otra opción que encontrarla. Así que siguió andando. Hasta que la vio.
Decir que era un callejón sería demasiado generoso. Era poco más que un hueco de medio metro tapado por un par de contenedores de basura, pero que se hundía profundamente entre dos edificios. Era la juntura que buscaba. O eso esperaba. Con precaución, Sombra se acercó a su entrada y, extendiendo la mano derecha, entrecerró los ojos para tratar de percibir algún tipo de protección o resto de energía. Tal como estaban las cosas no creía que los Arcontes hubiesen dejado ningún agujero en su diseño, pero no detectó nada, así que empujó un contenedor lo justo para poder pasar al otro lado y penetró en el estrecho callejón. Aparentemente era eso: un callejón minúsculo entre dos altos edificios que lo dejaban sumido en una penumbra opresiva, haciéndolo casi invisible desde el exterior. Ninguna ventana daba a él, ni canalón de desagüe, ni escalera de incendios. Tampoco había restos de papeles ni basura en el suelo. Era un desfiladero de hormigón que recorría todo el lateral de los bloques que lo flanqueaban, y que al parecer terminaba en un incongruente muro que se alzaba los diez o quince pisos de altura que debían de tener las paredes de sus laterales. El mago se descolgó con mucho tiento la mochila y sacó el péndulo y la linterna. Primero enfocó hacia el final del callejón, que no tendría más de diez o doce metros de fondo, y la luz reveló una pared formada por gruesos sillares de hormigón unidos entre sí por cemento. Nada más. A continuación se concentró en la energía de oscuridad y muerte de los Arcontes y dejó oscilar el péndulo libremente, pero el cuarzo permaneció vertical y estático. La salida estaba limpia, si es que era eso. Así que tras lanzar una mirada de añoranza a la luz de la inofensiva calle que dejaba atrás, tomó aire y avanzó dando zancadas precavidas hasta el final del pasaje. Dos pasos. Cuatro. Ocho. Y ahí estaba. El muro. Y lo que hubiese detrás. Con delicadeza, rozó un bloque de hormigón con la punta de los dedos y enseguida notó la sutil vibración de la energía mágica. Había encontrado el punto de unión, la costura que cerraba la Ciudad. No había la menor duda. La pregunta era si estaba preparado para atisbar lo que había al otro lado. Y la respuesta era que no le quedaba otra opción.
Sin separar los dedos de la pared, Sombra dejó caer suavemente la mochila al suelo y, colocando la otra mano junto a la primera, cerró los ojos. El cosquilleo se intensificó y dejó que la energía que impregnaba la pared le acariciase. Era una corriente intensa pero sutil. Visualizó la forma astral de sus manos y poco a poco comenzó a sumergirlas en la corriente mágica, como si se tratase de un arroyo, un arroyo formado por una infinidad de haces eléctricos color cobre, oro, plata, estaño, que avanzaban velozmente. Las hundió un poco más en el entramado de la pared y dejó que la corriente penetrara en él por la mano izquierda, ascendiendo por su brazo y cruzando su pecho para después descender por el brazo derecho y salir por esa mano. El conjuro que mantenía unida la Ciudad recorría ese muro, en un continuo giro en deosil. Y era una energía clara, limpia, protectora. Hermosa. Una energía que nada tenía que ver con los Arcontes. No obstante, esta era su Ciudad. Todo aquello era completamente inesperado. Incongruente. Pero Sombra no estaba allí para comprender la naturaleza del hechizo que había secuestrado ese pedazo del mundo, o al menos no en ese momento. Si había ido hasta allí era para ver qué había al otro lado. Y dada la naturaleza de la magia que le rodeaba, parecía que nada iba a impedirle hacerlo. Respiró profundamente, como si estuviera a punto de sumergirse en el arroyo de energía, y hundió aún más su forma astral en el muro: antebrazos, brazos y, por último, el rostro. Entonces abrió los ojos a lo que había al otro lado. Y lo que vio fue un remolino de colores metálicos y eléctricos, veloz y al mismo tiempo relajante. Podría dedicar una vida simplemente a contemplar sus intrincadas evoluciones. Pero no podía permitírselo. Concentró su voluntad y presionó hacia delante, enviando una pequeña onda de energía a través del muro, tratando de abrir un hueco que le permitiese observar lo que había más allá. Perezosamente pero sin oponer resistencia, los haces comenzaron a destejerse y a separarse. Y de pronto lo vio. El pánico recorrió su cuerpo de un extremo a otro igual que una descarga, y arrancó hacia el exterior su forma astral, cayendo al suelo con la boca abierta en un grito mudo.
En silencio, Sombra maldijo su propia cobardía. En realidad no había visto nada. O al menos nada concreto. Lo único que había logrado percibir era que al otro lado había algo. Algo consciente, algo vigilante. Si hubiera escrutado un poco más puede que hubiera sabido algo más, pero se había cagado de miedo. Sin más. Aun así, se dijo con pragmatismo, había descubierto muchas cosas. Y todas ellas le confirmaban que no podía romper el hechizo que mantenía unida la Ciudad. Era demasiado grande, demasiado poderoso, demasiado complejo, demasiado brillante. Demasiado todo. Y estaba casi cien por cien seguro de que si intentaba proyectar del todo su forma astral a su interior, lo lanzaría de vuelta como le ocurre a una pelota de goma arrojada contra un muro de hormigón. Por no hablar de su forma física. Estaba absolutamente atrapado. De momento. Darse cuenta de ello en el fondo le alivió. Ya sabía que no podía enfrentarse al encierro, ni a lo que hubiese detrás, fuera lo que fuese. Así que lo único que podía hacer era volver a casa, cenar y comenzar a investigar pausada y discretamente cómo funcionaba este reducido reino en el que estaba encerrado. Y cuáles eran sus leyes y reyes. De modo que, esbozando una pequeña sonrisa, Sombra desanduvo el camino que le devolvía a la calle circular, volvió a colocar el contenedor en su sitio e inició el camino de regreso.
4
Mientras se alejaba en metro de la línea circular en dirección a su casa, Sombra se dio cuenta con resignación de que era muy fácil dejarse llevar por el tranquilo anonimato que impregnaba la Ciudad. Todos los transeúntes iban de un sitio a otro totalmente ajenos, en completa calma. Ni una mirada de envidia ni de deseo, ni mucho menos de odio. Ningún gesto o palabra violenta. Sólo indiferencia: una comunidad de pequeños ermitaños deseosos de ignorar al mundo y de que el mundo los ignore a ellos. Lo cual en realidad encajaba con la energía que había percibido en el muro: tranquilidad, protección, calma. Y que resultaba diametralmente opuesto a todo lo que representaban los Arcontes: ansia, sangre, muerte. Durante un segundo se planteó la posibilidad de que los Arcontes no fuesen los responsables de la transformación de la Ciudad, pero considerando lo que había visto al amanecer de... Sombra se vio incapaz de concretar la fecha. Del primer día de la trampa, podría decirse. Pues eso, considerando lo que había visto al amanecer del primer día, no quedaba ninguna duda de que los Arcontes habían creado la Ciudad. Una ciudad en la que al parecer nadie iba a preocuparse por realizar sacrificios que los sustentasen. Absurdo.
Una voz grabada le informó desde los altavoces de que llegaba a la parada más próxima a su casa, y con un suspiro de resignación el mago se puso en pie, rozó el pentáculo de su colgante para comprobar que las protecciones seguían en su sitio, y esperó a que las puertas se abriesen. Al otro lado el andén seguía lleno de personas desconocidas y sumidas en su mundo. Todas eran tan similares que Sombra ya no les prestaba atención. Quizás por eso vio la puerta, aunque le había pasado totalmente desapercibida a la ida. Una sencilla puerta metálica de emergencia, que cualquiera podría empujar y atravesar. Con un rótulo que indicaba ACCESO AL ANDÉN B. Pero no existía ningún andén B. Sólo había una línea. Y de repente todo encajó. Por eso todo estaba tranquilo. Por eso todo era no sólo tranquilo, sino idílico. Por eso todo era ajeno por completo a los Arcontes. Porque todo lo que los alimentaba, toda la carne y la sangre, se lo habían llevado a otro lado. ¿Y cuál era el mejor lugar para esconder algo en un círculo? El centro. Sobre todo cuando todos miran hacia fuera. El mago se descolgó la mochila maldiciendo. Ahora que lo había visto no podía dar marcha atrás, pero con todo lo bueno que había a este lado de la puerta, sólo de pensar en lo malo que habría al otro lado le recorrió un escalofrío. Y aun así, tenía que entrar. Con una mirada discreta a su alrededor, totalmente innecesaria porque nadie le prestaba atención, abrió el cierre de la mochila y tanteó en su interior, pero esta vez no buscaba el péndulo ni ningún otro utensilio mágico. Sin pensarlo dos veces, sacó la pistola, se la guardó en la parte delantera del pantalón, debajo de la camiseta, y avanzó hacia la puerta. Nadie prestó atención al gesto, como nadie prestó atención cuando empujó la puerta, ni cuando cruzó al otro lado, ni mucho menos cuando la puerta volvió a cerrarse a sus espaldas.
La puerta conducía a un pasillo iluminado por fluorescentes de luz brillante, no demasiado largo, que desembocaba en otro andén de metro. ANDÉN B, confirmaba un cartel. Pero no había mapa de la línea que pasaba por esa zona, ni indicador del tiempo que faltaba para la llegada del siguiente tren. Era tan sólo un andén vacío y desierto. Con precaución, Sombra se aproximó al borde de las vías y miró a izquierda y a derecha. Al parecer se encontraba en un final de estación, porque a su izquierda las vías terminaban un par de metros más allá del andén, en unos topes. Pero a su derecha, un túnel iluminado a intervalos regulares por luces rojas se internaba en las entrañas de la Ciudad. Entrañas podridas, sin lugar a dudas. Ya sin público, por muy indiferente que fuese esta circunstancia, Sombra se atrevió a sacar la pistola y a quitarle el seguro. Luego pensó en sacar el péndulo, pero decidió que no valía la pena. No tenía ninguna duda de que al otro extremo del túnel iba a haber de todo lo malo que pudiese imaginar, así que se preparó para lo peor y descendió con cuidado a las vías. Escuchó atentamente, pero el silencio era absoluto, así que comenzó a andar. Diez, cincuenta, cien metros, hasta que la estación quedó a sus espaldas, y sólo podía ver túnel tanto delante como detrás. Sombra siguió caminando. Pronto los metros dejaron de importar y pasó a calcular los minutos que llevaba andando. No había ramificaciones, ni otras paradas, ni pasajes laterales. Simplemente avanzaba y avanzaba, suponía que siempre hacia el interior de la Ciudad. Y de repente llegó. Debió de caminar durante algo más de veinte minutos cuando, justo enfrente, el tono rojizo dio paso de nuevo al blanco descarnado de los fluorescentes. Con pasos lentos y cautelosos, recorrió los últimos metros pegado a la pared y con la pistola en la mano, pero el andén que le recibió estaba igual de desierto que el que había abandonado. Eso no le hizo sentirse más tranquilo. Más bien todo lo contrario. Puso mucha atención cuando subió a la plataforma, pensándose cada gesto mil veces, aguardando una muerte que no acababa de llegar. Nada sucedió cuando se puso de pie en ella. Ni tampoco cuando llegó hasta la base de las escaleras que conducían hacia la superficie. Así que subió. Era un único tramo que daba paso a un túnel corto, de suelo verde claro y paredes blancas y brillantes, que desembocaba en un nuevo tramo de escaleras que alcanzaban la superficie. El mago recorrió con decisión los metros que llevaban hasta el pie de los peldaños, pero ahí se detuvo de nuevo, y escuchó. De arriba llegaban voces. Personas hablando. Música. Personas riendo. Pasos. Personas discutiendo. El corazón de la Ciudad estaba vivo. Realmente vivo. En ese instante Sombra deseó con todas sus fuerzas estar en cualquier otra parte. O, a ser posible, de vuelta en su casa, estudiando en busca de alguna respuesta que podría tardar mil años en encontrar, a salvo entre sus cuatro paredes. Pero estaba al pie de la escalera. Así que volvió a ocultar la pistola debajo de la camiseta y comenzó a subir. Cinco escalones. Diez. Cincuenta. Ya casi estaba. Rozó la cadena en busca de la reconfortante pulsación del hechizo defensivo, y salvó los últimos peldaños.
Una ráfaga de aire cálido le dio en la cara, cargada de olores intensos. Alcohol. Vómito. Sudor. Justo en la boca del metro se apretujaba un grupo de seis mendigos, algunos medio borrachos y otros borrachos del todo, charlando en torno a una pequeña hoguera que habían encendido en una papelera, más para entretenerse que para cualquier otra utilidad. Más allá se alzaban edificios, casas, calles. Pero no las calles asépticas y anodinas de la Ciudad exterior, que le habían resultado ajenas. Estas calles le resultaban familiares, tanto que resultaba espeluznante. Porque las había recorrido hacía unas noches mientras sus vecinos se asesinaban unos a otros. Así que los Arcontes no habían destruido todas las pruebas de la marea que había barrido la Ciudad. Sólo las habían juntado en un gigantesco cajón de depravación y violencia, colocadas de cualquier modo. Y ahora él se hallaba en su interior. No estaba preparado para eso. Sin perder un segundo, Sombra se dio la vuelta y se dispuso a descender de vuelta al metro. Y en ese momento uno de los mendigos levantó la vista y le vio. Así de sencillo. Lo vio como si sus protecciones no existiesen.
—Bienvenido a las Casas de la Carne, jefe —le dijo con una sonrisa macilenta y sucia—. ¿Necesita un guía?