XXIII

Sarah soltó un chillido y pegó la espalda a la pared.

—¡No dispares! —gritó Isaac en español, y luego lo repitió en inglés.

Olive recogió el farol que había en el suelo. Tanto Isaac como su madre estaban desnudos y sus piernas aún se enredaban. Sarah se apartó a toda prisa, presa del pánico, y Olive vio su vientre de embarazada.

—Olive —dijo, aturdida por la impresión—. ¿Qué ha sido de tu pelo?

Se miraron fijamente. Transcurrieron unos segundos que parecieron horas.

—¿Lo sabe papá? —preguntó por fin Olive en un tono frío y carente de inflexiones—. ¿Lo sabe papá?

Sarah hizo un esfuerzo para incorporarse, se cubrió el pecho con la chaqueta de Isaac y alargó un brazo para coger su pantalón.

—Liv. Livvi. Baja la pistola.

Pero ella mantuvo el cañón del arma apuntando hacia su madre.

—¿Lo sabe?

—No lo sabe —respondió Sarah con una exclamación ahogada—. Baja eso, por Dios.

—¿Es tuyo? —le preguntó Olive a Isaac—. ¿El niño es tuyo?

—No es suyo —contestó Sarah en su lugar—. No lo es.

Isaac se puso de pie.

—Olive —dijo en tono suave—, baja la pistola. No hay necesidad de que nadie salga herido.

Ella notaba un fragor en los oídos.

—¿Por qué? —gritó—. ¿Por qué? —Su pregunta se elevó en la noche.

—¡Chis! —dijo Isaac—. No levantes la voz.

—Eres un hipócrita. Tanto hablar de marcharte al norte y de luchar por tu país cuando en realidad no te habías ido a más de un kilómetro, y para estar con ella… —Olive se tapó la boca con la mano para reprimir un sollozo.

—Livvi… —dijo Sarah.

—No me llames así. Isaac, no te hagas ilusiones de que lo que tienes con ella pueda ser amor. ¿Es tuyo el niño?

La mirada que intercambiaron Isaac y Sarah fue casi peor que el hecho de haberlos descubierto juntos. La intimidad que implicaba, la complicidad, la confianza.

—¿Cuánto tiempo lleváis…? ¿Qué tenía yo de malo? ¿Por qué no pude yo…?

Isaac empezó a acercarse a ella.

—Cálmate, Olive. Por favor. Puedo explicártelo…

Al ver que Isaac se acercaba a ella, Olive disparó una bala que perforó el techo de paja de la cabaña.

—¡Mierda! —exclamó él en español—. ¿Es que quieres que nos maten? Después de esto, todas las cuadrillas que merodeen por ahí fuera sabrán que aquí hay alguien.

Sarah dejó escapar un gemido y empezó a revolver en la oscuridad buscando el resto de su ropa.

—Tengo que irme. Tengo que irme —no dejaba de repetir—. Está a punto de volver.

—Eres una víbora —le dijo Olive.

Sarah levantó la vista hacia ella.

—No soy ninguna víbora.

—Ya lo creo que sí. No quiero volver a hablar contigo nunca más.

—¿Cómo has sabido que yo estaba aquí? —le preguntó Isaac.

—¿Tú qué crees?

Sarah gimió de nuevo. Olive cerró los ojos para no ver la escena que tenía delante.

—¿Cuánto tiempo hace que Teresa está enterada de esto? —susurró Sarah.

—No lo sé —respondió Olive, y era la verdad.

¿El silencio de Teresa hasta aquel momento habría obedecido a un deseo de protegerla o a otra cosa: al poder que le proporcionaba saber algo que Olive desconocía? ¿Habían estado todos riéndose de ella, tan enamorada de su Boris Mon-Amour? Habría sido mejor mantener a Isaac como un personaje de un libro, un producto de su imaginación, que como el monstruo que ella había creado en la vida real. Le vino a la memoria una de las últimas cosas que le había dicho Teresa en el desván: «Pregúntele a mi hermano lo que significa estar enamorado».

—Olive —le dijo Sarah, ya más controlada ahora que se había vestido—. Sé que no siempre ha sido fácil…

—Ah, no, no. No quiero saber nada.

—Yo nunca he querido hacerte daño.

—Y en cambio siempre me lo haces.

Sarah se levantó y se enfrentó a su hija.

—¿Crees que eres la única que se siente sola? ¿La única que sufre?

—Me da igual tu soledad. Estás casada. Con mi padre.

—¿Y piensas que es fácil estar casada con él?

—Cállate. No digas nada más.

Isaac estaba en un rincón, vistiéndose a toda prisa, mirando alternativamente a una y a otra con expresión mortificada.

—Isaac no te pertenece, Olive, no es más tuyo que mío —dijo Sarah.

—Es mío… Hemos… ¿Qué vas a decirle a papá? No te perdonará.

Sarah se rio.

—No sabía que fueras tan anticuada.

—¿Anticuada?

—Tú sabes que los cuadros que vende tu padre no pagan todo esto, Liv. La finca, nuestros viajes, nuestra vida. No es una cuestión de que él «me perdone». Algún día, Olive, comprenderás que todo el mundo destroza su vida. No conozco una sola pareja que no haya tenido problemas. El matrimonio es muy largo, ¿sabes?, y…

—Basta. Me da lo mismo. ¿Cuándo sedujiste a Isaac por primera vez?

—Cariño, fue al revés. Sucedió no mucho después de que papá le comprase el primer cuadro.

—Vete de aquí —dijo Olive.

Sarah echó a andar hacia la puerta de la cabaña con la misma despreocupación que si estuviera saliendo de un restaurante de Mayfair, pero tropezó al caminar a oscuras.

—No veo nada —se quejó.

—Estoy segura de que a estas alturas ya te conoces el camino. Cuidado con los lobos.

—Te acompaño —se ofreció Isaac.

—Tú no vas a ninguna parte —le dijo Olive, apuntándolo con la pistola.

—Olive, estás actuando como una estúpida —dijo Sarah.

—Vete ya.

—Hasta pronto —le dijo Sarah a Isaac—. Olive, vuelve cuando te hayas calmado.

Isaac y Olive la contemplaron unos instantes, hasta que se perdió en la noche.

—No deberías haber permitido que se fuera sola —le reprochó Isaac.

—No habría sido capaz de pegarle un tiro, ¿sabes? Y a ti tampoco. —Olive bajó el arma y encendió la linterna. Bajo aquella brillante luz blanca, Isaac parecía asustado—. Isaac, por el amor de Dios. ¿Sabes al menos lo que le ha ocurrido a tu hermana?

—¿Qué le ha ocurrido?

—Claro, supongo que mi madre no se ha tomado la molestia de contártelo. Teresa ha pagado por tus heroicas hazañas.

—No me ocultes cosas, Olive. No me gusta.

—Eso sí que tiene gracia, viniendo de ti.

—¿Qué le han hecho?

El pánico que reflejaba su cara era auténtico, de modo que Olive cedió un poco y le contó lo que habían hecho Jorge y Gregorio, lo de afeitarle la cabeza y obligarla a beber aceite de ricino, los paseos de Teresa a medianoche sin rumbo por los corredores de la casa.

El semblante de Isaac se contrajo en una mueca de dolor.

—Pero ¿por qué estás calva tú? —preguntó.

—Para que ella se sintiera mejor. Menos sola.

Isaac fijó la vista más allá del círculo que iluminaba la linterna, en la oscuridad.

—De modo que ha sido ella la que te ha dicho que yo estaba aquí.

—Sí.

—¿Te ha dicho también lo del niño?

—No. Solo me ha dicho que te encontraría aquí.

—¿Ha mencionado a Sarah?

—No. Yo le he preguntado qué sabría ella del amor, eso es todo.

Dejaron pasar unos instantes sin decir nada.

—Teresa ha causado muchos problemas —continuó Isaac.

—Sí, pero por lo menos ahora te estoy viendo tal como eres. Supongo que esa era su intención.

—¿De verdad crees que mi hermana siempre ha tenido en cuenta qué era lo mejor para ti? —replicó Isaac—. Es igual que un gato, siempre cae de pie.

—Sobrestimas su fuerza. Tú no la has visto. Y, sea como sea, ella no me ha hecho daño. Me lo has hecho tú.

—Quizá sea cierto. Y lo siento. Pero tú solo ves una idea de mí que te conviene. Nunca dejas de intentar crearme. Tu madre es… ¿cómo se dice? Perspicaz. Ella me ve tal como soy. Ella no quiere cambiarme.

—Ya. Seguramente le falte imaginación. Y además está enferma.

—¿El aburrimiento es una enfermedad? Sarah no está enferma. Pero a todos os viene bien decir que lo está. Incluso a ella misma.

—Tú te has aprovechado de mí.

—No me digas. Olive, yo nunca te he prometido nada, nunca te he dicho que te amaba. Tú has visto y oído lo que has querido.

—Te has acostado conmigo, Isaac. Varias veces.

—Sí. Y también dije que sí a lo de las pinturas. Todos cometemos errores.

—¿Qué es lo que intentas decir? ¿Que cuanto más pintaba menos te gustaba?

Isaac desvió la mirada.

—Lo que intento decir es que con tu madre… es distinto. Es otra cosa diferente.

—No es diferente, Isaac. Su comportamiento nos afecta a todos, igual que el de mi padre… y también el mío, supongo. ¿Te has quedado por ella?

Isaac titubeó. Olive cerró los ojos como si estuviera sintiendo dolor.

—Tú crees que eres el primero —dijo—, pero solo se ha acostado contigo para castigarme a mí.

Isaac soltó una carcajada y se llevó las manos a la cabeza.

—Eres toda una artista, ¿a que sí? Crees que el mundo gira en torno a ti, y nunca dejas de buscar el dolor. Pues esto no tiene que ver contigo, Olive. En esto tú no pintas nada.

—Me voy. Y suerte, ¿no fue eso lo que me dijiste tú?

Se volvió hacia la oscuridad para tomar la misma dirección que su madre.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Isaac.

—Regresar a Inglaterra. Tenías razón. Ya encontraré un sitio donde vivir. Dejaré que de eso se encarguen mis padres. Veré si la escuela de Bellas Artes aún quiere aceptarme.

—Es un buen plan.

—Ya veremos. Toma. —Olive le entregó la pistola—. Es posible que la necesites más que yo.

—¿Y Tere? —preguntó él, al tiempo que se guardaba el arma en el cinturón—. ¿Piensas llevártela contigo?

Olive suspiró.

—No lo sé, Isaac. No tiene papeles.

—Lo ha pasado muy mal.

—Acabas de decir que no ha hecho más que causar problemas.

—Solo tiene dieciséis años.

Olive no pudo disimular su sorpresa.

—Dijo que tenía dieciocho.

—Bueno, pues no es cierto. Pero si Jorge decide… Si mi padre…

—No hace falta que me digas nada, estuve presente mientras sucedía todo. Mientras tú estabas aquí.

Isaac le tendió una mano, y ella se quedó mirándola.

—¿Sabes? —le dijo Olive—, me alegro de haberte pintado con la cara verde.

Lo dijo como una broma; en realidad, no pensaba que Isaac fuera un ingenuo ni que estuviera enfermo. Simplemente quiso afirmar que la artista era ella y que por lo tanto lo pintaría con los colores que juzgara convenientes. Quería que Isaac comprendiese que era lo bastante adulta como para lidiar con aquello, aunque no se sintiera así. Él siempre sería el hombre que le había cambiado la vida. Pero cuando Olive dio un paso al frente para estrecharle la mano y la retuvo durante unos instantes en la suya, Isaac se derrumbó a sus pies.

Al principio le pareció que no era real. Se quedó mirándolo horrorizada mientras el haz de luz de la linterna iluminaba el chorro de sangre que estaba brotando de la cabeza de él y cayendo sobre sus ojos. Y entonces oyó lo que había pasado por alto la primera vez: la detonación amortiguada de un arma que había disparado hacia ellos. Otros dos tiros más rebotaron por los cerros, atravesando el aire, y se perdieron por encima de los árboles. Olive echó a correr.

Jorge, que había oído el disparo de la pistola de Olive media hora antes, había acudido al monte para ver si lograba localizar el lugar del que había partido, y llevaba un rato observándolos desde lejos. Le costó creer la suerte que había tenido: Isaac Robles escondido y su hermana calva pasándole un arma de fuego. Y la muy tonta había dejado la linterna encendida, de modo que después de dispararle a Isaac podría seguirla a ella fácilmente, porque el haz de luz descendía la colina sacudiéndose sin cesar, dando tumbos cuesta abajo.

Jorge disparó tres veces más. Observó que el haz de luz tropezaba y finalmente quedaba inmóvil en el suelo, como una pequeña luna blanca. Esperó. No se movió nada. El silencio que siguió a continuación era tan próximo, resultó tan ensordecedora aquella muda nota residual, que se diría que el monte se había doblado sobre sí mismo y la tierra había empezado a resquebrajarse.