XXI

Olive bañó a Teresa y quemó aquel asqueroso sayón. A continuación, le puso un jersey suyo de lana y un pantalón azul de seda que le había dado su madre. Quizá la belleza de aquella seda azul tuviera como objetivo distraer a Teresa, pero lo único que consiguió fue conferirle un aspecto incongruente: el lujo en contraste con el jersey de lana y el cráneo afeitado. Para cuando Harold regresó de Málaga, ya tarde, le habían dado a Teresa dos de los somníferos que tomaba Sarah y la habían subido a una habitación del primer piso, donde dormía profundamente.

Antes de que pudieran contarle lo que había sucedido en la plaza del pueblo, Harold se desahogó explicando lo vivido en Málaga. Había vuelto muy afectado. El estado de las carreteras era terrible, contó. Desde que se habían destruido los dos puentes, con lo cual el centro había quedado aislado, nadie había hecho nada para repararlos. Lo llamó el perverso budismo de los españoles. Estaba muy bien eso de dejar que todo fluyera, pero no a expensas de la vida. Porque, de lo contrario, ¿cómo se explicaba que no reparasen un puente que podía ayudar a que los ciudadanos que estaban aguardando en la ciudad recibieran comida, y no digamos ya a las tropas?

Había aparcado el coche fuera y había entrado a pie en la ciudad, y cuando finalmente llegó al centro, descubrió que apenas había provisiones que comprar. No encontró ningún alimento enlatado, ni queso, ¡ni queso!, ni pan. Consiguió encontrar un kilo de azúcar y otro de achicoria, una cantidad racionada de bacalao salado, unas pocas sardinas frescas, un paquete de tabaco y un triste chorizo. Dijo que Málaga estaba irreconocible, que allí donde antes colgaban cestas de flores ahora se veían edificios bombardeados, y habló del estado catatónico de las personas que se habían quedado sin hogar y que no tenían ningún sitio donde vivir y muy poco que comer. Aunque los hoteles aún estaban en pie —preservados porque se cerraban por la noche para protegerlos de las bandas de saqueadores—, varias zonas de la ciudad ya no eran más que carcasas humeantes.

—La organización es un horror —continuó Harold—, ¡un maldito desastre! —gritó, y su esposa y su hija dieron un respingo.

¿Qué sería lo que lo tenía tan alterado, a él, que no era de allí, que podía marcharse cuando quisiera?

Les dijo que los expatriados que vivían en Málaga se habían refugiado en el hotel Regina, pero que la gran mayoría de los extranjeros estaban ya marchándose a bordo de la segunda tanda de destructores que había anunciado el consulado británico. Los había visto en el muelle, con el pasaporte en la mano, rodeados de baúles de viaje desperdigados como fichas de dominó. Ingleses, norteamericanos, argentinos, alemanes y chilenos, y también algunos españoles con pinta de adinerados.

—Dicen que los alcanzará la ola de rojos, pero el cielo está lleno de bombarderos de Mussolini —dijo—. Puede que de ahora en adelante el mar sea la única vía para obtener alimentos. Con esos puentes destruidos, no veo cómo van a llegar las provisiones.

—Aquí estamos demasiado lejos del mar para que eso nos tranquilice —saltó Sarah, al tiempo que cogía las sardinas y el chorizo y desaparecía con ellos en el interior de la despensa—. ¿Has podido comprar la bandera, como te dije? —preguntó.

—No te enteras, ¿verdad? —replicó Harold—. En medio de los ataques aéreos, con los aviones italianos bombardeando el puerto, ¿crees que voy a encontrar una bandera británica?

Sin embargo, a pesar de los horrores que se vivían en Málaga, Olive estaba convencida de que lo que realmente estaba empezando a poner nerviosos a sus padres era Teresa. Su presencia era como una materia oscura en el dormitorio del primer piso, y por toda la casa flotaba un ambiente de culpabilidad. Sarah no sabía qué hacer con ella, la llenaba de perfume, le llevaba todas las revistas Vogue y Harper’s que pudiera desear. Teresa no decía nada al ver todo eso y se limitaba a fijar en Sarah una mirada hosca. Sarah decidió mantenerse alejada, pues no deseaba estar cerca de semejante volatilidad. Harold subió el gramófono al dormitorio, pero la invitada no puso ninguno de sus chispeantes discos de jazz.

Al tercer día de su estancia en la finca, Teresa cayó presa de la fiebre. Permanecía tumbada en la cama, murmurando una y otra vez: «Bist du es? Bist du es?», mientras Olive le pasaba un paño húmedo por la frente y rezaba para que el médico se atreviera a ir a la casa. Llamó a su madre para que la ayudara, pero Sarah no respondió. Teresa tenía una expresión fija, los ojos fuertemente cerrados, el rostro hinchado por el cansancio, la piel pálida y sudorosa como un huevo sin cáscara.

No se sabía nada de Isaac. En el pueblo, cada noche uno de los propietarios de los bares orientaba la radio hacia los montes, con el fin de que los que estaban allí escondidos pudieran seguir las noticias. El general Queipo de Llano, que aún continuaba transmitiendo desde Sevilla, anunciaba a sus oyentes que contaba con cincuenta mil tropas italianas, tres banderas de la Legión Extranjera y quince mil soldados norteafricanos conocidos como el Ejército de África, todos esperando a entrar en Málaga. Eso hizo estremecer a Olive, pero se consoló pensando que Isaac estaría allí cerca, en alguna parte, escuchando. No quería que se hubiera marchado al norte, quería que estuviera allí.

A Teresa le bajó la fiebre y estuvo varios días más acostada en silencio. Por la noche, mientras escuchaba el gemido de los lejanos bombarderos, Olive oía a Teresa ir y venir descalza por los pasillos, con sus pasos catárticos… ¿Qué pretendía? ¿Sería una vigilia nocturna cuya finalidad era hacer volver a su hermano? ¿Por qué, cuando él había sido el motivo de la humillación que ella había sufrido? Olive rememoró el grito de rabia de Teresa en la plaza del pueblo, su gesto de impotencia, el terror que reflejó su rostro cuando Gregorio le sujetó los brazos, y se preguntó si, después de todo, Teresa sí sabía dónde estaba su hermano.

Pero esta permanecía enterrada bajo los recuerdos, se pasaba el día acurrucada en la cama, en posición fetal, con la cara vuelta hacia la pared. No hablaba con nadie. Era un trauma que nadie de la casa sabía cómo encarar. Olive se despertaba al amanecer y se plantaba delante de un lienzo en blanco, incapaz de coger un pincel. No lograba olvidar la imagen de la silla en la plaza del pueblo, el sayón manchado de heces, la cabeza de Teresa transformada en una bola de un blanco sucio, sus pies descalzos avanzando con dificultad por el zaguán de la casa. Temerosa de no poder pintar nunca más y de no volver a ver a Isaac, la avergonzaba reconocer que no sabía decir qué privación la hería más profundamente. En su cerebro retumbaba lo que le había dicho él: «Te he sido útil».

Fueron pasando los días, y Olive continuaba aguardando a que Teresa rompiera su silencio. Los silencios como ese constituían la peor de las pesadillas para Harold. En su opinión, la gente debía hablar, expresar su dolor en voz alta. Se enfurecía e intentaba obligar a decir algo a la joven que yacía acostada en una de las habitaciones de su casa. Pero Olive estaba segura de que se acercaba el fin de aquella situación; casi podía notar la humillación de Teresa en el aire, acumulándose contra la puerta del dormitorio, a punto de romperla.

Harold dijo que en cuanto Teresa se hubiera recuperado y hubiera vuelto a su casa, ellos cruzarían la frontera y pasarían a Gibraltar. En cuanto a Isaac, él se lo había guisado e iba a tener que comérselo. Olive, en el desván, intentando conciliar el sueño, apenas podía imaginar una acera intacta, un parque cuidado, los tejados de pizarra de Curzon Street y Berkeley Square mojados por la lluvia. Marcharse a Londres significaba cruzar una frontera tanto física como metafísica, y no estaba segura de ser capaz de hacer tal cosa, ni siquiera sabía si quería. Londres podía significar una asfixia de otra clase. Para ser totalmente sincera consigo misma, debía admitir que vivir en Arazuelo resultaba estimulante, al tener tan cerca la posibilidad real de morir.

Empezó a sentirse responsable de la desaparición de Isaac. Aquella noche, cuando se despidieron en el porche, él estaba muy enfadado y le había deseado suerte antes de irse. Cuán lejos parecía estar ya el día en que, recién llegados a aquel lugar, bajo el tenue sol de enero, Isaac le había retorcido el pescuezo a aquella gallina. Olive rememoró lo que había sentido en su cuerpo cuando él mató al animal. Isaac le había dado mucho; ¿le habría dado ella otro tanto a cambio? No, seguro que no. Cuando intentó revivir la sensación de sus manos acariciándola, descubrió que no podía.

—¿Tú crees que Isaac habrá conseguido huir? —le preguntó Sarah una tarde, cuando estaban Olive y ella sentadas a solas en la salita que daba al este. Harold se encontraba en su estudio y Teresa seguía en el piso de arriba.

Olive se frotó los brazos. La pila de leña iba menguando, por lo que tenían que racionar la que quedaba.

—No lo sé.

—Yo estoy segura de que sí —afirmó Sarah—. Seguro que ha cogido un tren.

Olive se fijó en el buen aspecto de su madre a pesar de la escasez de alimentos y del trauma sufrido por Teresa, que amenazaba con engullirlos también a ellos. Era como si aquella situación estresante finalmente le hubiera proporcionado un motivo para vivir.

—¿Tú quieres marcharte, Liv? —preguntó Sarah.

Olive tiró de un hilo del raído sofá. Al fin y al cabo, Isaac estaba en lo cierto. Ellos habían llegado un buen día y del mismo modo volverían a irse.

—No —respondió—. Este es mi hogar.

Aquella misma noche, Olive oyó que alguien llamaba a su puerta.

—¿Quién es?

Teresa entró arrastrando los pies y se detuvo en el umbral. Estaba más delgada que nunca y le había crecido un poco el pelo, pero, sobre todo, a Olive la alivió ver que sus ojos reflejaban determinación.

—¿Sabe lo que está diciendo su padre? —le preguntó la chica.

Olive volvió a recostarse en la cama.

—Mi padre dice muchas cosas.

—Habla del fatalismo de los españoles.

—No le hagas caso.

—Lo que dice no es justo.

—Ya lo sé.

—¿Acaso piensa que no estamos intentando luchar?

—Él no piensa eso. Cuando uno es forastero, resulta fácil decir esas cosas.

—Este lugar no es seguro.

—Ya lo sé, Tere.

—Deberían irse.

—No pienso abandonarte.

—Usted no se queda aquí por mí, señorita. Yo sé por qué continúa en esta casa. —Las dos jóvenes se miraron—. Mi hermano no va a regresar —añadió Teresa.

Olive se incorporó a medias.

—Puede que sí.

Teresa se rio. Fue una risa quebrada, amarga.

—Precisamente usted debería abrir los ojos.

—Yo diría que los tengo bastante abiertos, muchas gracias. Más que la mayoría de los ingleses que han vuelto a casa.

Teresa entró despacio en el dormitorio y pasó una mano por el borde superior de Rufina y el león.

—Mi hermano ha hecho mucho daño —dijo.

—¿Al pueblo?

—A esta casa.

—¿A qué te refieres?

—Querría darle las gracias, señorita —dijo Teresa—, por rescatarme de Jorge y de Gregorio.

—No podía hacer otra cosa.

—He intentado luchar.

—Ya lo sé.

—Pero es muy difícil. Es como pelear contra una misma. Y hay veces en las que no veo por qué debería hacerlo. ¿Por qué tendría que luchar?

—No conozco la respuesta a esa pregunta, Tere.

—Señorita, si usted se va… ¿yo podría acompañarla?

Olive titubeó. Su padre no tenía previsto llevarse a Teresa con ellos.

—¿Tienes papeles?

La chica, en un gesto inconsciente, se tocó la cabeza, donde las heridas estaban empezando a curarse.

—No.

Siguió un silencio.

—Déjame que te arregle —le dijo Olive. Bajó de la cama, fue hasta ella y le apoyó las manos en los hombros—. Ven, no voy a hacerte daño, tendré cuidado.

Sentó a Teresa en el borde de la cama y, con una cuchilla que había cogido del tocador de su padre, fue retirando muy despacio los parches de pelo que le quedaban en la cabeza. Luego le puso calamina en los cortes. Teresa estuvo todo el rato muy quieta, mirando por la ventana y escuchando los disparos que se oían a lo lejos, en Málaga.

—Esto es culpa de mi hermano —dijo en tono inexpresivo.

Olive sostuvo un momento la cuchilla por encima de Teresa.

—Bueno, todos hemos actuado como necios. Podrías echarle la culpa a tu padre y él se la echaría al gobierno y el gobierno se la echaría a los que gobernaban antes. No creo que Isaac quisiera que te ocurriera esto.

—Isaac piensa en el país, pero se olvida de su casa —contestó Teresa.

—Isaac es buena persona.

—¿Usted cree?

—Tiene conciencia.

Teresa se echó a reír.

—Tú sabes dónde está tu hermano, ¿verdad? Te prometo que no voy a decírselo a nadie. Pero necesito saberlo.

Teresa hundió los hombros y se volvió otra vez hacia la ventana.

—Es mejor que no lo sepa.

De repente oyó un tijeretazo. Horrorizada, se volvió hacia Olive y vio que esta se había cortado un grueso mechón de pelo.

—¿Qué está haciendo? —exclamó, al ver que se cortaba otro más.

—Crees que simplemente he estado jugando, ¿no? —dijo Olive.

—Deje su cabello en paz. Déjelo.

Teresa hizo ademán de quitarle la tijera, pero Olive la apuntó con ella, como advirtiéndola de que se estuviera quieta. Entonces empezó a cortarse un mechón tras otro, puñados de cabello de color avellana que caían flotando hasta el suelo. Teresa la observaba hipnotizada.

—Ahora aféitame la cabeza —dijo Olive.

—Se ha vuelto loca.

—En absoluto. ¿Qué tengo que hacer para que la gente me tome en serio?

—Llevar el pelo como yo no le servirá para experimentar el mismo dolor.

—Teresa, hazlo.

Ella procuró ocultar las lágrimas mientras eliminaba con delicadeza todo el pelo que quedaba en la cabeza de Olive. No se acordaba de la última vez que había llorado delante de alguien. Le acudió a la memoria aquella primera pintura de Olive que ella había colocado en el caballete para enseñársela a los Schloss, la de santa Justa transformada en una mujer en un trigal. Isaac estaba convencido de que lo había hecho porque lo había visto besándose con Olive junto a la verja oxidada de la casa, que ella estaba castigándolo porque tenía celos, que había intentado robarle su oportunidad de brillar. Teresa tenía que admitir que ver lo que sucedía entre los dos le había hecho daño, que la había hecho sentirse excluida e ignorada, aunque no supiera explicar muy bien por qué. Pero también sabía que aquel impulso suyo en todo momento estuvo relacionado con algo más profundo, no tenía que ver exactamente con Isaac. Era otra cosa que ni ella misma alcanzaba a entender del todo. Lo que más se acercaba a describirlo era que se trataba de un vínculo que Teresa había creado para sí misma y Olive estaba siendo justamente recompensada.

—Tere, voy a preguntártelo otra vez. ¿Sabes dónde está Isaac? —dijo Olive.

Teresa casi sintió la presión de aquella pregunta como algo físico.

—Olvídese de Isaac —contestó—. Él no la ama como debería.

—Ay, Teresa. Qué sabrás tú del amor.

En el corto período de tiempo que Teresa llevaba en la casa de los Schloss, había aprendido más sobre el amor y sus problemas de lo que Olive era capaz de imaginar. Pero también sabía, desde mucho antes de que llegara aquella familia con sus corazones rebosantes, que si bien todo tiene consecuencias, nada puede achacarse solo al destino. Ella siempre había optado por ver y callar. Durante toda su vida, antes de conocer a Olive, se había atenido a esa máxima.

Sin embargo, Olive y sus pinturas y sus padres habían cambiado su actitud. La habían hecho abrirse y ser más vulnerable ante el mundo de otras personas. Y, de nuevo, Olive estaba presionándola para que hablase. Quizá no hubiera nada que ganar en seguir guardando silencio. Quizá hubiese llegado la hora de que Olive viera la verdad por sí misma y se liberase al fin.

—Está en una choza de pastores —dijo Teresa.

—¿Qué?

—Vaya y busque una choza de pastores. Allí encontrará a mi hermano.

Olive la miró atónita.

—No te creo.

—Lo encontrará allí. Pregúntele lo que significa estar enamorado.

Teresa la contempló mientras se marchaba y empezó a recoger con la escoba el pelo que le había cortado a Olive, experimentando una mezcla de alegría y miedo. No sabía muy bien lo que Olive iba a encontrar, pero se hacía más o menos una idea. Observó la nuca de la joven, recién afeitada, con un sentimiento que se acercaba al orgullo. Sabía que cuando llegase el momento de la verdad —y desde luego se hallaba próximo— cuestionarían su forma de ser. Por lo menos verían que no le había hecho ningún rasguño a su señora. El corazón herido de Olive no era posible repararlo, pero al menos la cabeza ya la tenía despejada.