3

Su nombre estaba grabado en una placa de latón clavada en su puerta. Me gustaría saber cuántas mujeres tenían despacho propio en Londres, en aquel año de Nuestro Señor de 1967. Las de clase trabajadora desempeñaban empleos de poca categoría, o bien eran enfermeras en el Servicio Nacional de Salud, u obreras o mecanógrafas como yo, y así había sido durante décadas. Pero entre eso y tener tu nombre grabado en la puerta había todo un mundo, un viaje casi irrealizable. Quizá Marjorie Quick pertenecía a la familia Skelton y ocupaba allí un puesto honorario.

Abrió la puerta —la placa destelló, iluminada por el sol que entraba por la ventana— y me hizo pasar. Su despacho era blanco y espacioso, con enormes ventanales que daban a la plaza. De las paredes no colgaba ningún cuadro, cosa que me resultó peculiar, teniendo en cuenta dónde estábamos. Tres de ellas estaban cubiertas de estanterías, en las que alcancé a ver sobre todo novelas del siglo XIX y de principios del XX, una sorprendente mezcla de obras de Hopkins al lado de las de Pound, y varios tomos de la historia de Roma. Como todos estaban encuadernados en tapa dura, no pude ver si los lomos estaban doblados o no.

Quick cogió un paquete de tabaco de encima de su amplio escritorio. Observé cómo sacaba un cigarrillo, titubeaba un momento y después se lo colocaba delicadamente en los labios. Acabaría acostumbrándome a ese hábito suyo de acelerar sus acciones solo para ralentizarlas de nuevo, como si intentara contenerse. Hacía honor a la rapidez implícita en su apellido, pero siempre costaba trabajo discernir si lo natural en ella era su lado apresurado o el lánguido.

—¿Le apetece uno? —me ofreció.

—No, gracias.

—Entonces fumaré sola.

Su encendedor era plateado, pesado y recargable, de los que se dejan sobre una mesa en vez de guardarlos en el bolsillo. Era el típico objeto que uno esperaría encontrar en una casa de campo, un cruce entre granada de mano y algo que se saca a subasta en Christie’s. El Skelton tenía mucho dinero, pensé, y Quick lo reflejaba. Estaba tácito pero presente en el corte de su blusa rosa de seda, en su audaz pantalón, en su parafernalia de fumadora. En ella misma. De nuevo me pregunté cuál sería exactamente el papel que desempeñaba allí.

—¿Una ginebra? —me ofreció entonces.

Titubeé. Nunca bebía mucho, no me gustaba el sabor del alcohol. El olor me recordaba demasiado a los hombres que frecuentaban los clubes de Puerto España: la burbuja de ron circulando por la sangre que terminaba estallando en un rugido de dolor sórdido o de euforia, audible en todas las carreteras polvorientas que llevaban hasta la ciudad. Pero Quick desenroscó el tapón de una botella que había sobre una mesa en un rincón y sirvió ginebra en dos vasos. Acto seguido, hurgó en una cubitera con unas pinzas y dejó caer dos cubitos en el mío, lo rellenó con tónica hasta el borde, agregó una rodaja de limón y me lo pasó.

Después se hundió en su sillón como si llevara veinte días de pie, bebió un sorbo de su ginebra, levantó el teléfono y marcó un número. Encendió el mechero y al instante apareció una gruesa llama de color anaranjado. La punta del cigarrillo chisporroteó y la hoja de tabaco comenzó a desmenuzarse en hilillos de humo azul.

—Hola, ¿Harris? Sí, lo que haya hoy, pero para dos. Y una botella de Sancerre. Dos copas. ¿Cuánto tardarán? Muy bien.

Escuché la cadencia de su voz: era entrecortada y ronca, no sonaba totalmente inglesa, aunque sí había bastantes indicios de haberse educado en un internado con muchas corrientes de aire.

Colgó el teléfono y dejó el cigarrillo apoyado en un gigantesco cenicero de mármol.

—Era el restaurante de aquí al lado —me explicó—. Me resulta imposible sentarme allí.

Tomé asiento frente a ella, con el vaso en las manos, pensando en el sándwich que me había preparado Cynth, que en aquellos momentos estaría empezando a encogerse por el calor, dentro del cajón de mi mesa.

—Así que un empleo nuevo —dijo Quick.

—Sí, señora.

Ella dejó su vaso sobre el escritorio.

—Veamos, señorita Bastien. Jamás me llame «señora». Y tampoco soy «señorita». Me gusta que me llamen por mi apellido. —Esbozó una sonrisa contrita—. ¿El suyo es francés?

—Sí, eso creo.

—¿Habla francés?

—No.

—El ser y el tener me confunden sobremanera. Creía que los habitantes de Trinidad hablaban francés.

Titubeé un instante.

—Solo unos pocos antepasados nuestros trabajaban dentro de las casas, en contacto con los franceses —expliqué.

Ella abrió mucho los ojos… ¿divertida, ofendida? Me fue imposible saberlo. Temí que mi lección de historia hubiese sido excesiva, demasiado altiva, y que me hiciera fracasar en mi período de prueba.

—Claro —contestó—. ¡Qué interesante! —Bebió otro trago de ginebra—. En estos momentos no hay mucho que hacer aquí —siguió diciendo—, pero espero que el señor Reede la mantenga ocupada con su infinito caudal de correspondencia. Me preocupa que se aburra usted.

—Seguro que no me aburriré. —Me acordé de Dolcis, de cómo nos sobrecargaban de trabajo a Cynth y a mí, de cómo nos miraban el culo los maridos mientras sus esposas se probaban zapatos de tacón—. Estoy muy contenta de trabajar aquí.

—Probablemente habrá más actividad en un solo día en Dolcis Shoes que en una semana entera en el Skelton. ¿Le gustaba su trabajo? —me preguntó—. ¿Disfrutaba tocándoles los pies a todas esas mujeres?

Era una pregunta un tanto sorprendente, con cierta insinuación sexual que me molestó, dado que yo aún era virgen. Pero no pensaba dejarme acobardar.

—Si le soy sincera —respondí—, treinta pares al día resultaba agobiante.

Ella se reclinó en su sillón y soltó una carcajada.

—¡Todos los quesos de Francia!

Su risa era contagiosa, de modo que yo me permití una risita tímida. Fue un comentario absurdo, pero sirvió para relajar la tensión que sentía.

—A algunas personas no les importa —dije, pensando en Cynth y en cómo estaba degradándola con aquella conversación, con aquel extraño juego cuyas reglas desconocía—. Hay que tener habilidad.

—Ya me lo imagino. Pero tantos pies anónimos… —La recorrió un escalofrío—. En el Skelton tenemos muchos retratos hermosos, pero en realidad las personas no somos más que brazos que cuelgan, intestinos que hacen ruido. Un hígado caliente. —Me miró con fijeza y le dio otra calada al cigarrillo—. He tenido mucho más tiempo que usted para llegar a esa conclusión, señorita Bastien. Los dedos de los pies, el pliegue del codo. Disfrute mientras pueda de la dignidad que tienen.

—Lo intentaré —contesté, otra vez inquieta.

Quick transmitía cierta desazón; era como si estuviera actuando para mí, y yo no sabía por qué.

De pronto llamaron a la puerta. Dio permiso para que entraran y apareció nuestro almuerzo, servido sobre un carrito que empujaba un camarero muy anciano y escuálido que solo tenía un brazo. Una cestita de panecillos, dos pescados planos, una ensalada abundante, una botella de vino metida en un recipiente con hielo y algo más oculto bajo una tapa de acero inoxidable. El anciano me miró y se sobresaltó como un conejo. Sus ojos húmedos volvieron a posarse en Quick.

—Eso es todo, Harris. Gracias —le dijo ella.

—No la hemos visto en toda esta semana, señorita —replicó él.

—Eh… he estado de vacaciones.

—¿Ha ido a algún sitio interesante?

—No. —Quick pareció momentáneamente desconcertada—. Me he quedado en casa.

A continuación, el hombre centró la atención en mí.

—Es un poco distinta de la anterior —comentó, ladeando la cabeza—. ¿Sabe el señor Reede que ha contratado a una morenita?

—Eso es todo, Harris —replicó Quick en tono tajante.

El viejo la miró con una mueca de contrariedad, dejó el carrito, me observó fijamente y salió por la puerta.

—Harris —dijo Quick cuando este se hubo marchado, como si pronunciar su nombre fuera suficiente explicación—. Perdió el brazo en Passchendaele. Se niega a jubilarse, y nadie tiene valor para obligarlo.

Las palabras del hombre aún flotaban en el aire. Quick se levantó y me entregó un plato del carrito.

—Apóyelo en la mesa, si quiere.

Cogió el suyo y se lo llevó a su lado del escritorio. Tenía la espalda estrecha y esbelta, los omoplatos se le marcaban ligeramente a través de la blusa, como un par de aletas. La botella de vino venía ya descorchada, de modo que procedió a llenar las copas.

—Es muy bueno, no como el que utilizamos para el público. —El gorgoteo era ruidoso, exuberante y transgresor, como si estuviera sirviéndome un elixir a plena luz del día—. Salud —dijo rápidamente, a la vez que levantaba su copa—. Espero que le guste el lenguado al limón.

—Sí —respondí. Nunca lo había comido.

—Bueno. ¿Qué dijeron sus padres cuando les comunicó que iba a trabajar aquí?

—¿Mis padres?

—¿Se sintieron orgullosos?

Agité los dedos de los pies dentro de los zapatos.

—Mi padre falleció.

—Ah.

—Mi madre sigue viviendo en Puerto España. Soy hija única. Es posible que ni siquiera haya recibido aún mi carta.

—Ah. Debe de ser duro para las dos.

Pensé en mi madre, en lo mucho que creía en Inglaterra, un país que nunca vería; y pensé en mi padre, reclutado por la RAF y derribado en Alemania en medio de una bola de fuego. Cuando yo tenía quince años, el primer ministro de Tobago declaró que el futuro de los niños de aquellas islas estaba en sus carteras del colegio. Mi madre, desesperada por que mi vida no fuera como la suya, me empujó a superarme, pero ¿para qué, cuando toda la tierra que quedó tras la independencia se estaba vendiendo a empresas extranjeras que invertían los beneficios en sus respectivos países? ¿Qué se suponía que debíamos hacer los jóvenes cuando llegáramos al fondo de aquellas carteras y descubriéramos que allí no había nada más que una costura desgarrada por el peso de los libros? Tuvimos que marcharnos.

—¿Se encuentra bien, señorita Bastien? —me preguntó Quick.

—Vine aquí con mi amiga Cynth —dije, pues no quería seguir pensando en Puerto España, ni en la lista de bajas en la que figuraba el nombre de mi padre, ni en la parcela vacía del cementerio de Lapeyrouse que mi madre aún conservaba sin ocupar, ni en las monjas católicas que me educaron mientras mi aflicción iba creciendo—. Cynthia se ha comprometido y va a casarse.

—Ah. —Quick tomó su cuchillo y empezó a separar un pequeño trozo de lenguado, y yo tuve la extraña sensación de estar diciendo demasiado sin haber dicho nada en absoluto—. ¿Cuándo?

—Dentro de dos semanas. Yo voy a ser su dama de honor.

—¿Y después?

—¿Después qué?

—En fin, usted se quedará sola, ¿no? Ella se irá a vivir con su marido.

Quick siempre insistía en eludir sus propias verdades a la vez que incidía en el meollo de las de los demás. No me dijo nada del Skelton y se concentró únicamente en averiguar cosas sobre mí, con lo cual no tardó en llegar hasta mis peores miedos. El hecho era que la inminente partida de Cynth de nuestro diminuto piso flotaba entre mi vieja amiga y yo como una pregunta tácita y cargada de malos augurios. Ambas sabíamos que ella se iría a vivir con Samuel, pero yo no era capaz de verme a mí misma compartiendo piso con nadie más, de modo que no hablaba del tema y Cynth tampoco. Yo presumía de mi nuevo empleo y ella se preocupaba de las invitaciones de boda y de prepararme sándwiches que yo olvidaba. El salario del Skelton alcanzaría para la segunda habitación del piso, la que ella iba a dejar vacante, y ese era mi único consuelo.

—Me gusta estar sola —dije, tragando saliva—. Será agradable disponer de un poco de espacio.

Quick fue a coger otro cigarrillo, pero de pronto pareció cambiar de idea. «Si estuvieras sola —pensé—, ya te habrías fumado tres pitillos más». Sus ojos se posaron brevemente en mi rostro y levantó la tapa de acero inoxidable, que cubría un merengue de limón.

—Coma algo, señorita Bastien —me dijo—. Hay mucha comida.

Mientras yo consumía mi porción de merengue, Quick ni siquiera tocó el suyo. Daba la impresión de haber nacido para todo aquello, para fumar y pedir comida por teléfono, para hacer observaciones tangenciales. La imaginé con veintipocos años, paseando por Londres con un atuendo de lo más glamuroso, una gata caminando entre las bombas que caían a su alrededor. Me la representaba como un personaje mezcla de Mitford y Waugh, con un toque de Muriel Spark, a la que yo acababa de descubrir. Tal vez fuera una vanidad que me había inculcado la educación recibida, un tanto distinta del modelo de los colegios privados ingleses, con su latín y su griego y sus muchachos jugando al críquet, pero anhelaba conocer a personas excéntricas y seguras de sí mismas que hicieran mi vida más interesante; consideraba que merecía conocer a esa clase de personas que solo salían en las novelas. Quick apenas tuvo que hacer nada, porque yo estaba de lo más deseosa y dispuesta. Privada de mi vida anterior, empecé a elaborar una fantasía del presente.

—Su solicitud me interesó mucho —me dijo—. Escribe usted muy bien. Pero que muy bien. Al parecer, era usted de los alumnos más brillantes de su universidad. Deduzco que se considera demasiado buena para ser secretaria.

Me recorrió un escalofrío. ¿Significaba aquello que iba a despedirme, que no había superado la prueba?

—Me siento muy agradecida de estar aquí —respondí—. Es un lugar maravilloso para trabajar.

Quick contestó a mis cumplidos con una mueca, lo que me hizo preguntarme qué querría. Tomé un panecillo y lo sostuve en la palma de la mano. Tenía el tamaño y el peso de un pequeño marsupial, y sentí el impulso instintivo de acariciarlo. Pero de pronto noté sobre mí la mirada de Quick y hundí el pulgar en la corteza.

—¿Y qué tipo de cosas le gusta escribir?

Me acordé de la hoja de papel que aguardaba en mi máquina de escribir, en la otra sala.

—Poemas, principalmente. Algún día me gustaría escribir una novela, pero aún estoy esperando a que se me ocurra un buen argumento.

Quick sonrió.

—Pues no espere demasiado. —Me alivió bastante que me dijera eso, porque, por lo general, cada vez que le comentaba a alguien que quería escribir, me contestaban que su propia vida sería un argumento perfecto—. Se lo digo en serio —añadió Quick—. No debe demorarse. Nunca se sabe qué le puede suceder a uno.

—Le haré caso —respondí, gratificada por su insistencia.

Quick se recostó en su silla.

—Usted me recuerda a una persona a la que conocí.

—¿En serio? —Eso me resultó inmensamente halagador y esperé a que prosiguiera, pero de improviso se le nubló el semblante y aplastó el cigarrillo que había apoyado en el borde del cenicero.

—¿Qué le parece Londres? —me preguntó—. Usted llegó en el sesenta y dos. ¿Le gusta vivir aquí?

Me sentí paralizada. Quick se inclinó hacia delante.

—Señorita Bastien, esto no es un examen, tengo interés de verdad. Diga lo que diga, no se lo contaré a nadie. Se lo prometo.

Nunca se lo había confesado a nadie. Tal vez fuera la ginebra, o su expresión franca, junto con el hecho de que no se hubiera reído de mi sueño de escribir. Quizá se debiera a la seguridad que tienen los jóvenes, o a la actitud del anciano Harris, pero lo cierto es que dije sin pensar:

—Nunca había visto tanto hollín.

Quick se rio.

—Es asqueroso.

—En Trinidad, nos educaban diciéndonos que Londres es un lugar mágico.

—A mí también.

—¿Usted no es de aquí?

Quick se encogió de hombros.

—Llevo tanto tiempo aquí que ya apenas recuerdo nada más.

—Te hacen creer que Londres está lleno de orden, que aquí todo es abundancia, sinceridad y praderas verdes. La distancia se reduce.

—¿A qué distancia se refiere, señorita Bastien?

—Pues… la reina gobierna en Londres y en nuestra isla, así que Londres forma parte de nosotros.

—Entiendo.

No creía que Quick lo entendiera de verdad, así que continué hablando.

—Uno cree que aquí la gente no le resultará extraña, porque ellos también han leído a Dickens, a Brontë y a Shakespeare; sin embargo, no he conocido a nadie que fuera capaz de nombrar tres obras suyas. En el colegio nos pasaban películas de la vida en Inglaterra: bombines y autobuses circulando veloces sobre un fondo blanco, mientras que lo único que oíamos nosotros fuera era el croar de las ranas. ¿Por qué nos mostraban esas cosas? —Había elevado el tono de voz—. Yo pensaba que todo el mundo era un honorable… —Me interrumpí, temerosa de haber hablado demasiado.

—Continúe —dijo ella.

—Yo creía que Londres era sinónimo de prosperidad y bienvenida. Un lugar del Renacimiento. Gloria y éxito. Creía que irme a Inglaterra era como salir de mi casa y bajar a la calle, solo que sería una calle ligeramente más fría, en la que una beti que tuviera un poco de inteligencia podría vivir en la casa de al lado de la reina Isabel.

Quick esbozó una sonrisa.

—Veo que ha estado pensando sobre el tema.

—A veces no se puede pensar en ninguna otra cosa. Está el frío, la lluvia, el alquiler, las carencias. Pero… intento sobrevivir.

Sentí que no debía decir nada más. Me costó creer que ya hubiera hablado tanto. El panecillo estaba sobre mi regazo, convertido en un puñado de migas. Quick, por el contrario, parecía totalmente relajada. Se reclinó en su silla, con los ojos brillantes.

—Odelle —me dijo—, no tengas miedo. Lo más probable es que te vaya muy bien.