2
Había imaginado que trabajaría en una sala abarrotada de laboriosas mecanógrafas, pero estaba yo sola. Una gran parte del personal se hallaba ausente, supongo que de vacaciones en algún lugar exótico como Francia. Todos los días subía la escalinata de piedra que conducía hasta las amplias puertas del Skelton, cuyas hojas llevaban grabado en letras doradas «ARS VINCIT OMNIA». Apoyando las manos en el vincit y en el omnia, empujaba las puertas y entraba en un espacio que olía a cuero viejo y a madera pulimentada; a mi derecha había un largo mostrador de recepción y detrás de este una pared llena de casilleros, ya ocupados con el correo matinal.
La vista desde el sitio que me habían asignado era horrible: un muro de ladrillos ennegrecidos por el hollín y una profunda caída en vertical cuando uno se asomaba. Alcanzaba a ver un callejón al que salían a fumar los botones y las secretarias del edificio contiguo. No llegaba a oír sus conversaciones, tan solo observaba su lenguaje corporal, el ritual de una mano que palpaba un bolsillo, dos cabezas que se juntaban como para darse un beso cuando el cigarrillo salía del paquete y el encendedor le prendía fuego, una pierna inclinada hacia atrás con coquetería, contra una pared. Era un lugar de lo más recoleto.
Skelton Square se hallaba detrás de Piccadilly, hacia el río. Existía desde el reinado de Jorge III y había salido bien parada de los bombardeos del Blitz. Más allá de los tejados se oía el ruido de Piccadilly Circus: motores de autobuses y bocinas de automóviles, las continuas llamadas de los muchachos que vendían leche. En aquel lugar, en pleno corazón del West End de Londres, había una falsa sensación de seguridad.
Durante casi toda la primera semana, la única persona con la que hablé fue una joven llamada Pamela Rudge. Era la recepcionista y siempre estaba allí, en su mostrador, leyendo el Express con los codos apoyados en el tablero y mascando chicle, hasta que aparecían los peces gordos y tiraba el chicle a la papelera. Entonces, con una leve mueca de sufrimiento, como si la hubieran interrumpido en medio de una actividad dificultosa, plegaba el periódico como si se tratara de un delicado encaje y levantaba la vista hacia mí.
—Buenos días, Adele —me decía.
A sus veintiún años, Pam Rudge era el último espécimen de una larga lista de empleadas del East End, con una colmena inmóvil sujeta con laca a la cabeza y suficiente lápiz de ojos como para cinco faraones.
Rudge era una chica moderna, abiertamente sexual. Me gustaba su vestido color verde menta y sus blusas de grandes lazadas en tonos anaranjados oscuros, pero yo no tenía suficiente seguridad en mí misma para lucir mi cuerpo de aquella forma. Todo mi atractivo estaba dentro de mi cabeza. Deseaba sus barras de carmín, su colorete, pero aquellos polvos me transportaban a extrañas zonas grises en las que parecía un espectro. En el departamento de maquillaje de Arding & Hobbs, del barrio de Clapham Junction, solo encontraba cosas con nombres como «Mantequilla», «Rubio Maíz», «Rojo Melocotón», «Flor de Sauce» y demás cursiladas.
Llegué a la conclusión de que Pamela era de esas personas cuya idea de una noche divertida consistía en atiborrarse de salchichas en Leicester Square. Seguro que se gastaba el sueldo en laca y novelas malas, pero era demasiado tonta incluso para leer eso. Yo debía de transmitirle inadvertidamente estos pensamientos, porque cada mañana, cuando me veía llegar, abría mucho los ojos con expresión de sorpresa, como si la asombrara que hubiera tenido el valor de volver, o bien mostraba un aburrimiento rayano en lo comatoso en cuanto yo asomaba la cabeza. A veces ni siquiera levantaba la vista cuando yo alzaba la trampilla del mostrador y la dejaba caer de nuevo, haciendo el mínimo ruido posible junto a su oído derecho.
En cierta ocasión, Cynth me dijo que yo estaba más guapa de perfil, y le contesté que ese comentario me hacía sentir como si fuese una moneda. Pero ahora me hace pensar en mis dos caras, en la impresión de persona arrogante que seguramente le di a Pamela, en la calderilla de mi personalidad que aún no se había guardado nadie en el bolsillo. Lo cierto era que me sentía muy superior frente a una chica como Rudge.
Ella no conocía a ningún otro «negro», me dijo el jueves de aquella primera semana. Cuando le contesté que yo tampoco conocía a nadie por ese nombre hasta que llegué allí, me miró con un gesto totalmente inexpresivo.
Sin embargo, a pesar del torpe baile con Pamela, me sentía eufórica por estar allí. El Skelton era el Edén, La Meca y Pemberley; mis mejores sueños hechos realidad. Un despacho, una mesa, una máquina de escribir, el paseo por Pall Mall por la mañana cuando iba andando desde Charing Cross, un bulevar de luz dorada.
Una de mis tareas consistía en transcribir notas de investigación para académicos de los que solo veía sus indescifrables garabatos sobre estatuas de bronce o conjuntos de linograbados. Disfrutaba con ello, pero mi cometido principal giraba en torno a una bandeja que había sobre mi mesa y que siempre estaba llena de cartas que tenía que pasar a máquina y entregar a Pamela. La mayoría de las veces eran bastante triviales, pero de vez en cuando me encontraba con una joya, una carta de súplica dirigida a algún viejo millonario o a alguna dama decrépita que estaban en las últimas. «Mi querido sir Peter, fue un gran placer para mí identificar el Rembrandt que conservaba usted en su desván en el año 57. ¿Tendría la amabilidad de permitir que el Skelton lo ayudara a catalogar el resto de su maravillosa colección?». Y así sucesivamente. Había cartas dirigidas a financieros y a magnates del cine en las que se los informaba de que había un Matisse circulando por ahí o se les preguntaba si les gustaría que se pusiera su nombre a una nueva sala del Skelton, siempre y cuando nosotros pudiéramos llenarla con obras de su propiedad.
Principalmente las redactaba el director, un individuo llamado Edmund Reede. Pamela me contó que tenía unos sesenta años y un carácter irascible. Durante la guerra había tenido algo que ver con la recuperación de obras de arte confiscadas por los nazis, pero no sabía más. Para mí, el nombre de Edmund Reede evocaba esa quintaesencia intimidatoria de lo inglés, caballeros vestidos por los sastres de Savile Row, que acudían a los clubes de Whitehall, comían bistecs y cazaban zorros. Trajes de tres piezas, cabello engominado, reloj de oro del bisabuelo Henry. Me cruzaba con él por los pasillos y siempre me miraba con cara de sorpresa. Era como si yo fuese completamente desnuda. En el colegio habíamos estudiado a los personajes como él: caballeros protegidos, ricos, de raza blanca, que cogían su pluma y describían el mundo para que los demás lo leyéramos.
El Skelton era un poco como ese mundo, al que me habían enseñado que me convenía pertenecer, y solo con pasar a máquina aquellas cartas ya me sentía más cerca de todo ello, como si mi contribución fuera muy valiosa, como si me hubiesen escogido por alguna razón particular. Y lo mejor de todo: trabajaba muy rápido. De manera que, cuando terminaba las cartas, aprovechaba una hora suelta aquí y otra allá para escribir mi propia obra. Empezaba una y otra vez, arrugaba infinitas hojas de papel y me aseguraba de guardármelas en el bolso en vez de dejarlas en la papelera a modo de prueba. Algunos días me iba a casa con el bolso rebosante de bolas de papel.
Le dije a Cynth que ya se me había olvidado el olor del almacén de Dolcis.
—Es como si una semana pudiera hacer que desaparecieran cinco años —comenté, resuelta y entusiasmada por mi transformación.
Le hablé de Pamela y bromeé acerca de la rigidez de su peinado de colmena. Cynth se quedó quieta un momento y frunció el ceño, porque estaba friéndome un huevo en nuestro minúsculo piso y el hornillo no era muy de fiar.
—Me alegro por ti, Delly —me dijo—. Me alegro de que te esté yendo tan bien.
El viernes de la primera semana, ya terminadas las cartas de Reede, estaba yo batallando con un poema durante un rato de calma. Cynth me había dicho que lo único que quería como regalo de boda era «algo escrito por ti, que se note que ves mi boda como solo tú eres capaz de verla». Conmovida pero angustiada, me quedé con la vista fija en la máquina de escribir del Skelton, pensando que era evidente que Cynth y Sam estaban hechos el uno para el otro. Eso me hizo pensar en mi propia carencia; tenía el pie, pero no el zapato de cristal. Y también me hizo darme cuenta de que llevaba varios meses desechando todo lo que escribía. Odiaba cada palabra que salía de mí, no les permitía ni respirar.
Justo cuando se me acababa de ocurrir una frase, entró una mujer.
—Hola, señorita Bastien —me saludó, y al momento la idea se esfumó—. ¿Qué tal le va? Permítame que me presente. Soy Marjorie Quick.
Me puse de pie y, con las prisas, le di un golpe a la máquina de escribir, lo que hizo reír a la mujer.
—Tranquila, esto no es el ejército. Siéntese.
Miré fugazmente el poema que tenía en el rodillo de la máquina y se me encogió el estómago al pensar que ella pudiese acercarse y verlo.
Marjorie Quick dio un paso adelante con la mano extendida y su mirada se desvió un instante hacia la máquina. Le estreché la mano deseando que se quedase al otro lado de la mesa. Así lo hizo y percibí el olor a tabaco que llevaba adherido a su persona, mezclado con un perfume almizcleño, masculino, que reconocí de la carta que me había enviado y que más adelante descubriría que se llamaba Eau Sauvage.
Marjorie Quick era menuda, erguida, y vestía de una manera que eclipsaba todos los esfuerzos de Pamela. Un pantalón ancho de color negro que flameaba como una vela cuando caminaba. Una blusa de seda rosa con un pañuelo de satén gris al cuello, un poco suelto. Como recién salida de Hollywood, con su cabello entrecano corto y rizado y con aquellas mejillas que parecían talladas en madera fina. Le calculé unos cincuenta y pocos años, pero no se parecía a ninguna cincuentona que yo hubiera conocido. Tenía el mentón puntiagudo y la rodeaba un aura de glamur.
—Hola —dije, sin poder dejar de mirarla.
—¿Algún problema?
Quick parecía sentir lo mismo que yo, porque clavó en mí sus iris oscuros y líquidos mientras aguardaba mi respuesta. Se la veía un poco ruborizada y tenía la frente ligeramente perlada de sudor.
—¿Problema? —repetí.
—Bien. ¿Qué hora es? —Tenía el reloj justo a la espalda, pero no se volvió.
—Casi las doce y media.
—Pues vámonos a comer.