I
Sarah estaba inconsciente, con la cara vuelta hacia un lado, sus rizos artificiales aplastados contra la almohada y los cortes que tenía en las piernas desnudas, cubiertos de loción de calamina. Su boca desprendía un olor acre, de la última copa de la noche anterior. Sobre la mesilla de noche había un cenicero a rebosar, una pila de novelas de detectives y sus ejemplares de Vogue con los bordes retorcidos. Su ropa estaba tirada por el suelo polvoriento: aquí unas medias que parecían mudas de piel de serpiente, allí una blusa atrapada en el momento de escapar. El carmín de labios se había derretido en el tubo. En un rincón de la estancia, una lagartija se deslizaba por las baldosas como se deslizan las motas tras un párpado cerrado.
Olive estaba de pie en la puerta, sosteniendo en la mano la carta de la Escuela de Bellas Artes de Slade. Esta había llegado solo dos semanas atrás, pero ya se agitaba como un pañuelo y tenía los pliegues casi grasientos de las numerosas veces que la había doblado. Fue hasta la cama de su madre y se sentó en el borde para leerla una vez más, aunque ya se la sabía de memoria.
Tenemos el placer de invitarla a inscribirse en el curso de Bellas Artes […]. Los tutores han quedado vivamente impresionados […] la rica imaginación y el carácter novedoso […] que continúe con la rigurosa pero progresista tradición de esta escuela […] esperamos tener noticias suyas en los próximos quince días. Si por cualquier razón cambiaran sus circunstancias, tenga la bondad de informarnos.
Si la leía en voz alta, tal vez Sarah pudiera oírla en medio de aquel aire viciado y con eso bastara; Olive cumpliría su palabra y se marcharía. Tal vez la mejor manera de recibir una impresión como esa fuera estando bajo los efectos residuales de una pastilla para dormir. Cuando le llegó la carta, en Londres, tuvo ganas de gritar a los cuatro vientos lo que había conseguido. Sus padres no tenían ni idea, ni siquiera sabían que su hija seguía pintando, y mucho menos que hubiese solicitado entrar en una escuela de bellas artes. Pero parte del problema de Olive radicaba en que siempre había sido dada al secretismo; era como se sentía cómoda, el punto de partida para empezar a crear. Era un patrón que la superstición le impedía romper, de modo que allí estaba, en aquel pueblo del sur de España.
Al contemplar a su madre dormida, le vino a la memoria el día en que le mostró a su padre un retrato que había dibujado de ella durante una clase en la escuela.
—Ay, Liv —dijo él, mientras a Olive se le aceleraba el corazón y un escalofrío de emoción le recorría la espalda—. Tienes que regalárselo a tu madre.
Eso fue todo lo que dijo sobre el asunto. «Regalárselo a tu madre».
Su padre siempre había dicho que, por supuesto, las mujeres podían coger un pincel y pintar, pero lo cierto era que no llegaban a ser buenas artistas. Olive nunca había entendido del todo cuál era la diferencia. Desde que era pequeña y jugaba en los rincones de la galería de su padre, Harold, lo oía hablar de ese tema con sus clientes, tanto hombres como mujeres, y con frecuencia estas se mostraban de acuerdo con él, pues preferían invertir su dinero en jóvenes varones, más que en muchachas. Asimilar por naturaleza al artista con un hombre era un prejuicio tan extendido que en ocasiones también Olive había llegado a padecerlo. A sus diecinueve años, ella aún tenía que asomar la cabeza; era la mascota intrépida y perseverante de los aprendices. Pero en aquel momento estaban en París Amrita Sher-Gil, Méret Oppenheim y Gabriele Münter, todas trabajando, ella había visto sus obras con sus propios ojos. ¿Acaso esas mujeres no eran artistas? ¿La diferencia entre ser un pintor ordinario y ser un artista consistía simplemente en que otras personas creían en ti o en que gastaban el doble de dinero en tus obras?
Le resultó imposible explicar a sus padres la razón por la que había enviado la solicitud, el conjunto de obras que había compilado, el ensayo que había escrito sobre las figuras de fondo de los cuadros de Bellini. Pese a toda la información que había ido asimilando acerca de la desventaja de las mujeres en el mundo del arte, lo hizo de todas formas. Eso era lo que no lograba entender: de dónde había surgido aquella urgencia. Y aun así, aunque tenía una vida independiente justo al alcance de la mano, seguía sentada a los pies de la cama de su madre.
Se volvió de nuevo hacia Sarah y se planteó la posibilidad de mostrarle sus pinturas al pastel. Hubo una época en la que su madre la dejaba desfilar con sus pieles y sus collares de perlas, o la llevaba a tomar bollos de crema al Connaught, o a escuchar a un violinista, o al recital de un poeta brillante en el Musikverein. Siempre se trataba de amigos de Sarah, y siempre, Olive lo fue comprendiendo a medida que se hacía mayor, todos enamorados de ella. En esos días, en cambio, nadie sabía lo que decía ni hacía Sarah Schloss. Se resistía a los médicos y a menudo las píldoras parecían inútiles. Olive se sentía como un poso, un desecho que flotaba en la estela de su madre. Así que la dibujaba, en secreto, en poses que Sarah seguramente no le perdonaría jamás.
Los altos ventanales estaban entreabiertos y la brisa hacía bailar las cortinas. El viento del amanecer había levantado la impresionante capa de nubes que cubría los montes de Arazuelo y había dejado un cielo del color de un huevo de pato, surcado de estrías en rosa y oro. Todavía con la carta en la mano, Olive fue de puntillas hasta el balcón y vio una extensión de campos eriales que llegaban hasta las agrestes estribaciones de la sierra. A lo lejos, en las tierras de labor salpicadas de matojos y margaritas silvestres, los milanos trazaban círculos en el cielo y los saltamontes brincaban en zigzag por los melonares vacíos, mientras los bueyes araban a fin de roturar el terreno para la siembra.
Los conejos, ajenos a todo, se desplazaban saltando por la huerta, y allá, en los montes, se veían rebaños de cabras cuyos cencerros resonaban sin tono ni ritmo, un sonido que resultaba balsámico porque era totalmente involuntario. De repente se oyó el disparo de un cazador y un grupo de pájaros alzó el vuelo en total desorden contra el telón de fondo de aquella barroca mañana de Andalucía. Sarah no se movió, pero los conejos, expertos en esconderse, se dispersaron al momento y abandonaron la superficie de la tierra que aguardaba. Olive cerró las ventanas y las cortinas se aquietaron. Probablemente su madre esperase encontrar allí la tranquilidad que tanto tiempo llevaba buscando, pero había algo salvaje en el tañido de la campana del convento, la posibilidad de encontrar lobos en los montes. Los vanos gañidos de un perro encerrado en un granero subrayaban todos los silencios. Y, sin embargo, desde que llegó, a Olive aquel paisaje y aquella casa le habían resultado vigorizantes en un sentido que le era desconocido y del todo inesperado. Había cogido una vieja tabla de madera que había encontrado en la caseta que había al fondo de la huerta y la había subido en secreto al desván, como si fuera de contrabando. Le dio el tratamiento necesario para poder pintar encima, pero todavía estaba en blanco.
Su padre entró en la habitación y su largo pie empujó un Vogue bajo la cama. Olive se guardó la carta en el bolsillo del pijama y se volvió rápidamente hacia él.
—¿Cuántas? —preguntó él, señalando la figura dormida de su mujer.
—No lo sé —respondió Olive—, pero más de las habituales, me parece.
—Sheiße.
Harold blasfemaba en alemán en los momentos de gran estrés o de gran libertad. Se inclinó sobre Sarah y, con suma delicadeza, le apartó un mechón de la cara. Era un gesto de otra época, y a Olive le produjo cierta aprensión.
—¿Conseguiste el tabaco? —le preguntó.
—¿Eh?
—El tabaco.
La noche anterior, su padre había mencionado que tenía que ir a Málaga a por tabaco y a visitar el estudio de un artista… con la esperanza de descubrir a otro Picasso, comentó entre risas, como si de verdad un rayo pudiera caer dos veces en el mismo sitio. Su padre siempre se escabullía de los días como aquel: se aburría enseguida, pero cuando volvía a aparecer exigía la presencia de público. Apenas llevaba allí dos días y ya estaba marchándose.
—Ah —contestó—. Sí. Lo tengo en el coche.
Antes de salir de la habitación de su mujer, Harold sirvió a su amada un vaso de agua y lo dejó en la mesilla de noche, a la distancia justa para que no pudiese alcanzarlo.
En el piso de abajo, las contraventanas seguían medio cerradas y el escueto mobiliario permanecía en penumbra. En el aire flotaba un leve olor a alcanfor, mezclado con humo de puro. Olive supuso que nadie habría vivido en aquella finca desde hacía varios años. Era una enorme catacumba por encima del nivel del suelo, cuyas estancias desconfiaban de su presencia, largos pasillos decorados con muebles coloniales, armarios de maderas oscuras vacíos de objetos hogareños. Daba la impresión de que todo seguía estando tal como en la década de 1890 y que ellos fueran personajes de otra época, rodeados por los materiales de atrezo de una obra de teatro.
La ligera humedad del aire ya estaba evaporándose. Olive abrió las contraventanas y al momento la luz inundó la estancia; un día de sol, pero no de calor. Desde allí se veía un terreno inclinado y sin cultivar que descendía hasta la alta verja de hierro forjado y después continuaba hasta los inicios de la carretera del pueblo. Se asomó y vio arbustos raquíticos y parterres vacíos de flores, también tres naranjos sin frutos. Su padre había dicho que aquellas mansiones siempre se construían en las afueras de los pueblos, cerca de tierras fértiles y bien regadas, y en verano, afirmaba, tendrían olivos y cerezos en flor, jardines repletos de damas de noche y jacarandás, fuentes, ocio y felicidad, felicidad.
Olive aún llevaba puestos el pijama de invierno, calcetines y un jersey de punto irlandés. Las baldosas estaban tan frías como si acabara de llover encima de sus grandes formas cuadradas y lisas. «Hazlo sin más —pensó—. Dile que te han concedido una plaza y vete». Ojalá fuera tan sencillo hacerlo como decirlo. Ojalá fuese más fácil saber cuál era la mejor manera de proceder.
En la despensa descubrió una lata de café en grano y un molinillo viejo pero que aún funcionaba. Era lo único que había para desayunar, de modo que su padre y ella decidieron tomarse una taza juntos en el porche que había en la parte trasera. Después, Harold fue a la habitación donde estaba el teléfono. Había escogido aquella finca porque era la única conectada a un generador, pero le había complacido mucho descubrir, por sorpresa, que tenía teléfono.
Murmuraba en alemán, probablemente estaría hablando con uno de sus amigos de Viena. Sonaba insistente, pero empleaba un tono de voz demasiado bajo para que Olive pudiera distinguir lo que decía. Cuando vivían en Londres y él recibía noticias de lo que estaba ocurriendo en su ciudad natal —las peleas en las calles, las frustradas reuniones para rezar— se sumía en profundos silencios. Mientras molía el café, Olive pensó en la Viena de su infancia, la antigua y la nueva, la judía y la cristiana, la culta y la curiosa, la psique y el corazón. Cuando Harold dijo que si volvían allí no estarían a salvo, Olive no fue capaz de asimilarlo. En los círculos en los que ellos se movían, la violencia parecía algo muy lejano.
Harold había finalizado su llamada y estaba ya en el porche, esperándola a ella, sentado en un ajado sofá de color verde que alguien había dejado a la intemperie. Se había puesto encima del abrigo una bufanda larga y estrecha que le había tejido Sarah y miraba el correo con el ceño fruncido. Siempre tenía algún truco para asegurarse de que la correspondencia lo estuviera esperándolo dondequiera que aterrizase.
Olive se sentó en una vieja mecedora, titubeando por miedo a que la humedad hubiera debilitado la cola y la carcoma hubiese devorado las juntas. Su padre encendió un cigarrillo, dejó la pitillera plateada en el desconchado suelo del porche y empezó a dar caladas. Olive oyó el agradable crujido del tabaco cuando su padre aspiró para intensificar el calor de la brasa.
—¿Cuánto tiempo calculas que nos quedaremos aquí? —le preguntó, procurando adoptar un tono despreocupado.
Harold levantó la vista de las cartas. De la punta del cigarrillo se elevaba una delgada columna de humo en línea recta, pues no soplaba brisa alguna que modificara su rumbo. La ceniza fue acumulándose y curvándose hacia abajo, hasta que cayó sobre los desgastados tablones del porche.
—No me digas que ya quieres marcharte. —Enarcó sus oscuras cejas—. ¿Sientes…? —Hizo una pausa para buscar el término adecuado—. ¿Sientes nostalgia? ¿Nos hemos dejado a alguien en Londres?
Con gesto lánguido, Olive se quedó mirando la huerta, yerma porque estaban en enero, y por un instante deseó que existiera algún anodino Geoffrey, con una casa de estuco blanco en South Kensington y un empleo de subsecretario en el Foreign Office. Pero no lo había y nunca lo había habido. Cerró los ojos y casi le pareció ver el apagado brillo metálico de unos grilletes imaginarios.
—No. Es solo que… aquí estamos en medio de la nada.
Su padre dejó la carta y la miró fijamente.
—Livvi, ¿qué se suponía que debía hacer? No podía dejarte allí sola. Tu madre…
—Podría haberme quedado sola. O con una amiga.
—Siempre me dices que no tienes amigas.
—Hay… cosas que quiero hacer.
—¿Como qué?
Olive se tocó el bolsillo del pijama.
—Nada. Nada importante.
—De todas maneras, Londres nunca te ha interesado gran cosa.
Olive no respondió, porque acababa de fijarse en dos personas que había en la huerta, esperando de pie junto a la fuente situada más allá de la franja de hierba que rodeaba la casa. Eran un hombre y una mujer y no hacían ningún esfuerzo por ocultarse. La mujer llevaba una bolsa de tela pegada al cuerpo y parecía en consonancia con aquella huerta, donde las cañas clavadas en la tierra agrietada eran lo único que quedaba de los tomates, las berenjenas y las lechugas que debían de haber crecido allí cuando alguien se preocupaba por ello.
El hombre tenía las manos metidas en los bolsillos, los hombros encorvados y la cabeza gacha, mientras que la mujer mantenía la frente alta y miraba el musculoso sátiro, que sostenía con garbo su caño vacío. Cerró los ojos y aspiró el aire. Olive también inspiró: los débiles aromas a fuego de carbón y campos de espliego, el vacío de aquel lugar, su desolación. Se preguntó si habría algún modo de conseguir que saliera agua de la fuente.
La pareja empezó a acercarse a la casa, los dos con la misma seguridad que las cabras montesas, esquivando madrigueras de conejos y piedras pequeñas en su deseo, por lo visto inexorable, de aproximarse. Tanta seguridad sorprendió a Olive. Su padre y ella contemplaron cómo iban avanzando poco a poco, sus pasos acompañados por el leve crujido de las ramitas que iban quebrándose bajo sus pies.
La mujer era más joven de lo que a Olive le había parecido. Sus ojos eran oscuros y la abultada bolsa de tela resultaba intrigante. Tenía la nariz y la boca pequeñas y el cutis bruñido como una nuez. Llevaba un vestido negro liso, con largas mangas abotonadas en las muñecas. El cabello también era oscuro y abundante, y se lo había recogido en una trenza larga, pero, cuando se volvió para mirar a Harold, el sol matinal le arrancó destellos rojizos en varios puntos.
El hombre, de pelo casi negro y algo mayor que ella, tendría unos veintitantos años. Olive se preguntó si serían marido y mujer. No podía apartar los ojos de él. Tenía el rostro de un noble de la Toscana y un cuerpo fibroso de boxeador de peso pluma. Vestía un pantalón azul planchado y una camisa abierta con el cuello desabrochado, como las que Olive había visto que llevaban los hombres en el campo, aunque la de este se veía inmaculada y las de los otros estaban todas deshilachadas. Era de huesos finos y su boca tenía una expresión ágil. Sus ojos, castaño oscuro, recorrieron el cuerpo de ella como una débil corriente eléctrica. ¿Estarían juntos la mujer y él? Cayó en la cuenta de que debía de estar mirándolo embobada, pero no podía evitarlo.
—Traemos pan —dijo el hombre en inglés con acento, mientras su compañera rebuscaba en la bolsa de tela y sacaba una hogaza.
Harold batió palmas, encantado.
—¡Gracias a Dios! —exclamó—. Estoy muerto de hambre. Tráigalo aquí.
La pareja caminó hacia el porche. A pesar de tener aproximadamente la misma estatura que la joven, Olive se sentía más corpulenta que los dos y eso la hizo sentir incómoda: sus brazos eran demasiado largos y su cabeza demasiado grande, movía las extremidades sin control, lo que delataba su nerviosismo. ¿Por qué demonios seguía en pijama, como una colegiala?
La joven se puso una mano en el pecho.
—Me llamo Teresa Robles —dijo en español, pronunciando todas las sílabas.
—Me llamo Isaac Robles —dijo el hombre.
—Me llamo Olive Schloss —contestó Olive, también en español.
La joven debía de ser su mujer, pensó ella, porque si no, ¿qué iban a hacer juntos a aquella hora de la mañana? Los dos se echaron a reír y ella sintió una oleada de rabia. En España, llamarse Olive podía resultar gracioso, pero no era lo mismo que llamarse Anchoa o Albaricoque. Siempre le habían tomado el pelo por tener ese nombre: primero, porque así se llamaba la mujer de Popeye; y más tarde, en la adolescencia, porque recordaba a la clásica oliva de los cócteles. Ahora, en la cúspide de la libertad, se reían de ella porque era el fruto de un árbol de España.
—Harold Schloss.
Su padre les estrechó la mano a ambos y Teresa le entregó el pan. Él lo cogió con una amplia sonrisa, como si fuera un lingote de oro y Teresa, un Rey Mago.
—Soy su padre —añadió, algo que a Olive le pareció innecesario.
Teresa se arrodilló y, con la precisión descuidada de un ilusionista, sacó de su bolsa un queso de oveja de olor intenso, envuelto en ramilletes de romero, un salchichón curado, tres membrillos pequeños y varios limones enormes. Con un floreo, fue colocando cada una de las frutas sobre los tablones del suelo, donde relucían como planetas, un sistema solar del que ella se convirtió momentáneamente en el Sol.
—¿Habéis montado un pícnic sin mí?
Sarah había aparecido en la puerta de la cocina, temblando con su pijama de seda, una de las cazadoras de aviador de Harold encima y unos calcetines gruesos. Incluso ojerosa por haber pasado mala noche y por el champán que habían comprado en París, parecía una estrella de cine en un momento de ocio.
Olive vio la reacción, de sobra conocida: Teresa parpadeó, deslumbrada por el luminoso cabello rubio y por el halo de glamur que acompañaba a Sarah dondequiera que fuese. Isaac se arrodilló y metió las manos en la bolsa de tela. En el fondo de esta parecía haber algo vivo, que se movió, y la bolsa empezó a agitarse como con vida propia.
—¡Dios santo! —exclamó Olive.
—No seas cobarde —le dijo Sarah.
Teresa miró a Olive y esta se sintió furiosa al verse humillada en público. Isaac sacó una gallina y unas cuantas plumas sueltas cayeron flotando hasta el suelo, mientras sus patas cubiertas de escamas se agitaban cómicamente, sujetas por su dueño. Su ojo reptiloide giraba de un lado a otro; el pánico le hacía encoger los dedos de las patas y tensarlos para convertirlos en garras. Isaac la dejó en el suelo y, con la mano izquierda, la inmovilizó. La gallina emitía un cacareo apagado, aturdida por haber pasado mucho tiempo en la bolsa. Isaac le apoyó despacio la mano derecha en el cuello y, arrullándola en voz baja, se lo sujetó con más fuerza. Entonces, con un giro decidido, le partió el pescuezo.
La gallina se desplomó en la mano de Isaac como un calcetín relleno. Cuando él apartó las manos y dejó el animal en el suelo del porche, Olive se cercioró de que la viese contemplar aquel ojillo cada vez más vidrioso.
—Hoy comerá —dijo Teresa, dirigiéndose directamente a Olive. Ella no logró distinguir si se trataba de un ofrecimiento o de una orden.
—Jamás había visto algo así tan de cerca —comentó Sarah. Obsequió a los recién llegados con una sonrisa radiante y se presentó—: Soy Sarah Schloss. ¿Quiénes son ustedes?
—No es más que una maldita gallina —intervino Olive, y sintió una opresión en el pecho cuando Isaac Robles soltó otra carcajada.