XIV
Isaac quiso ver La huerta antes de que la enviasen a la oficina de Harold en París, «para saber al menos a qué le estoy poniendo mi nombre». Teresa sugirió que quizá también deberían enseñárselo a Sarah, porque sería útil que viera a Isaac con La huerta; reforzaría la creencia general de que el cuadro era suyo, por si acaso le mencionaba alguna vez a su marido que lo había visto.
A Olive la sorprendió su sugerencia.
—Supongo que es buena idea —le dijo—, pero creía que tú no querías tener nada que ver con esto.
Teresa se limitó a encogerse de hombros.
—Oh, es maravilloso —dijo Sarah aquella tarde, de pie ante la pintura, en la salita orientada al este.
Olive decidió apartarse, como un cangrejo, pensó Teresa, que huye de una ola enorme y no es capaz de sacar la cabeza de su caparazón. Su actitud de seguridad se había evaporado, y se sentó en el sillón de su padre a contemplar a su madre. Teresa repasó con la mirada a Sarah, con su pantalón rojo de lana, un color sangre que contrastaba con el blanco de su piel de nata. Se notaba que se había recuperado mucho.
—Es igual que nuestra huerta —dijo—, pero… diferente.
—Gracias, señora —respondió Isaac con visible incomodidad.
—¿A que es muy bueno, Liv?
—Sí —contestó su hija, sin poder mirar a Isaac a los ojos.
Sarah insistió en que Teresa fuera a buscar té y polvorones para él.
—Estamos muy contentos de tener aquí a su hermana. Sin ella, esto sería un desastre. Y también me siento muy orgullosa de haberlo descubierto a usted, señor Robles —añadió, reclinándose contra el respaldo del sofá en el que estaba sentado él. Su actitud era cálida y conciliadora—. ¿Qué se siente al ser la estrella de París? —le preguntó.
—¿Soy una estrella?
—Es el nuevo favorito. Mi marido va a ponerse como loco cuando vea esto —dijo, señalando La huerta con la mano—. Sinceramente, señor Robles, me alegro mucho de haberle hecho el primer encargo, aunque me cuesta compartirlo a usted con otras personas. Es una lástima que mi retrato esté colgado en la pared de otra mujer.
—Sí —contestó Isaac.
—En fin —suspiró Sarah, y sonó como si hubiera concentrado veinte palabras en dos—. Mi marido no tardará en volver a casa.
Esto último lo dijo como si Isaac no tuviera ni idea de quién era Harold.
—Me alegraré de verlo —respondió él.
Sarah sonrió y salió de la salita y, al oír cómo se perdían sus pasos por la escalera principal, Teresa tuvo la sensación de que la luminosidad del día se atenuaba considerablemente. Olive se apresuró hacia la puerta para cerrarla.
—¿Y bien, Isaac? —dijo volviéndose hacia él—. ¿Te gusta?
Todos observaron fijamente la pintura, los campos ondulados, la intensidad surrealista del color, aquella casa blanca por la que antes Isaac se paseaba a voluntad y que ahora era el hogar de otras personas.
—¿Tiene alguna importancia que me guste o no? —preguntó.
Olive puso cara de preocupación.
—No te gusta.
—Veo el mérito que tiene, pero no es lo que yo habría pintado —comentó.
—No le gusta —añadió Teresa.
—No es tan sencillo —protestó Isaac.
Olive se plantó delante del cuadro.
—Yo creo que, en realidad, sí es tan sencillo. ¿Qué es lo que no te gusta?
—¡Por Dios! —exclamó él—. ¿Por qué tiene que gustarme? ¿No es ya bastante malo que finja haberlo pintado yo?
—No levantes la voz.
—Incluso has incluido mis iniciales.
—Era un detalle necesario.
Isaac se puso de pie.
—Lo odio —dijo con agresividad—. Y espero que tu padre también.
—Isaac…
—Que tengan un buen día, señoritas.
Olive se sentía igual que si la hubiera abofeteado. Una vez que él hubo salido de la habitación, corrió a la ventana, desde donde vio desaparecer su figura por la cuesta, en dirección a la verja oxidada de la entrada. La abrió con gesto brusco, sin volver la vista ni una sola vez.
—No se sienta mal, señorita —le dijo Teresa, dando un paso hacia ella—. ¿Qué importa que a mi hermano no le guste el cuadro?
Olive dejó escapar un gemido de frustración.
—Él puede odiar lo que yo pinto, pero yo no puedo pintar si él está enfadado conmigo. No puedo.
—Pero ¿por qué no? Usted ya pintaba antes de conocerlo.
Olive señaló La huerta con un gesto.
—¡Así no, así no! —Apoyó la frente en la madera ajada de la contraventana—. Y si no le gusta a él, ¿cómo podemos estar seguros de que le gustará a mi padre? Es necesario hacérselo llegar pronto, de lo contrario, perderemos el impulso con la Guggenheim.
—Estoy segura de que esperará al genio.
Olive arrugó la nariz.
—Esa palabra se utiliza demasiado. Yo no soy un genio, simplemente trabajo mucho.
—Bueno, pues la mujer esperará. Y si mi hermano no quiere, yo misma llevaré el cuadro hasta el puerto.
—¿Tú?
—Puede confiar en mí.
Olive mantenía el rostro oculto, todavía con la frente apoyada en la contraventana.
—Traicionaste mi confianza cuando pusiste mi cuadro en el caballete. Ya no sé si eres mi amiga o no.
Teresa guardó silencio unos instantes. No fue capaz de disimular que se sentía dolida. A veces, Olive era tan frívola como su madre, pese a lo mucho que se empeñaba en ser distinta.
—¿Es que no lo ve? Podría confiarme su vida.
Olive levantó la cabeza.
—Por mi vida no te preocupes, Tere. ¿Lo del cuadro lo has dicho en serio? ¿Estás dispuesta a llevarlo al puerto?
—Sí.
Olive contempló de nuevo la pendiente que bajaba hacia la verja por la que había desaparecido Isaac hacía ya un buen rato.
—Nunca he tenido una amiga de verdad.
—Yo tampoco.
—¿Alguna vez te has enamorado? ¿Alguna vez has estado con un hombre?
—Nunca.
—¿Nunca has estado con un hombre o nunca te has enamorado?
—Nunca he estado con un hombre.
Olive se volvió hacia ella.
—Pero sí te has enamorado.
Teresa sintió que se le encendían las mejillas.
—No. Me parece que no. No lo sé.
Aquella noche, Teresa no regresó a su casa. Se le permitió instalarse en un rincón del desván de Olive y ordenar los pinceles y la ropa de la artista, en un breve período de felicidad que siguió a la tregua. Olive le había revelado que iba a pintar un retrato de Isaac. Le estaba llevando mucho tiempo, pensó Teresa, teniendo en cuenta la rapidez con la que era capaz de trabajar normalmente. Los cuadernos de bocetos estaban llenos de dibujos del rostro de su hermano realizados a lápiz.
Al mirar a Olive junto al caballete y observar cómo iban tomando forma las facciones de Isaac, Teresa pensó que era un comienzo increíble. Isaac tenía la piel verdosa y una mirada agitada y claustrofóbica en los ojos; pero su cabeza era una llamarada de color: mechones de un verde hoja y amarillo canario subían hasta el borde del lienzo, donde se veía un mar de puntos de color rojo, salpicados como si fueran la estela de peligrosos pensamientos. Era un retrato lleno de furia y Olive daba la sensación de estar en trance. Teresa sabía que no había un buen equilibrio entre su hermano y aquella joven, pero dudaba de que Olive fuera consciente de esas capas de deseo y miedo que se manifestaban por su propia mano.
Olive terminó su primera tentativa de retratar a Isaac de madrugada. A las tres, exhausta, se tumbó en la cama y se quedó mirando las vigas del techo y el yeso desconchado y despegado en los rincones, iluminado por el débil resplandor de la lamparilla de noche. A lo lejos, en la sierra, se oyó aullar un lobo.
—Ven y échate aquí a dormir —le dijo a Teresa.
Esta, que había estado en el rincón leyendo uno de los libros de Olive, lo dejó y obedeció: se subió a la vieja cama, se metió debajo de la manta color rosa oscuro y se tendió con rigidez al lado de Olive, sin atreverse a hacer ningún movimiento, no fuera a estropear aquel momento mágico.
Se quedaron las dos tumbadas, la una al lado de la otra, mirando juntas el techo, a medida que el ambiente de la habitación iba aligerándose y la energía generada por el trabajo y la concentración de Olive se disipaba en el aire, hasta que lo único que quedó fue el resplandor verdoso de la cara de Isaac sobre el caballete. Al otro lado de la ventana, ningún gallo ni perro ni ser humano rompió el silencio mientras a ellas, completamente vestidas, las iba venciendo el sueño.
Dos días después, Olive decidió ir a Málaga con Teresa. «A pasar el día —dijo—, ¿por qué no?».
—Pero ¿cuánto tiempo vais a estar? —preguntó Sarah.
Teresa supuso que se sentía inquieta porque por primera vez en muchos meses iba a quedarse sola.
—Vamos a la oficina de fletes para lo del señor Robles y después se me ha ocurrido que podríamos tomarnos una limonada en la calle Larios —dijo Olive.
—Bueno, pues asegúrate de que ese campesino os traiga de vuelta antes de que se haga de noche.
—Te lo prometo.
—No será un rojo, ¿verdad?
—Madre…
La huerta era un cuadro de gran tamaño, por lo que las jóvenes tuvieron que llevarlo entre las dos por el camino de la finca, como si fuera una camilla en la que faltara el cuerpo. Teresa se volvió hacia la casa y descubrió a Sarah junto a la ventana, mirándolas, hasta que llegaron al final de la pendiente y desapareció de su vista. El hombre de la mula estaba esperándolas en la plaza del pueblo. Teresa procuró ignorar la sensación de incomodidad que notó en el estómago cuando se imaginó a Sarah sola en la casa. Como no sabía concretar a qué se debía esa preocupación, se concentró en el placer del día que tenía por delante. Se había puesto su mejor vestido azul, se había lavado el pelo y se había perfumado con la colonia de naranja destilada que Rosa Morales, la hija del médico, fabricaba en su cocina y luego vendía. Parecía un día de feria, a juzgar por la sensación de asueto que experimentaba Teresa.
Sentada en aquel carro tirado por una mula, con La huerta empaquetado y apoyado contra el cuerpo, a lo largo de los treinta kilómetros que había hasta Málaga se sorprendió de lo mucho que abultaba el cuadro bajo la cuerda y el papel. No lo cuestionó, simplemente porque se sentía feliz de volver a estar en buenos términos con Olive, y hacía todo lo que ella le ordenara. Olive llevaba el pelo suelto y sus gafas de sol de montura blanca la hacían parecer tan glamurosa como su madre. ¿Para qué iba a querer estropear un día tan maravilloso?
La mula avanzaba por la carretera cubierta de polvo blanco y Olive señaló unas cintas rojas que aparecían atadas al tronco de los alcornoques. Resultaba una escena un tanto inquietante, porque parecían hilos de sangre agitándose en la brisa.
—¿Qué es eso? —preguntó en español.
El mulero giró la cabeza hacia atrás para contestar.
—Problemas.
Teresa las consideró un presagio de la violencia que podía abatirse sobre aquel país, tal como había sucedido en numerosas ocasiones a lo largo de los siglos. Nadie había visto quién había atado esas cintas —Adrián, entre otros—, pero el hecho de que hubiera personas empeñadas en adornar los árboles sugería la existencia de una actitud desafiante, un deseo de ponerlo todo patas arriba. Teresa no quería que nada se pusiera patas arriba, justo acababa de conseguir hacer aquella excursión.
Rebosando seguridad y felicidad, llegaron a la oficina de fletes y acordaron con el mulero la hora a la que debía volver a buscarlas. Consiguieron llegar justo antes de que cerraran para el almuerzo y pudieron embarcar el paquete en el buque que zarpaba aquel mismo día en dirección a Francia. La huerta iba ya camino de la Galerie Schloss, sita en la rue de la Paix de París.
Después, las dos jóvenes recorrieron a pie las amplias avenidas, admirando las farolas de hierro forjado adornadas con cestas de las que colgaban petunias y geranios de vivos colores rosa y escarlata. Miraron los escaparates de las tiendas y fueron señalando a las personas mejor vestidas de la alta sociedad de Málaga. Luego se internaron en las callejuelas estrechas y empedradas, en las que todas las persianas estaban cerradas para que no entrase el calor del mediodía. El ambiente era el de una metrópoli, muy distinto de aquel escondrijo rural de los cerros de Arazuelo. A Teresa le gustó ver lo impresionada que se quedaba Olive ante su ciudad natal. Tal vez no fuera Londres, pero era al mismo tiempo señorial e intemporal, según el sol cayera a plomo sobre la piedra o se reflejara en los cuidados escaparates y los ornamentados marcos de madera de las tiendas y las farmacias.
Fueron andando hasta el puerto y se sentaron a disfrutar de una limonada, mientras elucubraban sobre cuál de los enormes barcos que entraban y salían constantemente llevaría a bordo su engañoso cargamento.
—Isaac sabía que el cuadro se mandaría —dijo Olive—. Pero no quería ser él quien lo enviara. ¿Crees que estoy portándome mal con él?
—¿Lo que me está preguntando es si mi hermano seguirá haciendo esto eternamente?
Olive la miró sorprendida.
—Sí, supongo que sí.
Teresa contempló el mar.
—Para él, el dinero nunca va a ser motivo suficiente.
Estaba diciendo la verdad; nunca había sido suficiente para ninguno de los dos. Aunque Isaac se había quedado con una parte del importe de la venta de Mujeres en el trigal, ambos habían deseado siempre cosas que no se podían comprar con dinero: legitimidad, amor. Teresa no pensaba que Olive estuviera siendo desconsiderada, pero servirse de su hermano como fachada para sus obras no era algo que él fuese a tolerar de forma indefinida. Y en cuanto a ella misma, siempre que Olive así lo deseara, la ayudaría con mucho gusto.
Olive frunció el ceño.
—Eso ha sonado a amenaza.
—No, no —dijo Teresa—. Pero… es que es un hombre, ya sabe usted.
—¿A qué te refieres?
Teresa no supo contestar en inglés con la precisión que le hubiese gustado y, aunque le preocupaba que las acciones de Olive estuvieran acercándola a un peligro latente y aún sin definir, que se hallaba cada vez más próximo, un peligro cuya forma desconocía pero cuyo sabor ya casi podía paladear, se sentía tan feliz de estar allí, junto al mar, tomando una limonada, que no quiso que la actitud irreflexiva de Olive se interrumpiera.
—Mi hermano puede hablar por sí mismo —dijo, soslayando el asunto.
Y Olive, que no deseaba profundizar más en los elementos desagradables de aquel complot que habían urdido entre todos, volvió la cabeza y se dedicó a contemplar cómo salían del puerto los gigantescos buques en dirección al mar.
Regresaron a la finca al anochecer, cansadas y felices.
—Teresa —dijo Olive cuando llegaron a la puerta de la casa.
—¿Sí?
—No voy a permitir que te suceda nada. Puedes confiar en mí, te lo prometo.
Teresa sonrió, asombrada al oír sus mismas palabras dichas por otra persona, la segunda mitad del mismo hechizo. Una vez dentro de la casa, no vieron a Sarah por ninguna parte.
—¿Dónde estará? —dijo Olive.
El pánico que traslucía su tono de voz era infantil, muy fácil de reconocer.
—Lo más seguro es que haya salido a dar un paseo —respondió Teresa.
—Mi madre no pasea.
Olive salió corriendo a la huerta, y Teresa, con el pretexto de buscar a Sarah en las habitaciones del piso de arriba, aprovechó la oportunidad para colarse en el desván y confirmar sus sospechas. Era lo que pensaba. El retrato de cara verdosa de Isaac no estaba por ningún lado. A aquellas alturas, ya debía de encontrarse en las entrañas de un carguero, rumbo a Peggy Guggenheim.