13
Quedamos a la mañana siguiente, lo más temprano que pudimos, en Skelton Square, antes de que yo entrase a trabajar y él subiera a entrevistarse con Reede. Llevaba una botella de champán en la mano.
—Por tu primer relato publicado —me dijo, al tiempo que me la entregaba—. Es añejo, ¿sabes? Perdona que la botella esté un poco sucia, la he sacado de casa a hurtadillas.
—Vaya, gracias.
—De hecho… ya sabía lo de la London Review.
—¿Qué?
—En Surrey también recibimos las publicaciones modernas. Lo he leído. —Bajó la vista a sus zapatos—. Era brillante.
—Cierra el pico. —Cogí la botella. Tenía la cabeza a punto de explotar de puro placer. Miré lo que decía la etiqueta: Veuve Clicquot—. Lawrie, ¿podemos empezar de cero? —dije.
Él suspiró.
—No sé si va a ser posible.
Me senté en el banco y procuré combatir mi abatimiento. Estaba segura de que iba a decirme que sí. Había acudido a la cita, ¿no?
—Supongo que no —dije, levantando la vista hacia él.
—Podrías golpearme en la cabeza con esa botella de champán —sugirió.
—¿Qué?
—Así me borrarías todos los recuerdos. Pero entonces me olvidaría de la primera vez que te vi, leyendo aquel poema. O de la primera vez que hablé contigo, cuando llevabas puestos aquellos guantes amarillos de fregar. O de cómo fingiste que te había gustado la película de Bond, con tu naricita bien arrugada. O de cuando bailaste mucho mejor que yo en el Flamingo y el encargado te ofreció un empleo, o de cuando me contaste lo de aquel idiota de la zapatería. O de cuando yo lo eché todo a perder mientras comíamos pastel de carne. Va todo junto, Odelle, no va a ser perfecto. Yo, personalmente, no quiero que lo sea. Volvería a repetir aquel horrible trayecto por la A3 solo por el placer de oír de nuevo tu voz después de tanto tiempo. No cambiaría ni un ápice de todo eso. No quiero empezar otra vez, porque eso significaría perder los recuerdos que tengo de ti.
Durante unos instantes no fui capaz de decir nada. Lawrie se sentó a mi lado, y noté el calor y la solidez de su cuerpo. Respiré hondo.
—Es que… me asusté —dije—. No se me ocurre otra forma de explicarlo. Siento que soy un caso perdido, que no valgo nada, que si alguien me quiere es porque le ocurre algo malo.
—Pero ¿por qué?
—Lawrie, si lo supiera… Y cuando te conocí, te dije cosas que nunca le había dicho a nadie. Y entonces irrumpiste con tu declaración de amor y… en fin… era como si estuvieras rellenando un formulario, siguiendo un patrón.
—¿Un patrón de qué?
—De lo que la gente hace, de lo que cree que se supone que debe decir.
—A mí nadie me dice lo que tengo que decir.
—Pero también me di cuenta de que no quería que no lo dijeras. Solo quería que lo dijeras… cuando yo quisiera oírlo.
Lawrie se echó a reír.
—Eres una escritora, no cabe duda. Está bien. ¿Qué te parece si, cada vez que yo vea que estoy a punto de decir que me he enamorado de ti, o que te quiero, o que eres maravillosa, acordamos una señal para indicar que se acerca una declaración y tú me das permiso para continuar o frenar según mejor te parezca?
—Lo dices como si estuviera loca.
—Es broma. Lo siento. Haré lo que me pidas. Yo solo quiero verte, Odelle. ¿Te parece bien?
—Sí —respondí. Titubeé un poco y añadí—: Mejor que bien.
—Estupendo. Genial. Pues vamos a ver qué tiene que decir el venerable señor Reede.
—Buenos días, Odelle —me saludó Quick, deteniéndose junto a mi puerta.
Lawrie llevaba unos treinta minutos con Reede. Quick parecía cansada y un poco aprensiva. Su actitud era muy distinta de cuando, en mi primera semana de trabajo, apareció al lado de mi máquina de escribir y me sugirió que almorzáramos algo ligero. «Para aclararme las ideas», dijo, aunque yo seguía sin saber muy bien a qué se refería.
—Buenos días, Quick.
Se quedó petrificada, con la mirada clavada en la botella de champán que yo tenía sobre la mesa.
—¿De dónde has sacado eso? —me preguntó.
Tragué saliva, intimidada por su expresión.
—Me la ha regalado Lawrie.
Quick volvió la mirada hacia mí.
—¿Habéis hecho las paces?
—Sí. Está aquí, reunido con Reede —dije—. Creo que están hablando de la exposición.
—Ya lo sé, yo misma programé la entrevista. —Entró y cerró la puerta. A continuación, para mi sorpresa, se acercó, tomó asiento frente a mí y se puso la botella de champán sobre las rodillas—. ¿Esto te lo ha regalado Lawrie?
—Para darme la enhorabuena por haber publicado «La mujer sin dedos en los pies». ¿Tiene algo de malo?
Quick pasó el dedo pulgar por el cuello de la botella, dejando un rastro en el polvo que la cubría.
—Es añejo —comentó.
—Ya lo sé. Quick…
—Odelle, el viernes por la noche…
Me erguí en mi asiento.
—¿Sí?
—No debería haber sucedido. Cuando te hablé de mi enfermedad rompí una barrera profesional. Te comprometí a ti y también a mí misma. No quiero tanta atención.
—Pues lo cierto es que consiguió atraer la mía.
Quick me miró fijamente, pero me negué a encogerme.
—Quiero que sepas que, pase lo que pase, tu puesto de trabajo está a salvo.
—¿A salvo?
Quick pareció sufrir un espasmo de dolor y la botella que sostenía en el regazo se sacudió.
—Me están administrando analgésicos bastante fuertes —explicó—. Ya no me queda más remedio que tomarlos. Tengo alucinaciones. No puedo dormir.
—¿Qué alucinaciones? —le pregunté—. ¿Qué es lo que ve?
Esperé, sin respirar apenas, con las manos apartadas de la máquina de escribir y apoyadas en el regazo.
Quick no respondió, y ambas estuvimos unos instantes sin decir nada. El reloj de la pared iba sincopando los latidos de mi corazón. Decidí arriesgarme.
—El viernes por la noche, usted me dijo que ese cuadro no lo había pintado Isaac Robles. ¿Se acuerda, Quick?
Ella permaneció sentada, mirándose las manos. Estaba tragando saliva, parecía que tuviera la garganta cerrada.
—¿Pintó él alguno de los cuadros que hay en el Guggenheim, Quick?
Continuó muda.
—Si no los pintó él, ¿quién fue?
—Era lo único que yo quería —dijo Quick de repente, claramente angustiada—. Solo quería verlo.
—¿El qué? ¿Qué es lo que quería ver?
Observé horrorizada cómo abría los dedos que tenía alrededor del cuello de la botella de champán y esta se deslizaba entre sus piernas y se estrellaba contra el suelo. La base se partió y el champán brotó de golpe y se esparció por mi despacho. Quick se puso en pie de un salto, escorada y trastabillando, y se apartó del estropicio que había armado.
—Lo siento —murmuró—. Lo siento mucho.
—Ha sido sin querer —dije yo.
Me quedé mirando la botella de champán de Lawrie, que, echada a perder, había quedado tirada en el suelo en medio de un charco. El vidrio de color verde era tan oscuro que casi parecía negro, y lanzaba destellos cuando las luces del techo incidían en sus bordes mellados. No había tenido la oportunidad de probar el champán. Tragué saliva y miré a Quick.
Había perdido todo el color de la cara. Yo sabía que la conversación había tocado a su fin, que ya no conseguiría sonsacarle nada más. ¿De verdad era capaz de llegar a sabotear el regalo que me había hecho Lawrie? La acompañé hasta su despacho y se apoyó en mí, con un brazo enlazado con el mío. Se le notaban los huesos a través de la piel. Ahora que sabía lo de su cáncer, veía lo enferma que estaba. Pero no era solo eso, también estaba siendo testigo de su reajuste mental.
Yo no diría que el intelecto de Quick estuviera apagándose, a pesar de que ella afirmara sufrir alucinaciones e insomnio. Era casi lo contrario de su cuerpo: una expansión; su imaginación ocupaba algo más que el mero presente. En algún lugar de su memoria se había bajado un puente levadizo por el que estaban cruzando en tropel los soldados de su pasado. Quick deseaba hablar, pero no podía. No sabía cómo expresarse.
—Cierra la puerta, por favor —me pidió, reanimándose un poco—. Odelle, siento mucho lo de tu botella.
—No pasa nada.
—Te lo compensaré en mi testamento. —En sus ojos oscuros brilló una chispa de humor negro.
—¿Es que tiene una bodega en Wimbledon? —pregunté en tono amable, intentando levantarle el ánimo.
—Algo así. Tráeme el bolso, por favor. Necesito las pastillas. —Fue despacio hasta el mueble de las bebidas—. ¿Una ginebra?
—No, gracias.
Observé cómo ella se servía una, respirando hondo, conteniéndose, mientras el líquido gorgoteaba en el vaso.
—Son muy fuertes —comentó cuando le entregué las pastillas—. Joder, cómo las odio.
Me chocó la palabrota, su tono de resentimiento. Hice un esfuerzo para sentarme y me recordé a mí misma que era una empleada inexperta y que por tanto debía guardar silencio y demostrar templanza. Estaba claro que presionar a Quick para que me contara lo que yo deseaba saber no iba a salir bien. Lo sospechaba desde el episodio de la agenda de teléfonos, y ahora acababa de confirmarlo con el incidente de la botella de champán. Por más frustrante que me resultara, yo tenía que ser para ella un lienzo en blanco. La paciencia nunca había sido mi fuerte, pero, mientras me sirviera para lograr que Quick continuara hablando, era mejor que el silencio.
—En Venecia hay un tipo llamado Barozzi —dijo Quick, al tiempo que se sentaba en su sillón y cogía el paquete de tabaco—. Trabaja para la fundación Guggenheim. Más o menos en la época en que se pintó el cuadro del señor Scott, Peggy Guggenheim estaba intentando abrir una galería en Londres. —Guardó silencio un momento, a fin de reunir fuerzas para proseguir—. Y lo logró. La abrió en Cork Street, después la guerra lo cambió todo y se cerró.
—Entiendo.
—No, no lo entiendes. La cuestión es que a Peggy, o bien a otras personas de su galería, le gusta conservar todos los documentos. Barozzi encontró en sus archivos unas cartas bastante interesantes, se las envió a Reede y este está que no cabe en sí de emoción.
Cork Street. Yo conocía esa calle: era la del folleto. Empecé a sentir un hormigueo en la piel.
—Ahora Reede tiene la prueba de que el cuadro del señor Scott fue encargado por Peggy Guggenheim como obra gemela de Mujeres en el trigal.
—¿Una obra gemela?
—Ha encontrado un telegrama dirigido a Isaac Robles que, por algún motivo, no llegó a enviarse. Su destino era Málaga, España, y la fecha, septiembre de 1936. En él, Peggy le pregunta cuánto tiempo va a tener que esperar para recibir el «compañero» de Mujeres, que Isaac había titulado Rufina y el león. Barozzi ha confirmado que a Robles no se le entregó ninguna cantidad de dinero a cuenta de ese segundo cuadro; de lo contrario, el señor Scott podría encontrarse con un montón de problemas, dado que, por lo visto, no tiene ningún justificante de compra. La fundación Guggenheim podría haber intentado reclamar la propiedad del cuadro.
Me maravilló que Quick pudiera hablar del descubrimiento de otro telegrama como si el que escondía en su propia casa no estuviera inextricablemente relacionado con todo aquello. No solo actuaba como si la botella de champán que había roto no hubiera sido un sabotaje deliberado, ahora fingía que el episodio de la agenda telefónica no había sucedido.
—Rufina y el león —repetí—. ¿Así es como se titula el cuadro de Lawrie?
—Eso es lo que cree Reede. ¿Alguna vez has oído hablar de santa Rufina?
—No.
Quick bebió un sorbo de ginebra.
—La imagen que se ve en el cuadro del señor Scott encaja a la perfección con la historia de esa santa. Rufina vivía en Sevilla, en el siglo II. Era una alfarera cristiana, y se negó a obedecer las normas de las autoridades cuando estas le dijeron que debía fabricar iconos paganos, de modo que la arrojaron a un circo con un león. Como el león no la tocó, le cortaron la cabeza. Y con esa mención de una «obra gemela», Reede está convencido de haber encontrado una relación entre el cuadro del señor Scott y el famoso Mujeres en el trigal, relación que podría cambiar por completo la idea que tenemos de Isaac Robles.
La miré fijamente, con seguridad, preparada para iniciar una lucha de voluntades.
—Pero usted me dijo que no lo había pintado Isaac Robles.
Quick se tragó otro analgésico.
—Aun así, tenemos un telegrama certificado, enviado por una coleccionista de arte de fama mundial, en el que se afirma que dicho cuadro iba a ser el compañero de una de las pinturas más importantes que han salido de España en este siglo y que actualmente se encuentra en la colección Guggenheim de Venecia.
—Sí, pero en esa fotografía también había otra persona. Una mujer joven.
Esperé a que Quick hablara, pero no dijo nada, así que continué yo.
—Yo diría que se trata de Olive Schloss. En esa carta que guarda usted en su casa se dice que obtuvo una plaza para estudiar en la Escuela de Bellas Artes Slade más o menos en la misma época en que Isaac Robles estaba pintando. Yo creo que ella es la autora de Mujeres en el trigal.
—Ya veo. —El rostro de Quick estaba impasible, y mi frustración fue en aumento.
—¿Usted cree que lo logró, Quick?
—¿El qué? —Su expresión se endureció.
—¿Usted cree que Olive consiguió entrar en la Escuela Slade?
Cerró los ojos. Se le hundieron los hombros y esperé que se delatase, que soltase la verdad que bullía en su interior desde el día en que vio el cuadro de Lawrie en el vestíbulo del Skelton. Había llegado el momento de la confesión, de explicar por qué tenía en su poder el telegrama de Peggy Guggenheim y la carta de la Escuela Slade, de contar que fue su propio padre quien compró el cuadro de Isaac Robles, una obra de arte que había pintado ella misma.
Estaba tan quieta en su sillón que pensé que se había muerto. De pronto abrió los ojos.
—Voy a ver qué está diciendo el señor Reede —anunció—. Y creo que deberías acompañarme.
Fui tras ella por el pasillo, decepcionada. Pero estaba segura de que cada vez me acercaba más a la verdad.
Llamamos a la puerta del despacho de Reede y nos dijeron que podíamos pasar. Lawrie y él estaban sentados en los sillones, el uno frente al otro.
—¿En qué puedo ayudarlas? —preguntó Reede.
—La señorita Bastien y yo estaremos en primera línea una vez que se ponga en marcha la exposición —dijo Quick. Me fijé en la fuerza con la que se agarraba al marco de la puerta. Estaba torturándose—. Por lo tanto, me parece sensato que estemos presentes y tomemos notas, para entender cuál es su propuesta.
—Muy bien —concedió Reede—. Pueden sentarse.
El lugar que señalaba Reede eran dos duras sillas de madera que había en el rincón. O pretendía castigar a Quick o estaba demasiado ciego para ver lo frágil que se encontraba. Lawrie cruzó la mirada conmigo; se lo notaba emocionado, ilusionado por las posibilidades que albergaba su cuadro. Rufina y el león estaba apoyado sobre la repisa de la chimenea y su fuerza me impresionó tanto como la primera vez que lo vi: aquella joven y la cabeza que sostenía en las manos ya habían cambiado mi vida. Si Lawrie no se hubiera servido de dicha pintura para intentar salir conmigo, ¿estaría alguno de nosotros sentado allí en ese momento? ¿Estaría Quick comportándose de esa manera, pese a su insistencia en echar la culpa al cáncer y a los analgésicos?
Justo encima de la cabeza de Reede estaba el león, tan imperial e implacable como tantos otros leones pintados. En cambio, curiosamente, parecía un león domado. Observé la casa de color blanco que se veía en las colinas del fondo: con sus ventanas pintadas de rojo, advertí lo diminuta que parecía en comparación con el amplio mosaico multicolor de los campos que la rodeaban. Rufina y su segunda cabeza me devolvieron la mirada, a mí y a todos nosotros. Treinta años atrás, Isaac Robles y una joven que yo estaba segura de que era Olive Schloss estuvieron de pie delante de ese mismo cuadro, posando para una fotografía. ¿Qué habrían sido el uno para el otro?
Miré a Quick sin poder evitarlo. Parecía haberse recuperado de la angustia que la había asaltado unos momentos antes y ahora estaba sentada con la espalda derecha, el cuaderno sobre las rodillas y la vista fija en el cuadro. Fuera cual fuese la verdad, yo tenía la impresión de que iba a permitir que aquella exposición continuara su curso sin ningún sabotaje por su parte, y su capitulación me dejó confundida.
—Como iba diciendo, señor Scott —prosiguió Reede—, hace tres años, toda la colección veneciana de Peggy Guggenheim se cedió en préstamo a la galería Tate. Mientras que Mujeres en el trigal se expuso allí, el cuadro de usted permaneció oculto en las sombras. Es extraordinario pensar que en ese momento, de haberlo sabido, habríamos podido asociarlos. Hubo muchas idas y venidas a propósito de dicha exposición entre el gobierno británico y las autoridades italianas —añadió—, sobre todo por cuestiones fiscales. Pero en esa ocasión se trataba de ciento ochenta y tantas obras y yo ahora solo he solicitado tres. Así que la buena noticia es que van a prestarnos las obras que tienen de Isaac Robles.
—Es una noticia muy buena —coincidió Lawrie.
—Es maravillosa. Supondrá un refuerzo para la exposición. Espero que las páginas de noticias de los periódicos hablen de nosotros. Y también las secciones de arte. Tenemos Mujeres en el trigal, un paisaje titulado La huerta y una obra espléndida que para mí era desconocida: Autorretrato en verde. Y lo más emocionante de reunir Mujeres en el trigal con Rufina y el león es que con ello podríamos cambiar cómo vemos a Isaac Robles.
—¿Por qué?
—Rufina era una de dos hermanas santas —explicó Reede—. La otra se llamaba Justa.
—¿Justa?
—Según se cuenta, esta fue arrojada a un pozo para que muriera de hambre. Yo estoy convencido de que Mujeres en el trigal es en realidad la historia de santa Justa y que en él aparece pintada una sola mujer, no dos. Vemos a Justa antes y después del castigo, primero feliz y luego atormentada. Y esa idea se refrenda con el cántaro hecho añicos que tiene a su alrededor. Es el rostro de la diosa Venus partido por la mitad, una idea que está presente en el mito.
—Entiendo —dijo Lawrie.
—Ha habido diferentes interpretaciones del círculo que flota sobre el trigal y donde yace la mujer. Algunos historiadores del arte afirman que se trata de uno de los círculos de Dante, otros dicen que es la Luna, y hay quien lo relaciona con la forma del planeta Tierra, sobre todo a causa de los animales salvajes que lo rodean. Pero yo creo que en realidad la mujer está en el fondo de un pozo, tal como cuenta la leyenda. Observe —dijo, a la vez que le entregaba a Lawrie cuatro papeles con copias de pinturas—. Robles no fue el único español que pintó a Justa y Rufina. También lo hicieron Velázquez, Zurbarán, Murillo y Goya, cuatro grandes artistas españoles. Estoy intentando que nos presten por lo menos una de estas obras para complementar la exposición.
—¿Y cree usted que lo conseguirá? —le preguntó Lawrie.
Reede se puso de pie y se frotó las manos.
—Quizá, quizá. La verdad, espero que sí. —Sonrió—. Sería magnífico. Es posible que Robles conociera bien esos otros cuadros. He comunicado a los museos que guardan estas obras que deseo examinar la particular fijación hispana con el mito de Justa y Rufina.
—Los españoles siempre han sido artistas increíblemente subversivos —comentó Quick.
—Así es —coincidió Reede, mirándola con más afecto, con un brazo apoyado en la repisa de la chimenea—. Rebelión creativa contra el statu quo. No hay más que fijarse en Goya; fue él quien puso un león besándole el pie a una de las hermanas. ¿Y se imaginan lo que haría Dalí con un tema así?
—Pero ¿por qué el Robles del Guggenheim se titula Mujeres en el trigal, sin hacer ninguna referencia a santa Justa, si el mío se titula Rufina y el león? —preguntó Lawrie.
—Es posible que quien lo titulase Mujeres en el trigal fuera Harold Schloss y no Isaac Robles —sugirió Reede—. Robles pudo haberlo llamado Santa Justa, por ejemplo. Nunca lo sabremos. Puede que no le pusiera ningún título.
Al oír el nombre de Harold Schloss, miré a Quick de nuevo. Tenía la cabeza inclinada y se masajeaba la sien. Me pregunté si necesitaría tomarse otro analgésico. Se la veía decidida a saber lo máximo posible acerca de los planes de Reede, a pesar de lo traumático que, a todas luces, estaba resultándole.
—Schloss, como buen vendedor —siguió diciendo Reede, al tiempo que empezaba a caminar alrededor de nosotros—, probablemente quería hacer el cuadro más atractivo para los intentos de compra de Peggy Guggenheim. Esta no había adquirido gran cosa hasta el momento, y él no deseaba asustarla. Es lo mismo que pasó con Picasso, que pretendía que Las señoritas de Aviñón se llamase El burdel de Aviñón y sus expositores cambiaron el título, por lo visto para hacer más atractiva la obra. Además, es posible que Schloss desconociera que posteriormente iba a aparecer un cuadro compañero de Justa y su pozo. Yo creo que lo que Isaac Robles deseaba comunicar en estos cuadros se ha perdido.
—¿Y qué era lo que deseaba comunicar? —quiso saber Lawrie.
Otra vez miré a Quick; ahora había levantado la vista hacia Reede, con cara inexpresiva.
—Yo creo que a Robles le interesaba mucho esta leyenda —contestó Reede—. Y el hecho de haber descubierto esta relación entre el cuadro del Guggenheim y el de Surrey nos permite abrir una ventana nueva para observar su proceso artístico, para reinterpretar sus preocupaciones, para reinventarlo a él, por así decirlo. Esta exposición podría ser «El siglo devorado», pero todavía estamos intentando averiguarlo, digámoslo así.
—¿Reinventar a Robles, dice?
—Las generaciones sucesivas lo hacen todo el tiempo, señor Scott. No se alarme. No soportamos pensar que a nosotros no se nos ha ocurrido algo nuevo. Y además los gustos van cambiando, tenemos que adelantarnos a ellos. Resucitamos a un artista al mismo tiempo que reconstruimos su retrospectiva. Mi aproximación al pintor permitirá describir el conocimiento que poseía Robles de la gloriosa tradición histórica de su país, Velázquez y el resto, además de ser una estrella internacional contemporánea, cercenada en la flor de la vida.
—Lo tiene todo planeado, ¿no es así?
—En eso consiste mi trabajo, señor Scott. Todavía no puedo decirle qué era exactamente lo que Robles deseaba comunicar, pero con el cuadro que usted tiene me atrevo a apuntar una intención política. Rufina, la desafiante santa trabajadora, haciendo frente al león del fascismo. Eche un vistazo a esto —dijo, al tiempo que entregaba a Lawrie un documento para que lo leyera—. Me lo ha enviado Barozzi, de la fundación Guggenheim. Se lo escribió Harold Schloss a Peggy Guggenheim cuando él ya estaba de nuevo en París y ella había regresado a Nueva York.
—Señor Scott —intervino Quick, y los dos hombres dieron un respingo—, ¿le importaría leerlo en voz alta? Ni a la señorita Bastien ni a mí nos han proporcionado una copia.
Lawrie accedió.
Querida Peggy:
Perdóname por no haberte informado a tiempo de mi presencia antes de que te marcharas de París. Desde que me fui de España hasta que llegué a esta ciudad, todo han sido dificultades. Intenté traer conmigo el Rufina, pero no pude. Ya sé que lo esperabas con ansia, y lo siento muy de veras.
Tengo un par de Klees de la primera época a los que tal vez te apetezca echar un vistazo —no viajaré personalmente a Viena, pero estoy disponiéndolo todo para que los envíen a Londres—, o quizá, si te quedas una temporada en Nueva York ocupada con tus asuntos y tienes interés, podría hacértelos llegar allí directamente.
Te deseo lo mejor, como siempre.
Harold Schloss
Lawrie levantó la vista hacia Reede.
—No menciona a Robles en ninguna parte.
—Creo que podemos usarla para algo. Me gustaría ampliar esta carta y colocarla en un lado de la pared de la galería. Podríamos especular con lo que le sucedió a Robles.
—¿A qué se refiere?
—Yo creo que no consiguió sobrevivir a la guerra. De lo contrario, sin duda habríamos tenido noticias de él. En aquella época hubo intensos bombardeos en el sur de España, por lo que es posible que el resto de su obra fuera pasto de las llamas. Podríamos considerar de qué modo la inmolación del cuerpo de Robles refleja la propia desaparición del artista.
Reede empezó a caminar otra vez, con las manos a la espalda, ajeno a nosotros, mientras explicaba su visión.
—Podríamos extender la metáfora hacia la destrucción del corpus ibérico, y también hacia la guerra mundial que se avecinaba. Nuestro hombre es un símbolo, además de una persona. Él era una visión del futuro de España que resultó aniquilada.
Lawrie cruzó las piernas.
—Pero usted no sabe si sus obras fueron pasto de las llamas —replicó con voz dura—. No puede montar una exposición basándose en un rumor. La gente se reirá de mí.
—Nadie se va a reír. A la gente la encantan los rumores, señor Scott. Con ellos se logra más que con los hechos. Y nuestro hecho concreto es que disponemos de un número limitado de obras. Otro hecho más: Harold Schloss no tenía Rufina y el león cuando regresó a París. ¿Dónde estaba? Ahí es donde interviene usted.
—¿Yo? —preguntó Lawrie.
En su tono hubo algo que me hizo volverme hacia él. Miré a Quick; era evidente que había pensado lo mismo que Reede, porque tenía la mirada clavada en Lawrie.
Reede se sentó frente a este y habló en tono más amable.
—Creo que Harold Schloss se dio cuenta de que era imposible seguir en España y que, al huir, el cuadro dejó de estar en su poder, ya fuera por negligencia o porque se lo robaron. Es poco frecuente que un marchante de arte confiese tan abiertamente haber perdido una obra como hace él en esa carta. Por lo general, son personas muy elocuentes y persuasivas. Yo creo que Harold Schloss regresó a París un tanto irritado.
—¿Y cree que el cuadro se quedó en España? —preguntó Lawrie.
—Bueno, no parece que estuviera en poder de Schloss. No tenía motivos para mentirle a su mejor coleccionista. Pero no lo sé, señor Scott. La siguiente persona relacionada con el cuadro es la madre de usted. Y, por lo que parece, no tenemos ni idea de cómo llegó a sus manos.
Lawrie contempló un momento la pintura y volvió a bajar la vista hacia la chimenea vacía.
—Siempre lo tuvo en la pared —dijo en voz queda—. No recuerdo ningún momento en que no estuviera.
—Si usted lo dice… —suspiró Reede—. En fin, podemos jugar con esa incógnita, no creo que tengamos otra alternativa. Que una obra de arte haya sobrevivido después de pasar por la guerra civil española y una guerra mundial para ir a parar a Surrey, desde luego encierra posibilidades sumamente románticas.
—¿Qué cree usted que le sucedió a Isaac Robles? —le preguntó Lawrie.
—Señor Reede —terció Quick con voz clara y firme—, ¿con qué margen de tiempo contamos? ¿Cuándo tiene usted pensado inaugurar esa exposición?
Reede se volvió hacia ella.
—Dentro de dos semanas llegará una delegación de la fundación Guggenheim con los cuadros. Y calculo que podremos inaugurar dos semanas más tarde.
Ella miró su agenda.
—¿Dentro de cuatro semanas? Eso es absurdo. No es un plazo adecuado en absoluto.
—Lo sé, Marjorie, pero es lo que quiero.
Vi que Quick marcaba el día 28 de noviembre en su agenda y que la mano le temblaba ligeramente al trazar una gruesa cruz de color negro sobre el papel.