XIX
Unas horas después de que Isaac dejase a las dos Schloss para internarse en la oscuridad, prendieron fuego a la finca de don Alfonso y se lanzó una segunda andanada contra la iglesia de Santa Rufina, situada en el centro de Arazuelo. Más tarde, la gente contó entre cuchicheos que sí, que se había visto al padre Lorenzo desnudo, huyendo de las llamas para refugiarse en la plaza del pueblo, seguido muy de cerca por una mujer también desnuda. Hubo quien dijo que no había existido tal mujer, sino únicamente el cura, vestido con un camisón de color blanco que dejaba ver sus partes pudendas asomando por el filo de la tela. Otros juraron sobre la sagrada Biblia que sí había una mujer, una visión de la propia Rufina huyendo del caos impío que dejaba atrás, y que momentos después se elevó por los aires hacia el cielo.
La única verdad que podía testificar Arazuelo era que, cuando amaneció, la iglesia se había convertido en una carcasa vacía y la casa de don Alfonso no era más que un esqueleto renegrido. En el aire quedaba mucho humo de madera quemada que escocía en los ojos a quienes intentaban ocuparse de sus quehaceres, hasta que el pueblo entero cayó en un nervioso estupor, plenamente convencidos de que tarde o temprano sobrevendrían las represalias por lo que había sucedido.
Cuando Teresa llegó a la carrera atravesando la neblina gris del amanecer y empezó a llamar a golpes en la puerta principal de la casa, Olive supo que había ocurrido algo grave.
—Isaac ha cometido una estupidez…
—¿Qué ha hecho? ¿Dónde está?
La chica estaba muy afectada.
—No lo sé. La iglesia ha desaparecido.
—¿Cómo que ha desaparecido?
—Que se ha quemado. Y también la casa de mi padre.
—Dios santo, Teresa. Vamos, entra.
Aproximadamente un par de horas después apareció don Alfonso, con su traje impecable de siempre, ahora todo manchado de hollín. También él aporreó la puerta con fuerza. Teresa, que estaba en el piso de arriba con Olive, se encogió de miedo.
—No va a pasar nada —le susurró esta.
Teresa la aferró de la muñeca.
—No, señorita. Usted no lo entiende.
Harold le abrió la puerta a don Alfonso, que cruzó el vestíbulo con expresión furibunda y entró en la salita que daba al este. Olive bajó a hurtadillas la escalera para espiar por la rendija de la puerta.
—¿Se ha enterado de lo ocurrido? —dijo don Alfonso.
—Sí.
—Las noticias se propagan con rapidez. Ha sido una atrocidad. Ahora mismo podría estar muerto. Mi esposa, mis hijos… Si seguimos vivos es únicamente porque mi hija Clara sufre de insomnio. Han tomado parte tres de mis mozos de cuadra, un ayudante del mayordomo y un chico que fregaba los platos. Los he localizado a todos, señor Schloss, y ahora se encuentran en el calabozo aguardando su castigo. ¿Y sabe qué me han contado? Pues que Isaac Robles les ha pagado para que hicieran lo que han hecho. ¿De dónde ha sacado el dinero para pagar a esos hombres? De mí no, desde luego. No puedo obtener las respuestas porque no consigo encontrar a mi hijo bastardo. ¿Usted sabe dónde está, señor?
—No.
—Sin embargo, sí sabe que le han prendido fuego a mi finca.
—¿No está en su casa?
—He mandado allí a Jorge y a Gregorio, y lo único que han encontrado ha sido esto. —Don Alfonso sostuvo en alto un viejo ejemplar de Vogue—. Supongo que pertenecerá a su esposa.
Por el semblante de Harold cruzó una expresión de sorpresa, pero enseguida recuperó la calma.
—Le regala esas revistas a Teresa.
—Mi hijo ha soltado a treinta de mis purasangres, señor. Ha prendido fuego a mis establos. Ha quemado la iglesia del padre Lorenzo.
—Don Alfonso, siéntese, por favor. Esas son acusaciones muy graves.
—Lo han delatado sus propios amigos. Es un diablo, señor.
—Siento discrepar —replicó Harold, ya claramente irritado—. Don Alfonso, su hijo no tiene tiempo para esos juegos. Es una persona dotada de un gran talento.
Esta vez le tocó a don Alfonso poner cara de sorpresa.
—¿Talento?
—¿Nunca ha visto su obra?
—¿Qué?
Antes de que Harold pudiera dar más explicaciones, Olive irrumpió en la habitación. Ambos hombres dieron un respingo y se volvieron hacia ella.
—Ve al piso de arriba —ordenó su padre en tono tenso.
—No.
Detrás de Olive apareció Sarah.
—¿Qué pasa? —preguntó. Su mirada se posó en la figura de don Alfonso, y al instante palideció—. ¿Ha muerto? —dijo en un susurro—. ¿El señor Robles ha muerto?
—No digas tonterías, Sarah —intervino Harold sin poder disimular el nerviosismo de su voz.
Don Alfonso inclinó la cabeza hacia Sarah a modo de breve saludo.
—¿Teresa está aquí? —le preguntó.
—Está arriba —respondió Sarah.
—Madre —la advirtió Olive—. No.
—Díganle que baje, por favor —pidió don Alfonso.
—No —se opuso Olive—. No puede obligarla.
—Liv, no seas ridícula —dijo su padre—. Sé civilizada.
—¿Civilizada?
—Ve a buscar a Teresa.
Olive subió al piso de arriba, pero no vio a Teresa por ninguna parte. Esperó unos instantes, ganando tiempo, fingiendo que la buscaba y rezando para que se hubiera puesto a salvo en algún lugar. Luego volvió a bajar con paso decidido y regresó a la salita. Al ver que volvía sola, don Alfonso entornó los ojos.
—¿Está usted escondiéndola, señorita? —preguntó—. Sé que se considera amiga suya.
—No estoy escondiendo a nadie.
Acto seguido, don Alfonso se volvió hacia los padres.
—No les conviene ocultarlos. A Isaac lo buscan por robo, incendio provocado, daños materiales, intento de asesinato…
—Por el amor de Dios —lo interrumpió Harold—. No estamos escondiendo a sus hijos.
—Ya no son hijos míos —replicó don Alfonso—. Y ustedes deberían abandonar este lugar. Deberían irse.
—Al contrario —dijo Harold—. En mi opinión, debemos proteger a quienes no cuentan con la protección de usted. Estoy empezando a entenderlo mucho mejor.
Don Alfonso soltó una carcajada.
—Ustedes, los extranjeros, son todos iguales. ¿Cree que está protegiendo a Teresa y a Isaac? Ellos serán los que tendrán que protegerlos a ustedes. ¿Y cree que lo harán? ¿Cree que a ustedes los cubre algún manto mágico, que su criada y su jardinero les tienen afecto?
—Teresa es nuestra criada, sí, y muy buena, pero Isaac no es nuestro jardinero. Usted no tiene ni idea de lo que su hijo…
—Yo lo conozco mejor que usted —lo interrumpió don Alfonso—. ¿Qué va a utilizar para defenderlo, una sartén? Lo más probable es que esos degenerados con los que se codea le claven un cuchillo en el corazón y se alíen con los rojos.
Poco después, cuando don Alfonso desapareció en su automóvil, Olive salió corriendo por la oxidada verja de la finca, bajó por el sendero —a aquellas alturas ya tenía las piernas doloridas e iba sin aliento— y volvió a subir la cuesta que llevaba a la casa de Teresa e Isaac. No estaban, pero Jorge y Gregorio lo habían puesto todo patas arriba. Dios, aquel lugar era tremendamente austero, de lo más austero que ella recordaba haber visto. En su mente se había convertido en un refugio rústico, un sitio donde pensar, respirar y pintar. En realidad, era un lugar del que daban ganas de escapar.
En la habitación de Isaac no había más que la cama sin hacer y un jarrón con rosas marchitas en el alféizar de la ventana. En la de Teresa, las magras pertenencias de la joven estaban desperdigadas por el suelo. Olive se sorprendió al ver uno de sus tubos gastados de pintura, el verde saltamontes que había utilizado para La huerta. Vio también un tapón de champán Veuve Clicquot y otros objetos más peculiares, entre ellos un cuadrado de tela recortada del pijama de su padre y un paquete de tabaco de Harold, aplastado; cuando fue a cogerlo, de dentro cayeron varios pitillos manchados con el inconfundible rojo del pintalabios de Sarah. Esparcidas por el suelo había páginas sueltas arrancadas de un cuaderno, con palabras y frases escritas en inglés con cuidada caligrafía: palaver, snaffled, crass, gosh, I’m starving, ghastly, selfish. Al lado de cada una de ellas figuraba su equivalente en español: cháchara, afanarse, burdo, me muero de hambre, espantoso, egoísta.
A Olive empezó a latirle el corazón con fuerza. Contemplando aquellos restos del naufragio de la vida de sus padres, aquel cuaderno con cosas que probablemente habían dicho de paso, al descuido, tuvo la inquietante sensación de que en realidad no conocía a Teresa en absoluto.
De pronto se oyó un golpe en la puerta de la casa que le puso la carne de gallina. Como no le siguió ningún ruido de pasos, se dijo que seguramente había sido el viento. Pero todavía estaba nerviosa y se imaginó que un lobo había bajado de los montes. Estaba a punto de salir de la habitación de Teresa cuando de improviso vio una fotografía en el suelo. Era una instantánea de sí misma y de Isaac, ambos delante de Rufina y el león. Ella aparecía sonriente, e Isaac, con las cejas ligeramente levantadas, parecía preparado para adoptar su postura de pintor. Nunca había visto aquella foto y, sin pensar, se la guardó en el bolsillo.
Al pasar de nuevo por el pasillo descubrió el cuadro que había pintado Isaac, apoyado contra la pared. Teresa debía de haberlo llevado allí de nuevo, fuera de la vista. Los rostros idealizados de sí misma y de su madre parecían a punto de salir del lienzo, y a Olive volvió a sorprenderla la fijeza de sus miradas de maniquís y su monstruosa expresión, tan vacía.
Salió y oteó los cerros. Aún flotaba en el aire la palidez del humo que lo impregnaba todo, el sabor de un fuego extinguido. Isaac conocía bien aquellos montes, mejor que don Alfonso. Sabía dónde esconderse. En cambio, Teresa no había tenido tanto tiempo para escapar. Algo terrible se avecinaba, Olive lo presentía, y no había nada que ella pudiera hacer.
—¡Teresa! —llamó, dirigiéndose a la campiña, y oyó el eco de su propia voz—. ¡Teresa! —gritó de nuevo, cada vez más invadida por el pánico. Pero lo único que se oía era el nombre de su amiga rebotando en las laderas.