XX

Fue Jorge el que la descubrió internándose en el bosque que había a las afueras del pueblo. Estaba buscándola acompañado de Gregorio, y fue pura casualidad que él volviera la cabeza en aquella dirección: el atisbo de una pierna delgada y morena, el breve destello de una trenza oscura. Lo que sucedió entonces cambió para siempre Arazuelo, un lugar que se suponía que iba a permanecer eternamente igual. El trauma continuaría propagándose en los años venideros, imposible de erradicar, por más que los que lo presenciaron intentasen acallarlo.

De haber estado Jorge un poco más lejos, la joven se le habría escapado, porque ella era muy rápida y él mucho más corpulento. Pero la acorralaron contra los árboles entre Gregorio y él. Cuando Jorge disparó al aire, Teresa se volvió inmediatamente en dirección al sonido, y Gregorio aprovechó para atraparla por detrás. La chica pataleó y chilló, pero el hombre no soltó su presa.

—¿Dónde está? —le gritó Jorge, acercándose a zancadas entre la vegetación.

—No sé de qué me hablas. Soltadme. —Teresa sintió que el corazón le subía poco a poco a la garganta y le paralizaba la lengua.

—¿Dónde está tu hermano?

—No lo sé.

Jorge dio otro paso más y acercó su cara a la de ella. Teresa percibió el olor a alcohol rancio que despedía su aliento.

—Venga, Teresa, tú lo sabes todo, eres muy lista. Y un poquito espía. ¿Dónde está tu puto hermano?

—No lo sé —repitió ella.

—Átala al árbol —ordenó Jorge, pero Gregorio titubeó—. Ya me has oído. Venga. —El otro no se movió.

—No sé dónde está mi hermano, lo juro —dijo Teresa, percibiendo una oportunidad—. ¿Crees que él iba a decírmelo? A mí nadie me cuenta nada…

—Anoche tu hermano incendió medio pueblo. Cuando lo atrapemos, es hombre muerto. Y tú vas a ayudarnos.

Y empezó a arrastrar a la joven hacia el árbol, tirándole de la trenza.

—Isaac te conoce desde que ibais al colegio —le dijo Teresa, al tiempo que soltaba una exclamación de dolor por el tirón de pelo—. Ha sido amigo tuyo durante veinte años. ¿Cómo te va a mirar tu madre a la cara? —preguntó.

—Por lo menos yo tengo una madre que me mira —replicó Jorge.

—Estás temblando, Gregorio —dijo entonces Teresa, dirigiéndose al más blando de los dos, desencajada de miedo pero percibiendo la incomodidad del chico.

—Jorge —dijo Gregorio—, deberíamos llevarla al cuartel.

—Cállate —replicó el otro.

—Lo digo en serio. No pienso atarla a este árbol. Don Alfonso en ningún momento ha dicho que… Vamos a subirla al camión.

Al final Jorge terminó cediendo y encerraron a Teresa en un calabozo del cuartel local de la Guardia Civil. Ella no hizo ningún ruido en toda la noche.

—Mira a ver que no se haya suicidado —dijo Jorge—. Como su madre.

—¿Qué? —preguntó Gregorio.

Jorge se volvió hacia su colega.

—No me digas que no lo sabías. Su madre se ahogó. Seguramente no quiso seguir viva para criar a ese pedazo de mierda —añadió, dirigiendo la voz hacia el húmedo pasillo, lo bastante fuerte para que Teresa lo oyera.

Cuando amaneció, Teresa apenas había dormido. No llevaba mucha ropa y nadie le había ofrecido una manta. Pero lo que más le dolía, lo que la hacía tiritar de verdad, era que no hubiera acudido ninguno de los Schloss a interceder por ella. En lo más negro de la noche, con la mirada fija al otro lado de los barrotes, rememorando las crueles palabras que había pronunciado Jorge, estaba segura de que de un momento a otro aparecería Olive llamándola por su nombre y exigiendo que aquellos dos brutos la dejaran salir de allí. Necesitaba creer que iba a ser así, porque de lo contrario quien iría a buscarla sería el pelotón de fusilamiento.

Pero Olive no fue a buscarla, y tampoco Harold, que sin duda tenía más autoridad que su hija. Y cuando amaneció, Teresa empezó a pensar: «Por supuesto, por supuesto, ¿por qué iban a venir?», y se alegró de que nadie hubiera presenciado su patética expresión esperanzada.

A las ocho de la mañana, Jorge y Gregorio fueron al calabozo y la encontraron sentada en la cama, muy derecha, con todas las vértebras pegadas a la fría piedra de la pared.

—Arriba —ordenó Jorge.

Ella se puso de pie, y él se acercó.

—Por última vez, Teresa. ¿Dónde está tu hermano?

—No lo s…

Jorge le cruzó la cara de una bofetada, y el impacto le lanzó la cabeza contra la pared.

—He preguntado dónde está.

Teresa empezó a chillar, hasta que Jorge le dio un puñetazo y, mientras oía a Gregorio protestar a gritos, cayó inconsciente al suelo. Lo siguiente que supo fue que le habían vendado los ojos y que volvía a estar traqueteando en la parte trasera del camión; notaba el sabor metálico de la sangre y tenía un diente suelto dentro de la boca.

Intentó mover la cabeza para ver si alcanzaba a percibir hacia dónde se dirigían, pero estaba muy desorientada. Le dolía el cuello, le palpitaban las sienes. Le habían atado la venda con tanta fuerza que se le estaba clavando en los ojos. A su alrededor olía a sudor y también a sangre ajena. ¿Sería aquello el final? En el fondo de su alma, en sus sueños, había temido aquel momento. Iban a pegarle un tiro en la nuca detrás de alguna casa, a cincuenta kilómetros de su hogar. ¿Y quién la echaría en falta? ¿Quién llevaría luto por ella?

El camión se detuvo. Teresa oyó que los dos hombres se apeaban de la cabina y levantaban la lona de atrás.

—No me peguéis un tiro, no me peguéis un tiro —suplicó, consciente de que su voz sonaba rota, sorprendida por aquella pasión abrumadora por vivir y por lo dispuesta que estaba a humillarse con tal de conservar la vida. Lo que fuera, con tal de vivir—. Gregorio —rogó—, por favor. Por favor, sálvame.

Pero Gregorio no respondió. Una mano la agarró por el brazo y dio unos pasos con ella hasta que la obligó a sentarse en una silla. Teresa oyó unas pisadas que se alejaban, aplastando algo que, por el ruido, parecía grava. La habían colocado hacia el sol y sintió cómo su resplandor naranja y dorado, que se filtraba a través de la venda de los ojos y la fina piel de los párpados, le calentaba la cara. «Se acabó», pensó.

—Olive… —susurró—, Olive…

Repitió ese nombre una y otra vez, y de improviso le retiraron la venda de los ojos. Reinaba el silencio, hasta que de pronto fue interrumpido por una pequeña bandada de pájaros que cruzó el cielo. Teresa parpadeó para adaptar la vista a la luz y, para su sorpresa, vio a Olive de pie a su derecha, con la cabeza rodeada por un halo de luz dorada y su figura recortada contra las casas del fondo, pequeños cuadrados de color blanco.

—¿Me he muerto? —le preguntó.

—No —contestó un hombre.

Entonces se dio cuenta de que estaba en la plaza del pueblo, sentada en una silla que habían colocado justo enfrente de la chamuscada estructura de la iglesia. Los vecinos habían empezado a congregarse a su alrededor y cuando ella volvió la cabeza se replegaron como un banco de peces. Intentó levantarse de la silla e ir hacia Olive, que avanzó un paso con el brazo extendido, pero Gregorio volvió a empujar a Teresa para que se sentase.

Entonces Jorge movió su pistola hacia el grupo de aldeanos.

—¡Atrás! —les gritó, pero Olive no se movió del sitio.

—¿Qué vais a hacerle a Teresa? —gritó en español—. ¿Qué vais a hacer?

—¡Cállate! —le ordenó Jorge, y acto seguido fue hasta el camión y sacó algo que había en el asiento del pasajero.

Volvió junto a Teresa y, con los brazos en jarras, estudiándola, dio unos pasos a su alrededor. Luego cogió su trenza en la mano y la sopesó, como si estuviera en el mercado inspeccionando la calidad de una hortaliza. Con la otra mano alzó una enorme cizalla, de las que utilizaban los jardineros para podar las plantas.

—Voy a ser justo —dijo, a la vez que se enrollaba la trenza en la mano—. La iré deshaciendo lentamente, mechón a mechón. Voy a preguntarte una vez más por tu hermano, y si cooperas, podrás conservar el pelo.

Teresa se había quedado petrificada, lo único que seguía vivo era su trenza, enroscada y palpitante en el puño de Jorge. Tenía la mirada fija a lo lejos; su cuerpo estaba presente, pero ella no. Cuando Jorge fue deshaciéndole la trenza con gran aplicación, ella no se movió lo más mínimo, y tampoco protestó; simplemente permaneció inmóvil, con la vista fija en la nada. Se la veía tan quieta, tan pensativa, que casi daba la impresión de ser cómplice del espectáculo, hasta que uno se fijaba en sus puños apretados con fuerza, en los nudillos blancos a través de la piel.

—No lo hagáis —les dijo Olive a los dos hombres—. Teresa no sabe dónde está su hermano.

Jorge giró en redondo para mirarla.

—Eso es lo que dice ella.

Las tijeras empezaron a cortar. Un largo mechón de pelo negro cayó al suelo y se quedó allí, como una serpiente. No se oyó ni un susurro, nadie parecía respirar siquiera.

—Señorita —dijo Gregorio dirigiéndose a Olive—, esto no es asunto suyo.

—No le hagáis daño —suplicó ella—. Lo lamentaréis. ¿Sabe su padre que estáis haciendo esto y…?

—¡Si no cierra la boca, la siguiente será usted! —chilló Jorge, levantando de nuevo las tijeras—. ¿Dónde está tu hermano? —le preguntó a Teresa, pero esta continuó sin decir nada, de modo que empezó a cortar un segundo mechón.

«Di algo, Tere —pensó Olive—. Di lo que sea, una mentira». Pero Teresa permanecía muda, con la vista fija en la iglesia devorada por el incendio. Olive casi notó en su propia nuca la leve caricia de aquel mechón. Aunque Teresa seguía sin moverse, Olive advirtió la chispa de miedo que brillaba en sus ojos, sepultada bajo aquella mirada inexpresiva.

—¿Dónde está? —Fue la pregunta que se repitió una vez tras otra.

Como Teresa seguía sin contestar, Jorge fue cortando más cabello, ya muy cerca del cráneo, a trasquilones.

—Pareces una seta peluda —se burló Jorge, riendo.

Ningún vecino del pueblo le rio el chiste, pero tampoco nadie hizo nada para poner fin a aquel espectáculo.

—Teresa —la llamó Olive—, estoy aquí.

—Y mira para lo que le ha servido —dijo Gregorio.

Cuando Teresa hubo perdido toda su melena, Jorge se sacó del bolsillo una navaja de barbero.

—¿Qué estás haciendo? —siseó Gregorio—. Ya ha captado el mensaje.

—Yo creo que no —replicó Jorge, al tiempo que apoyaba la cuchilla en lo alto de la cabeza de Teresa.

Empezó a afeitar los parches de pelo que le quedaban, hasta dejarla completamente calva. Esa humillación se remontaba a los tiempos bíblicos, aquellos días de sangre.

—Esto es lo que sucede —dijo Jorge levantando la cuchilla— cuando uno oculta información sobre un criminal y se niega a colaborar con la ley.

—¿La ley? —repitió Olive.

Los vecinos del pueblo permanecieron inmóviles. El cuero cabelludo de Teresa se veía cubierto de pequeños cortes allí donde Jorge había herido la piel. Luego la obligó a levantarse de la silla y a seguir a su verdugo como si fuera una marioneta.

—Ahora quítate la falda y la blusa —le ordenó.

—¡Basta! —gritó una mujer que estaba al lado de Olive, y Jorge dio unos pasos hacia ella.

—¿Quieres ser la próxima, Rosita? —le preguntó—. ¿Tú también quieres parecer una seta? Porque te aseguro que no me importaría.

Rosita retrocedió negando con la cabeza, con el miedo pintado en la cara.

Muy despacio, Teresa empezó a quitarse la falda y la blusa, dejando al descubierto unas piernas delgadas y su ropa interior. A Olive le entraron ganas de rescatarla, pero le preocupaba que si se lanzaba hacia ella y la agarraba del brazo empeorase la situación. Jorge estaba envalentonado y, aunque a Gregorio no se lo veía tan seguro de sí mismo, podía resultar igual de peligroso.

Este trajo del camión una especie de sayón que parecía haber sido confeccionado en el siglo XVI y una botella cuyo contenido Olive no logró discernir. Le puso el vestido a Teresa, pasándoselo por la cabeza, y la ayudó a meter los brazos por las amplias mangas.

—Quítate los zapatos —le ordenó luego, como un padre que habla a una hija, y cuando Teresa obedeció, todo resultó dolorosamente absurdo.

Con dedos temblorosos, la chica manoteó intentando deshacer el nudo de los cordones. Gregorio perdió la paciencia y los cortó por la mitad con su navaja. Ese gesto, más que el afeitado de la cabeza, más que la orden de desvestirse, fue lo que por fin desató la furia de Teresa. El único par de zapatos que tenía, tan cuidados y limpios a pesar de lo viejos que eran, se habían convertido en dos trozos de cuero sin cordones que yacían en el polvo. Gritó y cayó de rodillas.

—¡Levántate! —vociferó Jorge, pero ella no se movió. Entonces él le arrojó la botella—. Esto es lo que hacemos con los traidores —dijo.

—¿Quién es el traidor? —replicó Teresa con la voz rota.

—¿Quieres que te meta yo mismo eso por el gaznate?

Ella, aún negándose a obedecer, lo miró fijamente.

—Gregorio —dijo Jorge—, encárgate tú.

Gregorio cayó sobre Teresa antes de que esta pudiera prepararse. Le sujetó los brazos y le propinó un rodillazo en la parte baja de la espalda. A continuación, pálido y sudando, le aferró la mandíbula y se la abrió por la fuerza.

—¡Bebe! —gritó.

La conmoción que le produjo ver que Gregorio se volvía contra ella pareció dejarla muda de terror, y Jorge pudo introducirle la botella en la boca con relativa facilidad.

—Bebe —siseó Gregorio—. Bebe hasta el fondo.

Con los ojos muy abiertos, Teresa volvió la cabeza para obligar a Gregorio a sostenerle la mirada, y continuó mirándolo fijamente mientras el contenido de la botella iba vaciándose en su garganta. Llegados a ese punto, varios de los vecinos salieron huyendo, una vez que el horror hubo roto el hechizo mágico de la violencia.

Cuando la botella estuvo vacía, los dos hombres soltaron a Teresa, que, entre arcadas, echaba hilos de aceite por las comisuras de los labios, que iban cayendo y formando charcos en el suelo.

—No sabía que vivíamos al lado del mismo diablo —susurró un hombre que estaba cerca de Olive.

—Ahora vete a casa, Teresa —dijo Jorge—, y procura no cagarte encima. Si no encontramos a tu hermano en los próximos días, prepárate para otra visita.

Teresa se puso de pie trastabillando y Olive se abrió paso entre los hombres para acercarse a ella y agarrarla del brazo. Esta vez no se lo impidieron. Teresa se dejó caer contra Olive y las dos se marcharon poco a poco de la plaza. Los aldeanos que quedaban se apartaron para dejar pasar a aquella criatura calva y presa de las náuseas, cuyos intestinos podían ceder de un momento a otro, tras la ingestión de una botella entera de aceite de ricino.

Nadie la abucheó en su camino, ni siquiera tímidamente, aun estando presentes Jorge y Gregorio. Nadie pronunció una sola palabra, pues estaban todos mudos del horror. Observaron a las dos jóvenes alejarse por el camino de tierra y salir del pueblo en dirección a la finca. Y siguieron contemplándolas hasta que las perdieron de vista.

Jorge y Gregorio se subieron al camión y arrancaron en dirección contraria. Poco a poco la plaza fue quedándose vacía, salvo por los mechones oscuros del cabello de Teresa, abandonados sobre la gravilla.