6
Lawrie vino a verme el 15 de agosto. Eran las siete de la mañana y me tocaba hacer el primer turno en la recepción. Las tiendas todavía estaban cerradas, los autobuses circulaban por Charing Cross con menor frecuencia. Yo iba andando en dirección a Pall Mall, una vía que por lo general estaba muy concurrida, pero que a aquellas horas era una calzada desierta y teñida de una luminosidad verdosa. Llevaba una semana lloviendo, las piedras del pavimento estaban mojadas tras el aguacero que había caído al amanecer y los árboles se mecían en la brisa como las algas en el fondo del mar.
Yo había visto lluvias mucho peores, de modo que no me molestaba demasiado. Con el ejemplar del Express que había comprado para Pamela bien guardado en el bolso para protegerlo del agua, crucé los jardines Carlton y me dirigí al centro circular de Skelton Square. Dejé atrás el pedestal de la estatua del hombre ilustre, fallecido hacía tiempo, que adornaba el centro de la plaza, un individuo de mirada inexpresiva que tenía todo el traje cubierto de excremento de paloma. En el pasado habría averiguado de quién se trataba, pero, tras cinco años en Londres, había perdido todo interés por los personajes de la época victoriana. La mirada hacia el infinito de aquella estatua hizo que me sintiera más cansada todavía.
Levanté la vista hacia el Skelton. Junto a la puerta había un joven de pie, alto y delgado, con una cazadora de cuero ligeramente gastada. Tenía la cara estrecha y el cabello de un tono castaño muy oscuro. Cuando me acerqué un poco más, vi que era él. Noté que se me formaba un nudo en la garganta y que se me encogía el estómago mientras el corazón me retumbaba en el pecho. Me aproximé a los escalones a la vez que buscaba la llave del Skelton en mi bolso. Lawrie llevaba gafas esta vez, y los cristales destellaron bajo la luz subterránea. Sostenía un gran paquete bajo el brazo, envuelto con el papel marrón que utilizan los carniceros para las chuletas.
Me recibió con una amplia sonrisa.
—Hola —saludó.
¿Cómo fue ver sonreír a Lawrie? Puedo intentar describirlo: fue como si un curandero me hubiera impuesto las manos sobre el pecho. Sentí que me flaqueaban las rodillas, que me temblaba el mentón y que era incapaz de tragar saliva. Me entraron ganas de darle un abrazo y decirle: «¡Eres tú, has venido!».
—Hola —dije en cambio—. ¿En qué puedo ayudarlo?
Su sonrisa se esfumó.
—¿No te acuerdas de mí? Nos conocimos en la boda. Yo estaba con el grupo de Barbara. Tú leíste un poema en voz alta y no quisiste ir luego a bailar conmigo.
Fruncí el entrecejo.
—Ah, sí. ¿Cómo está usted?
—¿Que cómo estoy? ¿Es que no vas a preguntarme qué hago aquí?
—Son las siete de la mañana, señor…
—Scott —dijo él, ya con cara seria—. Lawrie Scott.
Pasé por su lado e introduje la llave en la cerradura con torpeza. ¿Qué demonios me ocurría? A pesar de todas mis fantasías sobre cómo iba a discurrir aquello, llegado el momento de enfrentarme a la realidad estaba poniendo tantas barreras como antes. Entré en el edificio y él me siguió.
—¿Has venido a ver a alguien? —le pregunté.
Lawrie me miró muy fijamente.
—Odelle, he visitado todas las galerías de arte y todos los museos de esta maldita ciudad intentando dar contigo.
—¿Conmigo?
—Sí.
—¿Y en cinco semanas no has logrado encontrarme? Podrías haberle preguntado a Patrick Minamore.
Él rio.
—Así que has contado las semanas.
Yo me puse colorada, aparté la vista y me concentré en el correo. Lawrie levantó el paquete envuelto en papel marrón y dijo:
—He traído a las chicas del león.
No pude disimular el tono de suspicacia en mi voz:
—¿Quiénes son esas?
Él sonrió de oreja a oreja.
—Las del cuadro de mi madre. He seguido tu consejo. ¿Crees que alguien querrá echarles un vistazo?
—Seguro que sí.
—He buscado las iniciales que señalaste, I. R. No he encontrado ni un solo nombre con ellas, de modo que seguramente no pertenecen a nadie conocido.
—¿Tienes intención de vender el cuadro? —le pregunté, todavía con la cabeza burbujeante y el corazón galopando, al tiempo que pasaba al otro lado del mostrador de madera. En toda mi vida había sido tan directa con un chico.
—Es posible. Ya veremos cómo va.
—Tenía entendido que era el favorito de tu madre.
—El favorito de mi madre era yo —replicó, dejando el paquete sobre el mostrador con una sonrisa forzada—. Era broma. No quiero venderlo, pero, si vale algo, me servirá para empezar, ¿comprendes? Gerry el Cabrón, con perdón por hablar en plata, podría echarme a la calle en cualquier momento.
—¿Es que no trabajas?
—¿Trabajar?
—¿No tienes un empleo?
—Los he tenido.
—¿En un pasado lejano y borroso?
Lawrie esbozó una mueca.
—No te parece bien.
Lo cierto era que no me parecía bien que la gente no trabajase. Desde que llegué a Londres, todas las personas a las que conocía —Cynth, las chicas de la zapatería, Sam, Patrick, Pamela— tenían un empleo. Estábamos allí para eso. En mi país, tener un empleo era la única forma de despertar del largo sueño de las generaciones que se dedicaron al campo. Era la manera de salir. Cuesta mucho cambiar los mensajes que llevas oyendo toda tu vida, sobre todo cuando están ahí desde antes de que nacieras.
Lawrie se quedó mirando el paquete envuelto en papel marrón.
—Es una historia muy larga —dijo, al percibir mi gesto reprobatorio—. Dejé la universidad hace unos años. Mi madre no estaba… bueno, no importa. Pero me gustaría empezar algo nuevo.
—Entiendo.
Parecía avergonzado, con las manos bien hundidas en los bolsillos de la cazadora.
—Mira, Odelle. Yo no soy un… holgazán. Quiero hacer cosas. Y quiero que lo sepas. Yo…
—¿Te apetece un té? —le ofrecí.
Se interrumpió en mitad de la frase.
—Un té. Sí. Bueno, es un poco temprano, ¿no crees? —dijo riendo.
—¿Tenías pensado quedarte de pie ahí fuera hasta que apareciera?
—Sí —respondió.
—Estás loco.
—¿Quién está loco? —replicó, y nos sonreímos el uno al otro. Observé su rostro de piel clara.
—Incluso aunque no tengas un empleo, mi madre pensaría que eres perfecto.
—¿Y por qué iba a pensar tal cosa? —preguntó él.
Dejé escapar un suspiro. Era demasiado temprano para explicárselo.
Pasamos una hora juntos, sentados en el vestíbulo de la recepción, con la puerta de la calle cerrada con llave, mientras yo clasificaba el correo y preparaba el té y el café que Pamela y yo teníamos que ir renovando varias veces a lo largo de la jornada. Lawrie parecía encantado con su taza de té. Era como si nunca hubiese visto una bebida caliente.
Me habló del funeral de su madre.
—Fue horrible. Gerry leyó un poema sobre una rosa marchita. —Me llevé una mano a la boca para ocultar una sonrisa—. No, haces bien en reírte —me dijo él—. Mi madre se habría reído. Habría detestado algo así. Ni siquiera le gustaban las rosas. Además, Gerry tiene una voz horrenda para la poesía, la más espantosa que he oído en la vida. Es como si le hubiesen metido un desatascador por el culo. Y el cura estaba senil. Además, no éramos más de cinco personas. Fue realmente horrible y me repugnó que mi madre tuviera que pasar por eso.
—Lo siento —dije.
Lawrie suspiró y estiró las piernas.
—No es culpa tuya, Odelle. Sea como sea, ya ha quedado atrás. Descanse en paz y todo eso. —Se pasó una mano por la cara como si estuviera borrando un recuerdo—. ¿Y qué me dices de ti? ¿Qué tal llevas lo de vivir sin tu compañera de piso?
Me conmovió que se acordara de aquel detalle.
—Bien —contesté—. Pero hay demasiado silencio en la casa.
—Creía que te gustaba el silencio.
—¿Cómo puedes saber eso?
—Porque no quisiste ir al Flamingo.
—Es un silencio distinto —expliqué.
Entonces fuimos nosotros los que nos quedamos en silencio, yo sentada detrás del mostrador y él al otro lado, con el paquete de papel marrón entre ambos, esperando. Era un silencio agradable, cálido y lleno, y me gustó ver a Lawrie allí sentado, sin avasallar, pero, a mis ojos, desprendiendo la misma luz que percibí cuando nos conocimos.
Lo encontraba muy apuesto y, mientras dejaba el Express para Pamela y hacía como que le ordenaba la mesa, abrigué la esperanza de que algo la retrasara. En Trinidad había tenido uno o dos episodios de lo que mi madre denominaba «devaneos»: cogerse las manos en la oscuridad en el Roxy, ir a comer un perrito caliente después de clase, darse unos cuantos besos torpes en un concierto en el Princes Building, contemplar la luz azulada de las luciérnagas. Pero nunca lo había hecho… del todo.
En general evitaba la atención de los hombres, pues lo del cortejo me resultaba insoportable. El «amor libre» no había calado en las colegialas de Puerto España. Nuestra educación católica era una reliquia victoriana y aún desprendía un tufillo a mujeres descarriadas, chicas irrecuperables ahogadas en la ciénaga de su propia insensatez. Nos habían enseñado que éramos demasiado «superiores» para el intercambio carnal.
Mi actitud hacia el sexo estaba dominada por un miedo altanero, confusa por el hecho de que, en efecto, había chicas que lo practicaban, chicas como Lystra Wilson o Dominique Mendes, que tenían novios mayores que ellas y secretos en los ojos, y que, desde luego, daban la impresión de estar pasándolo muy bien. Para mí siempre había sido un misterio cómo encontraban dichos novios, pero sin duda implicaba algún acto de desobediencia, fugarse por la ventana del dormitorio y acudir a los clubes nocturnos que había en Frederick Street y Marine Square. En mi recuerdo, Lystra y Dominique, las atrevidas, parecían mujeres desde el momento mismo del nacimiento, sirenas que habían arribado a la orilla para vivir entre nosotros, femeninas y poderosas. No era de extrañar que las demás gatitas asustadas nos refugiáramos en los libros. No es que el sexo no estuviera a nuestra altura; ni siquiera estaba a nuestro alcance.
La puerta de la calle del Skelton seguía cerrada con llave. Yo no quería que aquello terminase nunca: el hervidor de agua del cuarto de atrás silbando para pedir más té, Lawrie estirando las piernas y cruzando los brazos, preguntándome qué películas había visto y cómo era posible que no hubiera visto tal o cual, y si me gustaba el blues o era más de folk, y cuántos meses llevaba trabajando allí, y si me gustaba estar en Clapham. A Lawrie se le daba muy bien hacer que una se sintiera importante.
—¿Te gustaría ir al cine? —me preguntó—. Podríamos ver Solo se vive dos veces, o Atraco a la inglesa.
—¿Atraco a la inglesa? Esa te pega mucho.
—Sale Oliver Reed, un actor excelente —respondió Lawrie—, pero tal vez sea una bobada policíaca demasiado ofensiva para ti.
—¿Ofensiva? ¿Por qué?
—Porque eres lista. Te tomarías como un insulto que te llevase a ver a unos tipos idiotas que corren detrás de las Joyas de la Corona.
Me eché a reír, contenta de descubrir que aquella situación también ponía un poco nervioso a Lawrie y conmovida al ver que no le daba miedo hablar de ello.
—¿O prefieres ir a ver una película francesa —propuso—, de esas en las que la gente se limita a entrar y salir de una habitación y a mirarse?
—Vamos a ver la de James Bond.
—Muy bien. Excelente. ¡Excelente! Me encantó Goldfinger, con ese bombín.
Reí de nuevo y él se acercó al mostrador y se inclinó por encima para cogerme la mano. Yo me quedé mirándomela, petrificada.
—Odelle —me dijo—, creo que… en fin, que eres…
—¿Qué?
—Eres… —Todavía me tenía agarrada la mano. Por primera vez en mi vida no quise que un hombre me soltara.
Fuera empezó a llover. Volví la cabeza, distraída por el rumor del agua que se oía al otro lado de la puerta y que se estrellaba contra el pavimento gris. Lawrie se inclinó y me dio un beso en la mejilla. Cuando me volví, me besó otra vez, y fue una sensación maravillosa, de manera que nos quedamos así varios minutos, besándonos en la recepción del Skelton.
Al final, me aparté.
—Vas a hacer que me despidan.
—Vale. No podría consentirlo.
Regresó a su silla sonriendo como un idiota. El chaparrón resonaba con fuerza, pero era lluvia de Inglaterra, no de Trini. Allí caían cataratas del cielo, aguaceros tropicales que descargaban una semana tras otra; los bosques se volvían tan verdes que casi parecían negros, los letreros de neón desaparecían, los terraplenes se convertían en lodo, los bastones de emperador se tornaban tan rojos que se diría que sus pétalos se habían coloreado con sangre humana, y todos nos resguardábamos bajo los toldos o nos escondíamos en casa hasta que se pudiera caminar de nuevo con seguridad por la brillante carretera de asfalto. Cuado llegábamos tarde a algún sitio, poníamos la lluvia como excusa y todo el mundo lo comprendía.
—¿Qué pasa? —preguntó Lawrie—. ¿Por qué sonríes?
—Por nada —respondí—. Por nada.
De pronto se oyeron unos golpes en la puerta. Era Quick, que estaba mirando a través del cristal, bajo el borde de un amplio paraguas de color negro.
—¡Ah! —exclamé—. Llega pronto.
Corrí hacia la puerta y la abrí, dando gracias a Dios de que no nos hubiera pillado besándonos. Quick entró y me dio la sensación de que tenía la cara más delgada. Se quitó el abrigo y sacudió el paraguas.
—Agosto —murmuró.
Al levantar los ojos vio a Lawrie.
—¿Quién es usted? —le preguntó, recelosa como un felino.
—Este es… el señor Scott —dije yo, sorprendida por su brusquedad—. Le gustaría hablar con alguien acerca de un cuadro suyo. Señor Scott, esta es la señorita Quick.
—¿Señor Scott? —repitió ella. No podía quitarle los ojos de encima.
—Hola —saludó Lawrie, poniéndose en pie de un salto—. Quiero saber si lo que tengo es una buena herencia o una porquería.
Tendió la mano y Quick, como si estuviera resistiéndose a la atracción de un potente imán, levantó la suya para estrechársela. La vi estremecerse, aunque Lawrie no se percató de nada.
Ella esbozó una leve sonrisa.
—Espero por su bien que se trate de lo primero, señor Scott.
—Yo también.
—¿Me permite verlo?
Lawrie se acercó al mostrador y empezó a desenvolver el paquete. Quick se quedó donde estaba, junto a la puerta, agarrando con fuerza la empuñadura del paraguas. No apartaba los ojos de él. La lluvia le había empapado el abrigo, pero no se lo quitó. Él acabó de desenvolver el cuadro y lo sostuvo apoyado contra el cuerpo, para que lo viésemos Quick y yo.
—Aquí está —dijo.
Quick permaneció cuatro o cinco segundos con la mirada fija en el león dorado, las dos jóvenes y el paisaje que se alejaba detrás de ellas. El paraguas se le resbaló de entre los dedos y cayó al suelo.
—Quick, ¿se encuentra bien? —le pregunté.
Ella me miró, giró bruscamente sobre sus talones y salió por la puerta a la calle.
—Tan malo no es —se quejó Lawrie, mirando la escena por encima del borde del lienzo.
Vi que Quick cruzaba la plaza a paso vivo, con la cabeza agachada, ajena al chaparrón que estaba empapándola. Justo cuando yo iba a coger mi abrigo, apareció Edmund Reede y se quitó el sombrero de fieltro. Me miró.
—Señorita… Baston, ¿verdad?
—Bastien.
—¿Adónde iba tan deprisa?
—A buscar a la señorita Quick. Es que… se ha olvidado el paraguas.
—Se suponía que teníamos una reunión. —Se volvió hacia donde estaba Lawrie, que se había sentado de nuevo, con el cuadro apoyado en las rodillas, cubierto a toda prisa con el papel marrón—. ¿Y quién es este caballero?
—El señor Scott tiene un cuadro —dije.
—Eso ya lo veo. ¿No hay demasiado revuelo para ser las ocho y cuarto de la mañana? ¿Dónde está la señorita Rudge?
—Yo cubro hoy el primer turno, señor Reede. El señor Scott ha venido porque esperaba que alguien le echara una ojeada a su cuadro. Era de su madre… su favorito… —Dejé la frase sin terminar, desesperada por ir a buscar a Quick y ver si se encontraba bien.
Reede se quitó el abrigo empapado con movimientos sumamente lentos, como si yo hubiera depositado el peso del mundo sobre sus hombros. Era un hombre alto y ancho, y llenaba el espacio con su elegante traje, su cabello blanco y su aromática loción para después del afeitado.
—¿Ha concertado una cita? —le preguntó a Lawrie, con una chispa de impaciencia en sus ojillos azules.
—No, señor.
—No se pasa uno por aquí así, sin más, ¿sabe usted? Ese no es el procedimiento.
Lawrie se puso tenso y el papel marrón se desplazó sobre la pintura.
—Eso ya lo sé.
—Pues no lo parece. Que la señorita Bastien le concierte una cita para la semana próxima. Hoy no tengo tiempo. —Se volvió para mirar la puerta por la que había salido huyendo la señorita Quick—. ¿Se puede saber por qué diablos se ha ido así Marjorie? —preguntó.
Yo nunca había visto a Reede preocupado. Cuando se volvió de nuevo hacia nosotros, Lawrie se puso en pie y parte del papel resbaló hasta el suelo. Reede se frenó en seco, con la vista clavada en el segmento de lienzo que había quedado al descubierto: el león dorado.
—¿Es suyo? —preguntó a Lawrie.
Él bajó la vista y recogió el papel.
—Sí —respondió a la defensiva—. Bueno… era de mi madre. Ahora es mío. —Reede dio un paso hacia él, pero Lawrie retrocedió y levantó una mano—. Espere un momento. Acaba de decir que no tiene tiempo, que mejor la semana próxima. Claro que para entonces —agregó— puede que ya haya llevado el cuadro a otra parte.
—Ah —contestó Reede alzando las manos—. Solo quiero verlo más de cerca. Por favor —añadió, al parecer haciendo un gran esfuerzo.
—¿Por qué? Hace un momento no le importaba lo más mínimo.
Reede se echó a reír; fue una risa jovial.
—Mire, amigo, lamento haber sido tan brusco. Aquí vienen muchas personas con cuadros que han heredado de la tía Edna o que le han comprado por cuatro cuartos a un individuo en Brick Lane, y uno acaba cansándose. Pero lo que trae usted parece interesante. Si me deja echarle un vistazo, tal vez pueda decirle por qué.
Lawrie vaciló, pero luego colocó otra vez el cuadro sobre el mostrador y le quitó el papel. Reede se acercó y comenzó a devorarlo con los ojos, con los dedos suspendidos encima del lienzo, de la cabeza flotante de la segunda joven, de la trenza serpenteante, de la mirada pasiva del león.
—Dios santo —jadeó—. ¿Cómo ha llegado esto a ser propiedad de su madre?
—No lo sé.
—¿Puede preguntárselo?
Lawrie me miró.
—Ha fallecido.
—Ah. —Reede titubeó—. Entonces… ¿tiene idea de cómo pudo obtenerlo?
—Compraba muchas cosas en tiendas de segunda mano o en mercadillos callejeros, a veces en subastas, pero este cuadro lo tenía desde que yo era pequeño. Siempre estuvo colgado en la pared, en todas las casas a las que nos mudábamos.
—¿Y dónde estaba la última?
—En Surrey.
—¿Alguna vez le contó a usted algo sobre este lienzo?
—¿Por qué iba a hacerlo?
Reede levantó el cuadro con delicadeza para mirar la parte de atrás.
—No tiene marco, solo un gancho —murmuró—. Bien —continuó, dirigiéndose a Lawrie—, si lo tenía siempre colgado, quizá significase algo especial para ella.
—Yo creo que simplemente le parecía bonito —dijo Lawrie.
—«Bonito» no es el término que yo emplearía.
—¿Y qué término emplearía usted, señor?
Reede parpadeó ante el tonillo de Lawrie.
—Tras la primera impresión, diría que es «atrevido». Y la procedencia importa, señor Scott, si uno decide exponer algo o colocarlo en el mercado. Imagino que para eso nos ha traído el cuadro.
—Entonces, ¿tiene algún valor?
Se produjo un silencio. Reede inspiró hondo, con la vista fija en la pintura.
—Señor Scott, ¿tendría la bondad de acompañarme a mi despacho, para que yo pueda examinar este lienzo más detenidamente?
—De acuerdo.
—Señorita Bastien, traiga café.
Acto seguido, Reede cogió la pintura y le indicó a Lawrie con una seña que lo siguiese. Los observé subir la escalera de caracol, Lawrie lanzándome una mirada furtiva, con una expresión de emoción en los ojos y levantando un pulgar para indicar que todo iba bien.
Fuera del Skelton, la lluvia estaba transformándose en un diluvio. Busqué la figura de Quick por la plaza, pero ya no estaba. Blandiendo su paraguas cerrado como si fuera una lanza, eché a correr por el lado izquierdo de la plaza y torcí en dirección a Piccadilly, esperando dar con ella a ciegas. Tomé de nuevo hacia la derecha y, sin pensar, me dirigí a la estación del metro. En ese momento la vi, una manzana más adelante. Los coches daban bocinazos y frenaban, y sobre mí se alzaba la estatua del dios Eros.
—¡Quick! —grité—. ¡El paraguas!
Varios transeúntes se volvieron para mirarme, pero no les presté atención. Al ver que apretaba el paso, corrí más deprisa y alargué la mano para tocarle un brazo. A la velocidad del rayo, Quick se zafó de mí y se volvió bruscamente. Su mirada estaba fija en algún punto lejano, más allá de la transitada calle, de los altos edificios con hollín incrustado y de los peatones que esquivaban a saltos los charcos. De pronto se posó en mí casi con alivio. Estaba empapada, y aunque la cara le chorreaba, no pude distinguir si se trataba de lluvia o de lágrimas.
—Se me ha olvidado una cosa —dijo—. En casa. Se me ha olvidado… Tengo que volver a buscarla.
—Tome —le dije yo—, su paraguas. Deje que pare un taxi.
Quick miró primero el paraguas y después a mí.
—Estás empapada, Odelle. ¿Por qué demonios has venido corriendo?
—Porque… bueno, porque usted ha hecho lo mismo. Y mire cómo está.
Apoyé una mano en su manga mojada y ella se quedó mirándola unos instantes. Me sorprendió lo delgado que le noté el brazo al tocarlo.
—Trae.
Me quitó el paraguas de la mano y lo abrió para taparnos a las dos. Nos miramos bajo la tela negra, con el rumor del aguacero embistiendo la frágil estructura de varillas, rodeadas de gente que chocaba con nosotras en su afán de correr para ponerse a cubierto. Quick tenía los rizos pegados a la cabeza, se le había corrido el colorete y se veía su color de piel natural… y, extrañamente, sin el maquillaje parecía una máscara. Hizo ademán de decir algo, pero se contuvo.
—Dios santo —murmuró, al tiempo que cerraba un segundo los ojos—. Es un maldito monzón.
—¿Quiere que pare un taxi?
—Cogeré el metro. No tendrás un cigarrillo, ¿verdad?
—No —respondí desconcertada, porque a esas alturas Quick ya tenía que saber que yo no fumaba.
—Ese hombre… ¿cómo es que se ha presentado en el Skelton? —me preguntó—. ¿Lo conoces? Me ha dado la impresión de que lo conocías.
Bajé la vista. A nuestro alrededor estaban formándose unos charcos enormes. Me acordé del café que supuestamente debería estar preparando y calculé el tiempo que podía continuar ausente antes de perder mi empleo.
—Solo lo he visto en otra ocasión: en la boda de Cynth. Y de nuevo hoy, que ha venido a verme.
—¿Que ha ido a verte, dices? Parece una actitud bastante persistente. No te estará… molestando, ¿no?
—En absoluto. No hace nada —contesté en un tono levemente defensivo.
¿Por qué estaba Quick hablando de Lawrie, cuando era ella la que actuaba de forma extraña?
—Está bien. —Pareció calmarse un poco—. Oye, Odelle… tengo que irme. Dile que no te moleste con ese cuadro.
—Ya lo ha visto el señor Reede.
—¿Qué?
—Ha llegado poco después y ha comentado que tenían ustedes una reunión a primera hora. Le ha echado una ojeada al cuadro y se lo ha llevado a su despacho.
Quick dirigió la mirada hacia el Skelton por encima de mí.
—¿Qué ha dicho el señor Reede al verlo?
—Parecía… emocionado.
Quick bajó los ojos y su expresión se volvió indescifrable. En ese momento parecía muy vieja. Me cogió la mano y me la apretó.
—Gracias, Odelle… por traerme el paraguas. Eres maravillosa, de verdad que sí. Pero llévatelo otra vez, voy a coger el metro. Vuelve a la oficina.
—Quick, espere…
Pero ella me puso el paraguas en la mano y empezó a bajar la escalera del metro. Antes de que yo pudiera llamarla de nuevo, ya había desaparecido.