XVIII

A finales de septiembre aún hacía calor, el aire en Arazuelo todavía estaba impregnado de olor a madreselva, la tierra enrojecía y se agrietaba. Por debajo de la belleza del paisaje corrían aguas amargas, pero la sensación que se respiraba no era de guerra, al menos no como los Schloss pensaban que esta debía de ser. Era algo peor: un terror localizado, persistente. Por el cielo cruzaban bombarderos italianos y alemanes que disparaban a los aviones parados en los aeródromos, al puerto de Málaga, a los depósitos de gasolina. Pero había una extraña sensación de estar en el limbo, una esperanza intermitente de que todo aquello acabaría pronto, de que el gobierno republicano resistiría de alguna manera ante aquellos rebeldes nacionalistas y sus aliados extranjeros, que estaban extendiendo su poder por todo el país.

Los nacionalistas habían logrado controlar Castilla, León, Oviedo, Álava, Navarra, Galicia, Zaragoza, las Canarias y todas las Baleares excepto Menorca. En el sur, habían tomado Cádiz, Sevilla, Córdoba, Granada y Huelva. Málaga seguía estando en la zona republicana —igual que Arazuelo—, pero de todas formas se sentía muy cerca la presencia de los rebeldes.

Harold conducía hasta Málaga para hacer acopio de provisiones. Decía que había tiendas y bares abiertos, mientras que otros se veían cerrados, y que los trenes y autobuses interrumpían su actividad misteriosamente y después la reanudaban sin previo aviso. Nada era estable. Nadie se atrevía ya a llevar corbata, pues dichas florituras se consideraban señales de una tendencia burguesa y podían convertirlo a uno en objetivo de los rojos. Harold esperaba que lo peor que hicieran los anarquistas fuera robarle el coche, ya que requisaban vehículos «para la causa», les extraían la gasolina para los camiones y dejaban que los coches elegantes acabaran picados por la herrumbre.

Los días eran llevaderos, lo peor eran las noches. La familia permanecía en la casa, desvelados, oyendo los disparos que salpicaban los campos circundantes, cada vez más cerca. Cada bando de la batalla veía al contrario como un ser sin rostro, solo como una masa de virus que contaminaba el cuerpo de la política y que debía ser extirpada de la sociedad. Las cuadrillas, tanto de derechas como de izquierdas, se tomaban la justicia por su mano, sacaban a los adversarios de sus hogares y los abandonaban en tumbas sin marcar, perdidas entre los cerros y las arboledas.

En muchos casos, la política era una tapadera para venganzas personales y disputas entre familias. La mayor parte del terror de los del bando de derechas iba dirigido contra quienes en 1934 habían incitado a la violencia contra los sacerdotes y los propietarios de fábricas: líderes sindicalistas, destacados anticlericales, varios alcaldes republicanos. Y aun así, también a mecánicos, carniceros, médicos, albañiles, obreros y barberos se les daba «el paseo», como se llegó a conocer la expresión. Y no eran solo los hombres, lo sufrieron también algunas mujeres que se habían convertido en maestras durante la República y que se sabía que estaban casadas con anarquistas. Nada de aquello era legal, naturalmente, pero no parecía haber ninguna forma de pararlo, dado que había por medio mucho poder y mucho odio.

En cuanto a los elementos díscolos de la izquierda —a pesar de los carteles que Harold había visto repartidos por todo Málaga, en los que se les imploraba que dejaran de avergonzar a sus organizaciones políticas y sindicales y que cesaran en su brutalidad—, arremetieron contra guardias civiles jubilados, simpatizantes católicos, personas adineradas o que ellos creían que lo eran. Se saquearon casas, se destrozaron propiedades, y a menudo fue ese miedo el que impactó primero en la imaginación de las clases medias, más que la posibilidad de morir de un tiro.

Los Schloss no temían por su vida. Pensaban que, como eran extranjeros, nadie iba a tocarlos. Ellos no tenían nada que ver con lo que estaba ocurriendo. La muerte tenía lugar más allá de su finca, al margen de la autoridad municipal y fuera de la vista del pueblo. La violencia que arrasaba el país —tanto contra el cuerpo de una aldea como contra el cadáver de un aldeano acribillado por las balas— se hallaba oculta, aunque todo el mundo sabía que existía. Como no se podía ver, cada cual seguía a lo suyo. A Olive le resultaba extraño que se pudiera vivir teniendo semejantes horrores a un paso, saber que estaba sucediendo aquello y aun así no querer marcharse.

Ya hacía mucho que había dejado de escuchar la BBC para enterarse de lo que sucedía, porque esa emisora ofrecía poco más que un híbrido de información, más bien improbable, de Sevilla y de Madrid, sumadas las dos y divididas por Londres. Por su parte, las emisoras del gobierno republicano eran un aluvión de discursos victoriosos y exclamaciones triunfales, socavados por lo que estaba ocurriendo en realidad. La frecuencia de Granada crepitaba siempre y resultaba ininteligible, y lo mismo las de las ciudades del norte, cuyas ondas de radio no podían penetrar las montañas.

En cambio, desde Málaga se emitían constantemente desmentidos, rumores y mitos; llamadas de los republicanos a las armas, horarios de concentraciones y órdenes para construir una España nueva, libre de fascistas. En el otro lado, la alarmante invectiva nacionalista se difundía desde una emisora de Sevilla. Durante el día se emitía música y anuncios personales, como si no existiera ningún conflicto. Pero por la noche retransmitían los insurgentes, y aunque en sus discursos seguía habiendo mucha ampulosidad y belicismo, a Olive le servían para deducir cómo iba cambiando la fortuna de su país de adopción. Escuchaba a Queipo de Llano, el general que había hecho su primer discurso radiofónico desde Sevilla, que conservaba su implacable sed de sangre y afirmaba que España había sido invadida por un cáncer, un cuerpo de infieles que tan solo la muerte podría extirpar.

Era todo muy inquietante y, aun así, se oían historias alentadoras de gente que se negaba a hacer justamente lo que querían los generales. Teresa contó que un sacerdote del pueblo de al lado había impedido que una banda de falangistas matase a tiros a los ateos que había en su parroquia. También llegaron rumores de que unos izquierdistas habían reprendido a unos anarquistas porque estos habían intentado prender fuego a la iglesia del pueblo, y que incluso habían escondido a vecinos derechistas en los hornos donde cocían el pan, a fin de protegerlos de la muerte segura que los aguardaba cuando aparecieran los radicales.

Al escuchar estas anécdotas, Olive comprendió que la mayoría de las personas se agrupaban en el medio. No querían problemas, lo único que deseaban era vivir su vida lejos de aquellas demostraciones de poder, de aquellos discursos que hablaban de purgas, de aquella brutalidad que salpicaba de sangre las paredes encaladas. Pero que lo desearan no bastaba para cambiar la realidad que se vivía en Arazuelo. Cada vez que ella iba a la aldea, veía a los vecinos con la preocupación pintada en la cara, preguntándose quién iba a defenderlos cuando a su pueblo le llegara el día del juicio final.

Isaac se compró un rifle en Málaga por medio de un sindicalista al que conocía, aficionado a cazar furtivamente los jabalíes de su jefe. Reforzó el cerrojo de la puerta de su casa, aunque sabía que eso no serviría para frenar a quienes vinieran a darle caza a él. Otras «personas de interés» para los rebeldes nacionalistas habían abandonado sus aldeas para refugiarse en los montes o para incorporarse a las milicias dirigidas desde Málaga por el Partido Comunista. Pero para Teresa lo que su hermano hizo no fue suficiente: ella quería que se fuera.

—Yo creo que deberías marcharte al norte —le dijo—. Aquí te has ganado demasiados enemigos. No encajas. La izquierda no se fiará de ti por quién es tu padre, y la derecha tampoco porque no eres su hijo legítimo.

Isaac la miró fijamente con una nueva expresión de severidad en la cara.

—Tampoco tú encajas aquí, Tere —le dijo.

—Sin embargo, fuiste tú quien disparó a la estatua de la Virgen. Eres tú el que se ha pasado la vida enseñando a los campesinos cuáles son sus derechos. Tú eres el que…

—Vale. Pero ¿crees que únicamente van a por los hombres? Tendrías que venirte conmigo.

—Yo no pienso marcharme.

—Dios, eres tan tozuda como los Schloss.

—Todos sabemos por qué no quieren marcharse. Es por ti. Si lo piensas bien, Isaac, también los estás poniendo en peligro a ellos.

El consulado británico de Málaga había enviado cartas a todos los súbditos de Su Majestad de cuya presencia en la zona tenía constancia. Teresa, con los ojos como platos, entregó la misiva del cónsul dirigida a Sarah. Tras un magro desayuno, pues el pan empezaba a escasear y la leche de cabra iba disminuyendo, los Schloss discutieron si debían quedarse o marcharse.

En la carta se los informaba de que había varios buques de guerra aguardando para sacarlos de territorio español y trasladarlos a Gibraltar, e incluso, si así lo deseaban, devolverlos a Inglaterra. La amenaza, decía, no venía de los insurgentes nacionalistas y sus tropas extranjeras, sino de la extrema izquierda española, los rojos, que a buen seguro no tardarían en saquear las fincas alquiladas por británicos y confiscar cualquier propiedad privada.

Olive estaba empeñada en que debían quedarse.

—No podemos irnos simplemente porque nos conviene. Pues menudo ejemplo daríamos.

Liebling —le dijo Harold—. Es peligroso.

—Y lo dices tú, que aún sigues yendo en coche hasta Málaga. Somos extranjeros. No vendrán a por nosotros.

—Ese es exactamente el motivo por el que vendrán a por nosotros —replicó Harold señalando la carta—. Es lo que dice el cónsul.

—Liv tiene razón —terció Sarah—. Yo opino que no debemos marcharnos.

Harold miró a las dos mujeres con expresión divertida.

—¿Las dos queréis quedaros?

Sarah se levantó y fue hasta la ventana.

—Londres se ha acabado para nosotras.

—No lo entiendo —dijo Harold—. Hace solo dos meses, clamabas por irte de aquí. —Sarah no le hizo caso—. Pues lo que opino yo —continuó— es que si la cosa se pone peor deberíamos irnos, pero invitando a Isaac a que se venga con nosotros.

Las dos mujeres se volvieron hacia él.

—Es mi deber —afirmó Harold—. Ese chico es demasiado valioso.

—Isaac no se marchará —dijo Sarah—. Luchará.

—¿Cómo sabes tú eso?

—Es obvio. Siente una profunda lealtad hacia este lugar.

—Yo también —dijo Olive, todavía sentada en el sofá, al tiempo que alargaba un brazo para encender un cigarrillo de la escasa reserva que les quedaba. Sus padres no se lo impidieron—. El señor Robles no es un cobarde —añadió, exhalando el humo y observándolos a los dos—. Pero si estás pensando en llevártelo, opino que también deberías llevarte a Teresa.

—Ya estará a punto de acabar ese cuadro de Rufina, ¿no? —le preguntó Harold a la chica—. No dejo de agitar el cebo para que Peggy lo muerda, pero aún no he recibido noticias suyas.

—Yo no sé nada, señor —dijo Teresa.

—Normalmente lo sabes todo —replicó Sarah.

—El cuadro está casi terminado —intervino Olive—. Ya no falta mucho.

—Querido —le dijo Sarah a Harold—, la próxima vez que vayas a Málaga, compra una bandera británica.

—¿Qué?

—Quiero izarla aquí en la casa. Así, cuando se acerque cualquier malnacido con ánimo de pegarnos un tiro, sabrá que somos neutrales.

—Nosotros no somos neutrales, madre —le dijo Olive—. ¿Has leído los periódicos?

—Ya sabes que yo no leo la prensa, Olive.

—A no ser que salgas tú.

—Liv —intervino su padre en tono de advertencia.

—Es que vive en una burbuja. Nuestro gobierno se ha negado a involucrarse. Y el de Francia también. Dicen que defender la República española equivale a defender a los bolcheviques.

—Están preocupados, liebling —dijo Harold—. Temen que estalle una revolución, que el problema se extienda a Francia, atraviese el Canal de la Mancha y entre en Regent Street para pasearse por el Strand y Pennine Way.

—Baldwin le tiene tanto miedo a Hitler que no hará nada.

—No creo que le tenga miedo —opinó Harold—. Lo que pretende el primer ministro es ganar tiempo, más que el favor de Alemania.

—Sea lo uno o lo otro, ¿de qué forma te afecta a ti, que eres de Viena? —preguntó Sarah—. Lo mejor para ti, y para todos nosotros, es que nos quedemos en España.

Lo cierto era que Rufina y el león ya estaba terminado, y que desde entonces Olive no había pintado nada. Nunca había experimentado semejante falta de disposición ante un lienzo, y no le gustó en absoluto sentirse inútil y asustada por aquella poca seguridad en sí misma. No quiso relacionarlo directamente con la falta de interés de Isaac por ella, pues deseaba trabajar al margen de él, sin depender de ningún factor que no fuera su propio impulso creativo, pero le estaba resultando imposible. Había suplicado a Isaac que le mostrara Rufina y el león a Harold, pero él se había negado.

—Tengo cosas más importantes de las que preocuparme —replicó.

—Pero podrías entregárselo sin más. Mi padre está esperando. Peggy Guggenheim está esperando.

—Me da lo mismo, como si está esperando el papa —saltó Isaac.

Olive empezó a notar que Rufina estaba bloqueándola. El poder que ejercía aquella pintura sobre ella se había convertido en un reflejo no solo de la relación que mantenía con Isaac y con Teresa, sino también de la situación política que se desarrollaba a su alrededor. El miedo estaba frenándola. Había pintado aquel cuadro a modo de purga, pero ahora necesitaba librarse de él. Como Isaac no quiso llevárselo, le sugirió a Teresa que lo bajara a la despensa para apartarlo de su vista.

La chica se negó.

—Allí dentro hace demasiado frío, señorita —dijo—. Podría estropearse.

—Pero es que ahora no puedo pintar nada.

—Tranquila, señorita —le dijo Teresa en español—. Ya se le pasará.

—Pues hasta el momento no se me ha pasado. ¿Y si esto se ha terminado? ¿Y si solo he sido capaz de pintar estos cuadros y ninguno más?

Una tarde de principios de octubre, los Schloss invitaron a Isaac a cenar. Estuvo muy callado durante toda la cena, y después Olive lo sorprendió a solas, con la mirada perdida en la oscuridad de la huerta. Deslizó su mano en la de él, pero Isaac no se la cogió, dejó la suya inerte como la de un muerto. Olive intentó engatusarlo de nuevo, diciendo que seguro que no le vendría mal recibir más dinero para el bando republicano, y que la manera ideal de conseguirlo sería entregando Rufina y el león.

—Los soviéticos han prometido enviarnos armas —dijo él—. Es posible que perdamos Málaga. Es posible que perdamos Madrid y la mitad de Cataluña, pero ganaremos la guerra.

Olive se inclinó hacia delante y le dio un beso en la mejilla.

—Qué valiente eres —le dijo.

Él actuó como si no se hubiera dado cuenta de que acababa de besarlo. Aplastó el cigarrillo con el tacón del zapato, manchando el suelo del porche con el negro de la ceniza.

—Teresa opina que debería irme al norte. Nuestro padre está volviéndose cada vez más… insistente al hablar de los de izquierdas. Yo represento algo que a él lo frena. Es una persona ambiciosa, y en tiempos como estos las personas ambiciosas salen beneficiadas.

—¿Va a hacerte daño, Isaac?

—No querrá ensuciarse las manos. Esa época ya se acabó. Pero podrían hacerme daño otras personas.

—Isaac, no.

—Están bombardeando otra vez Málaga. Deberías marcharte, Olive. Deberíais marcharos todos.

—Pero es que vivimos aquí.

—Imagínate que os quedarais. Es posible que no volvieras a pintar nunca más, y todo porque quisiste ser valiente.

—Si muriese, no creo que eso me importara mucho. Además, desde que terminé Rufina no he pintado nada.

Isaac se volvió hacia ella, sorprendido.

—¿En serio?

—Sí, por eso no dejo de pedírtelo. Ya sé que soy egoísta, Isaac, lo sé. —Sintió que asomaban las lágrimas, pero se las tragó—. Sin ti, estoy estancada.

Él no respondió, y ella volvió a mirar la negrura de la huerta.

—No me necesitas a mí, Olive —terminó por decir Isaac—. Lo único que necesitas es coger tu pincel. ¿Por qué insistes tanto en decir que es cosa de los dos? ¿Lo haces para poder echarle la culpa a otro si algo sale mal?

—No.

—Si yo tuviera la mitad de tu talento, no me importaría quién me amase.

Olive se rio irónica.

—Eso es lo que pensaba yo también. Pero en realidad prefiero ser feliz.

—Lo que te hace feliz es que te permitan pintar. Hasta ahí te conozco. —Ella sonrió—. Me gustas, Olive —siguió diciendo—. Eres una chica muy especial. Pero eres tan joven que crees que esto va a durar para siempre.

Sintiendo el escozor de las lágrimas en los ojos, Olive se tragó de nuevo las ganas de llorar.

—No soy joven. Tú y yo… ¿Por qué lo nuestro no puede durar para siempre?

Isaac hizo un gesto con la mano señalando la oscuridad.

—Con guerra o sin ella, era imposible que te quedaras aquí.

—No lo entiendes, ¿verdad?

—¿Qué es lo que no entiendo?

—Que yo te amo.

—Lo que amas es una idea de lo que soy.

—Es lo mismo.

Ambos guardaron silencio.

—Te he sido útil —dijo Isaac—. Eso es todo.

—¿Qué ocurre, Isaac? ¿Qué ha cambiado?

Él cerró los ojos y se estremeció.

—No ha cambiado nada. Todo sigue igual.

Olive dio un golpe con el puño en la barandilla del porche.

—Deberías querer estar conmigo. Deberías…

De repente, una explosión amortiguada sonó más allá del valle y los hizo enmudecer a ambos.

—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó Isaac, escrutando el horizonte.

—Teresa dice que han empezado a bombardear los puentes de nuevo. ¿Es verdad que tu padre los está ayudando?

Los ojos de Isaac estaban tan negros por la furia que Olive dio un paso atrás.

—Tengo que irme a Málaga —dijo él.

—¿A medianoche? ¿Qué vas a poder hacer a estas horas?

—Más de lo que haré quedándome aquí quieto.

—¿Así que lo nuestro ha terminado?

—Siempre hemos tenido ideas distintas sobre lo que era esto. Ya lo sabes.

—¿Y qué se supone que he de hacer con ese cuadro?

—Entrégaselo a tu padre. Yo debo ocuparme de mis asuntos.

—¿Qué quieres decir? No pienso renunciar a este…

—Estás mezclando las cosas, Olive. Te sientes frustrada porque no puedes pintar y…

Ella lo agarró por los brazos.

—Te necesito. No puedo pintar sin ti.

—Ya pintabas antes de tenerme a mí.

—Isaac, no me dejes… te lo ruego.

—Adiós, Olive.

—¡No!

Isaac bajó del porche y echó a andar en dirección a la huerta. Una sola vez se volvió hacia la casa, el rostro iluminado a medias por la luna. Olive sintió una presencia a su espalda, junto a la puerta de la cocina.

—¿Adónde va? —preguntó Sarah.

—¡Suerte! —exclamó Isaac en español, antes de perderse de vista entre los árboles.

—¿Qué significa lo que ha dicho? —preguntó Sarah.

Olive sintió llegar las lágrimas de nuevo, pero no quiso que su madre la viera llorar.

—No importa.

—Olive, dime qué ha dicho.

Su hija se volvió hacia ella, sorprendida por el gesto de preocupación que le vio en la cara.

—Solo ha dicho, madre —contestó—, que nos desea buena suerte.