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CABLEGATE

Divulgar informaciones clasificadas no es sólo una actividad: es un modo de vida. Desde mi punto de vista requiere a la vez sensatez y sensibilidad: eres lo que sabes, y ningún Estado tiene derecho a hacer que seas menos de lo que eres. Muchos Estados modernos olvidan que fueron creados sobre los cimientos de los principios de la Ilustración, que el conocimiento es el garante de la libertad, y que ningún Estado tiene derecho a dispensar justicia como si se tratara de un mero favor que el poder le hace a los ciudadanos. La justicia, en realidad, si es merecedora de tal nombre, permite ponerle freno al poder, y si un gobierno pretende cuidar de su pueblo deberá garantizar que la política no pueda tener jamás un control absoluto sobre la información.

Es de sentido común, es pura sensatez. Y antiguamente era el primero de los principios del periodismo en todos los países dotados de libertad de prensa. Internet ha hecho más sencillo censurar la escritura, borrar la verdad con el mero clic de un ratón (a Stalin le hubiese encantado) y someter a control los datos sobre las vidas privadas de las personas de formas que hubiesen hecho las delicias de los demoníacos manipuladores de documentos del Tercer Reich. A menudo el secreto es un privilegio del que sólo disfrutan los poderosos, y cualquiera que se atreva a decirlo hoy en día no únicamente ha de soportar que la gente niegue que se trate de una antigua premisa liberal, una de las bases de la democracia misma, sino que ha de aguantar también que digan de él que es un exótico anarquista que «pone en peligro la seguridad nacional». Los principios establecidos por la Constitución norteamericana, si se examinan a fondo, serían vistos como excesivamente radicales por un gran número de los ciudadanos actuales de ese país. Para ellos, Jefferson sería un enemigo del Estado, y Madison un guerrillero rojo. De la misma manera, en la China actual, Marx y Engels, aquellos antiguos estudiosos de la economía, serían contemplados como locos que apenas eran capaces de comprender el verdadero valor humanístico de un bolso de Gucci o del último modelo del iPad.

La información nos hace libres. Y lo consigue porque nos permite poner en tela de juicio las acciones de quienes preferirían que no tuviésemos modo de cuestionarlos, ningún derecho de réplica. A pesar de su modernidad y de su software, WikiLeaks es una fuerza que permite levantar la bandera de la libertad de un modo que les hubiese parecido muy tradicional y sensible para mentalidades tan del siglo XVIII como la de John Wilkes. Muy a menudo somos atacados por defender los mismos principios que se supone que deben defender muchos de los gobiernos que elegimos con nuestros votos. Nosotros somos una oficina del pueblo que controla las acciones y los balances de los poderosos, que trabaja internacionalmente; nuestra tarea consiste en husmear qué es lo que hacen los gobiernos y los diplomáticos cuando se reúnen a puerta cerrada. La gente elige a esos gobernantes, y les paga el sueldo, confía en ellos, y son sus jefes. Pero muchos gobiernos se dan a sí mismos licencia para olvidar que tarde o temprano van a tener que escuchar las voces del pueblo en los chats, en los blogs, en los tweets y, finalmente, en todas las grandes plazas de sus ciudades, desde la plaza de Tiananmen hasta la de Tahrir, desde Trafalgar hasta Times Square, y así sucesivamente desde la primera hasta la última letra del alfabeto. Y los gobiernos que se niegan a aceptar esta verdad tienen su hora marcada.

Al comienzo de nuestras relaciones con los medios convencionales que se asociaron a nuestra tarea de difusión, supe que en un momento u otro llegaría a ofrecerles la posibilidad de publicar un gigantesco alijo de cables diplomáticos que nos habían hecho llegar hacía un tiempo, y a cuya preparación estábamos dedicando mucho esfuerzo. Preferí esperar un poco más, entre otras cosas, para permitir que los diarios de Afganistán e Irak fuesen viendo la luz de la forma más meticulosa y escalonada posible. Había muchísimos materiales, y hace falta mucho tiempo para ir leyéndolos y seleccionándolos, organizándolos y presentándolos, teniendo siempre en cuenta aspectos legales y de todo tipo a la hora de elegirlos. Nuestra principal preocupación siempre es la de cumplir la promesa que les hacemos a nuestras fuentes: si los materiales filtrados cumplen los requisitos de nuestra política editorial, si son importantes, nuevos, y están siendo sometidos a una forma u otra de censura, los difundiremos lo antes que podamos y lo haremos con todos los apoyos y el ruido que seamos capaces de organizar. Los cables del grupo al que ahora me refiero detallaban actividades llevadas a cabo por embajadas del mundo entero; levantaban la tapadera que ocultaba muchísimas operaciones secretas, ponían al descubierto prejuicios largamente sostenidos, mostraban casos embarazosos para los países y para las actividades de las personas, y lo hacían en todos los niveles de la actividad gubernamental. Al igual que las anteriores filtraciones, harían muy visibles y con todo detalle muchísimas cosas pese a los esfuerzos de unos y otros por conseguir que resultasen borrosas y confusas. Y por encima de todo, cambiarían nuestro modo de comprender qué hacen nuestros gobiernos y por qué.

Como consecuencia de la vigilancia a la que estábamos sometidos, y de la actitud agresiva del Pentágono contra mí, decidí sacar copias de los cables a fin de tener garantías de que estaban bien guardados. No me gustaba la manera en que se habían desarrollado las cosas en relación con The Guardian, y aunque la actitud de The New York Times era despreciable, en relación con el diario inglés mi criterio era lo de «más vale malo conocido». Sin embargo, The New York Times había demostrado con creces su cobardía, y yo no estaba dispuesto a volver a trabajar con este medio. Por otro lado, temía que se produjese alguna clase de ataque de grandes proporciones en contra de nuestra organización, de manera que hice copias de los 250.000 documentos y los escondí en primer lugar utilizando mis contactos en Camboya y en Europa Oriental. También los metí de forma encriptada en un PC, que hice llegar a manos de Daniel Ellsberg, el héroe de los papeles del Pentágono. Para nosotros, entregar estos materiales a Dan poseía un valor simbólico. También sabíamos que, si se producía algún tipo de crisis grave, podíamos estar seguros de que él los publicaría.

Hay que comprender que esos materiales no sólo poseían un gran valor desde el punto de vista de la filosofía política. De haber querido hacerlo, probablemente hubiésemos podido vender esos cables por una suma de varios millones de dólares; de hecho, me han ofrecido dinero por ellos incluso después de haber empezado a publicarlos. Pero ésta no es nuestra forma de actuar. De todos modos, yo quería que los medios asociados a nosotros comprendieran el enorme valor que poseían esos materiales, y que así pudiesen entender de qué se estaba hablando cuando negociáramos con ellos las condiciones que íbamos a pedir a la hora de difundirlos. The Guardian seguía siendo el periódico adecuado para procesar estos materiales, y puse al margen mis prevenciones contra este medio. Pedí una carta firmada por Alan Rusbridger, el director del diario, en la que me garantizara que los materiales se mantendrían en la más absoluta confidencialidad, que ninguno de ellos sería publicado hasta que nosotros nos sintiéramos preparados para hacerlo, y que no iban a ser guardados en ningún ordenador que estuviese conectado a internet ni a ninguna red informática interna del diario. Rusbridger aceptó estas condiciones, y ambos firmamos la carta. A cambio de este compromiso, le entregué un disco encriptado con una clave de acceso, y a partir de ese momento ellos estuvieron en posesión de los materiales. Justo en ese momento el mismo periodista veterano de la otra vez se fue de vacaciones a Escocia, feliz y contento de la oportunidad, para dedicarse a leer los materiales y mantenerse en contacto con nosotros para concretar un plan de trabajo.

Debido a que a estas alturas el asunto sueco ya era conocido, había entre los medios asociados a nosotros una actitud propia de colegialas cotilleando. Me dejó bastante pasmado que fuese así, porque muchos de los periodistas implicados en nuestro trabajo son gente que se dedica a la investigación, y uno podía suponer que eran gente avezada en casos de difamación y actitudes histéricas en relación con los proscritos del mundo de la política. Un hombre que trabajaba en la Oficina de Periodismo de Investigación, por ejemplo, les dijo en cierto momento a sus compañeros que no tenía intención de «subir a ningún escenario al lado de un violador»; y el hecho de que los diarios se negaran a que el logotipo de su cabecera apareciese junto al nuestro en el cartel que iba a presidir la rueda de prensa olía a la misma clase de recelos y credulidad. Algunos de estos periodistas tienen más cadáveres en sus armarios que el cementerio de Highgate, pero se lanzaron a bucear en mis problemas con inequívoco alborozo. Ninguno de ellos me preguntó qué había ocurrido, ni cómo me sentía yo, o si necesitaba alguna cosa: reaccionaron, sencillamente, como si aquellas acusaciones terribles fuesen un «humo» que sólo se podía haber producido, a pesar de toda la experiencia que todos ellos acumulaban, sin que de hecho existiera algún «fuego». Estos tipos se pasan la vida convencidos de que forman parte de un tribunal que puede juzgar a todo el mundo, confiando, pese a todo lo que han visto, que los focos no se centren jamás en su persona. Y por supuesto es muy poco probable que esto último ocurra, porque ellos son los medios, y no se ha dado jamás el caso de que el director de un diario de Fleet Street se haya metido con un colega suyo.

Después de persuadirnos y conseguir a través de nuestra organización un buen montón de scoops, dos de estos medios asociados comenzaron a comportarse como si yo representara para ellos algún tipo de riesgo moral. Nada había cambiado en los materiales, nada había cambiado en nuestra pasión por revelarlos, pero las falsas acusaciones que habían sido lanzadas contra mí hicieron que aquellos periodistas se comportaran francamente mal y me vieran con estereotipos que eran la pura locura. Yo pude tratar de salvar la situación, y de hecho intenté hacerlo, pero a partir de cierto punto se necesita poseer cierta clase de habilidades que yo no poseo si se pretende negociar con personas cuyo egoísmo alcanza niveles tan demenciales. Ellos iban a hacer lo que quisieran, y yo había cometido varios errores, y el último de todos ellos había sido darles una copia de los cables.

En aquellos cables había unas cuantas historias realmente increíbles: 25 millones de dólares en sobornos pagados a políticos en la India, sumas entregadas con el conocimiento de diplomáticos norteamericanos aparentemente encantados de consentir estas prácticas; señales de continuas interferencias norteamericanas en la política interna de Haití; revelaciones según las cuales un candidato presidencial peruano había aceptado dinero de una persona sospechosa de dedicarse al tráfico de drogas; niveles sin precedentes de presiones ejercidas por diplomáticos norteamericanos sobre políticos de países extranjeros a favor de empresas de Estados Unidos; pagos realizados por políticos lituanos a periodistas de su país a fin de lograr que dieran de ellos una imagen positiva; e incluso actos de espionaje llevados a cabo por diplomáticos norteamericanos sobre la actividad de sus colegas en Naciones Unidas.

La publicación de los cables causaría sensación, pero en ese preciso momento nosotros aún no estábamos del todo listos para empezar. Nuestros sistemas no habían terminado la presentación adecuada de los documentos, y no estaban preparados para digerir la enorme cantidad de tráfico que iba a provocar su publicación. Teníamos que atender a ciertas consideraciones legales, y resolver aspectos importantes relativos a la protección de nuestras fuentes, fueran éstas cuales fuesen, y por esta razón yo había hecho una copia de todos los materiales para que nuestro socio periodístico dispusiera de ellos, pero pedí que se aceptara el compromiso de no difundir absolutamente nada hasta que nosotros diéramos la luz verde de forma clara y ostensible. Cualquier editor dotado de la más mínima decencia hubiera comprendido la necesidad de actuar así: que el material estuviese preparado y que la fuente estuviese protegida era, sin la menor duda, más importante que ningún scoop. Ésta era la principal prioridad. Pero no lo era para The Guardian. En cuanto el periodista veterano regresó a Londres tras sus vacaciones, comenzó a asediarme tratando de forzarme a que adelantase la fecha de publicación. Dijo que un periodista rival, una redactora de The Independent, tenía una copia de los cables y que eso era una clara amenaza para su derecho a la exclusiva.

Investigué esta posibilidad. Resultó que en efecto Smári McCarthy, nuestro colega islandés, había compartido los materiales con una periodista de The Independent en un momento en el que tuvo que soportar ciertas tensiones muy graves. Le habíamos pedido a McCarthy que trabajara durante un período breve con los cables, ayudándonos a darles forma, pero, víctima del exceso de trabajo, había cometido la imprudencia de compartirlos con ella a fin de obtener su ayuda para el trabajo que se le había asignado, aunque lo hizo imponiéndole a la redactora de The Independent ciertas condiciones muy estrictas. Luego penetró a distancia en el ordenador de ella y borró todos los cables, pero no quedaba claro si la periodista había sacado antes una copia. El periodista de The Guardian argumentaba que esa colega suya del otro diario andaba ofreciéndolos al mejor postor. Es imposible enumerar aquí la cantidad de veces en que nos hemos encontrado con gente, personas que dicen ser activistas, que se han comportado como fieras de los mercados bursátiles cuando tienen en sus manos una mercancía que puede servir a sus intereses. Se oye muy bien el ruido que hacen al tensar y luego soltar sobre el pecho sus elásticos rojos, preparados para el momento del disparo mortal. Incluso después de haber aclarado la posibilidad de que The Independent tuviera una copia, y convencidos de que no era así, el periodista de The Guardian sostuvo pese a todo que había mucho riesgo, y que cabía la posibilidad de que rondara por ahí una copia de los documentos. Por esta razón, afirmaba, había que apresurarse con la publicación. Le repetí que no estábamos preparados, y que habíamos firmado un acuerdo. El tipo se largó hecho un manojo de nervios y no volvimos a saber de él.

Más adelante vimos claramente que era él mismo quien había hecho una copia para The New York Times. Avanzaban hacia la publicación sin pararse a valorar las importantísimas consideraciones —consideraciones de vida o muerte— relativas a esos documentos. Como si se tratara de bandidos codiciosos, despiadados, pensando simplemente que-se-jodan-todos-los-demás, se iban a lanzar adelante sin preocuparse por quienes pudieran resultar atropellados por su precipitación. El periodista de The Guardian se había comportado de forma cobarde e ilegal, y se mostró dispuesto a complacer a su diario, y a sus héroes del otro lado del Atlántico, lanzándose a la publicación sin previo aviso, y olvidando lo que podía caer sobre nuestras cabezas. Ningún joven estudiante de periodismo actuaría con semejante falta de principios, con semejante desprecio por las propias historias, o por las personas que se las habían proporcionado, a la hora de lanzar el ataque final basado en su sucio plan personal, que consistía sencillamente en asestarnos una puñalada por la espalda. Dada la manera lamentable en que The New York Times había apoyado las anteriores filtraciones, y dada la hostilidad de ese medio contra mí, no tenía ningún sentido que siguiéramos colaborando con aquel periódico. Finalmente, el trabajo era nuestro. Pero a The Guardian no le importaron lo más mínimo todas estas consideraciones. Lo que sí les interesaba era que The New York Times les ayudara a fortalecer sus propias defensas, y en cuanto a WikiLeaks, ya podía salir a buscar el primer árbol y colgarse de él.

Sólo necesitábamos un poco más de tiempo. El problema era más grave de lo que ninguno de nuestros socios parecía capaz de comprender, ya que lo único que les impulsaba eran las ansias juveniles de publicar el material lo antes posible, pero nosotros necesitábamos el tiempo adecuado para tenerlo todo perfectamente preparado. Telefoneé a Rusbridger y aceptó que pasara a verle y conversar. El hecho de que The New York Times estuviese implicado, lo cual era ilegal, recordémoslo, dado el acuerdo firmado con el director de The Guardian, no era algo que nadie quisiera reconocer todavía, pero cuando llegué a la redacción del periódico británico mi enfado era tremendo. Yo sabía que ellos nos estaban traicionando, y que ni siquiera tenían agallas para admitir lo que hacían a nuestras espaldas. Entré en el edificio acompañado de nuestro abogado, Mark Stephens, y el azar quiso que nos encontrásemos de frente con el periodista veterano justo al pie de la escalera.

—Hola —dije.

—Oh… oh —tartamudeó él. Parecía sorprendido.

—Después bajaremos e iremos a verle —dije—. Antes quiero aclarar algunas cuestiones con Alan Rusbridger.

Jamás en la vida había visto un rostro descomponerse como el de ese periodista en aquel momento. Se quedó blanco como la cera. Cuando nos íbamos, nuestros acompañantes dijeron que su cara parecía la de alguien que acababa de ser pillado in fraganti con el arma del crimen en las manos.

Subimos a ver a Alan Rusbridger. Entró también en su despacho el director de Der Spiegel. Yo hablé a gritos, sin duda, y le pregunté a bocajarro si le había dado el material a The New York Times. Rusbridger respondió con evasivas.

—Lo primero que hemos de hacer —dije— es determinar quién tiene una copia del material. Quién no la tiene y quién sí la tiene. Porque nosotros no estamos preparados para iniciar la publicación. —Rusbridger desvió los ojos y los paseó por todos los rincones del despacho. No sabía a dónde mirar—. ¿Le dio usted una copia de los cables a The New York Times?

Gracias a que lo sucedido con la periodista de The Independent les había proporcionado una excusa, trató de responder con evasivas, pero la historia no se sostenía. De modo que volví a presionarle:

—Tenemos que entender del todo con qué clase de personas estamos trabajando. ¿Trabajamos con personas de cuya palabra nos podemos fiar, o la palabra de ustedes no es digna de crédito? Porque si no tratamos con personas de cuya palabra escrita podemos fiarnos…

En ese momento las miradas de los dos directores de periódicos daban vueltas por todo el despacho. Era como una película de dibujos animados. Aquellos caballeros hechos y derechos se sentían incapaces de hacer frente a la verdad de los actos que habían cometido, y ni siquiera eran capaces de aportar alguna clase de argumento en defensa propia. Más tarde dijeron de mí que me comporté como una especie de chiflado por haberles gritado de aquel modo. Pero ¿cómo no iba a gritarles teniendo en cuenta la importancia de lo que estaba en juego? ¿Qué clase de persona no perdería los estribos delante de aquella pandilla de cobardes que trataban de refugiarse en sus despachos de paredes acristaladas? Pronto quedó muy claro para todos que la negativa a responder a mi pregunta por parte de Rusbridger equivalía a una admisión de culpa. No era sólo por motivos legales que no decía ni sí ni no. El respeto que yo había sentido por aquel hombre cayó por los suelos. Quiero decir que la situación era tremenda: aquel hombre, director de un diario importantísimo, toda una institución sin duda, un hombre mucho más maduro que yo y enfrentado a un asunto crucial, y lo único de lo que era capaz era de desviar la mirada y pasearla por todo su despacho como si se hubiese montado en el caballito de un tiovivo. Era absolutamente increíble, y no podía dar crédito a que yo estuviera siendo testigo de aquello.

Seguro que les solté una auténtica diatriba hablando del honor y demás. Es lo que hay que hacer en circunstancias como aquéllas. Finalmente, estuvimos discutiendo durante siete horas, y después volvimos a bajar. Teníamos un plan. The Guardian sabía desde un buen principio lo que tenía intención de hacer: querían lanzarse inmediatamente a la publicación. Der Spiegel pretendía no perder la buena relación con ninguno de los implicados. La verdad era que nosotros no estábamos todavía a punto, tal como he explicado, pero aquellas personas nos estaban forzando a cambiar de idea, esa gente llevaba semanas tomándonos el pelo, y ahora iban a darnos el golpe de gracia. Estaban tan concentrados en su propia vanidad, tan colosal y tan manchada, que se habían olvidado de quiénes éramos nosotros y cómo habíamos empezado a tratar con ellos. Ahora preferían pensar que no éramos más que una banda de hackers y delincuentes sexuales. Pero nosotros conocíamos nuestros materiales y nuestra tecnología; aquellos tipos jugaban aplicando las más antiguas reglas del oficio. Les dejé entender que pensaba entregar todo el material a Associated Press, Al Jazeera y al grupo News Corp. No deseaba hacerlo, pero si ellos no aceptaban mis condiciones, les aseguré que lo haría.

A partir de ahí ellos se moderaron y comenzaron a hablar de manera más sensata sobre el modo de manejar la publicación. Yo continué con mi contraataque, y les dije que pensaba presentar una querella contra ellos por infracción de contrato. Mi organización era una entidad sin ánimo de lucro; para sufragar nuestros costes dependíamos de las donaciones, y el hecho de que nuestros sistemas no estuviesen preparados para la publicación cuando ellos lanzaran la noticia significaría un golpe duro para nuestros ingresos. Tenían que comprender el alcance de lo que nos estaban haciendo: no éramos un grupo teórico sino una organización de carne y hueso que llevaba muchos años trabajando para alcanzar grandes objetivos. Lo que pensaban llevar a cabo ellos constituía para nosotros una amenaza de destrucción, y por lo tanto yo iba a utilizar todos los instrumentos a mi alcance para impedirlo. De forma que comenzamos a negociar. Al principio no se apeaban de la idea de embarcarse en una publicación inmediata, pero al cabo de un rato aceptaron aplazar un mes el lanzamiento de la primera noticia, y nosotros a nuestra vez aceptamos que eso nos iba a permitir llegar por los pelos a estar adecuadamente preparados. Llegados a este punto insistí en que queríamos que Le Monde y El País fuesen incluidos en la expresión «periódicos asociados» que tan poco le había gustado a The New York Times. En ese momento ya sabíamos, más incluso que ellos, lo mugrienta que esa asociación podía resultar, y se me ocurrió sobre la marcha prepararme para un futuro a lo largo de cuyo desarrollo habría que seguir aprendiendo unas cuantas lecciones.

Les insistí en que la filtración en sí no era la noticia: lo importante eran las historias filtradas, y por lo tanto los focos no debían iluminarnos a nosotros sino al material mismo, debido a lo cual debíamos ir publicando las historias de una en una. Para empezar las historias más importantes, que no debían incluir ninguna sobre Israel ni sobre Cuba, para de esta manera evitar que la administración norteamericana tuviera una reacción exagerada contra Cablegate considerado en su conjunto. Debían publicar, tanto ellos como nosotros, una sola filtración cada vez. En esta negociación que pretendía establecer de nuevo el marco de nuestras relaciones, insistí en que era necesario que The New York Times abandonara su campaña vergonzosa consistente en publicar historias que nos difamaban tanto a mí como al soldado Bradley Manning, aquel joven del que habían llegado a decir en sus páginas que era un malvado, un chalado y un triste mariconcito. Procediendo de este modo, el diario norteamericano se había librado de las presiones del Pentágono, pero resultaba una actitud vergonzosa desde cualquier otro punto de vista. Por fortuna, al día siguiente Keller manifestó estar de acuerdo en abandonar esta clase de ataques, y durante un tiempo no volvieron a repetirse.

A través de la gente de Der Spiegel supimos más tarde que The Guardian había estado dispuesto a jodernos vivos desde el primer día. El diario inglés trabajaba codo con codo con The New York Times y tenían pensado salir juntos con la noticia sin siquiera advertirnos de antemano ni darnos la oportunidad de preparar adecuadamente los datos ni disponernos a la defensa cuando se lanzaran ataques contra nosotros. Hasta ese punto le importaban a The Guardian los principios implícitos en toda la operación. ¿Transparencia? ¿Están ustedes de broma? ¿Una nueva generación de libertarios? A ellos les importaba un pepino. ¿Una nueva oleada de levantamientos populares en diversos países del mundo y un nuevo espíritu que estaba conduciendo a que los pueblos expresaran libremente lo que pensaban del poder? Por mucho que The Guardian —que no es el «guardián» de absolutamente nada— haya publicado una tras otra numerosas fotos de la plaza Tahrir, es un diario que ha estado dispuesto a vender todos los principios que defendía ese movimiento popular, mientras que nosotros estábamos a favor de defenderlo incluso corriendo riesgos por el pueblo que se manifestaba en la plaza. El intento del veterano miembro de la redacción de The Guardian por apuntarse un gran tanto periodístico justo antes de jubilarse había dejado a su diario sin oxígeno con el que alimentar sus principios liberales. Cuando la derecha norteamericana se puso a pedir que me asesinaran, The Guardian no publicó un solo artículo en mi defensa. En lugar de eso le pidieron a mi ex amigo, el periodista veterano, que escribiera sobre mí un sucio articulillo donde me atacaba.

A la mierda con todo eso, por decirlo con una vieja expresión de nuestra adolescencia. La vida era mucho más sencilla cuando mi problema eran las hormigas del azúcar que reptaban por mis piernas y trataban de matarme a mordiscos. En aquella época podía al menos contar con que el sol estaba a mi favor. Pero en el tipo de asuntos en el que me vi metido mucho más adelante, pronto me acostumbré a que la vieja guardia aprovechara la más mínima caída para tratar de rematarme a patadas. Dispusimos de un mes para ordenar los cables, y jamás en la vida he pasado treinta días más emocionantes que los que estuve dedicado a esta tarea. Los cables iban a mostrar al mundo moderno cuál era la opinión que tenía acerca de sí mismo, y trabajamos larguísimas noches en una casa situada en la campiña inglesa para llegar a tiempo para la fecha fijada. Había empezado a nevar y los campos y bosques de Norfolk estaban cubiertos de una capa blanca. En aquel momento no era posible todavía saber que esa casa iba a convertirse muy pronto en la prisión donde debería permanecer durante un tiempo indefinido.