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MAGNETIC ISLAND

Para la mayoría de las personas, la infancia es un clima. En mi caso, un clima perfectamente caluroso y húmedo, nada que no sea un cielo azul encima de nuestras cabezas. Recuerdo la sensación en la piel y las noches frías de la sabana tropical. Nací en Townsville, en el estado de North Queensland, Australia, un lugar en que los árboles y los matorrales se apretujan hasta llegar a la misma línea de la costa, y desde el que se podía ver la silueta de Magnetic Island. En verano llegaban las lluvias y siempre estábamos preparados para las inundaciones. De hecho, es un sitio muy bello. Un calor como el que hace allí se te mete hasta el tuétano de los huesos y nunca te abandona.

Los habitantes de Townsville vivían en casitas con jardín. La mayoría había hecho realidad el «sueño australiano» y muchas familias poseían una casa y un coche. A finales de los años sesenta había una base militar no lejos de allí. La ciudad tenía ochenta mil habitantes y la economía se basaba en el azúcar y la lana, así como en los minerales y la madera de la zona. Por motivos que ignoro, residían allí muchos italianos, una buena parte de los cuales trabajaba en las plantaciones de caña de azúcar, y me acuerdo bien del sentimiento comunitario que les caracterizaba. El italiano era el segundo idioma más hablado de la ciudad. Supongo que era un sitio habitado por gente conformista en muchos aspectos, ciudadanos muy laboriosos que se aburrían bajo un sol que no dejaba nunca de brillar. Podría decirse que se trataba de una provincia remota situada en un país que también podía ser considerado como una provincia remota del mundo. Así era como lo veía la gente de la generación de mi madre. Hacia 1970, ella tenía sobre todo ganas de ver mundo, o al menos ganas de ver cómo éste estaba cambiando.

Ese año mi madre se compró una moto. Era una chica brillante y creativa a la que le gustaba pintar, de modo que a una edad bastante temprana, los dieciocho años, harta de la mediocridad del tiempo que pasó en el instituto, Christine se montó en la moto y condujo los tres mil kilómetros que separan Townsville de Sidney. Pero seguía siendo una chica de campo y al cabo de unos años me contó que Sidney le vino muy grande. La vida, sin embargo, pasaba delante mismo de sus narices, como suele ocurrirnos a todos. Un día, cuando se encontraba en la esquina de Oxford Street y Glenmore Road, en el barrio de Paddington, justo enfrente de los cuarteles del ejército de Victoria, vio pasar, como si se tratara de un cuadro vivo de historia moderna, una enorme manifestación contra la guerra de Vietnam. Pese a que ella no sabía muy bien de qué iba todo aquello, sintió deseos de compartir aquella gran marea de sentimientos que era patente entre los manifestantes. Estaba mirándolos cuando, según sus recuerdos, notó que una voz suave le hablaba al oído. Era la voz de un hombre de veintisiete años, un tipo culto con bigote. El hombre le preguntó si iba con alguien y cuando ella respondió que no, la cogió de la mano.

Unos sesenta mil australianos combatieron en la guerra de Vietnam. Esa guerra acabó siendo el conflicto armado más largo en el que jamás ha participado ese país. Quinientos soldados australianos perdieron la vida en él, y hubo tres mil heridos. En mayo de 1970, más o menos cuando mis padres se conocieron, Australia vivía las más importantes manifestaciones antibelicistas. Unas doscientas mil personas se manifestaron por las calles de las ciudades principales, y algunos participantes fueron detenidos, pues, en aplicación de la ley vigente en aquel entonces, se les podía acusar de estar repartiendo panfletos sin tener autorización para hacerlo. Es corriente que hoy en día se hable de ese decenio como «el decenio de las protestas» en Australia. El día del Orgullo Gay se celebró en Sidney por vez primera en 1973. Mis padres (la chica brillante y creativa, y el manifestante culto que se cruzó en su camino) llevaban la protesta en los genes. En todo aquello había algo teatral, pero se trataba también de una sociedad de espíritu conservador que por fin encontraba su propia voz, y seguro que absorbí todo eso al mamar la leche de mi madre: la idea de que el inconformismo es la única pasión verdadera que vale la pena que gobierne tu vida. Creo que ése es el espíritu en el que fui concebido.

De vuelta en Townsville, el 3 de julio de 1971, llevaron a mi madre al hospital Basel, y nací allí hacia las tres de la tarde. Dice que yo era redondito, moreno, chillón, y que tenía cara de esquimal.

Creo que no falto a la verdad si digo que Christine —mi madre— tiene, y tenía ya en aquel entonces, una tendencia natural a negarse a hacer lo que le dicen los demás, y eso es algo que aprendí de ella desde muy pequeño. Mi abuela recuerda que a menudo yo lucía una expresión de ensimismamiento, como si estuviese viendo en sueños algún prodigio, y no estoy en condiciones de discutírselo. Así que podríamos suponer que lo que me tenía ensimismado a esa temprana edad era que comenzaba a preguntarme qué pasaba en los cuarteles que el ejército tenía en Townsville. Fuera como fuese, mi abuela me acunaba cantando hipnóticas melodías griegas grabadas por Maria Farandouri, y yo acababa tranquilizándome. Cuando yo no tenía más que unos pocos meses, mi madre se mudó conmigo a una casita situada en Magnetic Island, un lugar delante de cuyas ventanas crecían eucaliptos y mangos.

Que me disculpe el lector si me pongo proustiano, pero creo que mi madre me convirtió en una persona sensual y, en algún rincón de mi mente, puedo ver todavía las numerosas cintas estampadas con dibujos que colgó encima del sitio donde me bañaba. La luz atravesaba las telas y proyectaba colores en mis piernas y brazos. Cuando crecí un poco, mi madre me sacaba a balancearme en un columpio rudimentario o me llevaba metido en una mochila a su espalda, cosa que me encantaba. La primera infancia es importantísima, creo yo. En ese momento uno tiene una enorme capacidad de asombro. Mi madre poseía el don de poder amar y el de convertir la vida en algo intrínsecamente interesante, que es lo que la vida en verdad es. Pero eso no es algo que puedas dar por sentado. Hay gente que fuerza a sus hijos al aburrimiento antes incluso de que aprendan a hablar. Y probablemente habría que añadir algo en favor de Magnetic Island, al menos en el estado que ese territorio se encontraba en aquel entonces. Era un lugar hechizado por la libertad, un bello edén de apenas mil habitantes, el rincón del mundo al que iba a vivir la gente que no lograba encajar en los demás lugares. Podría decirse que era una lujuriante y olvidada república hippy, y tengo que reconocer que debió de ejercer una notable influencia en mí. Al igual que las araucarias y las palmeras de la col, los niños crecen con tendencia a hacerse muy altos en sitios así, de modo que muchas cosas de Magnetic Island han terminado formando parte de mi personalidad.

La primera frase que pronuncié fue «¿Por qué?». También fue enseguida mi frase favorita. Y aunque no me gustaba que me metieran en el parque, encerrado entre barrotes, sí me encantaban los libros que mi madre dejaba a mi alcance allí dentro. Así fue como aprendí a leer, con libros infantiles, más adelante complementados por Tarzán, las historias infantiles del Dr. Seuss[1] y Rebelión en la granja. Desde el primer momento nos mudamos de casa muy a menudo, pero Magnetic Island —así bautizada por James Cook, pues creyó que la isla producía interferencias en sus brújulas— era el sitio al que siempre valía la pena regresar. Cuando cumplí dos años mi madre conoció a un hombre que se llamaba Brett Assange, músico y actor de teatro ambulante, que resultó ser un buen padre adoptivo para mí. Gran parte de la energía de mi familia se centraba en la vida al aire libre. Nadábamos diariamente y más adelante me iba a pescar muy a menudo con mi abuelo al río Sandon y a Shark Beach. Recuerdo bajar colinas con mi madre, que me montaba a caballo mientras ella conducía la bici, y mi costumbre de alzar los dos brazos a medida que aumentaba la velocidad del descenso para tratar de coger con las manos los frutos de los árboles del camino. Muchas veces íbamos andando de un pueblo al siguiente, y yo disfrutaba siempre de la aventura que suponía para mí ir descubriendo cosas y lugares, con el permanente «¿por qué?» en los labios. A mis padres no les fastidiaban mis por qués. Solían desplegar ante mí las posibles respuestas, y dejaban luego que yo decidiera por mí mismo.

A los cinco años ya había vivido en muchas casas. North Queensland era para nosotros una fiesta en movimiento, parafraseando a Hemingway. Llevaba conmigo el clima y la curiosidad formaba parte de mi respiración. Mi madre no era una activista permanente, pero conocía muy bien la importancia del cambio. Más o menos por aquel entonces, cuando vivíamos en Adelaida, nos dedicamos a una campaña puerta a puerta en contra de las minas de uranio. Se prohibió comer atún en nuestra mesa debido al daño que las redes de pesca producían en la población de delfines, y más adelante, cuando el bloqueo forzó a que se cambiaran los sistemas de pesca, nos sentimos muy felices por ello y supimos que nuestros esfuerzos habían tenido algo que ver con el movimiento que desembocó en esos cambios. En otra ocasión, cuando vivíamos en Lismore, a mi madre la metieron cuatro días en la cárcel por haber participado en una manifestación en contra de la deforestación de los bosques tropicales. Así que puedo atreverme a decir que tuve una amable pero firme educación en las artes de la persuasión política. Siempre creímos que el cambio era posible.

Lo cual no significa que yo no diera muestras de ciertos momentos de crueldad. Mi infancia fue, en muchos aspectos, como la de Tom Sawyer: largos días al aire libre en los que aprendía a dominar el medio ambiente y a vencer el peligro. Me encantaba la lupa que me regalaron una vez, y la llevaba conmigo siempre que iba al bosque. La crueldad que mencionaba se producía en mi lucha contra las hormigas del azúcar, que cruzaban el terreno en apretada formación, y a menudo quedaban fritas bajo la potencia de la lente de aumento. Las hormigas trepaban por mis piernas, colándose por debajo de los pantalones, y me pegaban fuertes mordiscos. Las peores eran las hormigas verdes de los árboles, muy frecuentes en las zonas boscosas de Australia y en las hondonadas. No sólo te mordían sino que además metían en la herida un fluido que salía de su abdomen y te producía una terrible quemazón. Son muchísimas las especies diferentes de hormigas que abundan en ese país, y ninguna se libraba del castigo que mi mente infantil creía que merecían, así que todas ellas eran sometidas a los efectos letales de mi potente lupa. Me parecía lo más natural utilizarla para aumentar la fuerza del sol como medio para castigar su hostilidad. La guerra entre los críos de cinco años y las hormigas es legendaria.

Había, además, otras formas de hostilidad. Mis padres viajaban cargando siempre con un pequeño teatro plegable, y hacían funciones callejeras para el público; también usaban marionetas, y supongo que debería decir que eran unos bohemios. Estaban en contra de la guerra y habían participado en manifestaciones. Pasaban algún tiempo en las ciudades y luego se iban a las zonas rurales del país. Eran gente de mundo, y eso era muy poco frecuente en Queensland, sobre todo entre las personas que no compartían las ideas de los hippies. Mi madre había trabajado de modelo, había sido actriz, y con mi padre diseñaban escenarios y leían sin parar. No era, desde el punto de vista conservador, una vida adecuada, y me imagino que fue de esta manera que aprendí lo que eran los prejuicios. En cierta ocasión regresamos a Magnetic Island y alquilamos una casa situada en lo alto de las colinas. La atmósfera allí arriba era muy húmeda y provocaba en la gente una actitud letárgica. En Australia la atmósfera es muy importante y en muchas regiones crea no sólo unas condiciones físicas notables, sino que afecta también a la mentalidad de la gente, y cuando me acuerdo de esa casa en particular, allí en lo alto de la isla, recuerdo la atmósfera constreñida en que vivía la gente, y creo que era consecuencia de la influencia del clima. Algunos de nuestros vecinos eran así, tal vez fundamentalmente como contraposición a la libertad de pensamiento que caracterizaba a mis padres.

Por cierto, tenían en casa un arma de fuego para protegerse de las serpientes. De vez en cuando aparecía alguna en el baño. Un día, al volver de dar un paseo por el monte, encontramos nuestra casa en llamas. Unas veinte personas del pueblo estaban mirando la casa, contemplando las llamas que lamían el porche. Ninguno de ellos trataba de apagar el fuego, y de repente las cajas de municiones que había dentro estallaron todas a la vez. Uno de nuestros vecinos comentó riendo, lo recuerdo bien, que no soportábamos el calor. Fue algo muy siniestro; los bomberos tardaron cuarenta minutos en llegar. En muchos sentidos, ese incendio es el primero, el más intenso y el más complicado de mis recuerdos. Me acuerdo de luces y colores e incidentes anteriores a ese día, pero la imagen de ese incendio adquirió en mí una fuerza especial. En ese suceso aparecían complicaciones derivadas de las actitudes de algunas personas, en un grado que resultó fascinante para mi mente infantil. Daba la sensación de que a nuestros vecinos les producía cierta clase de placer comprobar que, con el incendio, se llevaban su merecido unas personas que a ellos les parecían pretenciosas y excesivamente osadas. Y en esos momentos percibí, probablemente por vez primera en mi vida, de qué manera la autoridad podía pisotear a la gente con la única intención de recalcar un principio, y de qué modo la burocracia podía petrificar los corazones. La forma en que permitieron que la «naturaleza» siguiera su curso era en cierto sentido demoníaca.

Choqué de frente con el poder municipal. Y comprobarlo me afectó profundamente. Puede parecer poco serio tratar de encontrar la raíz de aspectos del carácter de una persona en las cosas que te han ocurrido en la vida, pero supongo que es algo perdonable si lo hace un periodista, y que forma parte de la esencia misma de la autobiografía. A una edad muy temprana comencé a sentir fascinación por saber cómo funcionaban las cosas. Tan pronto como fui capaz de utilizar herramientas, comencé a desmontar toda clase de motores. A construir balsas. A jugar con las piezas de Lego. A los seis años intenté fabricar un primitivo detector de metales. Eso es lo que pensaba del mundo a esa edad: que era un lugar en el que se podía averiguar cómo funcionaban las cosas, sentir cierto grado de curiosidad científica, construir máquinas nuevas.

De forma bastante temprana averigüé que todo eso tenía un componente social. Organicé mi propia banda de amigos para lograr que las cosas que hacíamos las hiciésemos mejor, y para que hacerlas fuese más divertido. Íbamos todos juntos a una enorme cantera de pizarra. La mina llevaba mucho tiempo abandonada, y al irse lo habían dejado todo esparcido por allí. Seguían en pie las casetas donde se almacenaban materiales, cintas transportadoras e incluso, en alguna de ellas, los libros de contabilidad y toda la parafernalia de los explosivos y demás. Subíamos a la cantera con frecuencia. Teníamos, imagino, la sensación de que eran nuestros dominios, un lugar donde nuestra existencia podía desarrollarse lejos del control de las autoridades. Por todas partes, en los descampados y dentro de las casetas, circulaban y tomaban el sol montones de lagartijas y lagartos, y también veíamos por allí algunos walabíes. Alrededor de la cantera había bosques de bambúes, y en ocasiones me aventuraba solo hacia la espesura formada por aquellos gruesos troncos huecos. Recuerdo un día muy caluroso en que penetré en ese bosque hasta muy adentro, abriéndome camino con dificultad. Me sentí muy solo pero también muy fuerte porque había conseguido avanzar mucho. Al llegar a cierto punto, saqué la navaja y grabé mi nombre en el grueso tronco de un bambú. Hace unos ocho años regresé a ese lugar y me sorprendió comprobar lo fácil que resulta caminar por ese bosque. Sin embargo, la nueva experiencia no consiguió borrar la fuerza de aquellos recuerdos tan lejanos. En mi memoria, la infancia aparece como algo muy importante, repleto de impresiones vivísimas, y creo que parte de mi deseo de descubrir los secretos más ocultos del mundo nació en aquellas exploraciones tan tempranas.

En total debí de ir a unas treinta escuelas distintas. Nuestra vida era así, y en esa vida lo importante no era dónde aparcabas el coche ni cómo pagabas las deudas, sino qué clase de vida llevabas y cuáles eran tus valores. Esta forma de vida nómada alcanzó grados más enloquecidos al cabo de unos años. Pasado un tiempo, mi madre y yo acabamos comportándonos casi como fugitivos. Pero antes de que llegara esa otra época, la vida era para mí un paraíso. Y me permitía tener la sensación de estar haciendo frente constantemente a nuevos desafíos. Con mamá y Brett, era como si tragásemos las experiencias a grandes bocados y sin sentir jamás ningún miedo. Durante este período inicial, mi infancia fue feliz y esa felicidad tenía bastante que ver con la alegría de estar siempre descubriendo cosas nuevas, y con la certeza de que, si había reglas, estaban ahí para ser violadas.

Las pandillas que organicé y dirigí nos permitían disfrutar de la sabiduría propia de los pequeños, y heredar toda suerte de prejuicios. Hubo un tiempo en que estábamos convencidos de que los italianos eran una especie de adversarios. Tenían la manía de pavimentar los sitios. Se compraban una casa rodeada de buganvillas, con esa brillante explosión de color intenso alrededor, y enseguida cortaban todas las enredaderas, pavimentaban el patio y ponían en el porche unas horribles columnas dóricas. Ahora me da vergüenza de mí mismo, pero me convertí en su enemigo por este motivo. Parece como si yo hubiera sido un crío que buscaba causas contra las que luchar. Recuerdo un día en que mis padres estaban haciendo la cena y de repente vieron que no les quedaban tomates. Nuestros vecinos italianos tenían montones de tomates en el huerto. Mi madre fue a pedir que le prestaran unos cuantos, y se los negaron, y eso me puso furioso. Al día siguiente, con la ayuda de parte de mi pandilla, comencé a excavar un túnel. Todos trajeron palas y velas, para trabajar de noche y a oscuras. Fue duro, pero finalmente logramos colarnos por debajo de la verja sin que nadie se enterase, y regresamos con dos cestos llenos de tomates. Le di uno de los cestos a mi madre, y me fijé en la sonrisa muy especial que iluminó su rostro. Estuvimos pendientes todos de lo que pudiese ocurrir, y lo que ocurrió es que se presentó una pareja de agentes de policía, y noté que también asomaba cierta sonrisa a sus rostros. Uno de los policías se quedó plantado delante de casa, balanceándose sobre sus talones. Era mi primer choque frontal con los representantes de la ley. Devolvimos una de las cestas de tomates, así que todo el mundo se enteró y hubo un escándalo. Pero, por dentro, me sentí feliz de haber escondido el otro cesto de tomates.

Ignoro si se me puede tachar de excéntrico o algo parecido, pero sé que yo era un chico muy empecinado. En cierta época me mandaron a un colegio cuyo método de enseñanza estaba basado en las teorías de Steiner, y en donde te decían todo el rato que te expresaras libremente. Había un scooter, y una chica empeñada en no dejárselo a nadie. De acuerdo con la filosofía de esa escuela, decidí expresar mis sentimientos sin ninguna clase de inhibición, y le di a la chica un martillazo en la cabeza. El jaleo que se armó fue tremendo, por supuesto, y aunque la chica no sufrió heridas graves, tuve que dejar el colegio.

Y seguimos mudándonos. El sitio que más relaciono con mis tiempos de colegial es Lismore, una ciudad situada a unos doscientos kilómetros de Brisbane. Podríamos decir que Lismore fue el centro de la contracultura en Australia, y después se convirtió en La Meca de los mochileros, el lugar al que se dirigía todo aquel que buscara una forma de vida alternativa. El segundo Festival Acuarius, algo así como el Woodstock australiano, se celebró en Nimbin, a ciento ochenta kilómetros al sur de Brisbane, en 1973, y después hubo mucha gente que se quedó a vivir por allí y creó cooperativas. Mis padres trabajaban con su teatro de marionetas. En esos años se difundió la idea de que las multinacionales eran perniciosas, y que había que combatirlas. La existencia de las granjas pequeñas estaba siendo amenazada por Norco, una enorme empresa australiana, que animaba a que se deforestara el bosque tropical, y que en consecuencia dejó una enorme cicatriz en el país. A mis padres les preocupaban estas cosas y yo, a mi vez, también tomé conciencia del problema. La escuela a la que yo iba estaba en Goolmangar, un pueblo de la zona. Me gustaba la idea de que la gente fuera capaz de actuar por sí misma en defensa de sus intereses, y tuve la fortuna de tener a un excelente maestro, Mr. King, que también me inculcó estas ideas. Tal como yo les veía incluso en esos años tempranos, la mayor parte de los profesores eran una pandilla de remilgados, pero ese otro profesor que digo era un tipo con una gran fuerza personal, y bajo mi punto de vista ejerció mucha influencia sobre mí. Era, además, muy competente, y me hacía sentir seguro a su lado. Creo que una parte muy notable de nuestra personalidad procede de lo que podríamos llamar nuestro temperamento congénito, pero también me parece que la experiencia desempeña un papel importante, y en esos años me entusiasmó la idea de la competencia viril, algo que ese gran profesor representaba muy bien. Debo reconocer, sin embargo, que por lo general la escuela era para mí puro aburrimiento, una tortura. Yo no era el crío más brillante de la historia, pero sentía intensos deseos de aprender, de conocer los hechos y los datos, y me encontraba metido en un sistema que funcionaba de forma terriblemente lenta. Recuerdo haber rezado pidiendo que todo se moviera más deprisa: «No creo que existas, Dios, pero, si existieras, te regalo dos dedos de mi mano a cambio de que hagas que las cosas se muevan más deprisa en esta escuela».

Al mismo tiempo me gustaba divulgar ideas propias de chicos, hacer circular entre mis amigos las informaciones y opiniones que suelen ser consideradas verdades absolutas por los colegiales. Imagino que era bastante hábil a la hora de generar esta clase de ideas, pues con frecuencia conseguía que ciertos supuestos datos fueran mágicamente aceptados por mis compañeros. Me encantaba transmitirles mis descubrimientos; por ejemplo, una vez conseguí convencerlos a todos de que para evitar que una herida sangrara lo mejor era rodar por una zona empapada de barro. Estaba convencido de que los adultos eran dioses que se habían hecho carne en la tierra, y que mi madre era el Ser Supremo, pero terminé dándome cuenta de que los adultos podían equivocarse. Es entonces cuando empieza la vida real, justo cuando ves que los adultos que ocupan posiciones de gran responsabilidad son sencillamente gente que tiene poder, y que no necesariamente llevan razón. Ésa es la gran lección que uno acaba aprendiendo. Observé la falta de compasión que mostraban algunos de nuestros mayores, y a veces fui testigo de su brutalidad. Australia era entonces, antes del nacimiento de internet, antes de que viajar fuese muy barato, un país bastante provinciano, y en la escuela el castigo que aplicaban por cualquier falta eran los azotes. Debido a los muchísimos cambios de escuela, yo tenía que encajar en el nuevo sistema jerárquico de cada sitio, y al propio tiempo pretendía abolir por completo justamente toda clase de sistema jerárquico. Topaba entonces con la brutalidad, y también con la injusticia y los prejuicios: yo tendía a transgredir las normas, y en la Australia rural de aquellos años esa actitud no era tolerada fácilmente. En una de las escuelas a las que asistí, en cierta ocasión me llevaron al despacho del director, acusado, al parecer por cierta «indiscreción», de algo que yo no sabía exactamente qué era, y fui castigado con azotes que me propinaron con un bastón. Más tarde llegué a saber que se había producido un robo, y que algunos de mis compañeros me acusaron de algo que yo no había hecho.

Me gustaban mucho los libros. Los libros y los imanes. Mi abuelo me ha contado que solía volver de la escuela en verano cargado con una bolsa llena de libros, uno de los cuales era una gigantesca biografía de Albert Einstein. Supongo que eso era motivo suficiente para que algunos de mis compañeros me odiasen, pero si no tienes la costumbre de pensar así, jamás aprenderás a hacerlo. Yo veía que se daba una maravillosa confluencia entre el mundo físico y el mundo mental, y a esa edad me encantaba sumergirme en ambos. Y podría decirse que esa actitud ha caracterizado desde entonces todas mis actividades. Todas. Mi pasión por los ordenadores, mi pasión por la justicia, mi forma de ver la autoridad. Todo eso ya estaba en mí en ese período de Goolmangar, el momento en que noté por vez primera que mi personalidad estaba emergiendo.

Las aventuras éticas de mi infancia me hicieron más fuerte. Una vez fue con motivo de una manifestación contra la guerra. A mis padres les encargaron que montasen una obra de teatro callejero pensada a propósito para esa ocasión. Mamá fabricó un rifle M16 de espuma de poliestireno, lo pintó de negro y le puso incluso una correa que permitía llevarlo colgado del hombro. Mi padre adoptivo se vistió con un uniforme militar, comprado en una tienda que vendía excedentes de material del ejército, y en la carnicería nos vendieron diez litros de sangre. Recuerdo el aspecto extrañísimo que teníamos. Tras empapar de sangre a mi padre, él participó en una representación de teatro urbano, y ese mismo día fue detenido por llevar aquella imitación de un arma de fuego. Más adelante, mi madre ayudó a un tipo que libraba una guerra de guerrillas científica contra las pruebas nucleares. Aquel hombre supo, y trató de demostrar, que el ejército británico, con el consentimiento de los australianos, había hecho pruebas de armamento nuclear en Maralinga, un lugar situado en el desierto de Australia. Eran pruebas a pequeña y a gran escala, y fueron realizadas entre 1952 y 1963. Incluso las pruebas a pequeña escala eran peligrosas. Los británicos habían incendiado bombas nucleares, o las habían hecho estallar en medio de arsenales de explosivos convencionales, y las habían colocado en aviones que luego, deliberadamente, hicieron que se estrellaran contra el suelo. Las consecuencias de todo ello habían sido mucho más graves de lo que se admitía oficialmente, y la radiación acabó extendiéndose por un área muy grande. Sin embargo, los gobiernos británico y australiano negaron que hubiese entonces, o posteriormente, ningún tipo de peligro ni para los militares ni para los aborígenes que vivían en esa zona. Resultó finalmente que esta afirmación era mentira, pero sólo lo admitieron pasados muchos años. Este amigo de mi madre al que me estoy refiriendo trataba de investigar la verdad de los hechos, y recuerdo una noche en que mi madre y yo volvíamos en coche, acompañados por él, de la zona irradiada. Eran las dos de la madrugada, y él se dio cuenta de que nos seguían, de modo que le dejamos en la carretera; nosotros seguimos, y al cabo de unos kilómetros mi madre y yo fuimos detenidos por la policía federal. El agente recriminó a mi madre por su comportamiento impropio de una persona responsable, y le afeó que estuviera en la carretera con un niño a esas horas. Asimismo, le dijo que tenía el deber de dejar de meterse en política. Tras este incidente, mi madre acabó obedeciendo. Pero yo no lo hice.

Aunque la verdad es que en la escuela yo tenía problemas. Ni siquiera Mr. King, que me enseñaba toda clase de cosas y era mi modelo de varón, era capaz de aceptar aquella idea mía de que ir a la escuela era una pérdida de tiempo, y ése era un sentimiento del que yo no conseguía librarme. Tal vez mis genes me llevaban a odiar el sistema, y la escuela era el sistema. Pese a que me ordenaban que no lo hiciera, comencé a dejarme el pelo largo. Es muy peculiar, pero siempre me han ridiculizado o juzgado por mi cabello, y esta clase de problemas empezó muy pronto. Mis padres me aconsejaban cortarme aquellas melenas rubias para evitarme líos, pero yo me negué a hacerles caso y de hecho disfruté de lo que yo veía como todo un desafío. Y no pasó mucho tiempo antes de que me diera por negarme a atar los cordones de las botas de la forma habitual. Me inventé un método consistente en dar varias vueltas con los cordones en torno a tobillo, y atar los extremos con un nudo en vez de hacerlo con un lazo, según era costumbre, y pronto capté adeptos a esta moda entre mis amigos. Luego decidí que ya no iba a seguir usando zapatos, cosa que los maestros de la escuela consideraron una auténtica transgresión. Yo solía ser el chico nuevo de la clase. Eso era yo la mayor parte del tiempo: el nuevo. Y utilizaba estos actos de desafío como forma de decir que ahí estaba yo. En casa no teníamos televisor. Ni había apenas dinero. A veces íbamos a los mercados a buscar coles en la basura. A mí todo aquello me gustaba; formaba parte del colorido de la vida, de la idea de hacer las cosas a nuestra manera. Durante mi adolescencia sólo hubo un momento en el que me sentí mal por el hecho de pertenecer a la clase no pudiente, y le pedí a mi madre que no me dejara delante mismo de la escuela para que los demás no vieran lo viejo que era su coche. Pero eso fue una aberración, y no duró demasiado.

Nos gustaban mucho los animales. La gente nos veía como hippies, casi siempre de forma despectiva, pero en realidad lo que éramos era gente amante de la naturaleza, y con un fuerte instinto anticonformista. Durante un tiempo tuvimos gallinas que nos daban huevos, y tres cabras que nos proporcionaban leche. Poss, nuestro querido perro, competía por nuestros cuidados con un poni, un asno, una camada entera de ratones (que mi madre domaba y convertía en artistas de un circo alumbrado por velas), y todos ellos constituían una especie de zoo ambulante. Una vez, cuando estábamos viviendo en una casita de campo que formaba parte de una granja dedicada a la producción de piñas, los pósums tomaron posesión de nuestras vidas. También vino a residir a nuestra vivienda una grulla de color gris muy grande, perteneciente a la subespecie brolga. Era como si estuviéramos siempre tratando de encontrar un refugio que nos permitiese huir de la vida moderna. Mirándolo con la perspectiva actual, percibo que yo andaba inmerso en la búsqueda de un sistema de pensamiento que explicara la relación entre las personas y las cosas. Años más tarde estudié mecánica cuántica y hay determinados hechos que sólo comencé a entender entonces, pero ya en aquella época de mi adolescencia traté de encontrar una forma de relacionarme con el mundo tal como la vida me lo presentaba, tal como lo vivían mis padres, e hice cosas como dedicarme apasionadamente a cuidar de mi propia colmena de abejas.

Mi madre y mi padre adoptivo se separaron cuando yo tenía nueve años. En aquel momento no pareció que esa situación fuera terrible, pero desde la edad adulta está claro que aquel hecho supuso el final de un período de mi vida relativamente paradisíaco. Como ya he dicho, en mis años jóvenes yo era una especie de Tom Sawyer, siempre entregado a la tarea de ir descubriendo cosas, y, en comparación con aquellos momentos anteriores, los años que siguieron me brindaron aventuras considerablemente más siniestras. Es frecuente que veamos los contornos de la infancia rodeados por un halo de luz, y para mí, a pesar de tantas idas y venidas, de las continuas mudanzas y del odio que me inspiraba la escuela, fueron años que viví inmerso en un estado de iluminación natural. El mundo era algo nuevo, y el océano, transparente; y el aire olía a la savia del árbol del caucho. Pero la naturaleza humana es más complicada, por supuesto, que el hábitat natural en donde vive, y la vida no sería vida si no tendiera a dar paso a toda suerte de complicaciones sombrías. Brett tenía sus propios problemas y luchas personales y, al cabo del tiempo, mi madre no se sintió capaz de aguantarlo más, de manera que nos fuimos a vivir a un piso situado encima de una tienda, en la ciudad de Lismore, que compartíamos con la Compañía de Teatro Nómada. A menudo mi madre obtenía algún dinero pintando retratos en los mercados, y mi hermanastro pequeño y yo dábamos vueltas a su alrededor mientras ella se ganaba así la vida. En esa época tuve una armónica con la que interpretaba blues preadolescentes.

Mi madre y yo habíamos intentado vivir como vecinos respetables de la ciudad, pero muy pronto nos embarcaríamos en una vida nómada a la que en buena parte nos empujó la ansiedad, que nos conducía a dejarnos llevar por las corrientes de todo un Mississippi al que la vida nos había arrojado. En los años siguientes recorrimos gran parte de Australia —y no eran pocas las regiones que ya conocíamos—, pero durante unos cinco años fue como si nos estuvieran persiguiendo, y de la misma manera que la anterior época más tranquila y feliz formó mi carácter, creo que puedo decir lo mismo de esos años tan agitados. Con Brett vivíamos una vida en la que el sol, el arte, la música y la naturaleza proyectaban luz sobre nosotros. Las obras teatrales que montaba Brett, el hecho de que en cuestión de instantes aquellos escenarios plegables pudieran desplegarse y volver a guardarse, fue una buena manera de prepararme para WikiLeaks. Pero la siguiente etapa de mi vida, una época dominada por un hombre llamado Leif Meynell, nos enseñó en qué consiste vivir perseguido por fuerzas tenebrosas. Ese hombre fue mi primer perseguidor.