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EL ACUSADO

Creo que antes del juicio yo no me había enterado de que la literatura puede proporcionarte una visión del mundo que lo convierte en un lugar más comprensible. Durante aquel período leí El primer círculo, de Solzhenitsyn, que resultó un libro que me aclaró muchas cosas y me reveló otras. Me permitió comprender el significado del término empatía, y me proporcionó mucha fuerza interior. Desde pequeño yo había sido un lector ávido, de manera que a esas alturas sabía de memoria qué clase de placeres te reservan los libros. Pero el texto de Solzhenitsyn me permitió ver a fondo el tipo de apuro en el que me había metido. Si hay libros que te ayudan a no sentirte tan solo, éste fue el libro que tuvo para mí esa función, y lo leí justo en el momento adecuado. Toda mi vida he permitido que la acción dominara sobre los sentimientos —cosa que se deriva de aquella infancia pragmática y en la que estábamos siempre en campaña—, pero durante los años en los que estuve esperando que se iniciara la vista del juicio contra mí estuve muy a menudo a punto de dar mi situación por perdida. Pero cuando te sientes hundido encuentras a veces las semillas de lo que renovará tus fuerzas. En la novela aparece el profesor Chelnov, un viejo matemático que cuando arranca el relato lleva diecisiete años en prisión. Cuando tiene que rellenar un formulario, le preguntan por su nacionalidad, y en lugar de escribir «ruso», pone «presidiario». Su mente no cesa de inventar cosas, y él se siente como un apátrida. Cuando el Estado se lanza contra ti, pensar de esta manera te da fuerza.

La lucha siempre consiste en esforzarse por ser uno mismo.

Los federales se llevaron sesenta y tres cajas con parte de las pertenencias que yo tenía en aquella casa de la periferia de Melbourne. Me quedé plantado en medio de la calzada, viendo cómo se alejaban. Era una noche oscura y templada de octubre, las cigarras cantaban, y tuve la sensación de estar cayendo por una grieta sin fin.

Al final necesitaron mucho tiempo para ser capaces de presentar acusaciones contra mí, cosa que no ocurrió hasta 1994. Vale la pena recordar aquí, y esto no es una simple digresión, que la repentina proliferación de ordenadores en la sociedad había creado un vacío legal. Los fiscales trataban de aplicar al mundo de los nuevos delitos informáticos las leyes tradicionales de protección de la propiedad privada, y también los artículos de la legislación que consideraban delito el engaño y la suplantación, y a menudo lo hacían con éxito. Pero en un montón de litigios de alto nivel en que los acusados eran hackers importantes, la acusación montó una simple farsa. El único delito real era que algún chiflado de la informática había conseguido dejar en ridículo a gente muy poderosa. Conforme los gobiernos aumentaron su utilización de las bases de datos informatizadas, la legislación se lanzó a gran velocidad a convertir en delictivos, y de la forma más absurda, muchos de los usos normales de los ordenadores. La ciencia informática logró permitir de manera muy rápida la aparición de una sociedad de usuarios que compartían información, y esta sociedad, y esta tendencia a compartir datos, existe en un universo democrático y un régimen de libertades que es mucho más amplio que el mundo habitado únicamente por la edición y la difusión tradicionales. Tanto la libertad de información como el derecho a ejercerla se plantearon de forma casi inmediata, pero los legisladores siempre se dedicaron a preguntarse qué campos debían ser tenidos en cuenta por las leyes. Dado que el término «propiedad» en el ámbito de lo digital no equivale en absoluto a lo que se consideraba propiedad en el antiguo sentido físico de la misma, por ejemplo, cuando se dice que alguien es propietario de un reloj, el mundo jurídico no ha sido capaz de ver lo que tenía delante de las narices. La información no se roba. Simplemente, creas una plataforma para esa información y desde ella encuentras los caminos que conducen a que sea de dominio público. Si miro tu reloj, no estoy tratando de robarte. Sólo quiero saber la hora. A mediados de los noventa, e incluso hoy en día, el establishment sigue sin enterarse de cuál es la manera adecuada de considerar las implicaciones legales de nuestra vida con ordenadores. Por eso hizo falta tantísimo tiempo para que nuestro caso llegara a los tribunales australianos.

En 1996, finalmente, se inició el juicio. Y entretanto, la lucha consistía en ser uno mismo, continuar, hacer lo que sabías que podías hacer y seguir desempeñando tu papel. Antes y ahora, quienes se oponen a nuestra actividad parten de la misma posición débil. Primero quieren utilizarte a ti; luego quieren ser tú; y luego pretenden hacerte desaparecer de escena. A lo largo de mi vida me he enfrentado a este esquema constantemente, desde la llegada de los federales australianos hasta los hacks de The Guardian. Es la vieja actitud humana que consiste en que cuando alguien necesita algo de otra persona, se lo arrebata, niega que se lo haya quitado a otro, y luego se queja de que esa otra persona estuviera en una situación que le permitía darle lo que necesitaba, lo cual, por cierto, muestra una actitud de odio contra uno mismo por parte del que necesita algo, por el simple hecho de sentir esa necesidad. Generalmente, ese proceso siempre termina igual: quienes querían algo se ponen a enumerar los fallos humanos del otro, haciendo así un esfuerzo escandaloso, desagradecido y muy poco humano, que a mi modo de ver es despreciable. Más adelante los lectores conocerán a más gente de ésa. Llevo toda mi vida topándome con ellos.

Desde el primer momento pensé que debía saber utilizar la larga espera hasta que se presentaran las acusaciones y comenzara el juicio, y enseguida me lancé a tratar de descubrir aplicaciones nuevas y más útiles para mis conocimientos. Trax y yo creamos una empresa de seguridad informática, y compramos a la Universidad de La Trobe un ordenador gigantesco. Resultaba gracioso encontrarse cara a cara con aquel viejo amigo. Este ordenador, del tamaño de una nevera de las grandes, era el mismo que yo había hackeado años atrás. El trabajo de seguridad consistía principalmente en cobrar por hackear los sistemas de empresas importantes, a petición de sus directivos, a fin de comprobar si eran o no del todo seguros. Nunca lo eran, y el trabajo resultaba aburrido. Pero me permitió seguir adelante con mis investigaciones y volver a mantenerme y recobrar la seguridad en mí mismo. Sabía que a largo plazo este empleo no me serviría de nada, porque el dinero no me interesa demasiado, y la legitimidad aún menos.

Lo que de verdad me preocupa es qué puedo hacer en pro de la causa de la justicia. Entre otras cosas, eso supuso, allá por 1993, ayudar a la policía a localizar a un grupo de pedófilos que actuaban juntos en internet. Ayudé a los agentes a comprender qué era lo que esa gente hacía circular por internet, y cómo se las apañaban para hacerlo. Comprendí que esos tipos se movían por internet de maneras que la policía no entendía, sencillamente porque los agentes no sabían mucho de informática. Los ayudé a ir entendiendo los procedimientos y averiguar quiénes eran esos individuos. No fui obligado en modo alguno a realizar este trabajo, y no lo hice con la idea de colaborar con la policía, sino porque quería contribuir a proteger a los niños.

Pero durante una temporada, aquella visita de los agentes federales a mi casa me afectó mucho. Volví a ser un nómada, y desde entonces nunca he dejado de serlo. Hasta cierto punto, no era feliz. O peor que eso, sentía una tensión mayor de la que he tenido que padecer en toda mi vida. El clima de rebeldía que siempre me había rodeado se refugió en mi interior, y estuve viviendo al aire libre y sintiéndome siempre angustiado. Si quisiera tratar este aspecto de mi vida con sentido del humor, y animar a los que me critican, diría que aquéllos fueron los tiempos en los que viví al pairo. El único aspecto de la vida de Jesús que merece cierta atención es cuando se dedica a filtrar hacia dentro su rebeldía, me refiero a los cuarenta días que se pasa comiendo bayas, enfrentándose a las tentaciones del diablo y preparándose para hacer lo que tiene que hacer. Al igual que Milton, soy de los que piensan que al diablo le toca siempre decir las mejores frases, de manera que por este motivo, y por otros más evidentes también, no voy a alinearme con el Dios-Niño. Digamos que en esa fase de mi vida me sentí muy fastidiado y abandonado. Me pasaba los días caminando por el parque nacional de las Colinas de Dandenong. Seguro que además me sentía exhausto, pero al propio tiempo tenía la conciencia de que, si era capaz de salir del pozo y llegar hasta ese momento futuro, todavía tenía por delante los días más cruciales de mi vida. En el bosque de Sherbrooke las temperaturas llegan a ser extremas: de noche, me congelaba; de día era presa de los mosquitos. Bebí agua de los arroyos y sólo iba a la ciudad a por provisiones. Quería estar solo, analizar mi situación. No vi un solo ordenador en todo ese tiempo. No me comuniqué con nadie.

Comprendí que podía ser un buen padre para mi hijo, pero no una buena madre. Yo servía para enseñar, estructurar, proteger, e incluso para contar cuentos cuando acostaba a mi niño, pero era un inútil en todo lo demás, en los aspectos más terrenales y menos heroicos del cuidado de los hijos. Al final me ocupé de mi hijo. Eso me centró otra vez, y cuando pude reanudar la comunicación con mis viejos amigos, también me ayudó a recuperarme. En esa época, sólo se podía tener correo electrónico a través de los sistemas universitarios y, de vuelta en Melbourne, me metí en la creación de una red sin ánimo de lucro cuyo objetivo era formar un grupo de presión que pretendía lograr la desregulación de internet. Lo que queríamos era organizar una red de acceso público para la periferia, que sería uno de los primeros proveedores de servicios de internet en toda Australia. Éramos el «ISP[3] de la libertad de expresión», y pretendíamos albergar en nuestro servidor materiales que otros se negaban a tener. No es que haya mucha gente que te dé las gracias por hacerlo, pero luchamos por conseguir que en todo nuestro país hubiera la máxima conectividad, y al final lo conseguimos. Seguía escribiendo codificaciones, que en su mayor parte distribuía de forma gratuita, y que culminó en lo que bauticé como Rubberhose.

Muchos de los primeros criptógrafos, todos aquellos supercerebros de las universidades de Stanford o el MIT, una gente que trataba de vivir en un mundo de matemática pura, de pensamiento creativo y no condicionado por nada ni nadie, advirtieron el problema de la protección de la intimidad de las personas. Todo aquel que hoy en día utiliza un ordenador sabe que el problema existe, pero la técnica de autentificación y la protección mediante claves es algo que fue obra de un grupo de tíos que trabajó muy duramente para conseguir los medios que condujeron a crear esa técnica, y que lo hicieron sin que nadie se lo agradeciera. Sabían que si no se lograba proteger el correo electrónico y las firmas digitales, la intimidad de las personas iba a correr un grave riesgo, e internet se convertiría en un enemigo de la libertad de expresión. Sin seguridad, sería demasiado fácil controlar las vidas de los usuarios de los ordenadores, y las vidas de todos corrían peligro de ser objeto de toda clase de abusos. Ése era un asunto fundamental, y, en esa fase, resolverlo era cuestión de utilizar las matemáticas, que es la base de la criptografía.

Tal como se desarrollaron las cosas al nacer internet, avancé en esa misma dirección de forma instintiva, y desde entonces tengo la firme convicción de que es necesario luchar para organizar y mantener la libertad de pensamiento. En marzo de 1996 escribí un post que comentaba un anuncio publicitario online que vendía algo llamado E-Mailers Profit Centre, que en realidad era un proyecto de marketing multinivel que pretendía vender a empresas mercantiles millones de direcciones de correo electrónico. «¿Quién es el primero que se apunta a cargarse esta web?», pregunté a todos los colegas del mundo de los ciberpunks. En esa época nos enfrentábamos a desafíos de esta naturaleza: se trataba de encontrar formas que impidieran que la red se convirtiera en una herramienta de proporciones gigantescas que las grandes corporaciones y los gobiernos podían utilizar para explotar a la gente. O para que el Estado policía vigilase a todo el mundo. Detesto a los tipos que se obsesionan por lo que llaman la seguridad; individuos que creen que «todo lo que no está explícitamente permitido está prohibido». ¿Quiénes se creen que son o, mejor aún, quiénes se creen que somos los demás? Son fascistas de la seguridad que están dispuestos a movilizar la tecnología a fin de garantizar que pueden imponer su visión brutal de la vida. Unos tipos cuya visión del nirvana consiste en mantener para el ciberespacio un statu quo en el cual se reescriben las leyes de la física de manera que nadie pueda cambiar su silla de sitio sin que obtengas antes una autorización por escrito. Ya no se trataba sólo de que el Gran Hermano nos estuviera vigilando, sino de que el Gran Hermano podía ahora controlar tus dedos, tus pensamientos, impidiendo así que averiguaras lo que pasa en el mundo y que obtuvieras información a tu manera. Gran Hermano había entrado en casa. Se había instalado en el producto que acababas de comprar en Apple Store.

Ésa era la amenaza, y nos pusimos a combatirla mientras, francamente, el resto del mundo todavía no sabía escribir bien la palabra e-mail. Los correos electrónicos se han convertido hoy en día en lo más normal y cotidiano de nuestras vidas. La gente los envía a centenares y no se preocupa en absoluto por su contenido. Y hay millones de críos cuyas vidas transcurren en Facebook. Pero todo eso había que inventarlo, y los gobiernos de aquella época se oponían a que los usuarios normales de internet pudieran encriptar libremente. Los gobiernos, y sobre todo el de Estados Unidos, querían una puerta trasera que les permitiera acceder secretamente al sistema. Trabajaban con una visión militar de los sistemas de vigilancia, y el primer internet, las primeras formas de correo electrónico, presentaban aspectos que el poder quería controlar. Pero los criptógrafos se enfrentaron a ellos, y en la actualidad tenemos un internet relativamente libre de la interferencia gubernamental, a no ser que vivas en China.

Estaba avanzando por este camino, lo cual suponía ir disolviendo mi instinto de hacker para adoptar una actitud más matemática, con una finalidad más clara, cuando en 1996 fueron finalmente presentadas las acusaciones contra mí ante los tribunales, y comenzó el juicio. Primer Suspect y Trax, mis dos colegas y amigos de la Internacional Subversiva, habían experimentado situaciones diferentes desde el día que nos pillaron. Prime Suspect vivió la breve euforia del éxtasis y luego la prolongada desdicha del hundimiento, y su vida terminó deslizándose hacia la paranoia y la depresión. Luego, muy lentamente y con ayuda de un terapeuta, consiguió ir aclarando sus relaciones con su madre y entender sus sentimientos tras la muerte de su padre. Lo que le tocó vivir a Trax fueron ataques de pánico. Su espiral descendente había comenzado mucho antes de que la policía entrara en nuestras casas, y sin duda fue responsable en parte de que eso ocurriera. Sufrió un accidente de circulación y a partir de entonces vivió siempre sometido a toda clase de temores. En Underground, el libro de Suelette que he mencionado antes, y cuyo contenido se basa en investigaciones para las que contó con mi ayuda, la escritora dice que en esa época Trax padecía de una agorafobia muy profunda y sin paliativos. Hasta ese punto llegó su estado mental. La entrada de la policía en nuestras casas nos deprimió profundamente. Los tres desaparecimos del mundo durante un tiempo para meternos en un infierno personal cuando apenas teníamos veintipocos años, y quedamos profundamente marcados por motivos que no merecían ese castigo. Las acusaciones contra nosotros fueron ampliamente difundidas. La prensa de la época estaba inmersa en un desconocimiento brutal de todo lo que concernía a nuestras actividades. No entendían el significado de las acusaciones, y se dedicaron a elaborar una imagen ridícula de la amenaza que según los periodistas significaban las actividades de aquellos adolescentes. En realidad, nosotros no habíamos hecho más que ceder a una obsesión y una curiosidad enormes, y habíamos sido bastante descuidados en nuestro comportamiento. Pero los medios, y los fiscales fanáticos que les daban la información, lo convirtieron todo en una epopeya de proporciones gigantescas, una gravísima amenaza contra el Estado.

En enero de 1996 escribí un mensaje remitido a la lista de direcciones de los ciberpunks, en donde queda reflejado lo mal que me sentía al respecto en ese momento. Mis comentarios tenían que ver con la captura de Kevin Mitnick, un hacker norteamericano, llevada a cabo por Tsutomu Shimura, que en un libro decía de él que era «el forajido más buscado de Estados Unidos». Lo que escribí fue lo siguiente: «Me pone enfermo leer estas cosas. Te pido, Tsutomu, que cuando oigas croar a Mitnick, ¿te importaría ir a su tumba y sacar el cadáver, y alquilar sus manos para que sirvan de cenicero? El hombre que asesinó a uno de los últimos pistoleros famosos de Estados Unidos decidió al poco tiempo montar un espectáculo en el que se reservó un papel protagonista y en el que decidió contar cómo llevó a cabo esa proeza. Años más tarde, él también cayó asesinado por un miembro del público que se sintió asqueado por la naturaleza del espectáculo».

La gente celebraba nuestra derrota y se reía de nuestra ingenuidad, pero la verdad es que, cuando empezó el juicio, el mundo de los hackers había desaparecido del mapa. Internet había facilitado en exceso esas actividades, y los que entonces las practicaban tenían una actitud muy cínica al respecto. Los hackers habían entrado ya a formar parte de la cultura pop y cinematográfica, y algunos de los veteranos en esas lides comenzábamos a pensar en formas nuevas de acceder y revelar toda clase de secretos.

Mis dos colegas querían declararse culpables, pero yo me negaba a colaborar, por así decirlo, con ningún intento de criminalizarme. El día que comenzó el juicio había contra mí 31 acusaciones; contra Prime Suspect pesaban 26, y seis contra Trax. Parte de esos delitos consistían en haber escrito artículos que publicábamos en nuestra propia revista, la de la Internacional Subversiva, que tenía una difusión de tres ejemplares: nosotros tres. Naturalmente, la tensión crea más tensión. Y el día de la apertura del juicio en el Tribunal de Melbourne la cabeza me reventó, entre otras cosas porque me llegó la noticia de que Prime Suspect se había convertido en testigo de la acusación contra mí. Tal como he podido comprobar repetidas veces, y siempre a mi costa, en este mundo nuestro, confiar en la lealtad de la gente no suele llevar muy lejos. La gente mantiene la lealtad hasta que comprende que resulta más útil ser desleal. Lamento que esto pueda parecer una mentalidad muy escéptica, pero poco a poco la experiencia te va enseñando nuevas lecciones. Prime Suspect firmó los documentos, si bien lo hizo de forma menos amenazadora posible. Cuando le vi al otro lado de la sala, lo miré a los ojos. Tenía una actitud aparentemente impasible. Estaba asustado, era muy joven, pero esa actitud fue la misma con la que volví a tropezarme en el futuro en otras personas. Era el rostro de la traición, por mucho que dicho rostro pareciese expresar un profundo interés en el descubrimiento de la verdad. Sin embargo, afecta muy directamente a tu vida cuando el juez alza la voz para decir: «Que el detenido se ponga en pie». Y resulta que el único que se pone en pie eres tú. Una vez dije que en ese instante empieza la verdadera fe. Para los que trabajamos en el ámbito al que yo me dedico, la verdadera fe comienza ahí, y sigue cuando a la puerta del juzgado te aguarda la bota fascista.

Tras haberse declarado culpable, Prime Suspect fue juzgado antes de que me tocara a mí. No hubo sentencia de prisión contra él, sino que, a condición de que no delinquiera en un período de cinco años, el castigo se limitaría a una multa de 5.000 dólares australianos, más otros 2.100 en concepto de reparación por los daños causados a la universidad australiana. El juez subrayó que no había actuado con magnanimidad hacia él por el hecho de haber cooperado con la justicia. Aquél fue un momento triste: los dos sabíamos que había cruzado una línea divisoria a cambio de nada, que había destrozado nuestra amistad y comprometido nuestra dignidad sin haber obtenido a cambio beneficio alguno. El tiempo que uno pasa ante el tribunal suele hacerse muy largo, pero nunca es tan largo como lo que duran los recuerdos. Jamás he vuelto a hablar con él. Desde cierto punto de vista puede parecer que mis principios éticos son simplistas, pero yo no soy un político. Jamás he sido capaz de abusar de una amistad personal o profesional a cambio de obtener algún beneficio. Jamás. Y sólo puedo decir que siento compasión por alguien que pertenecía a un grupo llamado Subversivo y que, en cuanto las cosas se pusieron feas, se alió con la beatería legal. Respecto a Trax, salió también bien librado del juicio, sin necesidad alguna de pactar con nadie. En su caso, el juez determinó que no debía haber ninguna clase de condena contra él.

Mi caso fue presentado en primer lugar ante el Supremo, casi como si fuese una cuestión de orden, o un caso digno de estudio, para definir los términos en que iba a celebrarse el juicio, y esto nos permitió luchar por aclarar lo mejor posible qué significado tenían las acusaciones. ¿Qué quería decir exactamente que alguien fuese acusado de haber obtenido acceso a un ordenador? Si en esa máquina había datos comerciales que el intruso no leyó, ¿se le puede acusar de robo a pesar de que se haya producido ese significativo detalle? Si un ladrón entra en una casa y se lleva el periódico del día, ¿puede ser acusado de robar el Matisse que cuelga de la pared sobre la repisa de la chimenea del salón? Pero al Supremo le interesaba mucho hacer ver a las salas de lo penal de todo el país que sólo debían remitir a esa alta instancia los casos que les fueran presentados si se daban circunstancias muy extremas. Lo cual fue una pena, porque en casos futuros de delitos informáticos esta actitud del Supremo resultó perjudicial. Aquel día, el sistema legal no estuvo a la altura de las circunstancias porque demostró una notable falta de curiosidad intelectual, y en consecuencia todo el mundo salió perjudicado, no sólo en Australia. Porque incluso en la actualidad esa doctrina sigue siendo incapaz de ver la diferencia que media entre una persona que abusa sexualmente de los niños y otra a la que le interesa utilizar los ordenadores para garantizar la libertad de los ciudadanos.

Al final, me juzgó un juez que apenas sabía nada del caso. Manifestó claramente que habría preferido dictar sentencia de prisión pero, de acuerdo con criterios de paridad, mi sentencia fue parecida a la que se había dictado contra Prime Suspect. La multa fue diez veces superior, y me concedió menos tiempo para pagar los 2.100 dólares de la reparación de daños a la universidad. Fui tachado de delincuente, lo cual, por supuesto, me molestó mucho; pero al menos resultó un alivio comprobar que, en esa ocasión, no iba a tener que pasar una temporada en la cárcel. Nadie tenía motivos para descorchar una botella de champán, y yo me enfrentaba a la necesidad de reconstruir mi vida laboral, pero aprendí una lección: que los hackers iban a ser, desde ese momento en adelante, personas vulnerables. Cuando entré en la sala yo era una persona muy diferente del chico que había hackeado el sistema de Nortel, y estaba cabreado de verdad, no tenía ganas de seguir la lógica del tribunal que me juzgaba, que en mi opinión era muy primitiva, sino que sólo me interesaban la lógica de las matemáticas y la de la exploración, así como la lucha por la justicia. Lo que yo quería era averiguar de qué manera la ciencia informática podía contribuir a mejorar la ética del mundo moderno. Tales eran mis planes, y para llevarlos a cabo hice un esfuerzo de reconstrucción de mi personalidad. Entretanto, Nortel y otras víctimas de los supuestos delitos que yo había cometido como hacker comenzaron a utilizar el software criptográfico que yo mismo había inventado durante mis paseos por su sistema a altas horas de la noche.

Ninguna victoria se libra de la sombra de la derrota. Y por raro que resulte, a veces hay decenios enteros de tu vida que parece como si fuesen una derrota. Hay quien afirma que ser joven es una victoria en sí mismo, pero no coincido con esa opinión. Como veinteañero me sentía cansado y nervioso, mientras que en el presente no me siento nunca así. Sí puedo observar que tratar de hacer que las cosas avancen implica muchas tensiones. Tengo delante de mis ojos la invitación a una fiesta que organizamos en la Pascua de 1996 en North Melbourne. La organizó un grupo de gente al que yo pertenecía: los que tratábamos de establecer aquel temprano ISP: suburnia.net. Me basta mirar la invitación para intuir quién era yo en aquel momento. Un joven que se emocionaba fácilmente, muy comprometido, pero sobre el que pesaba una experiencia dolorosa. Tras establecer en la invitación la logística de aquella fiesta, aparecía luego un breve cuestionario:

P. ¿quién está invitado?

R. tú. Un grupo de individuos, con empleos y edades que cruzan por encima de todas las fronteras sociales. Será una noche ecléctica.

P. no, no, en realidad quiero saber qué gente irá a la fiesta.

R. no es momento de andarse con simplificaciones de personalidad potencialmente dicotomizadoras, aunque qué diablos…

• Usuarios autorizados de barrios periféricos:

Desde magistrados y políticos hasta hackers condenados por la justicia. Entre nuestros usuarios contamos con investigadores privados, escritores, programadores, abogados de prestigio, productores de discos, músicos, directores de cine, periodistas, policías, agentes de inteligencia, campeones de ajedrez, miembros de oscuras sectas religiosas, árbitros de netball, muchos, muchísimos tipos de científicos e ingenieros, expertos en seguridad, médicos, contables, camareros, directores de coro…

Espero que el lector sienta simpatía por los árbitros de netball. No estoy demasiado seguro de cuál iba a ser su papel en la inminente revolución. Sea como fuere, esta «invitación» continuaba diciendo que nuestros socios más allegados formaban parte de grupos sociales como los fans del grup de rock Saint Etienne, y de las novelas de Philip K. Dick y Nabokov. La entrada era gratuita, aunque se permitía que la gente que acudiera trajese donativos si eran en forma de hardware y cableado. Se recomendaba vestir de forma adecuada: «Se acepta ir de incógnito al estilo de los años treinta».

No recuerdo si la fiesta se desarrolló de forma acorde con mi manera de convocarla. Pero mi vida entera de aquel momento estaba en la invitación, y tal vez también lo estuvo en la propia fiesta. A lo largo de todos esos duros años en el desierto, aprendí además a odiar la religión. Digo odiar, pero como soy hijo de Aquarius, de hecho no deseo odiar ninguna cosa. Digamos que en el período anterior a mi ingreso en la universidad (que fue mi siguiente paso: estudiar matemáticas y física en Melbourne), averigüé hasta qué punto la religión organizada era una forma del mal. Y con el tiempo supe que la antipatía que sentía por la religión formaba parte de la confianza que sentía en mí mismo. El lector puede tomárselo como le plazca. En cierta ocasión fui a parar a una concentración de mochileros en donde abundaban los cristianos integrados en el movimiento de Convergencia Cristiana de la universidad australiana. La mayoría resultaron ser mujeres, y tuve la desdicha de convertirme en algo así como el Hardy de las novelas de Chesterton, el ateo del pueblo, y ellas trataron de convertirme con el subir y bajar de sus pechos. Una de las devotas era una chica adorable, hija de un clérigo de Newcastle. Mientras yo la cortejaba en cierto modo sin pretenderlo, ella me dedicó una caída de ojos, y me dijo: «¡Ay, es que sabes tantísimas cosas! Y yo, en cambio, ¡no sé casi nada!».

«Por eso crees en Dios», le repliqué yo. Esta frase brutal, dicha en mitad de la conversación, pareció dejarla sin aliento. Era como si yo fuese exactamente lo que ella anhelaba encontrar: un hombre dispuesto a discutir de forma declarada todo lo que su padre decía. En otras palabras, un hombre dispuesto a ser lo bastante hombre, lo bastante fuerte, como dirían los autores de novelitas de amor (y tuve la impresión de que ella leía cosas de ésas), para no arrastrarse y suplicar ante el Dios de su padre.

Diría que éste es el lado gracioso de la religión. El lado menos divertido es el que se manifestaba ya entonces entre los adeptos a la cienciología, ese eructo cerebral emitido por L. Ron Hubbard, y que es una organización que se forra de millones cada año y es el no va más del pensamiento ocultista. Como pasa a menudo con esta clase de sectas, también en ésta se evita que los nuevos creyentes conozcan a fondo el núcleo duro de sus creencias y prácticas más estrafalarias. Esperan a contárselo cuando llegue el momento en que los neófitos sean también muy estrafalarios, cosa que a veces cuesta varios años que los desdichados se ven forzados a dedicar a dejarse la sangre a medida que van ascendiendo de forma dolorosa por los diversos «niveles». El sistema de la cienciología respira de pies a cabeza el espíritu de la sumisión y del secretismo, dos cosas de las que de pequeño aprendí a huir. Seguro que he tenido a lo largo de mi vida muchos momentos en los que he pensado de forma muy incorrecta, pero jamás he sido capaz de competir con la cantidad de estupideces que, en forma de chorro ininterrumpido, emite la Iglesia de la Cienciología. Tal vez esté equivocado, naturalmente, y en realidad podría ser que la Tierra fuera lo que queda de la prisión montada en el planeta por una colonia de alienígenas procedentes del espacio exterior, pero esta teoría no termina de convencerme. Hace ya muchos años que, en nuestra defensa de internet, quedó muy claro que la cienciología era uno de los principales enemigos de la libertad que la red podría llegar a hacer posible. Internet, por su propia naturaleza, es una zona libre de censura. No es nada útil para quienes pululan por el interior del armario de Hubbard, para quienes creen que la censura, la ocultación y la revelación (de pago) son la razón de ser de su existencia misma.

Esa Iglesia ha fomentado siempre una gigantesca red de manipulación de la gente. Ha utilizado procesos legales y formas ilegales de hostigamiento para perseguir periódicos, ex miembros y demás, pese a que, como organización, ella misma es objeto de investigación por parte del FBI. Resulta especialmente siniestro que esa Iglesia considere que sus enseñanzas religiosas son secretos registrados bajo copyright. Años después de la época que estoy comentando, WikiLeaks la delató publicando una colección de esas estúpidas enseñanzas, incluyendo el sello «Copyright 1966, by L. Ron Hubbard, todos los derechos reservados» en todas y cada una de sus páginas. «El estado de Clear es extraordinario. Hemos estado esperando que llegara este estado durante muchísimo tiempo. Cuando un individuo entra en estado Clear, experimenta una gran conmoción». Si se me permite el juego de conceptos, enfrentarme a esos fanáticos me condujo a ver las cosas con claridad. Pero el combate en contra de esa Iglesia es mucho más amplio que internet enfrentándose a una pandilla de frikis con demasiada pasta en sus cuentas. Se trata de los intentos de las empresas por suprimir internet y la libertad de expresión. Se trata de la propiedad intelectual, del significado de la expresión personal y del principio de acceso universal sin cortapisas. En el año de mi juicio en Australia escribí sobre todas estas cosas, y hablé de que los precedentes establecidos por la Iglesia de la Cienciología en aquel momento acabarían siendo armas poderosas para la tiranía que las corporaciones tratarían de establecer el día de mañana. Siempre he sido un activista hasta el tuétano, pero en aquella época, cuando no estaba con mi hijo, me dedicaba constantemente a construir lo que podríamos llamar plataformas globales de protesta local. Hicimos manifestaciones delante de la Iglesia de la Cienciología en Flinders Street, por ejemplo, y entregamos panfletos a la gente y, en paralelo, nos opusimos a todo intento de suprimir la libertad de expresión a través de las listas de correo y de los tablones de anuncios.

Era un viaje que iba de lo local a lo global, y de nuevo a lo local. El tipo de viaje que más me gusta.