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EL CAMINO MATEMÁTICO QUE CONDUCE AL FUTURO
A finales de 1998 escribí un e-mail dirigido a lo que había terminado convirtiéndose en un grupo internacional de gente divertida. Despegaba de Melbourne —«la ciudad más habitable del planeta»— para lanzarme al ancho mundo justo cuando el comunismo estaba a punto de implosionar, con efectos muy notables. No sé de qué manera otras personas acaban conociendo a sus colegas. En mi caso, el método ha sido siempre existencial, si se me permite la expresión. Te vinculas con alguien porque te gusta su cara o porque a los dos os gusta el mismo libro. Las coincidencias hacen que acabes formando grupos, o bien conoces a alguien porque coincidís luchando juntos contra cierto viejo y fétido organismo, o todo empieza porque a última hora de la noche te encuentras con alguien y notas que hay simpatía mutua. Yo no era entonces jefe de ninguna organización, pero mis métodos eran los mismos que apliqué cuando terminé siéndolo. Sigue adelante, confía en la gente. «Si a alguien le apetece que nos reunamos para tomar unas cervezas, o vodka, o filete de oso siberiano, o para escuchar a alguien contar una buena historia, avisadme, por favor», escribí en el e-mail que hice circular por todo el mundo.
28 oct. 98 San Francisco
5 nov. 98 Londres
6 nov. 98 Frankfurt/Berlín
9 nov. 98 Polonia/Eslovenia/Europa Oriental
15 nov. 98 Helsinki
16 nov. 98 San Petersburgo
20 nov. 98 Moscú
26 nov. 98 Irkutsk
29 nov. 98 Ulán Bator
3 dic. 98 Beijing
Era un itinerario ambicioso, pero funcionó. A medida que iba conociendo a gente, viviendo con ellos, bebiendo y comiendo con unos y otros, jóvenes de parecida mentalidad en Europa y en Asia, en cada sitio y ocasión noté que estaba conociendo un mundo nuevo. Una gente nueva que caminaba de acuerdo con sus propias ideas, sin saber con seguridad qué iba a pasar, cómo expresaríamos nuestras creencias o cómo compartiríamos la tecnología, pero esos contactos me sirvieron sin duda para ayudarme a abrir los ojos.
Hay gente que tiene talento para la amistad. Puede que sea una de las características de quienes suelen liderar proyectos. En los viejos tiempos yo tuve ese talento, pero hoy en día tengo mis dudas de que haya sabido conservarlo. Después de regresar una temporada a Melbourne, hice planes para ingresar en la universidad, donde, como decía, tenía intención de matricularme en ciencias exactas y física. Conocí a un tipo magnífico que se llamaba Daniel Mathews, un ser brillante, con un tremendo instinto para pensar de forma novedosa, y con un gran criterio político. Conocí a gente con la que compartía el mismo instinto político, y aunque todos mis compañeros y amigos comprendían el alcance de internet, sólo Dan compartía plenamente mis dos grandes pasiones. Entendía de verdad la naturaleza de las oportunidades que las nuevas tecnologías estaban ofreciendo a los activistas. Una vez escribió un largo poema titulado «Si vieras…». Lo subí a mi blog porque me gustó muchísimo la belleza y el tono idealista de sus versos:
La gente corriente, sin ismos ni historias,
se mantuvieron donde estaban y se encogieron de hombros:
¡sólo soy un ser humano!
Y se lanzaron más allá de las fronteras, saludaron a sus vecinos,
jugaron con sus hijos, miraron al futuro,
y no pensaron en grandes cosas, solo en continuar.
Nadie debería permanecer inmune a la esperanza que destilan estos versos. Yo vivía entonces en el este de Melbourne, con mi hijo, que estudiaba en el instituto de Box Hill, y me sumergía horas y horas en la resolución de problemas de matemáticas. Según mi forma de ver las cosas, ya se había producido una convergencia entre activismo y tecnología, y en 1999 había fundado una organización incipiente llamada leaks.org. Era tan incipiente que no tenía de qué alimentarse y no llegó a ninguna parte, pero fue creciendo en mi cabeza y se me ocurrió ese nombre. Pensé que el futuro estaba aproximándose y que traería consigo nuevos amigos y nuevas clases de problemas. La verdad que me revelaron las matemáticas ponía a mi alcance una belleza inusitada: algo que era perfecto y justo. Así fue como avancé y crecí estudiando no sólo los problemas en sí, sino también los consecuencias éticas de la mecánica cuántica.
En 2003 pude por fin entrar en la universidad. Me daba la sensación de hacerlo con muchísimo retraso, pues aquello era algo que hubiese tenido que hacer antes y para lo que había estado trabajando desde muy atrás. La Universidad de Melbourne es la segunda de Australia en antigüedad, una institución oficialmente secular controlada por el Estado. El campus se encuentra en Parkville, una zona boscosa de la ciudad que está poblada de casitas pareadas de estilo victoriano, y siempre me hizo mucha ilusión la idea de ir a estudiar allí. Toda mi juventud fui bueno para las matemáticas, me gustaba la historia de las ciencias exactas y también sus aspectos más prácticos, y desde la adolescencia había sido capaz de fabricar mis propias máquinas. Cuando inicié tardíamente los estudios en la universidad seguramente ya estaba algo harto de la criptografía y de las cosas que los criptógrafos más destacados hacían a fin de ganarse la vida aprovechando el boom de internet. Mi experiencia como hacker no había hecho que me pareciese que el universo era más fácil de entender, sino exactamente lo contrario, de manera que lo que en realidad andaba buscando entonces era retirarme al mundo del pensamiento puro.
Al principio la universidad me dio la impresión de ser un refugio para pacientes externos de alguna clínica mental. Todo era soso, las jornadas estaban tan superorganizadas, y todos vivían tan absorbidos por la actividad académica, que me pareció como si en aquel recinto cerrado el mundo real estuviese ausente por completo. No era culpa de nadie, claro está, pero me costaba conectar en serio con los demás alumnos, en parte porque yo tenía quince años más que ellos, y por todo lo que yo había vivido cuando era un veinteañero. Tras los tumbos que había dado en el pasado, no sólo el jaleo de la vida clandestina sino también la atención que me habían prestado los medios en la época del juicio, de repente me daba una sensación rara eso de convertirme en un estudiante pasivo. Sin embargo, estaba decidido a dominar la mecánica cuántica y la matemática pura. Quería aprender de estas dos disciplinas todo lo que estuviera a mi alcance, pues sospechaba que de este modo daría un gran salto adelante. Enseguida me sumergí en el estudio de la historia y la tradición de la física, me metí a fondo con Nils Bohr, Heisenberg y Feynman, y sentí deseos de convertirme en una figura del ámbito de las matemáticas y tal vez incluso de la misma universidad.
Recuerdo un período que pasé yendo a la Universidad de Nueva Gales del Sur porque allí podía asistir a unos cursos avanzados de matemáticas. Fue una buena época: en aquel entonces conseguí restablecer el contacto con mi verdadero padre —una cuestión de la que hablaré muy pronto— y podía ir en bici todos los días a la universidad. Un día, cuando pedaleaba hacia las aulas, al doblar una esquina me encontré con un enorme camión que me tiró a la cuneta. Me rompí el brazo por seis sitios diferentes. Me recogieron y llevaron al hospital, y me enyesaron el brazo. También me suministraron Tramadol, que me produjo unos efectos extraños e interesantes. Es un opiáceo sintético que, si bien no interfirió con la claridad de mis pensamientos, borró todas las emociones de carácter negativo, entre ellas lo que llamaríamos dolor psicológico. Así, por ejemplo, podía experimentar durante una conversación sus aspectos positivos, pero no sentía ninguno de los negativos. Fui a clase y noté que tenía el pulso muy acelerado. Pero se habían desconectado todos los sistemas de calibrado: no percibía la manera en que adelantaba un pie para dar un paso; se había desconectado también mi sentido de lo social, la idea de cuánta atención le estaba prestando a una persona que no se expresaba con precisión, etcétera.
Así me funcionaba la cabeza. Por el hecho de estar estudiando mecánica cuántica, me cuestionaba las formas de medir el dolor y el placer en mi propia vida, meditaba sobre cómo podían equilibrarse, o qué ocurriría si en mi caso había más de lo uno que de lo otro. El brazo roto adquirió para mí mucha importancia, pues era una analogía, una parábola casi, acerca de cómo provocar y conseguir cambios importantes. Es posible que suene extraño. Quiero decir que me hizo pensar en el hecho de que ciertos acontecimientos poco importantes podían tener consecuencias de largo alcance. Cuando me rompí el brazo fue necesario curarlo, reconstruirlo en cierto sentido. Comencé a pensar cómo podía curar también las injusticias que veía a mi alrededor, cómo se podía reconstruir el mundo mediante actos políticos. Fue así como fui acercándome a cierta filosofía del cambio, y creo que esa filosofía terminó ejerciendo una influencia notable en todo lo que hice con posterioridad. Supe en ese mismo momento que no podía poner a prueba estas hipótesis en el cerrado mundo irreal de la universidad, pero, para mí, el proceso empezó a partir de esa época de análisis que hizo más profunda mi experiencia de las relaciones causa-efecto.
De todos modos, mi capacidad para ver que había cosas intolerables se mantuvo tan viva como de costumbre. Tal vez demasiado viva. ¿Qué se le puede hacer? El departamento tenía en marcha un proyecto de investigación sobre la arena, ya que los norteamericanos estaban enfrentándose a los problemas que provoca la arena en el curso de sus aventuras por Oriente Próximo. Vino una mujer a darnos una conferencia acerca de lo bonito que había sido para ella participar en las pruebas a las que hubo que someter el material militar, y ayudar en el envío de los aviones de transporte que luego habían bombardeado las tropas iraquíes en retirada durante la primera guerra del Golfo, provocando unas tremendas carnicerías. Pensé para mis adentros que cómo era posible que yo estuviera sentado en el aula oyendo hablar a aquella persona que había participado en un asesinato masivo. Así comencé a darme cuenta de que las universidades estaban siendo utilizadas por gente a la que le interesaban los negocios militares. Era algo que se hacía evidente cuando acudías a esta clase de conferencias, financiadas por la Organización Australiana de Ciencia y Tecnología de la Defensa. En este período todo se iba poniendo en su sitio para mí. La claridad mental que me forzaba a tener la mecánica cuántica; mis nuevas ideas sobre la relación causa-efecto, el horror que me inspiraban las tropelías militares, y mi comprensión cada vez mayor de la política exterior de Occidente. Cada vez me parecía más obvio, durante los años que pasé estudiando en la universidad, que hacían falta mecanismos completamente nuevos para utilizar los frutos de la ciencia y emplearlos al servicio del bien común. No se trataba de que siguieran estando controlados por organismos particulares, sino en defensa de la verdad misma. Me encantaba estudiar física, pero el odio que siempre había sentido por las instituciones no hizo más que incrementarse. Vi que muchos científicos eran unos timoratos, gente que estaba muy dispuesta a aceptar el logo de cualquier esponsor, por vil, asesino o antiintelectual que fuera, y debo reconocer que todo esto también formó parte de mi educación universitaria.
Una vez representé a mi universidad en el Concurso Nacional de Física. En la ceremonia de entrega de premios, el rector de las facultades de física de la Universidad Nacional Australiana nos miró y nos dijo: «Sois lo mejor de la física australiana». Miré a mi alrededor y pensé; «Joder, confío en que este tipo se esté equivocando». Sin embargo, yo estaba convencido, aunque sin manifestarlo, de que mi interés por la mecánica cuántica podía servir para cosas mejores que para que el rector se sonrojara de orgullo. En muchos otros lugares del mundo había otros científicos informáticos para los cuales la mecánica cuántica ofrecía una metodología que permitía entender mejor la justicia.
Trataré de explicarme. La mecánica cuántica no es sólo un método que permite describir el funcionamiento de las partículas más pequeñas del mundo —y debo añadir que su forma de interactuar es lo que da lugar a la existencia de una parte muy grande de nuestra experiencia: todo el universo observable—, sino que constituye también una forma sistematizada de pensar acerca de los fenómenos físicos. Estudiándola adecuadamente, esta ciencia ayuda asimismo a pensar con mayor claridad. Recordará el lector que, refiriéndome a mis primeros experimentos con los ordenadores, comprendí que no era lo mismo decir «Quiero hacer que el ordenador cuente» que decir «Así es como contamos». Pues bien, estudiar mecánica cuántica fue en cierto modo algo parecido. Me enseñó a formular preguntas sobre el mundo de forma que quedaran abiertas todas las opciones posibles, sin prejuzgar las respuestas. Todo el mundo ha visto a los periodistas que, al entrevistar a políticos en televisión, plantean cuestiones muy poco críticas cuando esos periodistas, o el dueño de su canal de televisión, simpatizan con el político de turno. Todo se reduce a preguntarle si siempre ha sentido el mismo deseo de estar al servicio de su país, o de qué manera los recortes presupuestarios que está aplicando contribuirán a mejorar la situación económica. En la mecánica cuántica no se realizan esta clase de preguntas. Aprendes a formular preguntas que pueden conducir a obtener respuestas útiles, y a base de dedicarle tiempo a su estudio logras la capacidad de organizar tu forma de pensar acerca del mundo natural. Te muestra de qué manera puedes demostrar cosas por medio de experimentos, y te enseña que no puedes dar nunca nada por sentado, ninguna de tus hipótesis, hasta exponerla a todas las pruebas posibles de causa y efecto. Al final de las guerras de la criptografía, y cuando terminó mi juicio, supe que tenía pendientes algunas cosas en aquella área de actividad. Me quedaba por someter a prueba la realidad misma hasta tratar de atravesar su superficie y, en lo relativo a la acción social, me quedaba pendiente arañar la superficie de nuestros puntos de partida hasta ver qué había debajo. Las matemáticas avanzadas y la mecánica cuántica permitían explorar más allá de la superficie.
Para llegar a la verdad tienes que observar tu propio comportamiento, ver de qué manera planteas los experimentos, averiguar hasta qué punto el resultado ha sido manipulado por lo que has hecho tú, y descubrir qué y cómo lo has hecho. Es preciso que encuentres la medida real de las cosas. Debes estudiar cómo están construidas, y cómo has construido tu propia manera de mirarlas, porque sin eso no vas a entender nada a fondo. Pues bien, cuanto más avanzaba en esta visión que me proporcionaba la mecánica cuántica, más iba viendo qué podía ser aquello que yo llevaba tanto tiempo buscando: una teoría del cambio, una teoría acerca de los cambios generados en el mundo por la acción de los seres humanos. Ése es el comienzo de la mecánica cuántica. Por fin tenía la manija que me abría paso hacia el elemento subjetivo, que forma parte esencial de las ideas que estoy tratando de exponer en este libro. Al desplegar mi propia vida ante los lectores, puedo mostrar de qué manera hicimos lo que hicimos.
Empecé a pensar en la información como si se tratase de materia, y me puse a investigar cómo fluye a través de las personas y de la sociedad, cómo el hecho de que esté disponible provoca cambios. Imaginemos una tubería que permite que funcione un flujo de material dirigido hacia aquello que provoca los cambios que conducen a una mejoría de la justicia. Puedes ver quién fue el que puso en marcha ese flujo y cuantificar lo que produjo ese avance de la justicia. No hablo, por supuesto, de una tubería física, sino de los diferentes modos en que se comunican las personas. Pero imaginemos por un momento que hablamos de una tubería real. Para examinar de qué modo fluye la información y cómo se desplaza por todo el mundo, deberíamos estudiar la tubería en su totalidad. Quién la fabrica, quién la paga, quién hace el mantenimiento, si está obstruida en alguna parte, o dónde hay cosas que obstaculizan el flujo. A continuación podríamos trazar los mapas de cómo esa tubería entra en los medios de comunicación, el Cuarto Poder, y de qué manera los medios convencionales contribuyen a que circule el flujo informativo, o más bien impiden su paso. Nos interesa averiguar qué es lo que contribuye a crear la justicia. ¿Qué es lo que vemos? ¿Cómo podemos introducir reformas éticas en el sistema, de modo que ayuden a la consecución de la justicia? Necesitamos desatascar los puntos donde se obstruye el flujo de la información, y también nos interesa aumentar el número de observadores que contribuyen a mejorar la circulación del flujo. Si en algún punto se suprime parte de ese material informativo, entendemos que ahí se está produciendo una obstrucción, y debemos conseguir que el mayor número posible de observadores se fije en que hay alguien que obstruye el flujo, y luego trataremos de solucionar el problema. Así favorecemos la conquista de la justicia.
Así llegué a la conclusión de que internet es como un sistema reconfigurable de tuberías capaces de conectar estas observaciones y las personas que posibilitan que se actúe, lo cual puede conducir a aumentar la probabilidad de que reine la justicia. Me pareció que en el futuro debería haber una nueva forma de conseguir que hubiese un flujo óptimo que conectara entre sí a los observadores y los actores. Y me pareció que eso serviría para que las sociedades pudieran avanzar de una nueva manera: se trataba de hacer que los medios convencionales tuviesen que responder ante sus lectores, su audiencia; de que las diversas agencias gubernamentales y sus actividades fueran visibles; y de que se rompiera el control ejercido por los gobiernos y por el Cuarto Poder, ya que éste colaboraba con ellos. Tenía que aparecer también una nueva forma de conseguir información, un nuevo método capaz de permitir que la nueva información se combinara con la que ya tenemos acerca del mundo. Eso significaría la contextualización de toda la información ante los diversos observadores y actores. Íbamos a tener que encontrar el modo de que los actores fuesen honestos, y por eso WikiLeaks —que nació a partir de esta combinación de las ideas de la mecánica cuántica con los principios de la ética periodística— exigiría la implicación de los periódicos más relevantes en un esfuerzo por publicar materiales capaces de promover una forma más elevada de justicia. Así, el flujo de informaciones no sería algo que estaría controlado sólo por los periodistas, o por alguno de los grupos mediáticos exclusivamente, sino en manos de sociedades enteras que podrían trabajar así de forma conjunta.
Aunque en aquellos momentos yo estaba aún en la universidad, todo conducía hacia esta finalidad, si bien aún quedaba mucho camino por recorrer. Es importante dejar constancia por escrito de todo esto porque, más adelante, la histeria, las acusaciones, las equivocaciones —e incluyo en la lista las equivocaciones que yo cometí— acabarían ofuscando la filosofía básica de cambio que era mi único objetivo. Más tarde me sentiría verdaderamente perplejo, cuando mi figura ya estaba expuesta a la mirada pública, cuando comprobé hasta qué punto había gente que no deseaba que se generasen ideas nuevas. Preferían no tener ni remota idea de cuáles eran los asuntos que estaban siendo sometidos a un escrutinio crítico, ni cuáles los nuevos métodos que se estaban poniendo en marcha para analizarlos. Sólo querían hablar de mi cabello o de mis novias. Como sabe el lector, esto es lo que me ha ocurrido a mí, recientemente a escala internacional, y me temo que no he contribuido en absoluto a mejorar la situación. Pero no soy yo el que inventó la mediocridad de los medios convencionales: me vi envuelto por esa mediocridad y traté de desviarla hacia objetivos importantes. Pero lograr que los medios presten atención, por ejemplo, a la justicia, o a los verdaderos elementos de causa y efecto que intervienen en el desarrollo de la historia contemporánea, es más difícil de lo que parece. Incluso los llamados «periódicos de calidad» se interesan sólo por tener unos cuantos titulares y enseguida empiezan a comentar lo raro que es uno. Es una forma de actuar moralmente ofensiva hasta extremos increíbles: fingen que la vida les interesa de verdad, fingen que están comprometidos con la verdad, pero lo cierto es que no les interesa la complejidad en lo más mínimo. Y lo que es peor, mantienen una actitud de auténtico cinismo en relación con el interés que sus lectores tengan por esa complejidad, por esa verdad. Me guardaré mis lamentaciones para más adelante. Pero diré aquí que mi experiencia universitaria me mostró lo muy complejas que son las relaciones entre la búsqueda de la verdad y la posibilidad de que la justicia reine en el mundo. Y fue esto lo que me condujo, a mí, un ex hacker, hacia el universo del que nació WikiLeaks.
Hay en mi vida una serie de temas recurrentes que, naturalmente, también van reapareciendo en este relato. Ya he mencionado la obra de Solzhenitsyn Pabellón de cáncer, que leí durante mi estancia en Wandsworth. En cierto momento de la historia, el personaje Kostoglotov discute con otro paciente del mismo pabellón la importancia de la universidad: «Recuerda que la educación no hace de ti un tipo más listo… aunque debes estudiar, por supuesto. ¡Estudia! Pero no olvides que eso no es lo mismo que la inteligencia».
Por mucho que el estudio de la mecánica cuántica me sirviera para aprender, también aprendí muchísimo gracias a mis demás actividades, por frívolas que puedan parecer. Siempre me ha gustado hacer ejercicios mentales de las formas menos corrientes, y este instinto fue el que me llevó en este período a crear lo que llamé Sociedad Universitaria de Estadística y Matemáticas a la Caza de Puzles. El año 2004, con motivo de la convocatoria del primer premio organizado por esa sociedad, pedimos a los concursantes que aceptaran el desafío que suponía encontrar la solución a una disparatada situación relacionada con las elecciones australianas y la muerte del entonces primer ministro del país. «¿Quién se cargó a Howard?», decían nuestros materiales de promoción. «Se diría que John Howard se esfumó mientras pronunciaba en secreto un discurso en la Universidad de Melbourne. ¿Quién estuvo detrás de esa acción digna de un bastardo, y por qué la llevaron a cabo? ¿Y qué tiene que ver, en caso de que estén relacionadas ambas cosas, con los robos de tumbas ocurridos en circunscripciones donde la victoria se da por diferencias muy pequeñas, así como con los cambios de temperatura y con las extrañas idas y venidas nocturnas que se producen en el campus de la Universidad Privada de Melbourne?». Todo este absurdo venía a cuento de una cosa muy seria. Como declaré en aquel momento a un periódico universitario, «para resolver un problema lo primero que hay que hacer es ser capaz de pensar con claridad y profundidad». Al final, un equipo formado por estadísticos, programadores informáticos y un músico logró encontrar el premio de 200 dólares australianos enterrado debajo de un enanito del jardín del campus de Parkville. Ya sé que todo esto no me pone al lado de los grandes hedonistas, los consumidores de estupefacientes, los locos del sexo y los rockeros de la época; sin embargo, mis ganas de practicar juegos intelectuales, digan lo que digan los periódicos, siempre han sido una parte importante de mi vida.
Muchas de esas aventuras intelectuales pude compartirlas con mi hijo. Quise protegerle al menos en parte de la dureza del mundo adulto, y enseguida vi que el chico tenía mucho sentido del humor. A muchos padres les asusta que sus hijos aprendan ciertas cosas; yo quería que Daniel avanzara y creciera al ritmo de sus propias necesidades. En la época de mis estudios universitarios, el chico pasaba la mitad del tiempo con su madre, y tenía mucho talento para las palabras, muchísimo más que yo. Con los hijos uno tiende siempre a cierta frivolidad. Pero esa frivolidad te la roba la presión a la que te somete la vida de adulto, de la misma manera que una tormenta puede dejarte de repente sin viento en las velas. Pero yo estaba encantado de ver que mi hijo era un ser absolutamente optimista. Solíamos explorar juntos edificios abandonados y, una vez, por Navidad, recogimos todas las muñecas Barbie y todos los dragones que fuimos capaces de recolectar, y los hicimos volar por los aires combinando explosivos de fabricación casera con nitrógeno líquido.
Los chicos inteligentes, gracias a que captan las cosas muy deprisa, pasan muy pronto a convertirse en ellos mismos. Y entonces se desvían del sendero que siguen los chicos de inteligencia media. Notas su actitud inquisitiva, que es uno de los elementos que empieza a convertirles en individuos, y ves cómo van buscando por todos lados las cosas inusuales, multitud de detalles que otros críos de su edad son incapaces de advertir siquiera. Muchas de las cosas que cuento aquí tienen que ver con mi hijo pero también conmigo mismo: incluso en la actualidad, trato de encontrar el rasgo inesperado cuando entro en una habitación o conozco a una persona. Jean Renoir dijo una vez que, en todas las situaciones que uno pueda imaginar, siempre hay una toma perfecta: a través de un cristal o desde detrás de la cabeza de alguien. El problema es encontrar esa toma. Mi instinto me dice exactamente lo mismo, y me encanta vislumbrar este mismo instinto en otras personas.
Tenía la sensación de estar preparándome para algo que llegaría un poco más adelante. No se trataba de que yo participara en eso, lo que fuera, de forma muy destacada; la intención, desde luego, no era ésa, sino la de utilizar toda la experiencia que había ido reuniendo en mi vida, unirla a los conocimientos que había adquirido, y crear con la suma de todo eso una organización capaz de garantizar por sí misma la consecución de la justicia en el mundo de lo político y de lo público. Y que lo consiguiera a pesar de toda la autocomplacencia que a menudo rodea esas áreas de la vida. Así que podríamos decir, sin tomarlo demasiado literalmente, que las estrellas estaban alineándose para permitir que esa organización viera la luz. Comencé a notar el latir del proyecto, la posibilidad de crearlo, la favorecedora conjunción de las estrellas, durante un viaje que realicé al desierto australiano a finales de 2002. Se trataba de ir a ver el eclipse total de sol. Éramos físicos, y la tradición de mirar las estrellas que se encuentra en la base de esta ciencia sigue siendo uno de sus aspectos más emocionantes. Calculamos que el lugar desde el que mejor se vería ese eclipse se encontraba a lo largo de una extensión de siete kilómetros y medio, y durante treinta y ocho segundos, y queríamos encontrarnos en el centro de esa zona durante ese breve lapso de tiempo.
El equipo que formamos se desplazó con unos doce coches, y se puso en marcha para realizar un recorrido que nos iba a llevar tres días y medio, hasta localizar ese pequeño fragmento del enorme desierto. Nuestras predicciones eran tan precisas que al final íbamos a tener que concentrarnos todos en un terreno de apenas medio kilómetro de largo, y para realizar este cálculo tan preciso me dejé la piel y el dinero y terminé al borde de la extenuación. Pero el impacto filosófico que tuvo esta experiencia para mí fue enorme; comprendí de forma definitiva que si crees que algo es cierto, y mides y sopesas bien las posibilidades, y sigues adelante con buena fe por ese camino, tus predicciones pueden llegar a ser ciertas. Me entregué en cuerpo y alma al proyecto; confié en nuestras fuerzas y en las tradiciones intelectuales que habíamos estudiado. Y supe que hacerlo así era lo correcto.
Le pido al lector que siga mis pasos. Tras la creación de WikiLeaks no sólo se encontraban mis experiencias vitales sino también las de otras personas, y sobre todo la experiencia que supuso avanzar en mi manera de pensar y abrirme camino hacia una visión clara de los derechos humanos. Si no hablo de todas esas ideas no podré ofrecerle al lector un libro bueno y honesto. He tratado de mostrar hasta aquí en qué medida todo ese proyecto futuro partió de mi historia personal, pero en buena parte también salió del esfuerzo por pensar sin descanso en qué era lo que había que hacer. Los observadores del mundo de la industria del libro me dicen que pensar no es precisamente un afrodisíaco de los que provocan mayor atención en las memorias de los famosos. Entonces, de acuerdo: como libro de memorias de un famoso, este libro no va a funcionar. Aceptemos que será así. La obra de esa organización llamada WikiLeaks, esa web que con el tiempo sería tan famosa, nació, y sigue naciendo, de una pasión por las ideas nuevas acerca de la manera en que la sociedad global puede actuar si desea proteger la libertad. También surge a partir de la aplicación de una actitud mental científica a la cuestión de los derechos de las personas.
¿Qué son los derechos, al fin y al cabo? Son libertades de acción que se pueden hacer cumplir. Todo derecho implica una responsabilidad. No lo digo en el sentido que suelen darle a estas palabras los periodistas de derechas cuando afirman que un ladronzuelo que realiza un pequeño hurto pierde sus derechos porque ha eludido sus responsabilidades. Lo que quiero decir con eso es que, si admitimos que alguien posee un derecho, debemos también admitir que tenemos la responsabilidad de protegerlo. Mientras escribo estas palabras hay niños muriendo de hambre. Puedo proclamar que los niños de todo el mundo tienen que estar libres de pasar hambre, pero si mientras digo estas palabras no hago al mismo tiempo algo para ayudarles a evitar el hambre, mis palabras entonces no valen nada. No obstante, la realidad es que hay muchos derechos que se proclaman pero que la gente no puede llevar a la práctica. Los Estados opresivos aplastan a los disidentes, tratan de empequeñecerlos, los encierran, los aíslan, y de este modo intentan reducir su derecho a hablar para que únicamente puedan ejercerlo cuando están solos, hablando consigo mismos en una habitación vacía. Y, por regresar al ideal de justicia del que hablaba antes, permítaseme enunciar una cosa que es tan trivial como fundamental: no es posible hacer que los derechos de las personas sean efectivos y reales, y que apoyen el imperio de la justicia, si vivimos en un mundo donde dominan la ocultación, el secretismo, la mentira. Es a través del derecho a conocer que podemos defender en serio el derecho a hablar. Juntos, estos dos derechos constituyen el derecho a comunicar el saber.
Sería deseable no perder de vista que la decisión acerca de cuáles son los derechos que en realidad pueden ejercer los ciudadanos, y cuáles serán más bien ignorados, es algo que se define en la esfera de la política. Por decirlo de manera burda: tengo un único objetivo, que no es muy original pero que es claramente el objetivo principal en mi vida, el de contribuir a crear una sociedad más justa que aquélla en la que vivimos hoy en día. No hablo de la transparencia llevada a su máximo extremo ni de la democracia llevada a su máximo extremo; hablo de justicia, y nuestra contribución a ella consiste en argumentar a favor de que se implementen las consecuencias inevitables que debería tener la combinación de justicia y tecnología. Creo que los seres humanos poseemos un ansia innata de justicia. Y que tenemos una aversión innata a la censura. Y la red tiene respuestas para ambas cosas.
Tenemos la responsabilidad de adquirir y difundir el saber. Tenemos el deber de permitir que fluya la información. Por eso amamos las bibliotecas. Pero en la era digital también deberíamos entender que, finalmente, tenemos la responsabilidad de utilizar la tecnología para hacer frente a los que pretenden impedir que el saber o la información sean de dominio público. No podemos confiar esta tarea sólo a los periódicos convencionales, pues una y otra vez hemos visto que la prensa es partidista y aplica la censura. No podemos confiar únicamente en las radios y las televisiones, puesto que en la mayor parte de los casos han demostrado que para ellos es más importante el valor de la publicidad que el de la noticia. En la era de los ordenadores, por tanto, publicar el saber y la información consiste en llevar a cabo la tarea que los sistemas informáticos facilitan, y enfrentarse a las malas costumbres y a la tendencia a la autoprotección características de los medios informativos tradicionales. Tal como hemos demostrado mediante nuestro trabajo, y tal como se ve en el testimonio de nuestras actuales colaboraciones con medios tradicionales, nosotros no estamos en contra de ellos. Nos hemos limitado a forjar una posición que nos ha permitido informar, en el mundo moderno, de una manera mejor que la suya. Si hemos trabajado con los medios convencionales es porque no pretendemos competir con ellos. Lo que queremos es unir y sumar recursos. Ellos, sin embargo, y eso es algo que veremos en los siguientes capítulos, tienen que enfrentarse a la idea de su propia legitimidad en la era de la informática y también a las maquinaciones de su propia egolatría. De acuerdo. Pero, si se me permite sugerirlo, la civilización sigue adelante incluso sin ellos. Y ellos están agonizando.
Avancé hacia la creación de WikiLeaks porque traté de formarme una idea renovada de la ciencia de la honestidad periodística. ¿Cómo podíamos ser honestos?, me pregunté. Como hacker y como activista establecí un método que permitía negar hasta el infinito dónde estaba la fuente de las informaciones. Y en esta nueva fase comencé a preguntarme si esta técnica podía servir también para que la gente pudiese filtrar y difundir informaciones poniéndolas al alcance de todo el mundo. ¿Existía la posibilidad de crear un nuevo método de publicación de información que tuviera como consecuencia el sostenimiento de una nueva forma de situar el poder, de ponerlo en nuevas manos? Cuando todo esto arrancara, sería inevitable que las instituciones mediáticas tradicionales se negaran a mirar de frente todas esas cuestiones. Lo que harían más bien sería correr a ocultarse en sus escondrijos de siempre, y se prepararían para denunciarme. Pero nada de eso importa. Lo principal tiene que ver con la manera en que las instituciones se adaptan a las nuevas expectativas que la gente tiene respecto a su actitud. Cuando los jóvenes más inteligentes confíen más en la información que les proporcionan sus nuevos medios que en la que les llega a través de los canales antiguos, ¿cómo se las arreglarán esas instituciones antiguas para demostrar su honestidad? Para nuestros padres, la honestidad de los medios tradicionales era algo que se daba por descontado. Pero eso se debía a la poca profundidad de nuestro conocimiento acerca de cómo funcionan realmente las instituciones humanas en el mundo moderno.
Pero eso no seguirá así por mucho tiempo. Hoy en día la gente se relaciona mucho entre sí, los países también están muy interrelacionados, las ideas se interpenetran mucho más desde que la tecnología permite que el mundo global esté siempre en contacto consigo mismo. Así son ahora las cosas. Todos los antiguos escondrijos pueden ser ahora delatados, y por mucho que vociferen las instituciones, por mucho que lloriqueen los militares, por mucho que The New York Times siga cabalgando a lomos del caballo de su presunto progresismo, nada cambiará el hecho de que la gente exija que le den respuestas sobre preguntas que antes ni siquiera se formulaban. Y, además, la gente ya sabe dónde tiene que buscar esas respuestas. Los ciudadanos del mundo saben hablar los unos con los otros y contarse mutuamente que hay ciertos organismos públicos que mantienen escondidos muchos secretos. A medida que comenzó a parecer posible el nacimiento de WikiLeaks, también yo mismo comencé a creer que el antiguo sistema de seguridad dejaría de resultar factible. No se trata de una posición dictada por los sentimientos; resulta, simplemente, que la vida moderna es así. La partida ha empezado.
¿Y si yo estuviera confundido? ¿Y si la justicia no fuese el objetivo más importante, y hubiese sobreestimado las probabilidades de alcanzarla algún día en toda su plenitud? En ese caso disfrutaremos como mínimo del placer, por pequeño que sea, de saber que semana tras semana hemos contribuido a lograr algunos objetivos modestos en el camino que conduce a la justicia. Ni somos una ideología ni nos ata ninguna clase de imperativo histórico: somos editores que hemos tratado de responder honestamente a lo que estaba pasando. Parte de la idea que animaba nuestro esfuerzo por crear esta organización tenía que ver con la idea de inspirar a la gente: a los periodistas, a los informadores de radio y televisión, a los activistas, a los lectores, a los televidentes… en suma, a los ciudadanos en general. Provocar en ellos la idea de que las instituciones, y también cada uno de ellos en particular, debían comportarse de una forma que estuviese más a la altura de lo que podía esperarse. Y este sueño está en la base misma de todo lo que intentamos construir.
En periodismo no hay garantías. Si te especializas en la tarea de señalar con el dedo la podredumbre generalizada del mundo, no pasará mucho tiempo antes de que te acusen de ser víctima de alguna clase de vicio. Cuando levanté la voz para decir «Yo acuso», como Dreyfus y todos sus partidarios, no tardaría mucho tiempo en ser definido como un monstruo capaz de asustar a los niños, un ser no demasiado limpio con un historial de malos tratos a los colegas y a las amantes. Pero todo eso estaba todavía lejos. Cuando en 2006 dejé la universidad, tenía la sensación de que el cielo estrellado de las noches más transparentes y la historia de mi pasado personal bastarían para guiarme en el futuro.
Tenía dos convicciones. Sólo dos. Y tenían que ver con el modo en que se había desarrollado hasta entonces nuestra historia, cómo se habían gestado las historias que nos contábamos, cómo se había generado la justicia en el mundo. George Orwell es quien mejor lo ha expresado cuando, en su novela 1984, escribió que aquel que controla el presente, controla también el pasado, y el que controla el pasado, controla el futuro. Orwell hablaba del poder de los gobiernos, de su capacidad para manipular a la gente por medio de la propaganda. Pero, de forma cada vez más intensa, intuí que por medio de nuestra tecnología íbamos a entender mejor por qué ciertas informaciones, ciertos datos, solían ocultarse lejos del dominio público. Y, utilizando nuestra capacidad para hacer públicas esas informaciones, esos datos, podíamos darle la vuelta a lo que decía Orwell, y convertir sus palabras en un mensaje de esperanza. Porque, ¿quién iba a poder controlar el futuro? Todos los ciudadanos del mundo. La era digital podía proporcionar la respuesta al problema que Orwell había planteado. El mensaje era el medio, y esta afirmación iba a convertirse en realidad. Y los mensajeros éramos nosotros. La red iba a permitirlo, iba a trabajar a favor de nuestra causa porque sería la plataforma de la revelación de todo lo que hubiese que revelar. Nuestra tarea consistía en ponernos a trabajar como editores, como creadores de contexto, y también como protectores de las fuentes. También es cierto que me preguntaba si eso iba a funcionar realmente. Si había o no un modo de construir todo eso de forma segura, de qué manera íbamos a poder financiarlo, cómo nos enfrentaríamos a las críticas. Porque si había algo seguro era que los primeros objetivos del fuego enemigo iban a ser los mensajeros.
Fue un presidente norteamericano, Theodore Roosevelt, quien señaló un aspecto crucial del buen gobierno cuando dijo que «detrás del gobierno ostensible está el gobierno invisible, y éste no debe lealtad al pueblo ni reconoce responsabilidad alguna ante los ciudadanos». Y añadió: «Destruir ese gobierno invisible, destruir la sucia alianza entre los negociantes y los gobernantes corruptos, es la tarea principal del estadista». Gracias a todas las experiencias que acumulé en mi juventud acabé sintiéndome seguro acerca de cómo se podía conseguir este objetivo. Al menos en mi imaginación, tuve pronto esa certeza. Y ahora ya estaba preparado para empezar a caminar y convertir esa idea, poco a poco, en una realidad.
Los poderes autoritarios saben reforzarse mediante la conspiración, pero comencé a intuir que terminaría siendo natural, y hasta lógico, prever que surgirían movimientos de resistencia que irían creciendo conforme aumentara el número de personas capaces de entender aquellas conspiraciones. No hablo de conspiración en el sentido de operaciones secretas de encubrimiento aplicadas a casos específicos, tipos que se esconden bajo pelucas o disfraces. Me refiero a algo mucho más organizado y de dimensiones mucho más grandes; hablo de la conspiración sistémica, que es el modus operandi habitual de los gobiernos que acostumbran a hacerlo todo en secreto. Frente a ellos, la información nos haría libres. Y la ciencia informática, como forma de las matemáticas, acudiría en nuestra ayuda porque serviría para poner al desnudo las relaciones políticas entre unos y otros. Los conspiradores confían en otros conspiradores y dependen de ellos; es lo que he llamado las «redes de patrocinio». Si dejamos de mantener una actitud histérica frente a los grupos conspiradores de nuestras sociedades, y analizamos esos comportamientos de manera racional, podemos comenzar a oponernos a esa clase de actividades que esos individuos nunca llevan a cabo en solitario, sino apoyándose mutuamente los unos a los otros.
Cada actividad conspiratoria computa la siguiente actividad de ese mismo género. Cuando estuve preparado para lanzarme a fundar WikiLeaks, la gran pregunta que me formulaba a mí mismo era: «¿Cómo reducir el poder de las conspiraciones?». La respuesta era algo que parecía estar a nuestro alcance: poniendo sus secretos al descubierto. Yo no fui el primero que inventó la lucha contra esa clase de fuerzas. Simplemente vi que generaban su propia oposición, y luego empleé contra ellas la nueva tecnología. Nuestra tarea consiste en ponerle freno al poder que utiliza la conspiración de forma sistémica e impedir que piense y actúe de forma eficiente. Y, a escala global, el modo de impedirlo consiste en poner al alcance de los ciudadanos la información que delata esa forma de proceder. Podríamos aquí recordar el mensaje que le dio Artemidoro a Julio César («La seguridad abre las puertas de la conspiración») y añadir una coda de cosecha propia: «Y la conspiración abre las puertas a que los ciudadanos se enteren de su poder hasta destruirlo».
Debería añadir unos comentarios acerca del papel que en todo esto tiene la tecnología. Internet no te da libertad por sí mismo. Internet sólo es una manera de hacer que la tarea de difundir la información sea barata y de alcance global, al menos dentro de los límites que impone la censura aplicada localmente. Pero internet no nos proporciona más libertad. Si quieres libertad en la era de internet, tienes que luchar por conseguirla. Hay quienes califican la transformación ocurrida en Egipto en primavera de 2011 con el nombre de «la revolución Twitter», como si Mubarak hubiera sido derrocado por una manifestación montada en Silicon Valley. Que esta interpretación de los hechos haya tenido tanta fortuna es consecuencia de que a los norteamericanos les encanta, ya que sirve para reforzar su idea de sí mismos como un elemento beneficioso para el progreso del mundo. También permite a los norteamericanos alimentar su tendencia constante a ver cualquier deseo de libertad y democracia como algo coincidente con el espíritu norteamericano. Por esta razón, la retórica de Hillary Clinton pasó en cuestión de segundos de afirmar que Mubarak era un tipo estupendo que debía permanecer en el poder, a afirmar que «lo que el pueblo egipcio está haciendo es maravilloso, y también resulta maravilloso lo mucho que Estados Unidos ha hecho para ayudar a ese pueblo». Jamás comprenderé cómo no se le cayó la cara de vergüenza cuando proclamó, el 15 de febrero de 2011, que la libertad de internet estaba en la base misma de la política exterior norteamericana, justo el mismo día que su gobierno acudió a los tribunales para forzar a que Twitter facilitara información de las cuentas que tenían en esa red social tres miembros del equipo de WikiLeaks.
La lucha contra los regímenes opresores comenzó, y concluirá, siempre, con la lucha en favor de la información y la comunicación. Egipto no vivió la llamada revolución Twitter ni tampoco la Revolución francesa fue la revolución de la imprenta y del panfleto político; ambas revoluciones representan otra cosa: el hecho de que la gente suele compartir ideas e informaciones a través de la tecnología que tiene a su alcance en cada momento histórico, y que esa misma gente decide expresar sus ideas en el espacio público. Mi amigo John Pilger acertó del todo cuando dijo que el gobierno norteamericano no tiene miedo de WikiLeaks, ni tampoco tiene miedo de Julian Assange. ¿Qué importa lo que yo sepa o deje de saber? ¿Qué importa lo que sepa WikiLeaks? No importa en absoluto ni lo uno ni lo otro. Lo que importa es lo que sepa el ciudadano normal y corriente. Lo que sepas tú. Toda la cuestión eres tú.
Volviendo a Melbourne y al año 2006, me alegra decir que parte del espíritu de hacker que había proliferado en esa ciudad años atrás resultó estar bien vivo. De hecho, unos cuantos viejos hackers nos fuimos a vivir juntos en una casa del 177 de Grattan Street, al lado mismo de una calle muy animada, lo cual hizo que el caos generalizado que reinaba en la casa se agravase de forma rápida debido, sin la menor duda, a nuestras aventuras matemáticas y a nuestra acusada nocturnidad. Llevado por la agitación que producía en mí el deseo de aclarar enseguida muchas cosas, me dediqué a escribir anotaciones de álgebra y toda clase de gráficos en algunas tablas y, muy pronto, incluso en las paredes y las ventanas, en las mesas y en todo lo que me ofreciera una superficie plana. A veces, el ruido de los coches que pasaban por la calle vecina me impedía concentrarme de manera adecuada. Teníamos un semáforo justo delante. Un día, volviendo a nuestro estilo de antes, hackeamos el sistema informático que regulaba el tráfico. Y, debido a los cambios introducidos, el semáforo quedó permanentemente en luz verde. Durante un tiempo dejamos de oír el atronador ruido de los motores aumentando de revoluciones, pero aquello acabó también demasiado pronto.
En esa época empecé a pensar en mi padre biológico. De pequeño no le vi nunca. Podía recordar la imagen de mi padre adoptivo, que fue un buen padre, y siempre le fui leal en este sentido. Es la persona a la que llamé papá. De mi padre real no se hablaba casi nunca, ni de forma peyorativa ni de ninguna otra. Me parece que esto era debido al gran tacto demostrado por mi madre, dado que Brett estaba completamente comprometido con nosotros dos. No hubo ningún régimen de visitas a mi padre, cosa que era lo normal en Australia en esa época; la idea establecida era que el padre ausente no debía contaminar la dinámica de la nueva familia con incursiones de la familia anterior, que podían traer consigo alguna clase de viejos resentimientos. Mi infancia transcurrió, como he contado, de manera plácida, y apenas pensé nunca en él.
Pero la pubertad tiene ciertos efectos sobre los adolescentes. Te llega un pico de conciencia de tu propia individualidad, repentinamente, y si tienes suerte también brota con fuerza tu inteligencia. Abrazas de golpe y porrazo el mundo en donde vives, rechazas aquellos aspectos que no te gustan… Y después de no demasiados años yo fui padre a mi vez, y traté de aprender a ser buen padre con nuevas lecturas. Los libros se habían convertido para mí en algo importante, leí mucho Dostoievski, Koestler, Kafka y otros escritores, y en esa época llegué a la conclusión de que todo ese interés por la lectura tenía que venirme de algún lado. Sólo años más tarde comprendí que me venía de mi padre. La idea de tratar de localizarle me parecía una complicación emocional innecesaria para mi vida, y, sin embargo, tenía la sensación de notar su presencia en mí. Cuando ya estaba terminando los estudios universitarios, supe que una parte significativa de lo que yo era, de quienquiera que yo fuese, procedía de aquella persona invisible, alguien que tal vez estuviera ayudándome.
Tras una breve correspondencia, comenzamos a hablar por teléfono. Y un día me fui a Sidney con la idea de verle. Fue bastante raro. Vinieron al aeropuerto a recogerme mi padre con su pareja y un hijo. Yo había viajado con mi bicicleta y, mientras los demás íbamos en coche hasta su casa de New Town, mi padre decidió hacer ese desplazamiento en mi bici. Su pareja era una persona curiosa: era productora de cine, estaba completamente loca por él, y también era un ser muy poco convencional. Mi padre, más o menos hacia los treinta y cinco años, decidió estudiar de nuevo para actor. Ignoro si esa experiencia significó abrir compuertas o cerrarlas, pero fuera como fuese estar allí con él, en su casa, fue una experiencia muy emotiva para mí. Y estando allí me ocurrió una cosa muy rara. Una noche empecé a recorrer la casa mirando las estanterías de libros. Me entró una especie de furia al darme cuenta de que, anaquel tras anaquel, allí estaban exactamente los mismos libros que yo había leído. De repente comprendí que había hecho el mismo recorrido que él, desde el primer estante hasta el último, teniendo de paso que soportar muchas pruebas y muchas tribulaciones, sólo para conseguir algo que, de haberle conocido bien desde siempre, hubiese podido evitarme sencillamente eligiendo mis lecturas en esas estanterías.
Tal vez esa sensación que tuve fuese excesivamente fuerte por culpa del tipo de obra en que me había embarcado, de todas mis investigaciones sobre la relación causa-efecto, de mis intentos por encontrar una base científica que permitiera comprender las relaciones entre los individuos y la autoridad. Fuera como fuese, se trató de una sensación intensísima, que me conmocionó. Supe de repente que estábamos vinculados por esa relación genética que nos daba sobre todo un mismo temple intelectual, y que por el hecho de no tenerle cerca como referente, como alguien de quien ir aprendiendo, me había perdido muchas cosas. Durante esa visita a mi padre biológico supe también que había avanzado demasiado trabajando por mi cuenta. De haberle conocido, probablemente habría progresado con mayor rapidez. No era el amor lo que estaba echando de menos, sino la relación personal. Él poseía cierta suerte de gracia personal y cultivada que te hacía sentir una gran proximidad, que hacía que resultara muy fácil hablar con él, pese a que en algunos momentos su actitud fuera distante. Hoy en día seguimos teniendo esa capacidad de conversar con fluidez debido a que disfrutamos de la posibilidad de adecuarnos a la actitud mental el uno del otro. Jamás he tenido ningún mentor. Y, pensándolo bien, creo que eso ha representado siempre un problema para mí. Me vi forzado a construirme a mí mismo a medida que pasaban los años, y me conformé actuando como mentor de otros. Es una cosa muy extraña. Te obliga a representar siempre el papel del fuerte.
Siempre pensé que yo era diferente, pero cuando conocí a mi padre vi que no lo era tanto. Probablemente sea justo afirmar que no valgo para hacer que otras personas se sientan relajadas en mi compañía. Nací discutiendo. Y siempre me he encontrado con que había muchas cosas que hacer y poco tiempo para hacerlas. Mi padre también era profesor de yoga. Una vez fui con él a una clase de yoga que daba a primera hora de la mañana, y al terminar todo el grupo se fue a una cafetería a desayunar. Todos estaban muy contentos, tomaban su zumo de naranja o lo que fuera, y uno de los presentes inició una discusión sobre los cuidados maternales. Fue una discusión apasionada. Yo tenía de antemano mi idea ya formada acerca de este problema intelectual, y me mantuve en mis trece. Poco a poco la gente comenzó a abandonar la mesa donde discutíamos. No conocía bien a ninguno de los alumnos de la clase de yoga, y al poco rato comprendí que con mi actitud me había quedado solo. Por lo general, cuando la gente se sienta en grupo en torno a una mesa, todos buscan las coincidencias, pero en mi caso no es así. Yo busco las diferencias. Aquellas personas habían pagado sus 25 dólares para relajarse y pasar un rato tranquilo, y se vieron metidos en una situación en la que aquel tipo que estaba tomando zumo de naranja con ellos pretendía que la discusión fuese excesivamente acalorada. Mi vida es así, sencillamente. Estar relajado no me ha servido nunca para relajarme. Conozco mis defectos.
Y comprobé que mi padre era igual que yo. Así que tal vez tuve suerte de no vivir rodeado de sus libros ni bajo su influencia. Tuve que valerme por mí mismo y buscar mi propio territorio, y siempre fui incapaz de aprovecharme de las redes de poder que mi padre había establecido y de todo lo que él defendía. Tal como él y mi madre hubieran coincidido en afirmar, en los momentos culminantes de los años sesenta: lo personal es político. Y es posible que el hecho de que yo le evitara durante tantísimos años fuese parte de mi actitud política. Lo que quise siempre fue encontrar una nueva manera de estar en el mundo, y, a la altura del año 2006, cuando me encontré con él, lo que yo quería era que el mundo se librara de la sombra del clientelismo, de esa conspiración construida sobre la garantía mutua de obtención de beneficios que hacen que el mundo siga y, eventualmente, que lo harán estallar.