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EL NACIMIENTO DE WIKILEAKS

Y por fin pusimos a prueba las teorías. He visto por dentro muchas organizaciones, ya sea cara a cara o hackeando sus sistemas y colándome de noche en sus portales. Pero en 2006 terminaron estas exploraciones y me dispuse a enfrentarme a esas organizaciones y a los gobiernos, e ir a buscarlos precisamente en los oscuros rincones donde viven sus vidas secretas. No soy un filósofo político original y jamás he dicho que lo fuese. Pero conozco la tecnología y entiendo bien las estructuras de los gobiernos. Estaba dispuesto a cargármelas, en la medida de lo posible, arrojándolas a un baño de ácido y llevándolas al punto de ebullición hasta reducirlas a los meros huesos. Se me ocurrió que podemos seguir viviendo nuestras vidas tranquilamente, preocupándonos sólo por la hipoteca, o por si somos lo bastante famosos, o lo bastante ricos, o lo bastante amados…, o mirar el núcleo mismo de nuestro mundo y ponerlo a prueba hasta averiguar cuánta verdad hay en él.

Cuando te metes hasta el fondo de la mayor parte de organizaciones, enseguida ves que todas ellas flotan en un mar de poder y clientelismo, y que se defienden a base de marketing. Creo firmemente que ésta es la verdad auténtica de la vida y del mundo, pero también he podido comprobar que la mayoría de las organizaciones son capaces de negarlo incluso cuando están hundidas por completo. Da lo mismo que se trate del gobierno de Kenia como del banco Julius Baer, el grupo bancario privado más importante de Suiza. Todas las organizaciones trabajan a favor de sí mismas, y crean una red de gente muy lista que se beneficia de la supervivencia de la organización, y la hacen ir creciendo cada vez más, mientras que las personas corrientes se ven abocadas a padecer una situación de desventaja. De hecho, desde mi adolescencia me he visto enfrentado a los sistemas del clientelismo, y he podido comprender los incentivos que proporcionan a sus fieles. En cambio, cualquier persona u organización capaz de hacerles frente será asesinada: en los tribunales, por medio de agentes de inteligencia, o a través de la prensa. Así que estaba preparado para ser víctima de sus ataques. Hasta ese momento me había dedicado a ir afinando al máximo la tecnología y el método que, por medio de la criptografía, permitía proteger las fuentes hasta tal punto que ni siquiera yo mismo sería capaz de identificarlas. Teníamos la experiencia del activismo y la voluntad de atacar el poder. Carecíamos de oficinas, pero teníamos los portátiles y los pasaportes. Disponíamos de servidores en diferentes países. Sabíamos que íbamos a crear la plataforma más segura de la que jamás hubiesen podido servirse las personas dispuestas, en el mundo entero, a denunciar a las organizaciones en las que trabajaban. Poseíamos la valentía necesaria para poner todo aquello en marcha. Poseíamos la filosofía adecuada para emprender nuestras acciones. La partida iba a empezar. El 4 de octubre de 2006 registré el dominioWikiLeaks.org. Y me parece que me di cuenta de que mi vida normal, suponiendo que alguna vez hubiese vivido algo merecedor de ese nombre, jamás volvería a ser la misma.

Tuve unos cuantos precedentes que me ayudaron. Por ejemplo, el de John Young, un arquitecto de Nueva York que en 1996 fundó cryptome.org. En esa web no todo son documentos filtrados, pero Young entiende su misión como la de publicar materiales que los gobiernos y las corporaciones preferirían mantener ocultos. Esa web fue atacada por Microsoft y, al igual que WikiLeaks, tuvo enfrentamientos con PayPal. Cryptome está en el lado correcto de la batalla a favor de la información, pero carece de mecanismos de protección para la gente que les proporciona materiales, y yo sabía que esto último era un requisito imprescindible. Young también se aventuraba en el dominio adecuado, pero no buscaba, como yo, actuar como un editor de último recurso informativo, para lo cual yo pretendía emplear el complejo sistema de denegación de fuentes que a esas alturas ya había afinado a fin de utilizarlo en WikiLeaks. Todo pasaba muy deprisa y quería estar seguro de que íbamos a contar con un comisariado y un sistema de archivo excelentes. La mayor parte del trabajo que permitió montar todo esto lo hice yo mismo desde diversos lugares de varios países del mundo, con la ayuda de algunos ciberpunks veteranos. Mi amigo Daniel Mathews, compañero de la facultad de ciencias exactas —y que era un izquierdista más tradicional que yo, un seguidor de las ideas de Chomsky, por así decir—, también me prestó ayuda en ese momento. De hecho, fue Dan quien más me ayudó a preparar todos los documentos relativos a la fundación de WikiLeaks y, más adelante, fue él quien escribió un análisis del primer documento que filtramos a través de esa web.

En esa fase mi tarea consistía en crear alianzas. Trataba de construir un grupo consultivo y abrirnos paso hacia futuras fuentes de datos. El grupo de asesores nos ayudaba sobre todo a darnos credibilidad y a establecer contactos que podían resultarnos útiles más adelante. En realidad, ese grupo consultivo no tenía ninguna sede ni daba ninguna clase de consejos. Pero por este medio pude establecer contacto con gente tan importante y tan capaz de brindarme inspiración como Daniel Ellsberg, que aceptó mi propuesta de implicarse con nosotros, y que ha permanecido fiel desde el primer momento hasta ahora. Ben Laurie, un matemático inglés, también se sumó al equipo. Su padre, Peter Laurie, escribió Beneath the City Streets, un libro que tuvo mucha influencia en los años sesenta, y que trataba de los refugios y almacenes antinucleares del gobierno británico, y es posible que Ben viera en nosotros algo que tenía bastante relación con la obra de su padre. También intenté establecer contactos con activistas chinos. Como nosotros éramos en la inmensa mayoría gente que vivía en países occidentales, y estábamos sometidos a las diversas jurisdicciones de los países de Occidente, traté de que WikiLeaks no naciera en forma de organización antioccidental, cosa que no resultaba nada difícil ya que no es antioccidental, sino proinformación, pero al mismo tiempo era consciente de que tarde o temprano volveríamos los ojos hacia Estados Unidos. Al principio, la corrupción de los países africanos parecía el punto de partida más obvio para comenzar. Desde el primer momento, nuestra filosofía consistía en atacar a los hijos de puta y, por decirlo sin florituras, en ser tan honestos como fuera posible.

Antes de empezar, yo mismo financié el registro de los nombres de dominio y todo lo demás. El resto de la gente trabajaba gratuitamente. Sabíamos desde el primer día que tendríamos que enfrentarnos a toda suerte de ataques en el frente legal, y por eso hice un gran esfuerzo por registrar los dominios en San Francisco siempre que fuera posible, a sabiendas de que el movimiento en defensa de las libertades civiles en esa ciudad nos proporcionaría un notable apoyo en cuanto nos viéramos acosados. A partir de ahí sólo fue necesario mandar e-mails a todo el mundo y esperar respuestas.

El primer documento que filtramos, y que fue publicado el 28 de diciembre de 2006, parecía proceder de la Unión de Tribunales Islámicos de Somalia, aunque, tal como explicamos entonces, su procedencia era misteriosa ya que nos había llegado a través de una fuente china, y no estábamos seguros de que fuese auténtico. Después de muchos años de violencia en Somalia, cuya consecuencia había sido la secesión de más de dos terceras partes del país, la Unión trató de establecer cierto orden en medio de aquel caos. La gente empezó a sentirse más segura en Mogadiscio, y los ciudadanos normales y corrientes confiaban en que allí vivirían menos expuestos a la violencia cotidiana y a los saqueos llevados a cabo por los señores de la guerra. El documento que filtramos parecía ser una carta firmada por un comandante militar, y constituía una proclama incendiaria en la que se mencionaba la «República Islámica de Somalia», una fórmula raramente utilizada en el país. Ese comandante escribía lo siguiente: «Como es sabido, el llamado gobierno de transición que se ha formado en Somalia se dedica a perseguir a los líderes religiosos somalíes y a los musulmanes en general. Y gracias a la influencia de ese gobierno de transición se ha convencido a la comunidad internacional de que los líderes religiosos somalíes pertenecen a Al Qaeda». Los correos electrónicos interceptados y que nos pasaron junto con este documento sugerían que algunos ministros somalíes, en especial el ministro del Petróleo, estaban dispuestos a reunirse con funcionarios chinos. De manera que el documento parecía revelar algo que el pueblo somalí debía saber acerca de la actitud del gobierno hacia China, y de China hacia África en general.

En aquel momento, la situación que estaba viviendo Somalia no merecía ninguna atención por parte de Occidente, y ahí, en un par de documentos no muy extensos, se podía intuir la complejidad de la situación. La Unión trataba verdaderamente de cambiar las cosas. Por vez primera en once años se había establecido un sistema de recogida de basuras en Mogadiscio. Sin embargo, hiciera lo que hiciese aquel gobierno tambaleante, Estados Unidos se oponía a él a través de Etiopía, el más fuerte aliado norteamericano en la zona, pues veían cualquier clase de politización islamista en África Oriental como algo relacionado con el ataque terrorista que sufrió en 1998 la embajada norteamericana en Nairobi. Justo después de que preparásemos las filtraciones, Etiopía, ayudada por Estados Unidos, invadió Somalia. Continuamos vigilando la situación, y siempre que podíamos estuvimos ofreciendo análisis políticos, comentarios y más filtraciones de información. Aunque el documento fuera falso, y pese a que podía tratarse de un invento de los chinos, seguía planteando cuestiones importantes y mostraba que la puesta en circulación de documentos secretos servía para mejorar nuestra comprensión de situaciones políticas complejas. Parecía un buen primer paso para una web joven como WikiLeaks.

Estamos tan acostumbrados a las actitudes timoratas de los medios convencionales occidentales, y a la censura rampante que campa por sus respetos en la mayor parte de Oriente, que solemos olvidar cuán numerosos son los países cuyos ciudadanos están ávidos de una prensa libre y la denuncia de los abusos que soportan. Tuvimos una respuesta muy rápida procedente de muchos países del mundo, no siempre dignas de confianza, no siempre útiles, pero comprobamos que la gente sintonizaba con nuestro trabajo. Desde el principio, naturalmente, como éramos una web de delatores, como suelen decir de nosotros, había personas que deseaban delatar nuestra actividad, y eso es algo que no ha cambiado con el paso de los años. Mi respuesta a estas críticas fue: «De acuerdo, si hace falta nos tragaremos nuestra propia medicina, y así sabremos a qué sabe». Éramos un grupo de personas comprometidas e idealistas que tratábamos de sacar adelante un proyecto. Podíamos aceptar las críticas que nos lanzasen, pero partíamos de una fuerte posición ética, y yo particularmente no creía que pudieran lanzarnos mucha porquería encima. Es decir, que no estaba preparado para las calumnias personales ni para las calumnias generalizadas lanzadas contra nuestra organización por tipos que habían decidido odiarnos. Hubo incluso chiflados que pensaron que trabajábamos para la CIA.

Pero seguimos adelante. Traté de incorporar a nuevos amigos, pero la experiencia me demuestra que la amistad no sirve más que para proporcionarte unas nueve horas diarias de trabajo gratuito. Y había una cantidad ingente de trabajo por hacer. Yo había elaborado mis ideas a lo largo de muchos años, pero la programación y la logística debían ser desarrolladas de forma muy rápida y efectiva. Viajé de Kenia a Tanzania y a El Cairo, sin dejar de ir construyendo la web por el camino, y fue entonces cuando comencé a vivir sin más equipaje que una pequeña mochila. Debo reconocer que tampoco antes de ese momento fui nunca alguien que poseyera muchas pertenencias. No tenía mucha ropa. Comía siempre lo que encontraba. Gasté y regalé el dinero que tenía de forma casi instantánea. Resultaba mortificante ver cuántos locos de la informática de mi generación se estaban haciendo millonarios, pero no tanto porque yo deseara tener todo ese dinero, sino porque me hubiese ido muy bien contar con su ayuda. Pero durante los años de itinerancia que fueron el comienzo de WikiLeaks, comprendí de manera gradual que mis necesidades personales eran mínimas. Tenía una bolsa con calcetines y ropa interior, y otra bolsa más grande con portátiles y cables, y eso era todo.

Pasé por París y Londres en busca de más ayuda. A menudo conseguí la de algunos voluntarios, que trabajaban sólo durante brevísimos períodos, pero la mayor parte de ellos se quemaban enseguida, o pedían a cambio del trabajo algo de dinero o de fama. En cierto momento viví solo en una habitación de París mientras Nicolas Sarkozy trataba de lograr que le eligiesen presidente. Era la primavera de 2007. Me sentía muy agobiado: sabía que WikiLeaks podía convertirse en una cosa muy importante, pero no lograba avanzar hacia esa meta por la sencilla razón de que vivía sepultado bajo la enorme cantidad de trabajo que siempre estaba pendiente de hacer. Yo era el único que trabajaba en el proyecto, y en aquellas noches de París, mientras oía las risas de la gente que pasaba por la calle, era difícil de recordar que si perseveraba aquella web terminaría siendo muy útil. De vez en cuando venía a verme una novia que tenía entonces. Me traía comida y tecleaba en el ordenador. Hablaba ruso, y a veces me ayudaba con eso, pero en general me sentía muy solo. Muy obsesionado. Era incapaz de encontrar la manera de dejar de trabajar el día entero en el ordenador.

A veces tenía la sensación de haber oído un graznido al otro lado de la ventana, y pensaba que era una de las aves tropicales de Magnetic Island. O por un segundo notaba que las hormigas del azúcar corrían por encima del escritorio o por el suelo. Pasaron los días y las semanas y empezó a hacer un calor inesperado, mientras dedicaba el tiempo a hacer todo lo posible para que el sistema de entrega de documentos a WikiLeaks fuese completamente seguro. Aunque en la memoria de los ordenadores ya tenía una buena cantidad de materiales acumulados, estábamos atrayendo muchos materiales nuevos desde el comienzo, y en gran parte nos llegaban porque yo prometía publicarlo todo. Así que empecé a dar prioridad a estos materiales nuevos mientras que, al mismo tiempo, seguía dándole los toques finales al sistema, buscando la manera de que la gente pudiera enviarse e-mails, y estableciendo fórmulas que permitieran que la gente de Kenia, por poner un ejemplo, pudiera tener alguna clase de interacción entre sí. Era como si estuviese creando la sede local de la CIA en una nueva ciudad. Como cualquier actividad, era inevitable que WikiLeaks tuviera un crecimiento orgánico, sobre todo porque en nuestro caso no se trataba de una empresa normal, dotada de un modelo de financiación y de negocio con cierta capacidad de obtener dinero por medio de publicidad contratada o nuevas inyecciones de capital riesgo. No era así, en absoluto. Tuve que dedicarme de manera constante a buscar gente que trabajara gratuitamente y montando encuentros online y luego celebrándolos. En un par de ocasiones (y desde la distancia es cómico, aunque en ese momento no lo fue) fui el único participante en esos encuentros online. Y, como puede suponerse, todo aquello estaba al borde mismo de la esquizofrenia: tenía que teclear, ser el presidente y el secretario, anunciar el siguiente asunto a tratar según la agenda, y solicitando los votos de los participantes. La locura. Pero sabía que tenía el deber de mantenerlo todo en marcha como si en realidad fuese posible, porque de esa manera las cosas acabarían ocurriendo. De acuerdo con este mismo espíritu de esfuerzo personal, en alguna ocasión decidí que era necesario vestir de forma adecuada —por ejemplo, si tenía que preparar una nota de prensa— según la gravedad de la situación. Imagine el lector mi aspecto: sentado en un cuchitril de París, sin afeitar, tecleando como un chiflado, pero con la chaqueta apropiada para la solemnidad. Sí, de majaras.

Daniel Mathews permaneció a bordo todo el tiempo que pudo, pero debido a la falta de toda clase de compensaciones estaba cada día más quemado. Por aquel entonces se había ido a Stanford para terminar su doctorado y allí, al mismo tiempo, daba clases para ganarse la vida. En esos momentos ni siquiera teníamos la suficiente cantidad de respuestas por parte del mundo en general. Por muy duro que estuviésemos trabajando, no teníamos aún la sensación de estar al menos ganándonos una auténtica visibilidad popular. Los trabajadores voluntarios debían de estar preguntándose, y ahora mismo seguro que todavía lo hacen, qué sacaban ellos en claro de todo esto, y en aquel primer momento, si alguien me lo preguntaba, yo no tenía respuesta que darle. Estaba personalmente empeñado en llevarlo todo adelante, y esperaba que el resto de los colaboradores encontrase una motivación suficiente en la realización del trabajo mismo. En diversos momentos todo aquel montaje acabó creando graves dificultades. La cantidad de trabajo que teníamos que hacer en 2007 era inhumana, y también lo eran la presión que soportábamos, la intensidad del esfuerzo. Hice por entonces un viaje a África, y regresé a París habiendo establecido allí buenos contactos, pero no me sentía bien. Al cabo de un tiempo comencé a tener fiebre alta, y un día se produjo un pico muy elevado en la temperatura. Como el lector ha podido deducir a estas alturas, soy uno de esos tíos que saben un poco de todo —un defecto que a menudo puede convertirse en virtud— y por supuesto había leído algunos manuales de medicina, y soy muy escéptico con los médicos. La fiebre era un mal asunto, pero yo estaba seguro de que bajaría sola en cuestión de días. Al cabo de una semana y media de sudar y padecer, sin embargo, no experimenté ninguna mejoría.

Tenía la malaria. Pasar un tiempo en un hospital francés es suficiente para comprender por qué en ese país hubo, y siempre habrá, la necesidad de hacer una revolución. Basta una breve visita para comprender qué motivos tenía Flaubert para odiar a la burguesía y por qué los radicales de los años sesenta quisieron quemar la Sorbona. Yo mismo no salí demasiado contento del trato recibido. La enfermera que me atendía me trató como lo habría hecho un matón. Pretendió inyectarme paracetamol en el brazo. Le dije que no sentía dolor y que por lo tanto no necesitaba. Me dijo que se lo daba a todos los pacientes, estuvieran como estuviesen. Me negué a dejarme pinchar. Trató de inyectármelo durante la noche, me negué y ella volvió a intentarlo, así que le arranqué la jeringuilla de un tirón y le dije que como tratara de hacerlo de nuevo pensaba largarme de ese hospital. Tienen razón los lectores que piensen que nadie debería enemistarse con una enfermera. Pero puedo asegurar que esta clase de enfermeras son fascistas, y por otro lado yo estaba enfermo, tenía mucha fiebre, y no estaba muy centrado que digamos. Además, el anciano con el que compartía habitación me animaba a gritos y decía que las enfermeras tenían la costumbre de imponer su voluntad a todo el mundo. Así que disfrutó mucho con mis intentos de ofrecer resistencia al personal médico. Como me negué a que me pusieran el paracetamol, decidieron que a partir de entonces iban a ignorarme por completo. Cuando a los pocos días padecí un fuerte dolor de estómago, no llamaron al médico porque me había negado a aceptar la medicina que ellas habían decidido imponerme. El sistema mismo está organizado para permitirles castigar a la gente que tenga ideas propias acerca de cómo han de ser tratadas.

Carezco del gen que te ayuda a ayudarte a ti mismo. Y esa carencia me ha causado conflictos constantemente. Pero no puedo pedir disculpas al respecto. Siempre me han preocupado más las guerras que hay en el mundo que los problemas que me afectan a mí personalmente. Tratar de hacerme la vida más fácil no es mi prioridad. Pronto vi con claridad que WikiLeaks iba a tener un papel preponderante a la hora de arrojar luz sobre todas esas guerras que se libraban en el mundo contemporáneo, sobre todo cuando en invierno de 2007 recibimos unos cuantos documentos que habían sido ocultados por las fuerzas armadas de Estados Unidos. En noviembre publicamos una base de datos increíble que ponía al descubierto los listados de todo el material militar registrado para su uso en Irak por Estados Unidos: unos 150.000 documentos que daban cuenta de todo. Supervisé esos documentos y me di cuenta de que la suma de todos ellos equivalía a poner al descubierto lo que suele llamarse «el orden de batalla», toda la pirámide que constituye el sistema de planificación bélico, ya que se detallaban todas las unidades, su nombre, y todos sus pertrechos; excepto materiales fungibles como las balas, en esos registros aparecía todo, incluso ordenadores y alfombras persas. Cogí todos los listados y creé un programa informático que me permitió analizarlos: entrando en la web de los abastecimientos militares y comprobando los precios, pudimos elaborar una imagen específica de lo gigantescos que eran los costes y de cuáles eran las unidades mejor equipadas. Cerca de la mitad de las compras de equipamiento militar se centraban en cosas que servían para hacer frente a los explosivos caseros que empleaban los insurgentes, las bombas que ponían en las carreteras y lo que se conocía, por sus siglas en inglés, como IED (Dispositivos Explosivos Improvisados). La mayor parte del dinero se invirtió en adquirir equipo del llamado warlock, es decir, mecanismos muy sofisticados que permiten bloquear las señales de radio. La suma total de dinero empleado en detectores, dispositivos para interferir señales, robots para la desactivación de explosivos, blindajes especiales, etcétera, se aproximaba a los 13.000 millones de dólares. Incluso ajustando esa cifra para tener en cuenta la inflación, es una suma superior al total de lo que Estados Unidos gastó en el Proyecto Manhattan, y creo que el mundo tiene derecho a conocer estos datos.

Era como armar los andamios para una cantidad ingente de información capaz de descubrir aspectos más y más secretos de la realidad de lo que ocurría en Irak y en Afganistán. Los periodistas convencionales estaban, por lo general, aceptando como buenos demasiados datos oficiales; y no había nadie que preguntase a qué se dedicaba el dinero ni cómo funcionaba la estructura de mando.

A partir de ahí comenzó a llegarnos una enorme invasión de documentos, y todo eso me permitió intuir qué cambios iba a generar la difusión de esos documentos. Íbamos a abrir de golpe el mundo y conseguiríamos que en él floreciese algo completamente nuevo. Pero también vimos desde muy pronto qué clase de batallas tendríamos que librar, y una de las principales, si no la más persistente, tenía que ver con la apatía de los periodistas de los medios establecidos. Por mucho que abrieses estas nuevas líneas de investigación, estos nuevos caminos que conducían a la justicia, la profesión se encogía de hombros y decía que nadie tenía tiempo para trabajar sobre esos materiales que les estábamos proporcionando. Resultaba frustrante. Ahora comprendo que eso es un factor esencial en la opinión que nos merecen hoy en día los medios convencionales y su forma de darnos a conocer el mundo en que vivimos. Los periodistas no se limitan a informar: sus prejuicios y su apatía tienen mucho que ver con la imagen que nos transmiten. Y nosotros nos vimos a nosotros mismos como periodistas, desde el primer momento. Sólo que mejores que los otros.

En la era de internet, cuando el uso de los motores de búsqueda acerca a tantísimas personas hacia el conocimiento, supe que tarde o temprano los datos acabarían filtrándose. Incluso hubo militares que empezaron a visitar nuestra web para ver, por ejemplo, qué clase de recambios necesitaban para sus vehículos. Ironía de las ironías: hubo más de un suministrador de la OTAN que apareció en uno de nuestros chats preguntando si podíamos ayudarle a encontrar una rueda de repuesto para su vehículo blindado. Pero los medios convencionales se limitaron a arrellanarse en sus asientos. Imagino que no nos consideraban como una fuente autorizada, todavía, y además nosotros no podíamos ofrecer una exclusiva a nadie, y las exclusivas controlan el universo mismo de la motivación para los medios. Lo peor de todo era que los materiales que difundíamos eran bastante complejos. Sin embargo, habíamos logrado construir un sistema que iba a alterar las reglas básicas de funcionamiento del periodismo. Frente a organizaciones tan poderosas como, por ejemplo, el ejército británico, el Cuarto Poder suele limitarse a buscar al personal uniformado y esperar a que le proporcionen resúmenes de prensa. El periodista tiende a situarse en una posición en la que muestra la deferencia debida a un organismo de poder que no está sometido a ciertos controles. Y también olvida con frecuencia que debajo de los uniformes hay gente de carne y hueso. Eso era exactamente lo que nosotros pretendíamos revelar, la verdad desnuda que se esconde debajo de los uniformes del poder.

Nuestra misión, recién comenzada, trataba de dar testimonio de todo y a grandísima escala. La tecnología informática podía vigilar muchas cosas y, contemplada con nuestros ojos, iba emparejada con una vivísima psicología de la honestidad. En esa época escribí un post en mi blog en donde traté de explicar cuáles eran nuestras motivaciones y nuestra tarea:

Cada vez que somos testigos de una injusticia y no actuamos en respuesta, nos preparamos para mostrarnos pasivos ante la injusticia en general y de esta manera perdemos nuestra capacidad de defendernos, tanto a nosotros como a la gente que amamos. En la economía moderna no podemos encerrarnos en nuestro caparazón y mantenernos a salvo de las injusticias… Si sólo se puede vivir una vez, hagamos de nuestra vida una aventura temeraria capaz de sacar partido de todas nuestras capacidades. Por mucho que lo intentemos, no podremos nunca cerrar los ojos ante el sufrimiento. Puede que cuando yo sea un anciano me conforme trasteando en un laboratorio y charlando con mis alumnos en la tarde de los veranos, y aceptando despreocupadamente el dolor de la humanidad. Pero ahora no puedo ni quiero hacerlo. Si tienen convicciones, los hombres en la plenitud de la vida tienen el deber de actuar y enfrentarse a las injusticias.

La realidad es un aspecto de la propiedad. Hay que confiscarla. Y el periodismo de investigación es el noble arte que consiste en confiscar la realidad, arrebatándosela a los poderosos. Cuando WikiLeaks comenzó a funcionar a pleno rendimiento y apareció en muchísimos titulares, gran parte de todo esto había quedado en el olvido, o eran ideas que no parecían habérseles ocurrido a los miembros de la nueva generación de periodistas o de lectores. Nosotros asumimos el deber de darle nueva vida al arte de la observación. Con la debida modestia, puedo afirmar que nos convertimos en la primera agencia de inteligencia al servicio del pueblo. En aquellos primeros y excitantes días, hace apenas cuatro años pero que para nosotros forman parte de una era anterior, estábamos imbuidos de la idea de que íbamos a saltar por encima de fronteras y prejuicios, incluidos los nuestros, y que así mejoraríamos mes a mes. Teníamos aún muchísimo que aprender. Pero los principios del buen periodismo aplicado a un mejor gobierno se han mantenido vivos y enteros desde entonces hasta hoy.

En este período se fue filtrando mi experiencia africana, pero en el siguiente capítulo quiero entrar a fondo en los detalles de lo que sucedió. El día antes de filtrar las listas exhaustivas de equipo bélico empleado por Estados Unidos en Irak, nos apuntamos un gol publicando el manual del centro de detención de Guantánamo. Se trata de un documento increíblemente moderno, un texto que podemos imaginar que dentro de cien años será leído por todos los que deseen entender cabalmente la lucha ideológica que se vivió en nuestro tiempo. Es más, no sólo la lucha en el terreno ideológico, sino también en el terreno mental. No estaba clasificado como altísimo secreto, por lo que es de suponer que las autoridades creyeron que este manual no sería leído nunca por nadie que no estuviera en esa prisión. Y ése es en parte el problema de los documentos secretos. Los escriben con frecuencia personas de mentalidad muy tendenciosa, gente animada por un odio casi fetichista, gente dominada por un deseo muy profundo de inculcar esa actitud tendenciosa entre sus colegas. Los manuales de Guantánamo abarcan todos los aspectos principales de la forma en que se conduce a los detenidos hasta esas instalaciones, cómo deben ser custodiados y qué debe ocurrirles una vez recluidos allí. Es como si lo hubiese dictado Atila, el rey de los Hunos, o Vlad, el Empalador. Implacablemente cruel, deshumanizador, paranoide, trágico y excesivo, haría que incluso el contribuyente más pasivo se preguntara al leerlo qué clase de fragilidad esencial, qué clase de necesidad fatal, trataban de solventar este manual y este centro de detención, todo ello pagado con dólares que salían de sus impuestos.

El manual explica que todos los registros deben ser falsificados a fin de impedir que la Cruz Roja tenga acceso a los detenidos. Declara que todos los presos deben ser colocados bajo el régimen de máxima seguridad en cuanto haya transcurrido el primer mes de su confinamiento en el centro de detención, para de esta forma ablandarlos a todos con vistas a los interrogatorios. «El período de dos semanas que sigue a la Fase 1 debe avanzar en el proceso de aislamiento del detenido a fin de fomentar su dependencia hacia la persona de su interrogador». También esboza la mentalidad agresiva que deben tener los miembros de la Fuerza de Respuesta Rápida, la unidad encargada de la vigilancia, en caso de que «se produzca algún tipo de disturbio en el centro de detención». ¿Puede saberse de qué manera unos presos mantenidos en esas condiciones podían llegar a provocar disturbios mínimamente peligrosos? Resulta un auténtico misterio, pero, a pesar de todo, los soldados de las Fuerzas de Respuesta Rápida «irán equipados con equipo de control de disturbios consistente en: pantallas faciales conectadas a los protectores mandibulares y chalecos antibalas, escudos y porras».

El manual muestra hasta qué punto un grado desproporcionado de miedo puede generar actitudes brutales: a los prisioneros de Guantánamo no se les trata como a opositores normales ni como a personas corrientes, sino que el manual indica que deben ser tratados como auténticos supermalvados de película norteamericana de serie B, tipos que por el solo hecho de vivir y respirar suponían el más extraordinario riesgo de seguridad que jamás hubiese contemplado la humanidad. Había que mantenerlos encerrados como si fuesen demonios, y patrullar las instalaciones con perros. A un detenido le obligaron a ponerse ropa interior de mujer en la cabeza. La tortura psicológica debía campar a sus anchas por el recinto. Y el manual explicaba con claridad que las técnicas que provocan la desorientación y la humillación formaban parte de la vida cotidiana de la prisión. La sensación de inseguridad que se desprende de todo esto resulta abrumadora: te explica bien las actitudes que hubo durante la administración Bush, las propias de un país que parecía dispuesto a aniquilar el fantasma del peligro aunque fuese a costa de suspender todas las garantías constitucionales. Estas técnicas, según informó más adelante The Washington Post, también dieron pie a lo que ocurrió en la prisión de Abu Ghraib. La crueldad y el odio habitan en los invididuos, pero cuando hablo de «injusticia» me refiero a lo que sucede en los sistemas sociales y políticos. Las técnicas de tortura empleadas en Abu Ghraib no las inventaron un puñado de policías militares norteamericanos de origen proletario, a los que posteriormente se convirtió en chivos expiatorios. Formaban parte de un sistema, y la responsabilidad moral por estos hechos empieza en quienes ocupaban la cúspide del poder.

Difundimos este manual sin fanfarrias y sin apenas llevar a cabo una presentación minuciosa del documento. Apenas lo necesitaba: bastaba echarle una ojeada para ver hasta qué punto era explosivo. Durante una semana no sucedió nada, y de repente nos llegó una carta del Comando Sur, que es el responsable de Guantánamo, pidiéndonos que lo retirásemos de la circulación. Eso era una buena noticia: demostraba la autenticidad del documento publicado. No hicimos caso de esa solicitud. Luego la revista Wired contó la historia y después lo hicieron también The New York Times y The Washington Post. Ocurrió tal como yo siempre había imaginado que ocurrirían estas cosas, todo empezaría con la agitación provocada por nuestras filtraciones en blogs y prensa minoritaria, para luego llegar a los grandes medios convencionales. Al principio, cuando la polémica comenzó a encenderse, no me señaló a mí directamente. Se referían a mí como editor de investigación, y aún no se había extendido la costumbre, que más tarde se convirtió en rutina, de vincular a mi persona todo lo que dijera o hiciera WikiLeaks. Yo pensaba entonces que mi pasado como hacker condenado por un juez australiano no iba a ayudar a la causa en la que trabajábamos todos nosotros, y traté de mantener mi participación en la sombra. Pero las reglas del mundo del espectáculo y, hay que recordarlo, también la actitud de los traidores, hicieron muy predecible que acabaran convirtiéndome a mí en un malvado de película de James Bond, así como en el blanco de todas las iras. Conforme aumentó la cobertura periodística, el teniente coronel Edward M. Bush III, portavoz de relaciones públicas de la prisión de Guantánamo, respondió a la filtración declarando que las cosas ya no se llevaban de esa manera. El manual contaba, según este militar, cómo se organizó el funcionamiento del centro de detención durante el mandato de Geoffrey Miller. De forma que filtramos el manual de 2004 para que la gente pudiese comparar el antiguo y el nuevo. Y resultó que, en todo caso, las cosas habían ido a peor. Revelaba que en la prisión se celebraban unos rituales en los que se llevaban a cabo juicios de mentirijillas, y cada vez que visitaba el centro algún dignatario, los presos recibían instrucciones para que volviesen la cabeza hacia otro lado. Cosas así. Por cierto: ¿adónde fue destinado Miller cuando abandonó Guantánamo? Le destinaron a la prisión de Abu Ghraib.

Queríamos que la gente tuviese la oportunidad de comprender qué estaba ocurriendo delante mismo de nuestras narices, queríamos que la opinión supiese que todo eso era repugnante. Pudimos difundir descripciones del modo como se hacían las entregas reales de los nuevos detenidos y publicamos los planos de las cabinas en las que los detenidos eran transportados hasta la isla. Vaya usted a saber por qué, pero durante el vuelo los detenidos iban provistos de mordaza y casco con visera, y estaban encadenados al piso de la cabina. ¿Por qué imaginaban las autoridades norteamericanas que esos hombres tenían superpoderes, como un personaje de cómic? ¿En qué profundo pozo de fantasías se alimentaban estas ideas?

WikiLeaks comenzó a ganar impulso. La filtración sobre las condiciones en Guantánamo, y toda la cobertura mediática que vino a renglón seguido, hizo que nos llegaran nuevos materiales de carácter sensible. El informe del ejército norteamericano sobre la batalla de Faluya estaba marcado como material clasificado por un período de veinticinco años. Pero nosotros lo difundimos en cuanto nos llegó, en diciembre de 2007. El 31 de marzo de 2004, cuatro ciudadanos norteamericanos que trabajaban para la empresa de seguridad Blackwater fueron secuestrados por insurgentes iraquíes que los apalearon, los quemaron y colgaron sus cadáveres de lo alto de un puente. Se produjo entonces un ataque puramente reactivo. Lo lanzaron como represalia las tropas norteamericanas, y en el informe se explicaba de manera muy clara que el ataque se ordenó sin la suficiente planificación, sin la menor comprensión del contexto político, y sin haber preparado a la prensa para lo que se pretendía llevar a cabo. El número creciente de víctimas civiles hizo que el Consejo de Gobierno iraquí aumentara su presión sobre Estados Unidos, y el 9 de abril se anunció un alto el fuego unilateral. Los documentos filtrados por WikiLeaks demostraron, sin embargo, que los combates no cesaron después de esa fecha, que llamarlo alto el fuego era un grave error semántico, y revelaron además que aquella operación de venganza había sido montada sin ningún objetivo militar claro, sólo como un espectáculo a beneficio de los medios convencionales.

El documento que filtramos mostraba de manera clara que ese ataque se lanzó para complacer a Donald Rumsfeld, quien creía que Faluya había sido convertido por los iraquíes en un símbolo de la resistencia. En la zona objeto del ataque de represalia vivían muchos civiles, y los militares norteamericanos pasaron por alto este dato. Un periodista de Al Jazeera a quien yo conocía, Ahmed Mansour, se encontraba en la ciudad durante el asalto final, y él y un colega suyo trataron de contar la verdad acerca de esa batalla y de los métodos empleados por los atacantes. Según un informe que filtramos nosotros, «se lanzaron aproximadamente ciento cincuenta ataques aéreos que destruyeron setenta y cinco edificios, entre ellos dos mezquitas», y la operación norteamericana «provocó que toda la provincia de Al Anbar se convirtiese en un avispero de resistencia». Como parte del acuerdo de alto el fuego las autoridades norteamericanas exigieron que se obligase a estos dos periodistas a abandonar la ciudad. Y según afirmaba el documento que filtramos, «Al Jazeera informó de que los ataques norteamericanos causaron seiscientos muertos civiles entre los iraquíes. Las imágenes de niños muertos fueron mostradas repetidamente por cadenas de televisión en todo el mundo». Los cronistas lamentaron que en esa ocasión no hubiese ningún periodista occidental empotrado en las unidades atacantes, nadie que presentara el punto de vista de las autoridades militares que lanzaron el asalto.

En noviembre de ese mismo año los norteamericanos atacaron de nuevo Faluya. Más tarde acabó haciéndose famosa esta nueva batalla porque se convirtió en la más cruenta de toda la guerra. Como parte de su estrategia, los norteamericanos utilizaron en los ataques fósforo blanco. Puede que no fuese estrictamente ilegal, pero como mínimo era algo muy polémico. De hecho, los ataques con fósforo blanco lanzados por Saddam Hussein en contra de su propio pueblo en 1991 fueron calificados como crimen de guerra y utilizados como uno de los argumentos que se emplearon para justificar la invasión del país en 2003 por parte de los aliados. Entre la fecha de la primera operación contra Faluya y la segunda, saltó a los medios el escándalo de Abu Ghraib. Un cronista de los hechos, soslayando la responsabilidad norteamericana en este escándalo, se limitó a decir que «los insurgentes tuvieron suerte».

El trabajo era incesante, no se acababa nunca. Envié el documento filtrado sobre Faluya a tres mil personas y me dispuse a esperar que comenzaran a publicarse noticias. No pasó nada. Fue la situación más incomprensible a la que jamás me he enfrentado. No hubo, sencillamente, ninguna reacción. La gente llevaba tres años escribiendo sobre Faluya; jamás en todo ese período los periodistas habían contado con ningún documento oficial como éste, algo que explicara las cosas desde dentro de los cerebros de los mandos militares norteamericanos. Y no se lanzaron a por el documento. Debo rectificar: no me costó comprender esa pasividad de mis colegas del periodismo oficial; me avergoncé de ellos. La superficialidad que demostraron en esta ocasión todos esos corresponsales y especialistas, pensándolo bien, resulta alucinante. Viendo el espectáculo te preguntas, o eso es al menos lo que me pregunté entonces, si el núcleo principal de periodistas de Occidente no está formado por una pandilla de —no hay palabra más adecuada— subnormales.

Con vistas a largo plazo, lo ocurrido entonces encerraba una lección. Y formaría parte de mis ideas cuando más adelante llegó el momento de filtrar los diarios de guerra de Afganistán. ¿Cuáles son los parámetros inconmovibles del periodismo moderno? Las ventas, el éxito y las exclusivas. Y yo debía conocer bien todos esos parámetros para conseguir que las historias que iba a filtrar posteriormente tuvieran la debida repercusión.