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MI PRIMER ORDENADOR

En aquel entonces los ordenadores venían casi vacíos; ni siquiera llevaban programas instalados. Eso es algo que los críos de la siguiente generación desconocen, pues en su primer ordenador ya tienen de todo. Las máquinas vienen precargadas con toda clase de software, fantásticas tarjetas gráficas y de todo. Cuando yo empecé, por el contrario, la máquina era un montón de metal y poca cosa más. Tecleabas y lo hacías en un vacío inmenso y maravilloso, y esperabas que ese espacio se fuese poblando de otros cerebros. Las máquinas de entonces estaban programadas para aceptar lo que teclearas, y ahí se acababa todo. Éramos adolescentes y penetrábamos en ese espacio exactamente igual que lo haría un explorador en busca de un territorio desconocido. Al igual que en las matemáticas, donde existe el reino de lo atómico, el ordenador poseía su propio espacio y sus reglas de juego, que podías ir descubriendo gradualmente. Se trataba justamente de eso, de ir descubriendo todas las leyes, los sistemas de funcionamiento y los efectos colaterales de aquel universo nuevo. Y a eso nos dedicamos. Era todo tan emocionante que no había casi forma de contenernos. En cuestión de minutos podías aprender a hacer con tu ordenador cosas cuyo potencial era infinito. Podías enseñar a tu ordenador a enviar al infinito las palabras que tecleabas: «Hola. ¿Estáis ahí?». Podías darle una orden que se aplicaría ilimitadamente, y para alguien tan joven, el hecho de descubrir que esa clase de poder estaba en tus manos era, para empezar, emocionante, y podía ser incluso revolucionario.

Eso sí, era imprescindible que fueras capaz de pensar con claridad. El ordenador no podía pensar por ti; había una gran diferencia entre decir «Quiero que el ordenador se ponga a contar» y decir «Así es como cuenta el ordenador». Como verdaderos chiflados y empollones adolescentes, auténticos cibernerds, aprendimos a darle al ordenador instrucciones muy precisas. Eso no podíamos aprenderlo en la escuela. Ni nos lo enseñaron nuestros padres. Lo descubrimos todo por nosotros mismos conforme íbamos averiguando en qué consistía la vida del ordenador. Naturalmente, algunos se conformaban con usarlo para sus fantásticos juegos, lo cual estaba la mar de bien. Pero a unos pocos de nosotros nos interesó proyectar nuestros pensamientos en el ordenador, y conseguir que éste fuese capaz de hacer cosas nuevas. Empezamos picando códigos, y terminamos aprendiendo también a crackearlos.

A donde fuera que nos mudáramos, siempre tuve una mesa para mi ordenador y una caja para los discos. Aquello era el paraíso. Mirabas las estrellas y el cielo de la noche te permitía hacerte una idea de la infinitud. Pero luego mirabas tu ordenador y pensabas: el infinito también está ahí dentro, pero de una forma mucho menos distante. Gran parte de los primeros conocimientos procedía de la gente que redactaba los manuales de uso. No era sencillo hacerse con manuales buenos de verdad, pero nos pasábamos la información entre nosotros, y comenzó a formarse una especie de sociedad secreta de adolescentes, unos grupos no muy estructurados de chicos que habían logrado adquirir ciertos conocimientos y que estaban dispuestos a compartirlos. Muy pronto supimos que esa subcultura en que nos habíamos metido no era meramente local, no era sólo australiana: había crecido una subcultura mundial formada por gente que cogía los programas de ordenador creados por las empresas de software y los modificaba, gente que lograba penetrar más allá de los sistemas de encriptación que impedían el acceso a las tripas de los programas, de manera que luego éramos capaces de copiarlos y regalárselos a nuestros amigos. El impulso era producto básicamente del desafío que suponía hacer estas cosas. Los tipos que escribían esos códigos y los que los crackeaban estaban metidos en una especie de competición. Con la diferencia de que quienes escribían las codificaciones eran veinteañeros y trabajaban a sueldo de empresas, mientras que nosotros estábamos en un cuarto de nuestras casas, y nos reíamos a carcajadas mirando la pantalla.

Aquellos tipos representaban la autoridad. Y nosotros no llegamos nunca a conocerlos. A veces dejaban mensajes ocultos debajo del software, escondidos bajo capas y más capas de encriptaciones, y nosotros debíamos rodearlas hasta alcanzarlos. Otras veces el programa estaba construido de manera que, a medida que forcejeábamos y avanzábamos en nuestro intento de desencriptar el software, ese mismo programa lanzaba ataques contra partes de nuestro ordenador. Nuestra relación con el ordenador era un elemento clave en el desarrollo de nuestra mente, que iba creciendo más y más. Habíamos aprendido mucho y muy deprisa, y sabíamos que podíamos enseñar a nuestro ordenador a que, siguiendo nuestras instrucciones, ampliara más incluso su propia complejidad. La competencia entre nosotros y aquellos primeros fabricantes de software no hizo otra cosa que acelerar el proceso: puede que fuéramos enemigos, pero juntos conseguimos que el arte de la programación se lanzara a una carrera acelerada, tal como imagino que ocurre en una buena partida de ajedrez.

Comencé a escribir programas. Mucho más tarde, con WikiLeaks, hubo gente que pensó que sólo se trataba de hacer política. Sin embargo, gran parte de nuestra labor en esa web ha quedado vinculada a la lógica de la inteligencia de los ordenadores, y enlazada para siempre en algo que la propia interacción con la inteligencia de un ordenador acaba convirtiendo en inevitable. En muchos aspectos, nada ha cambiado desde los tiempos de aquella caja metálica de nuestro cuarto de adolescentes. Los verdaderos límites de lo que puede hacer un ordenador no los determina simplemente el operario que se dedica a soldar entre sí sus componentes en una fábrica de China, sino que están inscritos en el significado mismo de lo que es un ordenador. Alan Turing observó que cualquier instrucción que pueda escribirse en un papel y ser entregada a otro ser humano puede ser obedecida, al menos en potencia, por un ordenador. Y nosotros nos hicimos adalides de esa idea. La gente se pone nerviosa al pensar en eso, pero lo que digo es exactamente lo que ocurre cuando permitimos que un invento desarrolle al máximo su potencial si actúa de acuerdo con él la imparable imaginación humana.

Crackeando códigos lográbamos que mejorase la codificación de los programas, y picando códigos lográbamos que fuese más difícil descifrarlos. Una situación llena de ironía que proporcionaba una diversión magnífica a los adolescentes a los que les gustaba avanzar en esa dirección. Todas las noches vivíamos nuevas aventuras.

Empecé a recibir por correo discos que me enviaba gente desde el extranjero. Me llegaban de Estados Unidos, Suecia y Francia, en donde aparecían nuevos amigos que habían sido capaces de crackear códigos y me mandaban sus fórmulas, y yo hacía lo mismo; encima todo este correo circulaba gratis porque habíamos descubierto además la manera de utilizar sellos usados. Era fantástico estar vivo en un instante en que tantas cosas estaban cambiando, en que tantas cosas eran nuevas, y notar la velocidad del progreso vibrando a través de tus dedos en el teclado. Yo tenía dieciséis años y había llegado mi tiempo. Estaba descubriendo mi vocación, mis habilidades, mi grupo de colegas, mi pasión, todo a la vez. Desde cierto punto de vista estoy seguro de que éramos tan arrogantes como insubordinados, pero a esa edad los jóvenes siempre necesitan tomar conciencia del poder que tienen, y nosotros íbamos a toda pastilla.

Creo que sería justo afirmar que Australia era vista en aquella época como un rincón apartado y provinciano. Era, en efecto, un país culturalmente atrasado, un desastre que permanecía a mucha distancia de las principales corrientes de la cultura y la vida europeas y norteamericanas. A nuestra manera, desde nuestra pequeñez, una pequeñez que acabó siendo algo muy grande, nosotros estábamos luchando contra esa situación. En aquel entonces yo vivía en un barrio residencial situado a las afueras de Melbourne, y sin embargo comencé al mismo tiempo a hacerme un sitio entre los grupos de élite de los hackers informáticos. Teníamos la sensación de encontrarnos en el mismísimo centro del mundo, a la altura de los tíos que se dedicaban a la informática de vanguardia en Berlín o San Francisco. Desde un buen principio, Melbourne fue una ciudad importante en el mapa de los informáticos, y en parte nosotros habíamos conseguido que esto fuera así. Teníamos una idea global de cómo podía funcionar la tecnología, y ni por un segundo creímos que fuésemos gente provinciana que vivía en la periferia. Al contrario, pensábamos que podíamos liderar el mundo, y puedo asegurar que este sentimiento, cuando vives en un extremo del planeta, te emociona de verdad. Australia es en muchísimos aspectos una pequeña laguna en el océano de lo anglosajón. La cultura británica permeaba la de nuestro país y traía consigo el sentimiento colonialista de los valores nacionales de lo inglés. Ésa había sido exactamente nuestra realidad de manera que, si empezábamos a combatir, peleábamos como auténticos reyes antiguos. Ésa era la actitud desvergonzada de los hackers de Melbourne. No creíamos estar alejados de la corriente principal que movía el mundo, sino que formábamos parte de ella. Y dado que la innovación suele basarse en la confianza en uno mismo, no importa cuán infundada o cuán temporal sea ésta, teníamos la sensación de estar en la cima del mundo. Los Levellers ingleses del siglo XVII intentaron transformar un pequeño rincón del mundo en la línea del frente principal de una batalla. Por eso los historiadores, al referirse a aquel movimiento, dijeron que aquello era «un mundo puesto patas arriba». Christopher Hill, el historiador del Balliol College de Oxford, afirmó que las revoluciones inglesas del XVII eran un movimiento de «hombres sin amo», una gente que trató de escapar del control de los señores, y que para conseguirlo estuvieron dispuestos a convertirse en renegados y en personas fuera de la ley. A mis amigos de aquella época en el submundo de los hackers les hubiese gustado la frase de William Erbery, uno de los Levellers: «Los tontos son los más sabios, y los locos los más sensatos… Si en el corazón de todos los hombres anidara la locura… ésta sería la isla de la Gran Confusión… ¡Venga, volvámonos locos todos juntos!».

Fueron tiempos de ideas nuevas, energía, compromiso. La idea de que en internet debe dominar la soberanía popular, la llegada a ese mundo de la libertad colectiva, se encontraba todavía muy lejos, y habría que luchar, y muy duro, para conseguir que se impusiera. En esa época yo desconocía este hecho, pero hubiésemos podido invocar a Milton, quien escribió una especie de justificación sagrada en pro de la desobediencia civil y habló de «un pueblo que no sea perezoso ni torpe, sino animado por un espíritu ingenioso y penetrante, agudo para las invenciones, sutil y sinuoso en su discurso, y que no se quede a medio camino de la más alta capacidad a la que los hombres son capaces de elevarse».

Nosotros no teníamos ambiciones tan elevadas ni tampoco nuestras capacidades eran muy grandes, pero sí sabíamos que nos habíamos metido en una empresa que no podía compararse con nada que se hubiese intentado antes en la historia de la humanidad. Porque, en realidad, desde las habitaciones de nuestras casas de la periferia urbana nos habíamos lanzado en busca de una red global de ordenadores. «El vendaval viene del Norte», escribió uno de los héroes del movimiento de los Levellers. Tal vez fuera así. Pero en el mundo moderno puesto patas arriba podríamos decir que el vendaval venía del sur, y así haríamos justicia a la contribución australiana a estos cambios. Sea como fuere, nuestra energía estaba vinculada, aunque fuese de manera inconsciente, a muchos de los grandes esfuerzos de la humanidad por conquistar la libertad y arrebatarle este derecho a unos grandes poderes invisibles que se negaban a soltarlo. Algunos de nosotros estábamos tan locos que creíamos que el mundo del futuro acabaría agradeciéndonoslo, cosa que no ocurrió. Para las víctimas de semejante autoengaño, lo que el futuro les reservaba era la cárcel.

El verdadero amanecer de la revelación no vino con el ordenador, sino con el módem. Cuando tuve uno, supe que todo había cambiado. El pasado había terminado. Lo antiguo había terminado. Australia no volvería a ser como había sido, y el mundo tampoco. Fin. Yo tenía unos dieciséis años cuando llegó este nuevo amanecer metido dentro de una cajita que funcionaba muy, pero que muy despacio. Antes de la llegada de internet, la idea de la cultura global del mundo informático se materializaba por medio de los tablones de anuncios. Digamos que había en Alemania, por ejemplo, ciertos sistemas de ordenadores aislados del resto del mundo, y entonces podías marcar un número y entrar allí e intercambiar software y mensajes. De repente ya estábamos todos conectados. El problema seguía siendo el coste que tenían estas llamadas internacionales, por supuesto, pero algunos de nuestros colegas llegaron a convertirse en expertos en la manipulación de las líneas telefónicas. Los llamábamos fríkers. Se cuenta un montón de majaderías sobre los primeros hackers, se dice de ellos que robaban bancos y cosas así. La mayoría de los hackers que yo conocía sólo estaban interesados en conseguir, como fuera, no tener que pagar nada por las llamadas telefónicas de sus módems. Sólo se enriquecieron en esa medida. Pero poder pasar la noche conectado a todos esos expertos del mundo entero con los que ahora nos relacionábamos…, eso sí era hacerse verdaderamente rico. Y la conciencia de estar realizando grandes descubrimientos era un placer galáctico.

A los pocos días de haber recibido mi primer módem, desarrollé un software que permitía comunicar al mundo entero la manera de buscar otros módems. Posibilitaba rastrear los barrios de negocios de las ciudades australianas, y más adelante de otras partes del mundo, y averiguar qué ordenadores tenían módem. Yo sabía que al otro extremo de esas líneas telefónicas habría cosas interesantes. Y sólo quería descubrir adónde podían conducir esos números. Aprender a jugar con los números era algo parecido a las matemáticas. En esa fase, no podíamos decir que aquello fuera nada subversivo, sino que te permitía abrirte al mundo, explorarlo, y hacerlo le daba a uno la sensación de haberse montado en una ola muy alta y nueva, que rompía en la parte más sofisticada tecnológicamente de la civilización industrial. Puede parecer exagerado, pero sentir aquello era grandioso, y no voy a disimularlo. Todo eso era muy sofisticado, pero nosotros no lo éramos. Para muchos de nosotros era lo mismo que cuando éramos unos críos que saltaban una valla y empezaban a explorar una cantera o un edificio abandonado. Queríamos averiguar qué había allí dentro. Necesitábamos vivir las grandes emociones que se sienten cuando logras cruzar al otro lado de la valla y consigues meterte dentro del recinto. La emoción de introducirse en el mundo de los adultos y estar dispuesto a desafiarlo.

Así empezamos los hackers. Lo que pretendes es cruzar más allá de una barrera que alguien ha puesto ahí para impedir que entres en algún sitio. La mayoría de esas barreras han sido construidas para defender intereses mercantiles, para conservar el flujo de los beneficios, mientras que para nosotros dichas barreras eran una batalla en la que luchaban dos talentos; además, con el tiempo llegamos a descubrir que esas barreras eran siniestras. Habían sido erigidas para limitar la libertad de la gente, para controlar la verdad, lo cual, imagino, es otra forma del flujo de los beneficios. Empezamos franqueando los deseos mercantiles de ciertas empresas, y la emoción que nos hacía sentir aquello era indescriptible. Era como la primera vez que juegas al ajedrez con un adulto y le ganas. Me desconcierta conocer a gente que no acaba de comprender la clase de placer que uno siente con todo esto, pues se trata del placer de la creación, nada menos, el placer de lograr conocer muy a fondo una cosa, y conseguir crearla de nuevo. Dedicarse a hackear se convirtió para nosotros en una empresa muy creativa: saltarse los altos muros que protegen al poder, y cambiar las cosas. Para la gente que gestionaba los ordenadores, conseguir que nadie pudiera meter las narices en esos sistemas informáticos era un modo de control, y para nosotros saltarnos esas barreras formaba parte simplemente de nuestro intento juvenil de explorar el mundo.

En esa época, por supuesto, los gobiernos disponían de sistemas informáticos cuya sofisticación estaba en proporción directa con la riqueza y el poder militar de cada país. Para nosotros, el sistema informático más interesante era el X.25, el sistema mediante el cual la mayoría de los países vehiculaban a su vez los sistemas informáticos que guardaban su material militar clasificado. Había unos ocho hackers en todo el mundo que habían descubierto y luego compartido los códigos de acceso a esos sistemas. Comprobar de qué manera gobiernos y grandes empresas trabajaban juntos mediante estas redes te dejaba sin respiración. Y la crème de la crème del mundo de los hackers estaba observándolos. Al final de mi adolescencia, cuando el Muro de Berlín iba a ser derribado, todo estaba a punto de cambiar. En los noticiarios de cada noche se palpaba la llegada de un cambio de época que transformaría el significado de las ideologías. Pero incluso antes de que eso ocurriera nosotros ya estábamos cambiando el mundo. Cuando en las casas se apagaban los televisores, cuando los padres se iban a la cama, un batallón de jovencísimos hackers informáticos se colaba en esas redes y trataba de provocar también una transformación en la relación entre los individuos y el Estado, entre la información y el gobierno, y se establecían estrechos vínculos entre todos los jóvenes que se dedicaban a saltarse esas barreras con la idea de contribuir juntos a destruir el viejo orden.

Cada hacker tiene un alias, y el mío era Mendax, un término que tomé del splendide mendax de Horacio, que se podría traducir como «noblemente insincero» o tal vez «delicioso engaño». Me gustó la idea de que al esconderme tras un nombre falso, al mentir acerca de quién era yo o dónde me encontraba, aquel chico de Melbourne podía quizá hablar con más verdad acerca de su auténtica identidad. A esas alturas, la mayor parte del tiempo lo dedicaba a trabajar con el ordenador. Empezaba a padecer la enfermedad del hacker: no dormía, sentía una curiosidad ilimitada, no pensaba en otra cosa y estaba obsesionado por conseguir la máxima precisión. Más tarde, cuando llegué a ser muy conocido, a muchos les gustaba subrayar que yo sufría el síndrome de Asperger o que rondaba muy de cerca el autismo. No pretendo impedir que nadie se divierta, de manera que me limitaré a decir que soy, como lo son también todos los hackers, y como me atrevería a decir que lo son también todos los seres humanos, un poco autista. Pero hacia el final de la adolescencia, hasta al menos cumplir los veinte, yo no era capaz de centrar de verdad mis esfuerzos en nada que no me pareciera grandioso y nuevo. Hacer los deberes resultaba doloroso; una conversación ordinaria, una auténtica pesadez. Puede decirse que en cierto sentido me desconecté del alboroto local, de la climatología local, y que mi frecuencia sólo me sintonizaba con un mundo internacional. Teníamos ante nosotros mil tareas que realizar y nos obsesionamos con la idea de explorar esas tempranas redes, el internet anterior al nacimiento de internet. Por ejemplo, un sistema norteamericano llamado Arpanet con el que los australianos, al menos al principio, no podían conectarse a no ser que formaran parte del mundo universitario. Y así fue como nos montamos en la chepa del sistema y nos colamos en él. Resultaba ciertamente adictivo eso de proyectar tu mente por todo el mundo de esta manera, sabiendo que cada paso que dabas no estaba autorizado. Para empezar, hackeabas el sistema informático de la universidad, y luego hackeabas el camino que te permitía salir de allí. Pero mientras estabas metido allí dentro hackeabas otros sistemas informáticos situados en algún otro rincón del mundo. Lo típico, en mi caso, era meterme en los ordenadores del 8.º Grupo de Mando del Pentágono. Te zambullías en ese sistema informático, lo tomabas, y proyectabas tu mente desde el desaseado rincón de tu cuarto hasta lanzarla por los pasillos y las estancias de todo aquel sistema, sin olvidar por un instante que acabarías aprendiendo a comprender aquel sistema mejor incluso que sus usuarios en Washington. Era como si uno fuese capaz de teletransportarse hasta el interior del Pentágono para una vez allí pasear a sus anchas por todas partes, controlarlo todo, como en una película en la que te dedicases a dar órdenes a una pandilla de extras en mangas de camisa que trabajan sentados ante largas hileras de pantallas de ordenador. Pero enseguida saltábamos hacia un lado, abandonábamos aquellas fantasías, y comprendíamos que estábamos metidos a fondo en un nuevo y brillante escenario de lo que iba a ser el mundo en el futuro. La realidad virtual, que había sido uno de los campos temáticos de la ciencia ficción y ahora se incorporaba a la vida real para desempeñar también un papel importante, nació para muchos de nosotros en aquellas autopistas por las que circulábamos en solitario en mitad de la noche.

Era algo espacial. Intelectual. Hacía falta sentir el deseo de conectarse con la mente de las personas que habían construido aquellos caminos. Era necesario entender la estructura de su pensamiento y el significado de su trabajo. Resultaba una preparación magnífica para cuando, más adelante, hubiera que pelear con el poder, porque lo que entonces ocurrió es que conseguimos aprender cómo funciona y qué es lo que puede hacer el poder cuando trata de proteger sus propios intereses. Lo peculiar del asunto es que en ningún momento teníamos la sensación de estar robándole nada a nadie, ni tampoco la de cometer ningún delito ni estar llevando a cabo ninguna insurrección. Tenías sólo la sensación de estar desafiándote a ti mismo. La gente no suele entender esto: muchos piensan que éramos tipos dotados de una enorme rapacidad, que buscábamos enriquecernos, o que soñábamos una siniestra pesadilla en la que nos convertíamos en amos del mundo. No era eso en absoluto. Sólo tratábamos de comprender hasta dónde era capaz de llegar nuestro cerebro, cuál era su capacidad, y pretendíamos ver cómo funcionaba el mundo a fin de cumplir con un compromiso, un compromiso compartido con la mayoría de la gente, que consistía en vivir plenamente la vida y contribuir a que el mundo fuese mejor.

Cuando te metías en el sistema chocabas con tus adversarios. Era como encontrarse con un desconocido en la soledad de una noche oscura. Creo que en aquella época había en todo el mundo una cincuentena de personas, entre adversarios y fieles, que formaban parte del grupo de élite de los exploradores informáticos que trabajaban en el nivel más elevado. Una cualquiera de esas noches de vigilia había, por ejemplo, un hacker australiano hablando con un hacker italiano dentro del sistema informático de un complejo nuclear francés. Si lo comparamos con lo que suelen ser las experiencias habituales propias de los jóvenes, aquello era auténticamente explosivo. De día caminabas hacia el súper del barrio, te cruzabas con conocidos, personas que creían que no eras más que un adolescente vulgar y corriente, pero tú, entretanto, sabías que la noche anterior te la habías pasado metido hasta el cuello en los asuntos de la NASA. En cierto sentido, a veces uno tenía la impresión de estar en contacto con los generales, con los tipos que manejaban las palancas del poder, y con el tiempo algunos de nosotros llegamos a sentir que habíamos logrado establecer contacto con la esencia misma del poder en nuestros respectivos países. No nos parecía que esto fuera en absoluto siniestro, sino lo más natural del mundo. No teníamos la sensación de ser unos delincuentes, sino de trabajar en pro de la libertad. En último extremo, tampoco creíamos haber hecho méritos especiales, como no fueran los relativos a nuestro talento para llegar hasta allí. Estábamos al mando. Podíamos mirar al Pentágono o el Citibank y decir sin faltar a la verdad: «Lo hemos hackeado. Hemos conseguido entender el funcionamiento de su sistema. Ahora, parte de ese sistema informático es nuestro. Nos lo hemos llevado, hemos logrado que sea de dominio público».

A lo largo de nuestras incursiones nocturnas, jamás le hicimos daño a nadie ni causamos ningún desperfecto, pero no éramos tan ingenuos como para pensar que las autoridades iban a verlo igual que nosotros. Hacia el año 1988, las autoridades australianas trataban de encontrar unos cuantos ejemplos clave que les permitieran justificar la aprobación de una nueva ley de delitos informáticos. Era evidente que debíamos ser cautelosos. Me acostumbré a guardar mis discos dentro de la colmena. Estaba seguro de que ninguno de los miembros del servicio de inteligencia criminal se atrevería a que le clavaran sus aguijones las abejas si insistían en meter la mano para rebuscar por allí dentro.

Algunos hackers poseedores de una enorme inspiración eran amigos míos: Phoenix, Trax y Prime Suspect. Estos dos últimos y yo nos unimos para formar un grupo al que llamamos la Internacional Subversiva. Lanzábamos expediciones nocturnas hacia el interior de la empresa canadiense de comunicaciones, Nortel, y también al núcleo informático de la NASA y del Pentágono. En cierta ocasión conseguí las contraseñas necesarias para tener acceso a la Comisión Australiana de Telecomunicaciones de Ultramar. No hice más que marcar el teléfono de una de sus oficinas en Perth y fingí que era un colega del empleado que descolgó. Mientras hablaba, puse en marcha una cinta magnetofónica en la que había grabado ruidos oficinescos (zumbidos de fotocopiadoras, teclados, el ruido confuso de una conversación distante) a fin de crear el ambiente adecuado para que mi farsa fuese plausible. En apenas unos segundos me facilitaron la contraseña. Puede parecer como si estuviéramos jugando, y en cierto sentido así era. Pero cuando fue aprobada la nueva legislación dejamos de pensar que éramos como alpinistas que se colaban en una reserva natural para explorarla, y empezamos a comprender que nos habían convertido en delincuentes que se enfrentaban a penas de diez años de prisión. Algunos de mis amigos ya habían sido objeto de redadas, y supe que sólo era cuestión de tiempo que también me localizaran a mí.

El día que eso ocurrió, mi hermano les franqueó la puerta de casa. Era un crío de apenas once años. Tuve la inmensa suerte de no estar en casa. La policía, por otro lado, carecía por completo de pruebas, y entraron en la vivienda como quien va de pesca. Corría por entonces la voz, completamente falsa, de que los hackers se forraban robando al Citibank. Todo era mentira. Tratábamos de robar electricidad para hacer funcionar los ordenadores, y también hacer llamadas de teléfono sin pagar, y no pagábamos los sellos. Pero ninguno de nosotros robaba dinero. En lugar de buscar beneficios para nuestro bolsillo, avanzábamos procurando no estropear nada a nuestro paso. Si hackeábamos un sistema, al retroceder para salir de él íbamos reparándolo todo, aunque, eso sí, dejábamos una puerta trasera por la que volver a entrar en el futuro.

La policía comenzó a controlar nuestros teléfonos las veinticuatro horas del día. Era todo muy estrafalario, y ese carácter estrafalario de la situación se fue colando en el carácter de algunos de los adolescentes. Hay que admitir que algunos de nosotros éramos bastante raros también; proveníamos de familias de las que hoy en día se llaman disfuncionales, y en ellas las adicciones formaban parte de la vida cotidiana, y los disfraces no eran una novedad sino todo lo contrario. Desde luego que todo eso era cierto en mi caso, y probablemente yo fuera por esta razón uno de los colegas menos obsesivos. Mi amigo Trax, por ejemplo, había sido siempre un excéntrico y parecía padecer alguna clase de desorden psicológico que le hacía sufrir ataques de ansiedad muy a menudo. Odiaba viajar, casi nunca iba a la ciudad, y una vez mencionó que había sido visitado por un psiquiatra. Pero con frecuencia he comprobado que las personas verdaderamente interesantes son al mismo tiempo un poco raras, y Trax era las dos cosas.

Hackear era para nosotros una forma de establecer contacto con otros chicos que no se habían dejado abducir por la normalidad. Queríamos seguir nuestro propio camino y nuestro instinto nos impelía a cuestionar la autoridad. Ese instinto estaba en mí desde el día de mi nacimiento. Nacimos en una sociedad tolerante pero nuestra generación parecía tener ganas de cuestionar incluso la permisividad, preguntarse por su significado. No éramos como los jóvenes de los sesenta, que hablaban de libertad hasta por los codos (al igual que lo habían sido mis padres, que siempre recelaron de la actitud apolítica de los hippies), y se limitaban a protestar en contra de los abusos del poder. Nosotros queríamos desestabilizar ese poder. Si se nos podía calificar de subversivos, era sólo en la medida en que buscábamos una clase de subversión que venía de dentro. Nuestra actitud mental era la misma que la de los chicos que creaban los sistemas informáticos. Nosotros conocíamos su lenguaje y crackeábamos sus códigos. La cuestión que se nos planteaba era, cada vez más, la de que teníamos que avanzar por un camino inevitable, teníamos que seguir la lógica de lo que habíamos descubierto; en suma, averiguar cómo funcionaba el modo en que todo aquello tenía a la sociedad agarrada por el cuello. En torno a la época en que se celebró el bicentenario de Australia (1988), había surgido una nueva confianza entre nosotros, el número de ordenadores que había en las casas creció notablemente, la cultura popular era más viva, y entre mis colegas dominaba la idea de que el complejo industrial-militar y su costumbre de bombardear a las poblaciones y hacer que todo el mundo se dedicara sobre todo a comprar cosas, debía ser subvertido. Crecimos deprisa y nos preparamos para armar un buen jaleo. La policía empezaba a apuntar en nuestra dirección.

Probablemente no sea incorrecto afirmar que yo estaba mucho más politizado que mis amigos. Siempre he creído, y sigo creyendo hoy en día, que una gran parte del poder que ostentan las fuerzas opresivas del mundo radica en su capacidad para ejercer ese poder en secreto. No pasó mucho tiempo antes de que comprendiera, a partir de mi experiencia de explorador de sus sistemas, que tal vez el lugar en donde había que enfrentarse a esas fuerzas era precisamente aquella zona «clandestina» que yo iba conociendo. Hackear fue un comienzo. Al ver el grado de histeria que estaban provocando nuestras inocentes diversiones, comprendimos que habíamos tocado un punto esencial respecto al modo en que se ocultan los secretos. Los gobiernos mismos estaban espantados. Mucho más espantados por eso, según pudimos comprobar, que por las manifestaciones que la gente organizara en las calles o por los cócteles molotov que los manifestantes lanzaran desde las barricadas. Internet acabaría brindando un modelo de insurrección científica que terminaría dejando perplejas a las autoridades corruptas. Porque les decía: «Ya no controláis lo que pienso acerca de vosotros».

En 1990 un titular de la prensa australiana decía así: «Compartir un disquete puede llegar a ser tan peligroso como compartir la jeringuilla». Unas palabras que logran que el hecho de compartir información parezca tan peligroso como contagiar el sida, y esta clase de ataques representa muy bien el tono con que han hablado de nosotros nuestros enemigos desde entonces. Éramos Ned Kelly; éramos Robin Hood; éramos hordas de mongoles. Pero, en realidad, sólo éramos adolescentes que ni siquiera habíamos cumplido los veinte años, pero que estábamos descubriendo qué era lo que hacía avanzar el reloj de la vida, y que acto seguido nos preguntábamos por qué esos relojes estaban manipulados. Metimos el dedo en el lugar exacto donde latía el pulso de las nuevas tecnologías y, cuando surgía la oportunidad, tratamos de utilizar nuestros conocimientos en favor de la justicia y la honradez. Y eso era algo que mucha gente no deseaba que ocurriese. Las autoridades, en general, nos detestaban. Ése ha sido el principal tema de mi vida: encerradle, tapadle la boca.

Sólo ahora, veinte años más tarde, puedo ver que lo que me hacía funcionar era una energía de tipo nervioso. Yo pensaba en aquel entonces que aquella forma de vivir sometido siempre a la máxima presión era lo normal en los jóvenes. Al fin y al cabo, desde los diez años yo no había conocido ningún período prolongado de tranquilidad. La magnitud misma de nuestras intrusiones hizo que me estremeciera cada vez más. No éramos sino unos críos, pero estábamos tocando de cerca unas fuerzas tan siniestras y tan poderosas que todos y cada uno de nosotros empezamos a comprender que no sólo tratarían de ir a por nosotros, sino que quedaríamos marcados de por vida. El mundo estaba lleno de Goliats, y nosotros éramos vulnerables. El tiempo te permite aprender lecciones, o al menos a mí me las enseñó; así pues, acabé sabiendo cuáles son los métodos que el poder utiliza para vengarse y calumniarte cuando quienes lo ostentan se sienten arrinconados. Aprender a mantener tu posición, a corregir errores si puedes hacerlo, a tener erguida la cabeza y no olvidar nunca que las personas que se enfrentan a los grandes mentirosos públicos siempre serán vilipendiadas. En mi caso, las tretas de quienes me calumnian han alcanzado cotas de pura comedia. Pero en aquel entonces, cuando era aún un adolescente y no estaba del todo preparado para ir esposado, me resultaba difícil contenerme. Después de que la policía metiera las narices en casa de mi madre, comencé a notar que ciertos poderes sombríos me acechaban cada vez desde más cerca. Borré todos mis discos, quemé los papeles donde había impreso de todo y me largué de la periferia para irme a vivir al centro de la ciudad, como okupa, con mi novia. La huida volvía a ser parte intrínseca de mi vida, y ya nunca dejaría de vivir así.