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HUIDA
La familia de mi madre llegó a Australia en 1856 procedente de Escocia. El jefe del clan era James Mitchell, un aparcero de Dumfries que vivió en la misma época que Robert Burns, el poeta escocés conocido por su pensamiento radical, y que también era campesino. Burns se pasó la vida entera protestando contra la injusticia y la tiranía, y escribió una especie de «marsellesa» universal dedicada al espíritu humano y titulada A Man’s a Man for a’ That (Un hombre es un hombre pase lo que pase). El poeta murió pobre en Dumfries justo cuando mi antepasado Mitchell comenzaba a crecer, y a Burns no le hubiese costado nada entender el deseo de emigrar de aquella gente. Al igual que Burns, esos antepasados de mi madre eran protestantes que vivían sometidos a las leyes de la Iglesia de Escocia, y la existencia en los campos embarrados de su país era muy dura.
Hugh Mitchell, junto con Anne Hamilton y sus cinco hijos, se estableció como granjero de vacas en Nueva Gales del Sur, en la localidad de Bryans Gap, cerca de Tenterfield. Se le conocía bien en todo el distrito de Nueva Inglaterra, y murió a los ochenta y cuatro años, dejando una herencia de 121 libras esterlinas, y un hijo, James, que con el tiempo arrendó unas tierras en Barney Downs. James era buen jinete y se alistó como voluntario y combatió en la guerra de los Bóers. El 2 de junio de 1900 escribió una carta desde Bulawayo, en Rhodesia, en la que le contaba a su hijo Albert lo dura que era la vida en el regimiento y qué frustración le producía no estar combatiendo en el frente. Esta queja, muy común entre los soldados, encontró su respuesta cuando el destino organizó las cosas de manera que, ocho semanas después, pasó a formar parte de una guarnición del Transvaal que fue objeto de un severo ataque por parte de los bóers, y James Mitchell, sargento primero, murió allí a causa de sus graves heridas. El soldado que lo enterró escribió una carta a su familia. «Fue un deber muy duro, el más triste de los que he tenido que cumplir en Sudáfrica… Esta guerra es un mal asunto, triste y cruel». Otros antepasados míos, por el lado de mi padre, los Kelly y los Greer, habían emigrado primero a Irlanda y cuando regresaron a Escocia fueron propietarios del Imperial Hotel de Nundle. Mi bisabuelo paterno, James Greer Kelly, tuvo cuatro hijos que fueron deportistas destacados que adquirieron fama por sus hazañas como jugadores de críquet y rugby. También tuvo una hija, Miriam Kelly, mi abuela, que emigró a Sidney y se casó allí con un hombre apellidado Shipton, de cuya unión nació mi padre.
La ciencia nos dice que la familia nos transmite los genes y la vida, pero cabe preguntarse si también heredamos de ella sus ideas. No puedo afirmar que conozca el ideario de mis antepasados, pero sí sé que ese viaje que, como buenos celtas, emprendieron a lugares lejanos, en busca de bienes y herramientas, de oro y tierras, también fue motivado por el ansia de conocer mundos nuevos. Algunos de ellos, del lado materno, sufrieron a causa de su idealismo, en la batalla de Gallipoli y otros sitios. Alfred Hawkins, mi bisabuelo, estuvo encerrado en un buque-prisión japonés, el Montevideo Maru, y navegaba en él cuando fue hundido por un submarino norteamericano en 1942. Tengo entendido que ésa fue la primera vez que nuestra familia conoció la experiencia de ser víctima del fuego amigo. Y no sólo padeció en esa ocasión nuestra familia, ya que en ese mismo buque perecieron ahogados 1.051 soldados y civiles australianos. El hundimiento se produjo a unas sesenta millas de la isla de Luzón, en Filipinas, y los restos del naufragio del buque no han sido recuperados jamás. Hace unos años, un superviviente (un marinero japonés) recordó los gritos terribles que lanzaban los presos australianos cuando el buque comenzaba a hundirse. Otros presos, según contó este testigo presencial, cantaban Auld Lang Syne (Hace mucho tiempo). No hay registros históricos que confirmen que mi pariente iba a bordo de ese buque la noche en que fue hundido, ni sabremos nunca si Alfred Hawkins gritaba o cantaba, en caso de haberse encontrado en uno de sus calabozos, pero vale la pena subrayar que esa canción fue compuesta por Robert Burns, nuestro famoso vecino escocés.
Mi propio padre estuvo desaparecido de mi vida durante muchos años, y sólo entró a formar parte de ella cuando yo ya era adulto. Me referiré a ello más adelante. En todo caso, eso supuso que Brett Assange fuera para mí el buen padre, la figura masculina que tuve como modelo de pequeño. Brett era uno de esos tipos magníficos de los años setenta que tocaban la guitarra y se metieron en el mundo de la música rock. Llevo su apellido, que es muy infrecuente, pues se trata de una adaptación inglesa del apellido chino Mr. Sang, o ah-sang en cantonés. Su tatarabuelo fue un pirata taiwanés. Terminó estableciéndose en la Isla del Jueves (una de las que forman el archipiélago del estrecho de Torres), donde se casó con una chica de allí, y con ella emigró más tarde a Queensland. Europeizó su apellido para librarse del entonces desenfrenado racismo australiano contra los chinos.
Volviendo la vista atrás hacia todas estas personas, veo a un grupo de familias que anduvieron dando vueltas por Australia, progresando a partir de la pobreza hasta alcanzar una posición acomodada, en claro contraste con la vida de mi madre y la mía, que fueron bastante diferentes. Mi madre, como decía, se divorció de Brett Assange cuando yo tenía nueve años. Él había sido un excelente padre para mí, y era en general muy buena persona, pero no lo fue tanto consigo mismo, y eso condujo a la separación y a que terminara la relación de mi madre con él, esos años que constituyeron una especie de edad de la inocencia en mi vida.
El lugar hasta entonces ocupado en la familia por mi padre adoptivo fue usurpado por un tipo llamado Leif Meynell. Mi madre lo conoció cuando ella estaba dibujando tiras cómicas para el Northern Rivers College of Education. Recuerdo que llevaba una melena rubia que le colgaba hasta los hombros, y que era bastante guapo. Me quedaron grabadas su frente alta y despejada, y la marca blanca y estriada de la zona del brazo donde le pusieron la vacuna de la viruela. En aquel entonces deduje que esa marca significaba que había nacido en Australia a comienzos de los años sesenta, aunque lo cierto es que esta clase de vacunas se ponían a los niños de otros muchos países. Por lo oscuro de la raíz de su cabello, era evidente que su rubio era teñido. Una vez estuve curioseando su cartera y encontré muchas tarjetas con nombres diversos. Era músico y tocaba la guitarra. Pero por encima de todo fue para nosotros lo más parecido a un fantasma, y supuso siempre un misterio amenazador.
Desde el primer momento me opuse a él. Puede que sea normal que un chico oponga resistencia a un hombre como él, o, en realidad, a cualquier hombre que parezca estar usurpando el puesto que le había correspondido al padre, ya sea el biológico o el padre. Aunque mi madre al principio bebía los vientos por él, no llegó a vivir con nosotros. En cualquier caso, fuera cual fuese la naturaleza de lo que ella sintió por Leif, no le duró apenas. Así que trató de alejarle de su vida, pero él era un individuo que tenía la habilidad de volver a presentarse y convencerla de que todo cambiaría. Al final, acabamos huyendo de Leif. Viajábamos hasta el otro extremo del país, y al poco tiempo comprendíamos aterrados que había conseguido encontrarnos de nuevo. Entonces se metía otra vez en nuestras vidas, y estas situaciones acabaron siendo muy difíciles de sobrellevar. Era capaz de resultar muy seductor. Una vez me pegó un puñetazo en la nariz tan fuerte que me hizo sangrar. Otra vez saqué un cuchillo para defenderme, le dije que no volviera a acercárseme. Pero no puedo decir que hubiera siempre abusos de tipo físico por su parte. El problema más grave era la extraña capacidad que tenía de ejercer alguna forma de poder psicológico sobre nosotros.
Hacia el año 1980 habíamos vuelto a mudarnos a una casita situada en una zona muy bella de la costa norte de Nueva Gales del Sur, a unos veinte kilómetros de la playa. La casa se encontraba en medio de una plantación abandonada de aguacates y plátanos, y mi madre logró que nos la alquilaran. Recuerdo bien un día en que até una cometa a uno de los postes de la valla, y me quedé mirando la luz intensa y verde que se colaba a través de las hojas de los plátanos. Aquello era, supongo, como una novela gótica que transcurriese en el trópico, y Leif era una especie de Heathcliff en pantalón corto y sandalias, que de repente reaparecía como si fuese la encarnación de cierta fuerza tenebrosa. Mi madre se quedó embarazada de él y, ante el posible impacto de mi oposición, Leif intentó al principio mostrarse razonable, subrayando que ahora se había convertido en el padre de mi hermano y que por esa razón mi madre quería que siguiera con nosotros. «Eso sí —me dijo—. Si algún día no deseas que viva con vosotros, me iré inmediatamente». En realidad quería quedarse, y así lo hizo durante algún tiempo, aunque yo pensaba que estaba muy dispuesto a ocuparme de mi madre y del bebé, y protegerles. Mamá padeció una mastitis, y la cuidé mientras le duró la fiebre. Le daba zumo de naranja. Por la noche, en los alrededores de la casa reinaba una oscuridad muy profunda, sin más que la luna para guiar tus pasos si salías, y teníamos una sensación inquietante de quietud y aislamiento.
Mi madre estaba enamorada de Leif. Y yo era demasiado joven para comprender en qué consiste el amor basado en la atracción sexual. Lo único que yo sabía es que Leif no era mi padre, y que la suya era una presencia siniestra. Él argumentaba, una y otra vez, que yo no debía rechazarle, y que mi madre y él tenían una buena relación, y que además estaba su hijo, y todo lo demás. Pero hubo un momento, cuando vivíamos aún en esa casita de la plantación, en que le dije que no podía seguir aceptando la situación. Le dije que sabía que nos había mentido, hasta extremos de los que yo ignoraba que un adulto pudiese ser capaz de mentir. Una vez Leif dijo que habría que matar a todos los feos. A veces pegaba a mi madre, y te daba la sensación de que en esos momentos era capaz de cualquier cosa. Yo quería que se fuera, tal como me había prometido que iba a hacer, pero luego negó que jamás me hubiese dicho nada parecido.
Hay gente a la que la vida nómada le va muy bien; o que encaja en determinadas situaciones. Nosotros nos mudábamos de sitio con mucha frecuencia, como si ésa fuese nuestra forma de vida, sin más. Mi madre conseguía un empleo en una nueva ciudad, y buscábamos allí una vivienda. Así de sencillo. Pero en los años en que nos mudábamos por culpa de Leif, todos esos cambios los hacíamos como impulsados por cierta crispación, y esta circunstancia hizo que en lugar de parecernos una cosa la mar de sencilla acabara resultando consecuencia del miedo. Tardamos mucho en enterarnos de cuál era la esencia del problema de Leif. Al final averiguamos que pertenecía a una secta australiana llamada «La Familia». Cuando ahora pienso en todo aquello, compruebo que el carácter obsesivo de Leif tenía mucho que ver con su pertenencia a esa secta, y que este hecho también podía servir para explicar su egocentrismo y aquella oscura capacidad suya para controlar nuestras vidas.
La secta La Familia fue fundada por Anne Hamilton-Byrne a mediados de los años sesenta. Comenzó en las montañas situadas al norte de Melbourne. Los miembros de esa secta se dedicaban a la meditación, y en sus reuniones y extrañas sesiones místicas consumían LSD. Según la idea básica que compartían sus miembros, Anne era una reencarnación de Jesucristo, aunque en sus creencias también se mezclaban elementos tomados de las filosofías orientales. Los miembros de la secta adoraban a una deidad kármica obsesionada por la limpieza de las almas. Anne profetizó el fin del mundo y afirmaba (cosa bastante cómica, aunque a ella no se lo pareciese) que sólo iba a sobrevivir la gente que estuviera refugiada en las sierras de Dandenong, al este de Melbourne. Anne y su marido se hicieron ricos gracias a que se quedaban con las limosnas que recogían en los oficios de los jueves. La secta no llegó nunca a tener muchísimos seguidores, pero todos ellos estaban prendados del aura de color azul que parecía rodear a Anne (un truco debido a una iluminación especial, que le proporcionaba ese fulgor azulado). Muchos de sus seguidores eran médicos, gente de clase media que acabó teniendo una fuerte dependencia de Anne. La fuerza principal de la secta era la red de influencias tejida entre sus miembros por Anne y su esposo. Actuaban de forma parecida a los masones, obtenían favores de gente situada en posiciones sociales muy influyentes, y eso nos permitió finalmente comprender cómo se las arreglaba Leif para encontrarnos una y otra vez.
En realidad, Leif se apellidaba Hamilton. Y era una de las personas que fueron «adoptadas» por La Familia. Al cabo de los años, Anne Hamilton-Byrne y su marido fueron condenados por el delito de falsificación de documentos de adopción, pero en su momento culminante tenían la capacidad de lavar el cerebro de las autoridades. Debido al consumo de LSD, muchos miembros de la secta creían tener revelaciones, y les pareció muy bien hacer el papel de «tíos» de los muchos niños adoptados cuando a los Hamilton-Byrne les dio por la manía de las adopciones. En cierto momento, La Familia llegó a tener adoptados a veintiocho niños. En todos los rincones de la casa había altares dedicados a Anne Hamilton-Byrne, y a todos y cada uno de los niños les daban una foto de ella, como si fuese Mao. La secta estaba obsesionada por la sexualidad y la pulcritud. Al parecer, Anne padecía una forma extrema y chiflada de vanidad, y odiaba a los feos y a los gordos, y ella misma se sometió a operaciones de cirugía estética.
Leif Meynell era miembro de esta secta, y todo lo que hizo en relación con nosotros tenía que ver con su pertenencia a La Familia. Una vez, huyendo de él, nos habíamos ido a vivir a Adelaide Hills, y tuvimos que huir de nuevo, en esta ocasión a la ciudad de Perth, en Australia Occidental. Nos instalamos en Freemantle, un suburbio de esa ciudad que ahora está de moda, pero que en nuestra época era sobre todo una zona industrial muy próxima al puerto. Una de nuestras vecinas estaba al corriente de la situación que padecíamos, y un día al volver de una granja nos dijo que habían visto a Leif Meynell rondando por nuestra calle. Tuvimos que huir. Esa vez terminamos yendo a parar a una casa del Patch, a las afueras de Melbourne, en un territorio estrecho y alargado cuya pendiente desemboca en un arroyo que discurre al pie de la colina. Un día encontré en ese arroyo una oveja muerta, hinchada y muy maloliente. Recuerdo que estuve caminando por el arroyo, utilizando el cadáver a manera de puente. En aquel tiempo, las cosas más extraordinarias podían convertirse en normales. Era invierno, los charcos estaban helados y cada una de mis pisadas dejaba en el barro una huella que se cubría de una capa de hielo. Parecían los pasos del hombre que caminó por la Luna, conservados bajo un cristal. Tenía que cortar leña y hacer fuego cada mañana para calentar el agua que luego pasaba por un serpentín escondido dentro de la chimenea. Mi principal entretenimiento era la colmena que tenía en el patio de la casa. Por las mañanas me ocupaba de las abejas y me dedicaba a ver su vida atareada.
Las abejas combaten a los predadores de una forma muy especial. No paran de moverse, y siempre van a morir lejos de la colmena. Estoy convencido de que ese aislamiento al que antes me refería, esa sensación que tienes en ciertos rincones de Australia de que la civilización está en otro lugar, contribuyeron a que funcionaran tan bien sectas como la de La Familia. En aquella comunidad de campesinos, su actitud en relación con los animales era muy extraña, y había malas vibraciones satánicas en todo lo que hacían. Recuerdo una tienda de rituales satánicos que regentaba un tal Kerry Calkin. Todo era muy pedestre y, sin embargo, bastante aterrador. La atmósfera del lugar recordaba la de El señor de las moscas, y en nuestras vidas dominaba una mezcla de paranoia y culpa.
Y nuestra manera de vivir resultaba agotadora. No parábamos de cambiar de sitio. Nos avisaron de que Leif se estaba aproximando; nos dijeron que andaba buscándonos en las colinas que rodean Melbourne. En esa última ocasión, mi hermano y yo decidimos oponer resistencia. No soportábamos la idea de tener que agarrar otra vez todas nuestras cosas y salir zumbando. Para tranquilizarle, mi madre y yo le dijimos a mi hermanito que podía llevarse consigo a su gallo, un ejemplar premiado de la raza de los Red de Rhode Island, que era un animal alto, orgulloso y fortísimo, y que cantaba muy fuerte. Por mi parte, dije que pensaba llevarme mi colmena de dos pisos. No es difícil imaginar la escena: una mujer que a esas alturas ya estaba histérica, acompañada por dos hijos que cargaban con su extraño zoo, todos metidos en una ranchera familiar que huía por un camino de tierra.
Yo había llegado a convertirme en todo un experto de la cría de abejas. Y también sabía cómo transportarlas de un lugar a otro. Es necesario primero taponar la salida de la colmena con hojas de papel de periódico. Al final, las abejas son perfectamente capaces de comerse el papel y acaban por abrirse paso, pero si lo calculas bien puedes conseguir que no encuentren la salida hasta el momento en que ya has llegado a tu destino. Esa vez íbamos desde Melbourne hasta Brisbane. Los chicos dormíamos en el coche mientras las abejas zumbaban dentro de la colmena. El sol comenzó a salir y el gallo decidió alertar al mundo, pero yo lo agarré del cuello; entonces noté en la palma de la mano el temblor, el espíritu de los buenos días que pugnaba por salir, y al mismo tiempo oía a las abejas que empezaban a enfurecerse mientras mordisqueaban el papel.
—¡Deprisa! —le dije a mi madre, y aquello estaba convirtiéndose en una auténtica pesadilla—. ¡Las abejas están a punto de salir y son muy vengativas!
Al final mi madre buscó un campo en donde dejar que las abejas salieran a tomar el aire y el gallo pudiera cantar a gusto. Las abejas zumbaban más y más fuerte, el olor a cera y miel flotaba ya en el coche y el gallo empezó a cantar, cuando por fin mi madre estacionó junto a una iglesia enorme. El gallo saltó afuera, y yo corrí a la trasera de la ranchera, abrí la portezuela y avisé a todo el mundo de que se alejara, mientras me disponía a arrancar de golpe el resto de los papeles para dejar que las abejas salieran. Las abejas estaban furiosas. Necesitaban vengarse, y para ello no había nada mejor que aquella cosa tan llena de plumas rojas. Y, en efecto, se lanzaron contra el gallo, lo que hizo que me sintiera íntimamente satisfecho. El pobre bicho se puso a correr por el campo envuelto en un enjambre de abejas que se ensañaban en sus partes bajas. Y esta misma escena se repitió cada día y cada noche hasta que finalmente llegamos a Brisbane. Dios no existe, no existe tampoco ninguna clase de justicia universal, pero la naturaleza posee una notable capacidad de ironía. A los pocos días de habernos instalado en Brisbane, me topé con un grupo de sapos de la caña de azúcar que caminaban en fila. Había seis o siete y eran grandes y gordos, venenosos y repulsivos, cargados de las bolsas de veneno que se hinchaban en el dorso de sus cuerpos; se habían sentado delante de mi colmena y estaban comiéndose a las abejas conforme salían. Se sabe que los aborígenes australianos secan esas bolsas de veneno y luego se las fuman porque así se colocan muchísimo. En cambio yo no fui capaz de obtener placer alguno de aquellos animales. Eso sí, había aprendido una nueva lección acerca de cómo sobrevivir en Australia. Si viajas hacia el norte del país, pon las colmenas sobre alguna clase de pedestal que las separe al menos un metro del suelo.
A lo largo de nuestras huidas acabamos aprendiendo la astucia de quienes viven en la selva. Por ejemplo, a vivir sin apenas dinero y en un mundo en el que casi no existe lo normal. Nuestra normalidad consistía en la inestabilidad permanente, y al final supimos adaptarnos muy bien a ella. Un viajero australiano llamado Nat Buchanan («Old Bluey») viajaba siempre ligero de equipaje y tenía el don de explorar toda Australia y sacar mucho partido de su independencia. Su tataranieta, Bobbie Buchanan, escribió un libro sobre su vida, In the Tracks of Old Bluey (Siguiendo las huellas de Old Bluey), que nos muestra a un hombre que conocía muy a fondo todo Queensland, capaz de coexistir con animales y seres humanos, y cuyo temperamento le permitió demostrar que tenía mucho valor cuando tuvo que hacer frente a los obstáculos que hallaba a su paso. Era un nómada de origen irlandés, como nosotros, y, al igual que nosotros, supo transmitir sus costumbres a sus hijos. La diferencia entre él y nosotros radica en que Old Bluey perseguía a la naturaleza en un viaje en búsqueda de sí mismo, mientras que nosotros éramos perseguidos por una fuerza de la naturaleza a la que apenas podíamos presentar batalla, y en lugar de encontrarnos a nosotros mismos terminamos extraviándonos. Nat era un pionero, el primer hombre capaz de, según el relato de Bobbie, «cruzar las mesetas de Barkly de este a oeste, y el primero en conducir a un gran rebaño de ganado desde Queensland hasta el Extremo Norte del Northern Territory». Nat murió en 1901, más de ochenta años antes de que mi madre, mi hermano y yo cruzáramos en coche como fugitivos todo el desierto de Tanami. «Nat era un tipo pintoresco, aunque enigmático —según el libro de su descendiente—, cuya historia es tan notable que no necesita ser exagerada».
Mi madre acabó cambiando de nombre. Dedujimos que Leif tenía contactos con la administración de la seguridad social —se supone que ésta era la manera de funcionar de La Familia—, de modo que lo mejor era dejar de tener un nombre que figuraba en el sistema informático del gobierno. Pero Leif era un gran charlatán, capaz de sonsacar información de cualquiera, y siempre se enteraba de dónde estábamos, y nos atrapaba. Fue gracias al trabajo de un investigador privado como conocimos sus estrechas relaciones con Anne Hamilton-Byrne y su secta. Por aquel entonces vivíamos en Fern Tree Gully, y yo ya tenía dieciséis años. Habíamos llegado al final del camino. Además, yo comenzaba a sentirme ya un hombre hecho y derecho y estaba dispuesto a enfrentarme a Leif. La masculinidad, y quienes la rechazan, merecerían tal vez que hiciese aquí un aparte dirigido a ellos, pero me limitaré a decir que yo me sentía capaz de hacerle daño, y se diría que él también terminó enterándose de que así era. Comenzó a rondar por allí, acercándose cada vez más a los límites de nuestra casa, y yo le salí al paso y le dije que se fuera a tomar por culo. Fue la primera y la última vez, y hubo algo en la manera en que se lo dije que nos garantizó que no íbamos a volver a verle nunca más. Durante una primera época tras este incidente presionó para ver a mi hermano, pero su historia le delataba y finalmente se esfumó.
A decir verdad, sin embargo, durante todos esos años en los que Leif nos persiguió de un extremo a otro de Australia, mi cabeza solía estar ocupada en otros asuntos. Siempre me había gustado agarrar máquinas diversas y desmontarlas y luego montarlas otra vez. Tenía, supongo, cierto instinto para la técnica, y no sólo me gustaba usar las máquinas, conectarlas y desconectarlas, sino también comprenderlas. Cuando se fue Brett, terminó como he dicho la primera parte de mi vida, y me sentía preparado para dar algún paso adelante. En una tienda de Lismore me fijé en una máquina fascinante y novedosa para mí, una máquina que enseguida me habló de un mundo totalmente nuevo. Estaba en el escaparate, y era el ordenador Commodore 64.
Ese ordenador, visto con los ojos de hoy en día, tiene un aspecto ridículamente primitivo. Un auténtico montón de chatarra de plástico gris que compone este ordenador familiar que funcionaba con discos cuyo tamaño era el doble del tamaño de un móvil actual, y que tenía una potencia cien mil veces menor que el teléfono que llevo en el bolsillo. Viéndolo hoy en día tiene aspecto de un cacharro que se ha escapado del atrezo de Star Trek, una visión infantil de cómo sería el futuro. Pero para alguien como yo, habitante de una ciudad pequeña de Australia, aquello era el verdadero futuro, y yo quería comprenderlo.
A los dieciséis años, el ordenador ya se había convertido en mi conciencia. Era el comienzo de una nueva vida. Y no es que la vida anterior no tuviera su encanto —que lo tenía y lo tiene, todavía hoy—, sino que en cierto modo podría decirse que yo hablaba con el ordenador, o hablaba a través del ordenador, saltándome de golpe todas las pequeñas preocupaciones provincianas para alcanzar un punto del infinito desde cuya perspectiva el yo se disuelve y entra a formar parte de la historia. Más adelante, el problema del yo, de mi yo, se convertiría en una obsesión para muchos periodistas. Que acabarían preguntándose si yo era un arrogante o un loco, un tipo despreocupado o un manipulador, un quisquilloso, un individuo susceptible, un tirano. El yo del que ellos hablaban era únicamente producto de su imaginación. Sólo habitaba en sus fantasías. Yo trataba de llevar adelante mi tarea sometido a muchísima presión; apenas era consciente de mí mismo, y desde luego la imagen que tenían de mí no respondía a quién era yo. Hoy en día a la gente le encanta especular sobre el yo individual, y creen que la vida es un serial. Pero cuando digo que mi «yo» no está donde ellos lo buscan sino en algún lugar que está más allá de mí, en un ordenador, en un proyecto que durará toda mi vida, lo que quiero decir es que no estoy todo el rato dándole vueltas a una cosa tan nimia como quién soy o quién pueda ser yo. Porque cuando te lanzas a una empresa así desapareces, te fundes en algo muy superior a ti, y te pones a su servicio con todas tus fuerzas, sean las que sean.
Puede que tuviese que ver con el hecho de que yo pertenezco a mi generación. Y hay algunos que no acaban de entenderlo. Tratan de meterte en sus formas antiguas de clasificar a la gente: pretenden que seas Billy el Niño, el Doctor No, Robin Hood o el Doctor Strangelove. En mi opinión, a finales de los ochenta surgió una generación que comenzó a pensar de otra manera. Fuimos amamantados por los ordenadores, y no nos reconocíamos en nuestro «yo», sino en un «nosotros» e incluso, si eso fuera posible, en un «nosotros frente a ellos». En el imaginario de la gente, cuando se piensa en los chiflados de los ordenadores, se suele representar a un loco obsesivo que vive encerrado en su habitación y está muy alejado del mundo. En realidad, los que estaban alejados del mundo eran los críos que sólo se dedicaban a mirar la tele. Ellos sí eran gente pasiva, solitaria. Puede que nosotros también nos pasáramos toda la noche en vela, pero podría decirse que los mejores de entre nosotros estábamos ocupados en hacer lo que después vería todo el mundo.
Si uno quiere saber qué es lo que piensa en realidad, si uno quiere ir más allá de eso para crecer y compartir los pensamientos de otros (una forma dulce del olvido de uno mismo), lo que debe hacer es colocar una parte muy importante de la propia mente en el espacio de su ordenador. No pretendo ponerme solemne, pero me atrevería a decir que esto suponía no sólo una nueva forma de ser y estar en el mundo, sino también una nueva forma de poseer la propia piel. A la gente siempre le incomodó todo este fenómeno, e incluso hoy en día muchos desean que cumplamos con la dictadura de las formas antiguas del yo. Pero nosotros aprendimos desde muy jóvenes de qué manera funciona el compromiso en la era de los ordenadores: funciona a base de hacer una transfusión de tu propia sangre a un sistema de inteligencia que depende de ti, y del que tú, a su vez, dependes. Eso era antes ciencia ficción, pero ahora forma parte de la realidad de todos los días. Supongo que para mucha gente yo seré siempre un bicho raro porque pertenezco a una generación que se metió a fondo en las profundidades de nuestras máquinas, y les pidió que nos ayudaran a luchar en pro de la justicia mediante métodos nuevos capaces de burlar con astucia a la vieja guardia, incluso aquellas formas de protesta que adoptaron nuestros padres, los cuales, por el hecho de pertenecer a esa vieja guardia, fueron incapaces de romper las estructuras de poder y corrupción que hacían que el mundo fuese un lugar injusto.
Los ordenadores nos proporcionaron un espacio positivo en un campo negativo: nos mostraron que podíamos empezar de cero, trabajar contra el «yo», contra la «sociedad», que podíamos construir, en los pastos nuevos de lo digital, algo que no funcionara tan mal y que no estuviera tan corrompido. Un día supimos que podíamos cambiar el mundo, y ellos lo supieron también. La vieja guardia contraatacó lanzando contra nosotros sus antiguas etiquetas a través de los medios de comunicación convencionales, tan imbuidos de su vieja conciencia de los «intereses nacionales» y del patriotismo, sus acusaciones de traición, pero nosotros siempre supimos que el mundo era mucho más moderno de lo que ellos imaginaban. El Cairo estaba aguardando. Túnez estaba aguardando. Todos esperábamos la llegada de un día en que nuestra tecnología haría posible una universalización cada vez mayor de la libertad. En el futuro, el poder no lo darían las armas sino las comunicaciones, y la gente no se reconocería a sí misma a través de un imprimátur otorgado por una pequeña camarilla de gente poderosa, sino por el modo en que las personas desaparecerían en unas redes sociales dotadas de un enorme potencial político.
Así era yo a los dieciséis años. Me entregaba plenamente a mi ordenador. Ponía a prueba mi conciencia del mundo natural en que había crecido, todas esas extensiones del mundo situadas bajo la luz brillante del sol, todas las zonas protegidas por la sombra del follaje, todas las estrellas y todas las abejas. También estaban en el ordenador todos los siglos de misterios y complicaciones humanas. En cierto sentido, siempre estaría respondiendo a las enseñanzas de mi niñez, desde las protestas contra Vietnam hasta el espionaje de las sectas, y esta forma de expresarlo es lo más cerca que soy capaz de llegar a la verdad. Has de tener un yo para perderlo —o para usarlo— y estoy convencido de que la tarea que he desarrollado en WikiLeaks lleva impresa en algún lugar la huella en cierto modo fantasmal de mis años jóvenes. Digo fantasmal porque es así como se presenta. Toda esa obra está impregnada por los primeros valores y las experiencias tempranas, y así es como ha ocurrido todo.
Aquí se cuenta la historia de una persona que llegó en el momento justo para realizar una tarea específica. Una tarea que cambió el mundo. Pero esa historia no comenzó con esa tarea: sino que dicha tarea comenzó con esta historia. Por eso me he remontado al mundo inexplorado de la infancia, pues ambos —esa tarea y yo— empezamos en aquellos bosques de ignorancia perfecta. A los dieciséis años me senté ante mi ordenador y empecé a dejar atrás todo lo demás. Y allí quedaron pupitres y calcetines viejos, montañas de discos de ordenador y bocadillos a medio comer. El ordenador y yo nos fundimos en un solo ser; y penetramos en la noche en busca de cosas nuevas. La siguiente fase de mi vida, la que supuso mi iniciación en la tarea de crackear códigos y hackear, resultaría con el tiempo ser el vínculo que hacía posible el futuro en cuya existencia habíamos creído. Pronto comencé a pasearme por dentro del ordenador, por dentro de los círculos más profundos de una red en la que cientos de miles de ordenadores vivían de manera sincronizada los unos con los otros, y en medio de todo aquello estaba yo, tratando de aprender por mi cuenta a pensar en la lengua propia de los ordenadores. Una nueva vida ardía dentro de mí, y también dentro de otros con los que me tropecé conforme avanzaba. Estoy seguro de que, en el cuarto oscuro de nuestra última casa, perdida en medio del bosque, mi cara tenía un fulgor azulado mientras yo me obsesionaba por alcanzar un secreto bien guardado que me mantenía despierto hasta muy entrada la noche. A veces tenía la sensación de que la justicia en persona estaba escondida justo al otro lado del cursor y sus destellos en la pantalla.