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EL MUNDO QUE VINO DEL FRÍO
No mucho antes de que ocurriesen los incidentes a los que acabo de referirme, tomé la decisión de que sería importante viajar a África para tantear el terreno. Era en los comienzos de WikiLeaks y pensé que con ese viaje podíamos ampliar, por así decirlo, la mentalidad con la que iniciábamos el proyecto. Sabía que iba a celebrarse en Nairobi, en enero de 2007, el Foro Social Mundial. Un amigo de Melbourne, Matt Smith, estaba dispuesto a financiar parte del viaje y a acompañarme. El Foro había surgido como una alternativa al Foro Económico Mundial. Como se iba a celebrar en Kenia, imaginaba que atraería a muchas ONG y otros participantes afines a esas ideas, y eso lo convertía en el momento perfecto para dar una primera gran conferencia explicando qué era WikiLeaks. Supuse que serviría para que se presentasen voluntarios y establecer contactos. Ya habíamos publicado nuestras primeras filtraciones, pero las más importantes de la primera fase —Guantánamo y Faluya— no se habían producido aún. Yo estaba convencido de que abrir nuestra caseta en África marcaría el tono, explicaría de forma clara y desde el principio que no éramos una organización occidental sino global, y que ponía sus ojos en asuntos que pasaban en todas partes.
La conexión con África fue para mí instantánea. El aire que se respiraba era diferente, y durante el tiempo maravilloso que dedicamos a organizarlo todo ya había sentido la necesidad de un cambio de atmósfera, de notar aquella tonificante sensación de amplitud de espacio que parecía traer consigo el momento histórico. Isak Dinesen captó la brisa perfecta a la que estoy refiriéndome en Memorias de África, al escribir: «En mitad del día el aire que circulaba sobre la tierra estaba vivo como una llama ardiente; centelleaba, serpenteaba y brillaba como el agua de un río, reflejaba y duplicaba la imagen de todos los objetos… En ese aire respirabas fácilmente, y sentías que te daba una sensación vital de seguridad, y te aligeraba el corazón. En las tierras altas te despertabas por la mañana y pensabas: aquí estoy, donde debería estar».
Después de pagar 50 dólares por cada uno de nuestros visados, Matt y yo cogimos un coche en el aeropuerto y muy pronto vimos las jirafas trotando a lo lejos. Dicen que los primeros seres humanos aparecieron en el valle del Rift, en Kenia, y por eso, desde cierto punto de vista, viajar a ese país siempre equivale a regresar a Kenia: vuelves al lugar esperado por tu biología, a ciertos grados de luminosidad, humedad y temperatura. Tal vez sea por esta razón por lo que la gente suele decir que en ese país se encuentran como en casa. Lo dijo Isak Dinesen y lo decimos todos cuando llegamos a Kenia. La gente es amistosa. Para alguien como yo, que se ha pasado la vida en la carretera, aquella sensación de generosidad y de satisfacción general que noté enseguida me decía que ahí era donde debía vivir. Los índices de delincuencia y la incidencia del sida son, por supuesto, muy elevados, pero cuando avanzábamos hacia Kisumu y el estadio de los Juegos de la Commonwealth, la única tensión que noté se debía a que estaba convencido de que esa visita iba a ser crucial para el desarrollo de WikiLeaks.
«Piensa globalmente, actúa localmente» llevaba tiempo siendo un artículo de fe para la gente de izquierdas, que constituían la mayor parte de los asistentes al Foro Social Mundial. Yo prefería ver las cosas de una manera ligeramente distinta. Cuando el mundo sólo incluía las aldeas, colinas y montañas que rodeaban el lugar donde tú habías nacido y vivías, y más allá de ese perímetro reinaba la leyenda, salvar el mundo era una posibilidad que parecía estar a tu alcance, y una forma de actividad normal para todos los que tuvieran un carácter independiente. Pero en el mundo moderno necesitas unos mínimos de formación y cierto acceso a los medios para darte cuenta de lo enorme que es la Tierra. Y eso es algo que desmoraliza a cualquiera. No ves en modo alguno que tus acciones puedan tener alcance suficiente, que logren cambiar las cosas. Para que tu interacción con el mundo tenga sentido, o bien has de constreñir tu imaginación y encoger artificialmente el mundo; o bien has de encontrar la manera de implicarte de verdad con el mundo entero tal como actualmente lo percibimos, con su sobrecarga informativa y todo lo demás. Poco a poco adquirí la convicción de que esta segunda actitud era el único modo factible de provocar cambios verdaderos, e ir a África significaba en cierto sentido un intento de poner a prueba esa convicción, ver si WikiLeaks podía convertirse en una organización capaz de «pensar globalmente y actuar globalmente».
Nairobi era en cierto sentido una ciudad alocada. Vivíamos en tiendas, en tres tiendas de hecho, instaladas la una dentro de la otra para alejar a los mosquitos (un asunto difícil), y muy pronto nos pusimos a ayudar a organizar la grabación, traducción y archivo de las actividades del foro. Hubo un momento en que tuve que ir al salón presidencial del estadio. Parecía un lugar adecuado desde el que tratar de coordinar todas las actividades. Había una gran mesa de despacho, muebles baratos de estilo georgiano por todas partes y retratos del ex presidente Daniel Arap Moi que te miraban desde unas paredes deslucidas por el intenso sol. En los pasillos pululaba una gran cantidad de agentes femeninos de seguridad, que iban armadas con porras de madera. Uno de esos días se produjo en uno de los pasillos una auténtica conmoción y de repente, como surgidos por arte de ensalmo, aparecieron muchísimos miembros del Partido Comunista de Kenia que empujaron a la gente y a las agentes de seguridad hacia los lados y contra las paredes y lograron de esta manera abrirse paso hasta nuestras improvisadas oficinas. Les acompañaba un grupo muy numeroso de periodistas, gente con cámaras de vídeo y blocs de notas. Una mujer negra muy alta se lanzó hacia la gran mesa de escritorio, se subió a ella y desde allí erguida empezó a pegar berridos, primero en swahili y luego en inglés, exigiendo que se abaratara el precio de entrada en el foro a fin de permitir el acceso a los kenianos que vivían en condiciones paupérrimas en los peores barrios de Kabira. Tras haber dado a gritos una conferencia de prensa desde lo alto de la mesa, desapareció y se llevó consigo a la muchedumbre. Me parece que sí, pensé, «éste es un país en el que podré trabajar».
Después de veinticinco años de desgobierno, Daniel Arap Moi perdió el poder en las elecciones de 2002. Le reemplazó Mwai Kibaki, líder de la Coalición Arcoíris, que fue votado sobre todo porque en su campaña prometió actuar en contra de la corrupción; pero cuando alcanzó el poder su actitud comenzó a cambiar. Aunque el nuevo gobierno había conseguido mucho apoyo por parte del movimiento que pedía reformar la Constitución, enseguida pudimos comprobar que no era muy distinto de Moi, y que se lanzó a una nueva campaña de injusticias y a oprimir a la población. De hecho, el propio Kibaki no era el nuevo dirigente que prometió ser; en realidad, provenía del régimen anterior y demostró una asombrosa capacidad para impedir la práctica de la libertad de expresión. La policía había entrado en la redacción del diario The Standard seis meses antes de nuestra llegada a Nairobi, y su equipo editorial pasó un día entero en la cárcel. Las cámaras de seguridad de The Standard captaron la actuación de la policía y gracias a eso pudimos dar una información completa sobre todo lo ocurrido, lo cual fue para nosotros muy emocionante. Tras aquellos acontecimientos siguió viviéndose en Kenia una atmósfera de intimidación, y quedó claro que la prensa vivía bajo la amenaza del gobierno, lo cual nos animó a tratar de echarles una mano.
El régimen de Kibaki encargó a Kroll Associates, una empresa dedicada a la investigación interna de negocios y grupos financieros, que estudiaba sus cuentas y sus sistemas de seguridad, que averiguase a dónde había ido a parar el dinero amasado por el ex presidente Moi. Parecía que Kibaki quería embolsarse parte de esas sumas, y además, como es lógico, pretendía utilizar esa información para chantajear a Moi y forzarle así a que diera su bendición al nuevo régimen político. Esto era importante porque Moi, incluso tras perder las elecciones, seguía siendo una figura con notable influencia política. El informe reveló que Moi había desviado a cuentas situadas en bancos extranjeros cerca de mil millones de libras esterlinas. Participaron con Moi en la operación sus hijos y sus amigos, a través de una larga serie de empresas y bancos. Era un informe explosivo, entre otras cosas porque citaba los nombres de los bancos de Zurich y Londres a donde había ido a parar el dinero, y mencionaba con detalle otras propiedades e intereses económicos de Moi y los suyos tanto en Estados Unidos como en Kenia. El equipo investigador de la empresa Kroll no tuvo contemplaciones. Véase por ejemplo este párrafo que habla de un socio de Moi al que se acusa de ser uno de los principales prestamistas de Ginebra:
Katri organizó un sistema muy complejo. En lugar de enviar remesas del dinero obtenido por la corrupción directamente a bancos extranjeros, utilizaba bancos de Kenia como el Trans National Bank, propiedad de la familia Moi, y de los clanes Biwott y Kulei, para colocar cantidades muy elevadas en las cuentas Nostro —que son las cuentas extranjeras pertenecientes a los servicios de la sociedad financiera sueca Forex—, y al cabo de meses/años enviaban remesas de dinero que se iban colocando en diversas cuentas de bancos fuera del país, tales como la UBP suiza y otros… En 2001 Katri desapareció del mapa a partir del momento en que una investigación suiza trató de averiguar sus movimientos en Kenia. Se supone que reside en Montecarlo. Se le ha vinculado al escándalo Halliburton en Nigeria, a través de Jeffrey Tessler, que cinco años atrás le ayudó a abrir una cuenta en la UBP. Tessler, un abogado sin escrúpulos con bufete en un barrio del norte de Londres, obtenía comisiones relacionadas con los sobornos pagados por Halliburton. Existen nuevas pruebas que muestran que sigue cobrando comisiones.
Hay incluso enormes corporaciones globales como los bancos Barclays y HSBC cuyos nombres aparecen relacionados con este caso, y si bien el informe no dice que ninguno de estos bancos estuviese haciendo nada ilegal, sí mostraba como mínimo que todo el sistema financiero internacional estaba manchado por aquel enorme monto de dinero sucio. Estudiando el informe también era factible ver de qué manera esas sumas habían sido desviadas a través de otras instancias, con un disfraz nuevo en cada etapa, para acabar yendo unas veces a paraísos fiscales y otras a lugares fiscalmente opacos. Ésta era exactamente la clase de corrupción que WikiLeaks pretendía denunciar desde su fundación. En el futuro, uno de nuestros hobbies sería tratar de poner patas arriba los paraísos fiscales.
Conseguí hacerme con este informe y, después de salir de África, fue una de nuestras filtraciones más importantes. Se lo pasamos todo a Xan Rice, periodista de The Guardian, que lo publicó en portada el 31 de agosto de 2007, con el siguiente titular: «El saqueo de Kenia». La información estaba muy bien elaborada, pero el resto de los diarios británicos apenas se hicieron eco de ella. La reacción en Kenia fue gigantesca: siguieron la línea trazada por The Guardian, aunque presentaron la información de manera más cautelosa. Dieron importancia a los desmentidos del gobierno de Kibaki, pero nos sentimos satisfechos puesto que no sólo se había desvelado el secreto, sino que los efectos a largo plazo de aquellas revelaciones iban a ser notables. Quedaba claro que Kibaki, que había obtenido el apoyo de Moi —tal vez como consecuencia del peso que obtuvo el nuevo presidente por haber sido quien encargó el informe sobre su antecesor—, se encontraba ahora en una posición comprometida, y eso ya era un gran logro a favor de la justicia. Un ex alto comisionado británico de Kenia lo vio con claridad cuando dijo que en ese informe había pruebas suficientes para «hacer volar por los aires no sólo a los Moi sino a la mayor parte de los miembros del establishment keniano».
Desde nuestro punto de vista, esta filtración venía a apoyar la idea de que los medios convencionales podían verse repentinamente liberados de la opresión si una información que les parecía importante, pero que no se atrevían a revelar por su cuenta, obtenía la legitimación y el oxígeno proporcionados por su publicación en algún medio extranjero. WikiLeaks era el editor de último recurso, pero también una plataforma intocable: lo habíamos demostrado, y además habíamos establecido el modus operandi con el que trabajaríamos en el futuro.
En Kenia teníamos otras cosas que hacer, que culminaron con la publicación en noviembre de 2008 de un documento donde contábamos en detalle casos en donde, tratando de hacer frente a la organización criminal conocida como los Mungiki, la policía de Kenia había actuado sin la menor consideración por los principios esenciales de las pruebas, las garantías procesales o la justicia, y había asesinado a cientos de personas por vías extrajudiciales. Publicamos esta información en forma de una crónica conmovedora que apareció bajo el título de «El grito de la sangre», donde quedaban documentadas las historias de algunos de los desaparecidos —«un mecánico de veintiséis años», «un jornalero agrícola de Kanunga», «un taxista de Eastleigh», «un vendedor ambulante de Baba Dogo»—, así como fotografías de algunas de las víctimas y de los lugares donde habían tirado sus cadáveres. La policía había exigido a veces grandes cantidades de dinero a los parientes de los hombres que habían detenido, y a cambio de estos sobornos los habían dejado con vida.
Era una historia escandalosa y tremenda, y nos ayudaron a publicarla dos activistas a favor de los derechos humanos, Oscar Kungara y Paul Ulu, a los que posteriormente la policía localizó, siguió y terminó matando a balazos en pleno centro de Nairobi. En WikiLeaks lo publicamos en portada y subrayamos que los documentos que habíamos visto permitían pensar que fuerzas descontroladas de la policía habían llegado a asesinar al menos a 349 personas. Nuestro comentario editorial señalaba que estas atrocidades eran comparables a lo que había ocurrido en Chile tras el golpe de Pinochet. Y estas cosas no estaban ocurriendo en el Congo, ni en el vecino Sudán, sino en Kenia, un territorio en el que los negocios han alcanzado un desarrollo muy notable y que mantiene unas relaciones bastante fluidas con los países de Occidente.
Luego seguimos con la tarea y difundimos materiales que la prensa africana no se atrevía a publicar por miedo, y al cabo de un tiempo Philip Alston, un australiano que desempeñaba el cargo de ponente especial de Naciones Unidas sobre los casos de matanzas extrajudiciales, se desplazó a Nairobi para documentar durante una semana lo que había ocurrido allí y lo que nosotros habíamos revelado. A esas alturas el asunto ya era conocido por la ciudadanía y desde entonces nadie ha podido volver a ocultarlo. Trabajamos en todo esto sin respiro al mismo tiempo que peleábamos por lograr que WikiLeaks cobrara vida. Kenia nos ofrecía un lugar donde poner a prueba nuestras ideas y nuestros métodos. Nos entregamos a la tarea con todas nuestras fuerzas, y el trabajo realizado comenzó a cambiar la situación. Queríamos hacer más cosas y hacerlas mejor, pero nos sentimos muy felices cuando ganamos el Premio Amnistía Internacional al Mejor Trabajo Periodístico por nuestra cobertura de los casos ocurridos en aquel país.
Las cosas, sin embargo, sólo son fáciles de una en una y durante apenas un minuto. Desde un buen principio, WikiLeaks se vio sometido a fuego hostil, tanto desde la izquierda como desde la derecha. Trabajas pensando que tienes unos aliados naturales, pero en cuanto te pones a manejar materiales altamente sensibles, y con periodistas sometidos a presiones económicas y que viven en una cultura de la desconfianza, compruebas que por todos lados aparece siempre un dedo acusador que te señala a ti. No pasa nada, hasta cierto punto, y seguro que es parte del trabajo, pero resulta vejatorio encontrarte en conflicto con personas que uno creía que estaban del mismo lado que tú. Durante nuestra campaña en Kenia, conocimos un importante libro de Michaela Wrong titulado Ahora comemos nosotros (Fundación Intermón Oxfam, 2011). Trata con hondura y detalle de los métodos utilizados en Kenia por la corrupción, y había sido prohibido en ese país. La prohibición consistía en que no hubo modo de encontrar quien lo distribuyera allí, ni tampoco ningún librero que lo vendiera. Con objeto de denunciar lo inmoral que era esa forma de prohibición, y para asegurarnos de que en Kenia la gente pudiese tener acceso al texto a pesar de la actividad desarrollada en contra de su difusión por el gobierno del país, le ganamos la partida al censor filtrando el PDF de imprenta del libro a través de una web. En cambio, no conseguimos ganarle la partida al concepto que la autora tenía del copyright, que nos pilló completamente desprevenidos. Michaela Wrong se enfureció. Creyó que no sólo le estábamos robando sus royalties sino también, en cierto sentido, el mérito de haber realizado aquel trabajo.
Creo que fui capaz de explicar de forma convincente que un libro como el suyo, un libro excelente, podía haber sido originalmente hijo de ella, pero que en ese momento ya caminaba solo por el mundo, y había logrado captar la atención y la imaginación del pueblo de Kenia, y que por tanto se había convertido en algo mucho más grande que ella misma. Entendí su argumentación respecto a que nuestra difusión podía mermar las ventas del libro en países de Occidente, y por eso la puse en contacto con nuestro amigo Mwalimu Mati, que había trabajado con nosotros en Kenia, y sugerimos que él podía comprarle los derechos de distribución del libro en ese país tanto en la edición en papel como en la electrónica. Pero la autora se había sentido ofendida y seguía estándolo. Nosotros tratábamos de provocar reformas en Kenia, intentábamos crear elementos de disuasión en ese país, y de repente había personas, personas muy inteligentes, que nos atacaban por no haber respetado la democracia debido a que habíamos violado las leyes del copyright. Todo aquel incidente me dejó boquiabierto, y fue además otra temprana lección acerca de los embrollos en los que uno se mete cuando está comprometido políticamente. No todas las personas tienen, por supuesto, las mismas prioridades, y sería un error dar por sentado que quienes manifiestan actitudes críticas en relación con las autoridades son inmunes a las críticas de otros. La izquierda ha sido siempre provinciana en este sentido, y yo imaginé, equivocándome, que nosotros pensábamos en cuestiones mucho más importantes. Pero no hay manera de predecir qué cosas fastidiarán a las personas: allí donde una alcanza cumbres de grandeza, otra tiene su punto de debilidad. En nuestro caso concreto enseguida fue evidente que muchos nos veían como unos inconformistas muy capaces de pisar a los demás. Podríamos haber sido más sensibles a esta clase de asuntos, no cabe duda, pero a mí me pareció que los temas en cuestión eran demasiado graves como para andarse con exquisiteces sociales o profesionales y supuse, equivocándome de medio a medio, que Ms. Wrong estaría encantada de saber que la gente valoraba tantísimo su libro. Puede que yo actuase con excesivo apasionamiento, pero cuando las apuestas son tan altas y la situación tan desesperada, uno tiende a ver las cosas así.
Teníamos que aprender a hacer frente a la resistencia. Otra persona a la que habíamos admirado, un activista a favor de la transparencia llamado Steven Aftergood, director del proyecto sobre secretos gubernamentales de la Federación de Científicos Norteamericanos, a quien quise incorporar inicialmente al grupo de asesores de WikiLeaks, también se convirtió en alguien de nuestro mismo bando que se dedicaba a atacarnos. En todas las cuestiones relativas a la corrupción gubernamental, pensábamos que íbamos a convertirnos en los defensores silenciosos del pueblo. Pero a menudo nos encontramos con que entre los miembros de la acusación había gente que nosotros habíamos creído previamente que nos iban a prestar su consejo, su ayuda, su estímulo, o al menos su tolerancia. Aftergood atacó nuestros criterios editoriales, pues opinaba que algunos de los objetivos contra los que lanzábamos nuestras filtraciones no merecían ser sometidos a este escrutinio. Por ejemplo, se refirió a nuestras revelaciones contra la Iglesia de la Cienciología, o no le pareció bien que difundiésemos el manual de uso de las bombas guiadas norteamericanas. De otras actividades nuestras se limitó a decir que le parecían «irresponsables».
Jamás tuve la intención de actuar de forma responsable en el sentido que le da a esta palabra Mr. Aftergood. Nosotros no somos un partido ni un gobierno. No tenemos competencias corporativas ni estatales. Y no apoyamos a un grupo más que a otro. A diferencia de lo que ocurre con muchas empresas de medios convencionales, carecemos de parti pris. Proyectamos una luz lo más intensa posible hacia los rincones más apestosos. Cuando Aftergood aludía al concepto de responsabilidad, utilizaba un término inadecuado. Porque él se refería, lo viese así o no, a la idea de que algunos secretos deben seguir siendo secretos sólo porque algún grupo interesado y poderoso dice que deben permanecer así. Nosotros no podemos aceptar este punto de partida, y él conoce demasiado bien la tendencia de los gobiernos contemporáneos a estar al servicio sobre todo de su propia supervivencia, como para imaginar que pensábamos como él en este sentido. Tampoco él debería aceptar ciertas cosas. La cuestión era que nuestra organización había empezado a adoptar posiciones muy duras. Invadir la privacidad de las personas, como él lo llamó en aquel momento, no era un delito grave según mi criterio: no lo era si los delitos y crímenes de las personas cuya intimidad estábamos invadiendo eran tan tremendos y permanecían tan ocultos como ocurría en los casos que estábamos tratando. A Mr. Aftergood le disgustaban algunas de las mismas cosas que eran objeto de nuestros ataques, pero no estaba dispuesto a atacarlas. La suya era una actitud tímida. Y al igual que otros muchos, probablemente se sintió fastidiado al comprobar que sus métodos cautelosos quedaban ensombrecidos por los métodos implacables de trabajo que utilizábamos nosotros.
Para la gente que nos lanzó esas primeras críticas, éramos una pandilla de primitivos. Tal como yo lo veía, sin embargo, no éramos suficientemente primitivos. Es necesario superar esa necesidad tan humana de sentirse seguro, y resistirse a aceptar una vida en la zona de confort que te ofrece el hecho de no hacer sino lo mismo que otros han hecho antes o están haciendo a tu alrededor. Con estas actitudes, la innovación no funciona. Sin duda que íbamos a cometer errores, pero incluso esos errores serían honestos si éramos capaces de resistir la tentación de atemorizarnos ante el peligro. Desde mi punto de vista, muchos de los que trabajan a favor de las causas liberales no son únicamente tímidos, sino que rozan la frontera de la connivencia. Quieren que los cambios se produzcan sin roces, y de esta forma no hay cambios. Quieren que salga a la luz lo honesto pero que eso ocurra sin que nadie sufra o sin que nadie pase por situaciones embarazosas, y así no hay cambios. Y sobre todo, quieren conceder el beneficio de la duda a muchos de los enemigos de una forma de gobierno abierta y honrada, y yo no quiero concedérselo. No es sólo una diferencia de método. Hay un cisma total que se abre entre nuestras respectivas filosofías. No puedes andar por ahí dedicándote a sacar a la luz los trapos sucios y esperar que eso no le estropee la digestión a nadie.
Mis viajes africanos me condujeron también a El Cairo. Un contacto norteamericano que establecimos en Kenia nos invitó a compartir con ella el sitio donde vivía, una casa perteneciente a una ex Miss Egipto. Era una casa grande y magnífica, con varios retratos de Miss Egipto en las paredes, y resultó un lugar surrealista donde era divertido alojarse. Pero se encontraba al lado mismo de la embajada norteamericana —había de forma permanente una furgoneta llena de soldados estacionada delante de la puerta de nuestra casa—, y pensé que sería más fácil mantener un perfil bajo si me iba a vivir a otro lado. Junto con una chica coreana que también conocí en Kenia, me fui a un apartamento situado cerca del Nilo. Estaba en un edificio alto y enorme, y vivíamos en uno de los pisos más elevados; a veces, cuando la niebla de contaminación típica de El Cairo no lo impedía, alcanzábamos a ver las pirámides desde nuestras ventanas.
Era muy fácil palpar la tensión que se vivía en el país por debajo de la superficie. En las calles había siempre mucha policía y se notaba que vivíamos en un estado de confrontación controlada, sobre todo en el centro y en las proximidades de los edificios gubernamentales. Pero los cambios que hemos visto ocurrir recientemente estaban aún a cuatro años de distancia, y ni yo ni la mayoría de la gente intuyó que se acercaban. El Cairo tuvo en mí una fuerte influencia por aspectos emocionales. Mientras residía en aquella metrópolis atestada de gente en un mundo que se estaba desarrollando rápidamente, se reafirmó mi intuición de que, para tener un impacto auténtico, WikiLeaks debía ser una organización capaz de lograr un alcance global.
Le tomé enseguida mucho cariño a la ciudad. Disfruté del ajetreo y la actividad incesante de sus calles, de sus cafés, de la pipa de agua de los atardeceres. En la azotea de un edificio de apartamentos no muy alejado del mío, había una familia que tenía una pequeña granja urbana. Cada mañana la hija salía a dar pienso y de beber al pequeño grupo de corderos, mientras su hermano abría las jaulas de las palomas y las soltaba para que volasen por la ciudad en busca de alimento. Las palomas habían aprendido a seguir las indicaciones que el chico les daba con una gran bandera arlequinada, y me encantaba verle agitar esa bandera contra el cielo como si estuviera dando la salida a una carrera de Fórmula 1, al tiempo que desde el minarete de las mezquitas se elevaba la llamada a la oración y el sol empezaba a lucir y convertir en un horno la ciudad entera.
A la altura de las Navidades de 2007 habíamos tenido unos cuantos éxitos —o más bien algún succès de scandale—. Faluya y Guantánamo nos habían proporcionado un grado bastante menor de atención habida cuenta de la magnitud de las filtraciones, pero luego pudimos añadir las revelaciones sobre los asuntos de Kenia. Participé en el 24.º Congreso de Comunicación Caótica en Berlín, donde pude conocer personalmente a algunas de las personas con las que había estado chateando o con las que traté de diversos asuntos online. Entre esas personas quiero destacar a un animoso fan de nuestro trabajo, Daniel Domscheit-Berg, empleado de una empresa de sistemas que demostró ser muy útil en una amplia serie de tareas. Desde el comienzo, Daniel Schmitt, como le llamábamos entonces, fue un activista muy curioso. No sabía picar código, pero era muy diligente en todo lo referido a nuestra, cada vez más grande, organización. En aquel momento no podíamos adivinar hasta qué punto iba a convertirse en alguien muy ambicioso o peligroso. Pero cuando se trata de reclutar voluntarios la necesidad te hace cerrar los ojos, y precisábamos toda la ayuda que se nos ofreciese, y más.
El Club del Caos Informático, que organizaba la convención de Berlín justo al final de 2007, es famoso por muy buenos motivos y también por otros muy malos. Es una organización de hackers que fue fundada en 1981 para hacer campaña en defensa del progreso tecnológico, de los sistemas abiertos, la libertad de información y del acceso gratuito y libre de la gente a la tecnología. Fue creciendo de forma rápida a partir de sus orígenes en Berlín, y se ha convertido hoy en día en una organización poderosa, internacional, que mantiene la vigilancia más estrecha sobre la tecnología de la información y el uso y abuso que se hace de ella en las sociedades contemporáneas. Este grupo ha organizado protestas en contra de las pruebas nucleares francesas y en contra del uso de datos biométricos en los pasaportes. Pero hay otros miembros del mismo grupo que, bajo el liderazgo de Karl Koch, fueron detenidos bajo la acusación de ciberespionaje a finales de los años ochenta, pues se habían llevado material procedente de ordenadores empresariales y gubernamentales de Estados Unidos, y se los habían pasado al KGB.
Ésa no era nuestra manera de trabajar. Admirábamos la potencia de los cerebros agrupados allí, y apoyábamos sus esfuerzos por cuestionar el modo en que se utilizaba la información. Pero WikiLeaks no fue nunca una organización dispuesta a hacer campaña a favor de una ideología en particular ni tampoco partidaria de ayudar a un país en su enfrentamiento contra otros. Nuestra organización tiene unas miras muy amplias y nuestros enemigos son, en todos los casos, y en todas partes, los enemigos de la verdad. Nunca actuábamos de manera compasiva cuando nos enfrentábamos a la obra de los servicios de seguridad y a los gobiernos (hecho que provocó mucha hostilidad contra nosotros por nuestra negativa a alterar los documentos que filtrábamos); pensábamos sencillamente que era la historia la que juzgaría qué cosa estaba a favor del «interés público» y qué no lo estaba. Teníamos intención de seguir utilizando nuestros criterios editoriales, pero no deseábamos hacer como la mayoría de las organizaciones mediáticas: ser los censores de los contenidos en nombre de los gobiernos y los intereses económicos. Era nuestra voluntad seguir revelando aquello que en nuestra opinión jamás debería haber sido mantenido en secreto; era tarea de otros sacar las consecuencias. Casi siempre, nuestros esfuerzos iban a conducirnos a meter la cabeza en la boca de lobo de los intereses personales de unos u otros.
Y, ahora que viene a cuento, me referiré a lo que pasó con el asunto del grupo bancario suizo Julius Baer. Incluso en plena época de crisis del sistema bancario, esta institución financiera fue acusada de malas prácticas gracias a que en enero de 2008 difundimos importantes revelaciones sobre sus actividades. Julius Baer es el mayor de los bancos suizos, y tiene fondos de inversión domiciliados en las Islas Caimán. Nos facilitaron pruebas que demostraban que esos fondos eran utilizados para ocultar activos y minimizar el pago de impuestos, incluso para casos de evasión fiscal. Parecía ser una información de interés público y decidimos revelar qué hacía ese banco y en qué medida estaba haciéndolo. Justo en el momento en que íbamos a publicar ese material nos llegó un aviso legal remitido por unos abogados que ni siquiera quisieron decir quiénes eran sus clientes, aunque en potencia parecía tratarse de la banca Julius Baer. Este bufete de abogados, la firma Ludley & Sanger, tiene sede en Hollywood y representa a gente como Céline Dion y Arnold Schwarzenegger, y se especializa en evitar que se publique cualquier tipo de información crítica. Son muy agresivos y su actitud era muy dura. Lanzaron diversas amenazas contra nosotros, nos recordaron la existencia de leyes de secreto bancario en las Islas Caimán y en Suiza; en general, todo eran bobadas, pero nuestro abogado nos dijo que esa gente era demasiado poderosa para meterse con ellos, que estaban demasiado bien relacionados, que eran demasiado ricos, que no se detendrían ante nada, que todo aquel asunto era excesivamente tenebroso. Respondí a nuestro asesor que seguiríamos adelante con nuestros planes de publicación, que habíamos establecido ciertos principios en relación con la censura, y que pensábamos atenernos a ellos. Habíamos prometido que si nos llegaban buenos materiales de cualesquiera fuentes, los íbamos a publicar, y que no seríamos nosotros los censores, ni aceptaríamos censura de nadie. Eso era lo que nos dictaba nuestra tecnología, y, de hecho, también era lo que nos dictaba nuestra ética. Nuestro lema no decía que no aceptábamos la censura excepto si quien pretendía censurarnos era una persona muy rica que nos daba miedo. Yo sabía que, desde un punto de vista táctico, aquel enfrentamiento era muy complicado y potencialmente ruinoso, pero nuestros principios estaban claramente establecidos, y punto final.
Como en otros casos, aprendimos una lección enorme en tiempo real. Una red potentísima e implacable comenzó a presionarnos brutalmente. En este caso se trataba de dos ramas al unísono: Julius Baer por un lado, y los abogados norteamericanos por otro. El banco protegía una fortuna; y la firma de abogados estaba tratando de ganar otra fortuna, y unos y otros estaban dispuestos a proteger todo eso a costa de lo que fuera, pese a nuestra vulnerabilidad y a nuestra insolencia. De forma inmediata presentaron alegaciones contra nosotros ante un tribunal de San Francisco, y lo primero que hizo el juez fue revocar nuestro nombre de dominio, WikiLeaks.org, y exigió que se le informara de quién lo había registrado y desde qué dirección. El servidor, Dinadot, se arrugó enseguida y cerró la web. Pero habíamos tendido una trampa desde hacía tiempo a nuestros potenciales enemigos cuando decidimos, como he mencionado antes, registrar el dominio en San Francisco, que es el centro de gravedad de la cultura ciberpunk, y una de las sedes principales del instinto californiano a favor del inconformismo y la libertad de expresión. Hubiesen podido demandarnos en Suiza, en Londres, pero como lo hicieron en San Francisco tuvieron que enfrentarse inmediatamente a la ira de la Unión Americana por las Libertades Civiles (la ACLU[4]), el Comité para la Defensa de la Libertad de Prensa y otras muchas organizaciones. Cuando tuvimos que presentarnos de nuevo ante los tribunales, nos acompañaban y luchaban a nuestro favor veintidós organizaciones y todo un batallón de abogados, y The New York Times publicaba crónicas sobre el caso a favor nuestro, y la CBS hizo público el número de IP de nuestro dominio (ya que el nombre había sido prohibido por el juez) para que la gente pudiera ponerse en contacto con nosotros («El número de la libertad de expresión», decían). En cualquier caso, ya habíamos establecido otras formas de acceder a nuestra web, por medio de links secretos y webs-espejo que creamos en su momento, a sabiendas de que podían sernos útiles en el futuro. Hay que recordar que cuando creamos nuestra web lo hicimos con la seguridad de que, tarde o temprano, nos enfrentaríamos contra las autoridades chinas y sus múltiples cortafuegos.
Ganamos por completo el caso de las alegaciones lanzadas contra nosotros por el banco Julius Baer, y esta sentencia fue vista como una victoria crucial no sólo para nosotros, sino también para todos los grupos en defensa de la Primera Enmienda en Estados Unidos. Justo antes de la apertura del caso judicial, el banco suizo tenía previsto iniciar su establecimiento con sucursales en Estados Unidos, y luego decidieron aplazar sus planes. Fue una victoria importante en la medida en que mostraba que WikiLeaks no iba a dejar a nadie a la intemperie, y no se dejaría aplastar de forma inmediata por los que tenían fondos suficientes para pagar el tipo de abogados que están dispuestos a colaborar en el aplastamiento de gente como nosotros. En ese momento la crisis de las hipotecas basura norteamericanas ya estaba en su apogeo, y Northern Rock, la institución crediticia británica, ya había quebrado. No parecía, pues, el mejor momento para que un banco privado pudiera ir a los tribunales a fin de utilizarlos para poner con el culo al aire a un grupo sin ánimo de lucro que se dedicaba a la denuncia de irregularidades.
La verdadera tragedia provocada por este incidente fue que supuso el final del trabajo que Daniel Mathews había hecho para WikiLeaks. El nombre de Dan aparecía en un montón de papeles diversos, y Julius Baer andaba en pos de cualquier persona a la que poder llevar a los tribunales. Una tarde, cuando trabajaba en su despacho de la Universidad de Stanford, corrigiendo trabajos de sus alumnos, un tipo se coló allí con una montaña de papeles y la depositó sobre la mesa. Dan me dijo luego que en un primer momento pensó que jamás había visto un trabajo estudiantil tan voluminoso, pero en realidad se trataba de una citación judicial. Dan se asustó mucho, y terminó decidiendo que lo mejor sería centrarse en su carrera como profesor universitario. Actualmente trabaja como adjunto a la cátedra de otra universidad de Estados Unidos, pero es un hombre magnífico y siempre tendré un enorme aprecio por su amistad y su apoyo.
El tipo que nos proporcionó los materiales sobre Julius Baer, Rudolf Elmer, pretendía que le despidiesen, y fue objeto de una multa de 7.500 euros. Luego dijo que quería convocar una rueda de prensa en la que me entregaría personalmente, y a la vista de todos, un par de CD llenos de datos sobre el banco. Hicimos esa rueda de prensa, y parecía que aquello sólo iba a causarle más problemas, pero ¿quién puede decir qué era lo que contenían esos dos CD? No se puede juzgar a nadie por entregar a otra persona un par de CD sin grabar. Para eso se necesitaría demostrar cuál era su contenido. Denegabilidad es algo más que una simple palabra; para nosotros es una forma de vida y un programa de acción. Ya nos habían amenazado antes muy seriamente; por ejemplo, la Iglesia de la Cienciología. Y siempre tratamos de premiar a quienes nos torturan, haciendo nuevas revelaciones sobre ellos.
Los abogados tienden con frecuencia a comportarse como ladrones, sobre todo los buenos. Y emprender acciones legales contra nosotros es utilizado por muchos como objeto contundente con el que hacernos la disección. Dicen que somos una hidra de mil cabezas: le cortas una, y en otro lado aparece otra cabeza. Lo cual no hace más que mostrar el carácter irreprimible del ansia de verdad que tiene mucha gente, y lo mucho que me gusta meterme en líos. Con el paso del tiempo nos enfrentaríamos a litigios que me parecieron terriblemente siniestros; pleitos tengas y los ganes, como suele decirse, pero quienes trataron de conseguir una prohibición legal que impidiera que WikiLeaks siguiese actuando se encontraron en la misma situación que el rey Canuto, que promulgó una ley que ordenaba al oleaje que se retirase de la costa, y al final las olas no le hicieron ningún caso y terminaron mojándole los pies.
En ocasiones, no obstante, hemos visto casos en los que la interposición de acciones legales ha acabado enloqueciendo a quienes actuaban animados por una buena causa ética, y provocando tal miedo que al primer envite la gente se rendía. A finales de 2008 nos dimos cuenta de que las webs de The Guardian y del Observer habían retirado ocho crónicas que hablaban de Nadhmi Auchi, un multimillonario iraquí-británico cuyo banco, el BNP-Paribas, era la única institución que recibía miles de millones de dólares del programa «petróleo por alimentos» creado durante el régimen de Saddam Hussein. En 2004 Auchi fue objeto de un informe del inspector general del Pentágono sobre licencias para explotación de telecomunicaciones. Y antes incluso, en 2003, fue extraditado de Gran Bretaña a Francia y condenado por el pago de sobornos multimillonarios al gobierno de Kuwait a cuenta de la venta de activos. Un periodista del New Statesman, Martin Bright, denunció en 2008 que la web de los periódicos The Guardian/Observer había cedido ante la fuerza de la presión legal ejercida por Auchi. Según informó este periodista, «se vieron obligados a retirar seis artículos que hablaban de Nadhmi Auchi, el negociante iraquí condenado en Francia por fraude en el año 2003. Auchi está en pie de guerra desde que su nombre se relacionó con el de Tony Rezko, un administrador de fondos con sede en Illinois que actualmente está siendo juzgado en Estados Unidos, y que fue uno de los primeros que contribuyó con dinero en la campaña presidencial de Barack Obama. En el Reino Unido, The Times sigue esta historia con notable tenacidad». La primera vez que Bright escribió estas palabras en su blog, enumeró los seis textos periodísticos que habían sido suprimidos por la censura y retirados de la web de The Guardian/Observer como consecuencia de los esfuerzos legales llevados a cabo por los abogados de Auchi. En ese momento, dando un nuevo giro kafkiano a todo este asunto, el blog de Bright en la web del New Statesman fue a su vez víctima del largo brazo judicial de Auchi, que consiguió que Bright eliminara los títulos de los artículos censurados y tuviera que corregir su propio texto. Toda esta historia pone de relieve la naturaleza barroca del miedo que siente la prensa convencional frente a los poderosos. Cuando WikiLeaks publicó una información completa sobre todo este asunto, y el New Statesman quiso poner un link a nuestra crónica, la firma de abogados Carter-Ruck remitió una carta a la revista británica.
A finales de 2008 estábamos sumergidos bajo una oleada de documentos filtrados que nos enviaban desde todos los rincones del mundo. Nos llegaban nuevos materiales todos los días, y en buena parte nos obligaban a realizar investigaciones y a escribir comentarios acerca de ellos, antes de proceder a su publicación. Si hubiésemos sido un diario o una radio o televisión, habríamos necesitado del equipo de investigación más atareado del mundo, y no hubiésemos parado de publicar montones de historias exclusivas. Pero WikiLeaks no ha sido nunca ni el propietario de nada ni un motor mercantil. Debo admitir, sin embargo, que con frecuencia el interés publicitario parece ser la única vara de medir del interés que tiene la publicación de una historia. Nosotros no pretendíamos ganar dinero, sino que queríamos tender lazos con las organizaciones mediáticas capaces de someter las historias que publicábamos al escrutinio de un equipo de periodistas y a una red de difusión. Y estas organizaciones mediáticas entendieron su tarea en términos comerciales, horas de cierre y exclusivas. En esa época nosotros estábamos tratando de aprender a trabajar con esas realidades sin permitir que nuestra web dejara de ser fiel a sí misma.
Nos llegaba, como he dicho, un auténtico aluvión de historias por todas partes. A finales de 2008 difundimos la lista de miembros del National Party británico, una organización neofascista que defiende la idea de que Gran Bretaña debe ser sólo para los blancos. Pese a tener esta clase de ideas, entre sus miembros había policías, militares y empleados del gobierno; gente cuyo deber moral y profesional consiste en estar al servicio de todos los ciudadanos británicos, sea cual sea su raza. Luego, en diciembre, sacamos un informe suscrito por la autoridad de la Comisión Sudafricana para la Competencia, que denunciaba actuaciones propias de un cártel entre los grandes bancos de la república. En el informe se habían eliminado algunas de las principales secciones, supuestamente con la intención de proteger datos sensibles desde un punto de vista comercial; nosotros publicamos el informe completo. Veamos un ejemplo de esas informaciones «sensibles desde un punto de vista comercial»: «Resulta evidente que ABSA no trasladó a sus clientes, en forma de reducción de precios, estos ahorros de coste unitario, o no lo hizo de forma significativa. En lugar de hacerlo, prefirió quedarse la mayor parte de esos ahorros para convertirlos en beneficios». Dos meses más tarde dimos a la luz pública 6.700 informes escritos por congresistas norteamericanos de forma privada en los que cada uno de ellos mostraba de forma clara cuáles eran sus auténticas preocupaciones y cuáles sus fuentes de información. No son textos clasificados, pero sólo son accesibles para los propios congresistas, los cuales deciden difundirlos sólo si sirven a sus propios fines políticos, en lugar de hacerlo cuando la información que contienen resulta embarazosa o dañina para el gobierno, aunque sea de gran utilidad pública. Al difundirlos, quisimos que los votantes norteamericanos tuvieran la oportunidad de valorar la actuación de sus representantes electos contrastándola con la información de la que disponen. No nos guiaba ninguna clase de cálculo político, sino el interés público de los documentos. En una serie de posts, publicamos los e-mails de Sarah Palin, a fin de subrayar el hecho de que se dedicaba a realizar actividades políticas a través de una dirección privada de correo electrónico, evidentemente para no tener que cumplir con la regla que obliga a los representantes del pueblo a guardar copias de sus mensajes en un registro público. Paralelamente, durante todos estos meses participamos en numerosas conferencias mundiales sobre la libertad de expresión en relación con el trabajo informativo, tratando así de difundir nuestras ideas y conseguir apoyos.
Para entonces yo vivía siempre de prestado en la habitación para invitados de muy diversas viviendas. No tenía coche ni casa propios. Apenas veía a mi familia. No tenía dinero y poseía sólo un par de zapatos. Todo lo cual me parecía la mar de bien y no era tema de discusión. Poseía unos cuantos libros, una maquinilla de afeitar y un par de portátiles. Me cortaban el pelo los amigos, muchas veces mientras yo seguía trabajando, y por fortuna, en todo lo relativo al equipo y los costes generales, siempre aparecía alguien dispuesto a sacar su tarjeta de crédito y emplearla a favor de los asuntos que le apasionaban. Desde su primer día de existencia, WikiLeaks ha vivido en la precariedad, y seguramente así seguirá siempre; funciona a partir del principio de que es una organización sin ánimo de lucro, y, francamente, el trabajo es obsesivo, y lo fue en cuanto vimos cuánta gente tenía montones de cosas que denunciar.
Supuse que el año 2009 sería el principio de una serie de años de gran actividad. Mejorábamos cada día nuestra técnica de trabajo, y ahora el mundo se había puesto a escuchar todo cuanto pudiéramos difundir. Íbamos refinando poco a poco nuestros métodos, provocando el cabreo de gigantes cada vez más enormes y temibles, así que empecé a pensar que sería fantástico encontrar un refugio seguro donde establecernos y trabajar tranquilos. Por fuerza tenía que haber en el mundo un lugar aislado donde reinara la libertad de expresión, un lugar que, dentro del mundo en general, fuese un país opuesto a la censura. Durante una primera época creímos que lo mejor sería establecer esa base en África, pero resultaba complicado en exceso, y desde un punto de vista práctico era obvio que allí la temperatura era demasiado elevada para albergar adecuadamente los servidores. Entonces, ¿qué tal la idea de sitios como Suecia, Islandia, Irlanda, o algún otro país que fuera un nuevo Xanadú de la verdad? Tal vez no era muy buena idea seguir siendo un sempiterno mochilero. O tal vez sí fuera eso lo mejor, lo necesario, dado que nuestra organización a la hora de trabajar se basaba en una jerarquía de carencias. En esa misma línea de pensamiento, al comienzo de este período sísmico, me estaba convirtiendo en mi propio fantasma, un autor responsable de escribir la verdad acerca de mí mismo, al tiempo que el mundo andaba ocupadísimo en la tarea de convertirme en algo que yo no era.