Capítulo 20

De cómo el invicto Campidoctor da por terminada su presencia en este mundo, y como Millán Sánchez se licencia de la mesnada para dar por concluida su vida militar

 

 

Malo. Muy malo fue aquel año de 1.099. Sólo la paz que reinó en Valencia fue motivo de regocijo. Tal y como dije antes, no restaba ni un mísero año para que los lazos que me unían al héroe se rompiesen como la tripa que une el niño a la madre. Poco hay que contar de aquel año porque, como ya saben de sobras, la paz es sinónimo de monotonía, y los hombres de acción como yo nos aburrimos como ostras cuando vemos como nuestras armas se cubren de orín y como los bridones engordan en las cuadras faltos de ejercicio.

El héroe se iba apagando como una bujía, que tras las jornadas de Almenara y Murviedro parecía como si sus fuerzas hubiesen llegado a su término y, tras crear el obispado de Valencia, señal inequívoca de que ya quería empezar a ponerse a buenas con el Hacedor, cada vez se le veía menos. Por de pronto, su voz chirriante ya no nos animaba en el patio de armas, donde los hombres parecían peleles cuando se ejercitaban, faltos de su tonificante presencia y de sus aún más estimulantes fustazos.

Para abreviar, que en esto no hay que explayarse mucho, mi señor Rodrigo Díaz dio por concluida su existencia en el mes de julio de aquel año de mierda. No fue como consecuencia de un flechazo, como nos han mostrado las películas durante un imaginario cerco a Valencia. A Valencia no la cercaba nadie en aquel momento y, antes al contrario, gozábamos de paz como nunca antes la habíamos disfrutado. No, señores. El campidoctor no la diñó de un flechazo alevoso ni nada parecido. Simplemente, se consumió. Se murió. Se le paró su fogoso corazón para siempre. Quemó su vida en cincuenta años, porque los hombres de valía la queman antes que los que la pasan repantingados en sus estrados y que si se mueren antes es de un atracón de puerco o consumidos por la sífilis. Cuando la noticia se supo, el clamor que surgió de Valencia fue mayor que el de los judíos cuando los romanos arrasaron el templo de Salomón. El héroe, nuestro padre, había muerto. Y los perros agarenos se regocijaron mucho, y le desearon mil infiernos, pero de bellacos cobardes es alegrarse de la muerte de un enemigo valeroso al que nunca nadie pudo jalarle las barbas. Antes al contrario, él se las jaló a todos ellos, panda de mequetrefes timoratos, cobardes y resentidos, pelotas arropados por el poder real en la curia, reyezuelos afeminados que me cagaban en los cojines con solo pensar en él. Sometió la desmedida soberbia de los magnates castellanos que le odiaban por su bravura. Humilló la arrogancia de Ordóñez, de Ansúrez, del mismo monarca de Castilla, del conde catalán, del rey de Aragón. Derrotó las turbas negras que el fanático Ibn Texufín envió contra nosotros varias veces. Puso bajo su yugo a los reyezuelos de las taifas que, como buitres comidos de sarna, anhelaban sus dominios sin tener pelotas para quitárselos.

Fue cruel, desmedido y feroz, pero en una época en que los que no eran crueles desmedidos y feroces eran simplemente aniquilados, y el no era hombre dispuesto a dejarse aniquilar. Como le cantaron los trovadores, Dios qué buen vasallo si tuviere buen señor, es innegable que el memo de don Alfonso habría medrado más y habría hecho infinitamente más daño a los invasores africanos si en vez de prestar oídos a sus lameculos hubiese puesto a Rodrigo Díaz al frente de su hueste como con muy buen seso había hecho antes su hermano Sancho; y con seguridad, si su mesnada hubiese sido más numerosa sus conquistas habrían llegado mucho más allá de Toledo, donde don Alfonso se quedó anclado, que aún tuvieron que pasar más de cien años para doblegar el poder musulmán en la gloriosa jornada de Las Navas, otros cuarenta más para que un rey con dos cojones como Fernando III dejase reducido al mínimo la presencia musulmana en Hispania, y otros doscientos cincuenta para echar de una puñetera vez de nuestro suelo a los nietos de los que hacía ya casi ocho siglos se plantaron aquí a quitarnos lo nuestro. Y no me hablen los timoratos de la herencia cultural y esas cosas, que la cultura se adquiere de buena voluntad, no se impone. Y dicha cultura fue impuesta durante ochocientos largos años. ¿Vale eso la libertad de un pueblo y siglos de guerra constante?

En fin, no voy a debatir eso. La cosa, como decía, es que el héroe hizo mutis y nos dejó más tristes que un prior con la bodega vacía. Y ahora, una vez terminada la historia del héroe, ustedes se preguntarán si cumplí lo que prometí a mi María, y si cuando mis lazos terrenales con mi señor se rompieron di por terminada mi vida militar, ¿no? Pues sí. Lo cumplí. Muy a pesar mío, pero lo cumplí. Tiempo le faltó a mi María para recordarme lo dicho, y aunque intenté protestar fue inútil. Lo prometido es deuda, y en cuanto terminaron los funerales por su maltrecha alma, fui a ver a Antolínez para decirle que causaba baja en la mesnada. Ya pueden imaginar la jeta que puso. Igualita que la que solía poner cuando le ponían por delante a un desertor, que en realidad era como me sentía. Pero no me arrugué.

-¿Estás seguro, Millán?- me dijo con cara de asco-. Tiempo te ha faltado para querer largarte, vive Dios. El cadáver del señor Rodrigo aún no se ha enfriado del todo y ya quieres volver al terruño. No lo esperaba de ti.

Aquello, si les digo la verdad, me cabreó.

-Mi señor Martín Antolínez- tatareé un poco altanero, que para eso era todo un adalid y no un peón al que se podía despachar a correazos-, creo que eres injusto conmigo usando ese tono. Durante muchos años he sido un vasallo fiel del señor Rodrigo. Desde que me largué de casa no he faltado un sólo día a mis deberes salvo durante los dos partos de mi mujer, cosa que no creo sea para echármela en cara. He combatido igual que todos, he tenido sobre mí la responsabilidad de la cuadrilla varios años sin haber merecido jamás un reproche del amo. He vertido mi sangre y he recibido trastazos sin cuento. El señor ha muerto, luego mi compromiso con él ha terminado.

-Pero la señora Jimena es ahora la nueva dueña de Valencia- objetó un poco más aplacado. Era evidente que no tenía motivos para echarme nada en cara.

-Mi señor, yo juré servir a Rodrigo Díaz, no a Jimena Díaz. Rodrigo Díaz ha muerto, y con su muerte quedo liberado de mi juramento. Soy un hombre libre de Vivar- aquí enarbolé la cédula en la que el héroe me declaraba libre de servidumbre, que me la había llevado por si acaso- que desea volver a su tierra con su familia, que bastante llevan soportado durante años por mejor servir a mi señor. No he venido a pedir que se me permita partir, sino a comunicar que me largo a Castilla.

Antolínez no se tomó bien aquello, pero como cuanto dije estaba sujeto a mis derechos se la tuvo que enfundar, no sin antes largarme otra rociada en venganza. La verdad, pasé un rato malísimo porque, aunque tenía toda la razón, me sentía bastante traidor.

-Bien, sea. Prepara tus cosas, designa un sucesor adecuado entre los de tu cuadrilla y, cuando lo pongas al tanto de sus obligaciones, vienes a por la soldada que se te debe, que el señor Rodrigo no querría verte partir sabiendo que te debe dinero y que cuentes en Vivar que fuiste despedido con las cuentas sin saldar.

Ya me tocó las pelotas Antolínez, y tuve que ponerme un poco chulo aún a costa de llegar a las manos con él. Saqué pecho, intenté erizar las barbas sin resultado aunque a él le daban diez higas mis barbas, y le exclamé en plena jeta:

-Mi señor Martín Antolínez, la soldada pendiente puedes metértela donde te quepa, que dineros tengo de sobra para gastar durante cinco vidas. Y no me afees mi partida, que muchos antes que yo y con más linaje que yo se largaron cuando las cosas se pusieron feas y no querían contristar al rey, y nadie, empezando por ti, les dijo nada. Me voy cuando no hay amenazas a la vista sobre la ciudad, que sabes de sobra que si las hubiera no me sacan de aquí ni con pez hirviendo, que no he recibido nunca ninguna herida en la espalda como algunos que fueron asaeteados en plena huida del campo del honor. Y si hablo del señor Rodrigo en Vivar será para enaltecerle, para decir a todos que fue un señor como Dios manda, un tipo con unas pelotas como jamás las he visto en nadie y que ojalá nacieran muchos como él. Y la soldada, en vez de metértela donde te quepa, he decidido que mejor se gasten en misas por su alma, que buena falta le harán. Y ahí te quedas, Martín Antolínez. Recuerdos a la señora Jimena de Millán Sánchez, adalid de la mejor mesnada que ha salido de Castilla. He dicho y adiós.

Y así dejé a Antolínez más callado que un muerto, que no se esperaba aquello de mí. Pero, qué carajo, hay veces en que si se queda uno callado cuenta como cabrón y apaleado, de modo que salí de su estancia muy ufano, con el pecho para afuera y un poco más relajado y contento conmigo mismo. Pensé que quizá hubiese sido mejor hablarlo con Minaya, pero ya estaba hecho. Cuando llegué a mis aposentos y se lo dije a María los gritos se oían en todo Valencia, y en cuanto dejó de dar saltos de alegría, con un frenetismo inusual en ella, llamó a Sayyid y a Saida para preparar el equipaje. Yo, por mi parte, opté por quitarme de en medio y meterme en una taberna. Agarré una cogorza de campeonato, porque a medida que pasaban las horas me daba cuenta de que me sentía cada vez mejor al verme libre y ante la perspectiva de volver con los míos a disfrutar de tantos años de trabajos.

En dos días lo tenía todo listo para partir. Recomendé como sustituto mío a Payo López, un gallego que era capaz de degollar a un cura en el mismísimo altar de la iglesia si se le ordenaba. Lo puse al corriente de sus obligaciones y lo presenté a mi cuadrilla como el nuevo adalid, a lo que la cuadrilla respondió con bufidos de fastidio porque el jodido gallego era más impenetrable que la caja de caudales de un abad. Me agencié un carromato en bastante buen estado para que el viaje fuese lo más cómodo posible para mi María y los críos. De equipaje íbamos ligeros ya que, salvo un par de cofres con nuestras ropas y las cuatro baratijas de ajuar que María tenía en nuestras dependencias del alcázar de Valencia, pocas posesiones más teníamos en este mundo salvo un arca de hierro donde guardaba mis ahorros de tantísimos años de batallar, saquear, matar y demás quehaceres que me permitieron poder volver al terruño convertido en un tipo importante en vez de como un pordiosero que suplica una escudilla de sopa ante un convento. Además nos acompañaban algunos peones que, al igual que yo, consideraron que con el óbito del héroe finiquitaba su contrato con la mesnada, de modo que habían pedido la licencia a Antolínez porque, aparte de hastío y añoranza de la tierra, tenían la desagradable impresión de que Jimena Díaz no iba a ostentar el señorío de Valencia ni el tiempo necesario para que el cadáver de su heroico marido empezase a pudrirse.

Cuando todo estuvo preparado para partir con el alba del día siguiente, llamé a Sayyid para hablar sobre el viaje y trazar la ruta más adecuada para llevarlo a cabo con los mínimos riesgos, que no era plan de vernos asaltados por esos campos de Dios o meternos sin darnos cuenta en territorio hostil. Pero mi fiel capón acudió a mi llamada con jeta de funeral, y cuando le pregunté por el motivo de su pesar me soltó la noticia:

-Señor Millán, mañana con el alba partiréis solos hacia Castilla- me espetó mientras sus ojos preferían contemplar el suelo antes que mi jeta.

-¿Qué estás diciendo?- le interrogué muy despacio, porque aquel jarro de agua fría no me lo esperaba por nada del mundo-. ¿Qué es eso de que nos vamos solos?

-Digo que ni Saida ni yo os acompañaremos, mi señor. Ha llegado la hora de la despedida.

Me tuve que sentar en el suelo porque mi taburete estaba ya en el carro debidamente cargado. Mi fiel capón, mi lugarteniente, el hombre al que tanto debía me dejaba para siempre jamás. Yo siempre creí que nos acompañaría a Vivar, donde con seguridad sería feliz con Saida y donde un hombre con sus muchas cualidades podría medrar sin problemas, de modo que lo último que imaginé es que cuando llegase la hora de largarme de Valencia lo haría sin él.

-¡Pero, como es...!- empecé a exclamar. Pero él, haciendo un gesto con la mano me hizo callar para darme las explicaciones adecuadas.

-Mira, Millán- me dijo dejando de usar por primera vez el título añadido a mi nombre, lo que era señal de que pensaba largarme una filípica importante-, durante años te he servido fielmente, y conste que no me arrepiento de ello. La vida contigo y con María ha sido para mí un regalo de Alláh, alabado sea siempre su nombre. Pero dime, en el nombre de la amistad, qué pintamos Saida y yo en un villorrio cercano a Burgos, donde todos nos mirarán con extrañeza y donde siempre seremos unos perros infieles a los ojos del vecindario.

-¡Al que osase insult...!- empecé a vociferar. Nuevo gesto de Sayyid para interrumpirme y nuevamente retomó su filípica.

-Millán, muchos no osarán insultarnos porque tú estarás tras nosotros pero, ¿eso es vida? ¿Es vida vivir sabiendo que, a nuestras espaldas, la gente murmura de mí por ser quien soy y de ti por darme protección? Convéncete, adalid. Nuestros mundos son distintos y, una vez terminada esta aventura, cada cual debe retornar al suyo. Con lo que he ahorrado tengo dinero de sobra para pagar un pasaje para Saida y para mí en un barco que nos lleve al otro extremo del mar, donde iniciaré una nueva vida lejos de tanta guerra y de tanto dolor como llevo visto a lo largo de mi existencia en este Andalus que, si Alláh el misericordioso no lo remedia, será campo de batalla hasta que los tuyos y los míos se den cuenta de que el camino para la concordia es otro muy distinto y, viendo lo que llevo visto, me temo que no se darán cuenta jamás, y que la paz solo llegará cuando uno de los dos bandos aniquile al otro. Esta bendita tierra está condenada a ver como sus hijos muertos la abonan durante siglos, y ya estoy harto de presenciar muertes y destrucción por doquier. En Túnez tengo amigos que con gusto me ayudarán a iniciar esa nueva vida, y allí no llegará, espero, la guerra. Así son las cosas, Millán. Mañana al alba me despediré de María, de los niños y de ti, y quiera Alláh que vuestra vida sea todo lo feliz que espero sea la mía. Y ahora me perdonarás si me largo porque me estoy poniendo tristísimo, voy a empezar a llorar de un momento a otro, y me resulta sumamente enojoso todo esto, de modo que buenas noches y hasta mañana.

Y dejándome con la boca abierta como la de una tinaja dio media vuelta y se fue a paso ligero a sus aposentos. Mientras su esbelta figura se perdía en la oscuridad pude ver como sus hombros se estremecían con el llanto. Y yo, para no ser menos, me agarré una llantina silenciosa, que esas son las más sentidas y que solo se manifiestan cuando la pena es verdaderamente honda. Y no voy a contar más sobre esto porque no tiene sentido y ustedes, que supongo que no se chupan el dedo, ya se habrán hecho cargo del tema de modo que es una estupidez redundar más en lo que me apenó despedirme para siempre de mi fiel Sayyid Ibn Tachfin al-Mahröm y de Saida bint Yaqubb, que cualquiera con un mínimo de seso sabe que es muy triste perder de vista para siempre a los amigos de verdad. Añadir solo que a la mañana siguiente nos estrechamos en un fuerte abrazo tras darles un beso a mi María y a los niños y, sin mirar atrás como la mujer de Lot cuando asaron Sodoma en menos que canta un gallo, nos fuimos de Valencia sintiendo en mi nuca los ojos de mi amigo Sayyid, al que debíamos nuestras vidas, y de Saida, a quien mi Juanico debía la nutritiva leche con que se alimentó. Y para quitarle hierro a la cosa, sepan que cuando llegué aquí me enteré de que el puñetero Sayyid se hizo riquísimo en Túnez, donde gracias a su condición de capón y a su indudable talento supo ganarse en poco tiempo el favor del miramamolín que mandaba allí, y que Saida, que le fue siempre incomprensiblemente fiel a pesar de su fogoso carácter, se convirtió en una de las mujeres más respetadas de su entorno, donde levantó la admiración de propios y extraños si necesidad de menear más el ombligo porque Sayyid se molestó en cultivarla adecuadamente y supo ser para él un firme apoyo para combatir las sempiternas intrigas palaciegas y demás zarandajas en que siempre se ven metidos los que optan por la vida pública.

En cuanto a nosotros, poco más que decir para dar por concluida mi historia. El viaje hasta Vivar fue lo tranquilo que podía esperarse en aquellos turbulentos tiempos y no es plan de aburrirles dándoles cumplida cuenta de cada etapa. Solo comentarles que hubo algún que otro intento de robarnos por parte de los consabidos salteadores, desgraciados estos que en cuanto se daban cuenta con quienes se acababan de topar salían a toda prisa a esconderse porque una cosa era robar a un fraile montado en un borrico y otra muy distinta hacer frente a varios mesnaderos recién licenciados más dados a sacar la espada que a dejarse exprimir la bolsa. Nuestra llegada a casa ya pueden imaginarla: lágrimas de alegría, berridos de bienvenida, abrazos de oso, mira que niños más guapos, que si son el vivo retrato de su padre, que no, que se parecen a su madre, no han pasado los años por ti, no digas memeces porque está mucho más viejo y, en fin, todas esas cosas que se hablan cuando en un Credo se quiere decir lo que no se ha dicho en años. Ya me entienden, ¿no?

Mientras buscaba una casa para asentarnos definitivamente, mi familia y yo nos quedamos en la de mis padres. Juana Orzasdemiel disfrutó como una loca cuando conoció a sus dos nietos, mi padre hinchó el pecho orgulloso al ver la envidia que despertaba entre sus vecinos el que su hijo retornase hecho todo un adalid, y los ojos se le salieron de las órbitas cuando abrí el arca donde guardaba mis ahorros, que jamás en su vida había imaginado ver tanto dinero junto. Y mi María, contrariamente a lo que suele suceder, enseguida se hizo amiga de mi cuñada Lorenza, y ambas pasaban las tardes junto al fuego dedicándose a los quehaceres propios de las cuñadas, que es poner a caldo a sus maridos mientras los primitos se dedicaban a molerse a patadas a pesar de las conciliadoras exhortaciones de la abuela para que no se sacasen los ojos antes de la cena. En cuanto a mí, como ya podrán suponer, tiempo me faltó para, una vez instalados, ir en busca de Bernardo y de Sisnando, y una vez hechos los saludos de rigor también nos faltó tiempo para largarnos a Burgos a corrernos una juerga por todo lo alto para celebrar mi vuelta a casa entero y con buenos dineros que me permitirían vivir de allí en adelante como un ricohombre; porque deberán saber que, gracias a mis ganancias, pude instalarme en una bonita casa en Burgos y convertirme en un notorio inversor gracias a Bernardo, que me asoció a su floreciente negocio de postas que tantos dinares estaba dando a ganar tanto a él como al viejo Mayr bar Yucef que, aunque debía ser ya tan viejo como Matusalén, seguía al frente de su emporio zaragozano.

Y como son ustedes muy curiosos, querrán saber qué fue de Valencia, del tontaina de don Alfonso, del cabrito de Ibn Texufín y en qué acabó todo aquello, pero como ya empiezo a estar un poco harto de tanto hablar les diré que esa historia no corresponde narrarla aquí, que solo vine para contar la vida del héroe y, de paso, la mía, y si quieren saber lo que fue de Valencia moléstense en coger un libro y se enteran, carajo, que todo lo quieren mascado y digerido. Y como colofón a esta historia, que espero los haya ilustrado adecuadamente sobre aquella turbulenta época que nos tocó vivir, añadir solo una cosa:

Que nadie ose juzgarnos a los que nos vimos arrastrados a tener que hacer las burradas que hicimos, porque a ustedes los juzgarán dentro de algunos siglos y los tacharán de salvajes, de infames y de alevosos cuando sus descendientes sepan que permitieron que mucha gente muriese de hambre mientras que ustedes vivían mejor que un abad mitrado, que veían en sus televisores como multitud de niños comidos de moscas languidecían escuálidos mientras se zampaban buenas tajadas de carne sin inmutarse, que la gente moría por enfermedades que en sus países se curaban con una simple pócima pero que ellos no podían disponer de ella a pesar de que costaban menos que un cuartillo de vino peleón. Que sus gobernantes clamaban por la paz en el mundo mientras se forraban con una fructífera industria militar que servía para que los hambrientos, en vez de diñarla de hambre, muriesen con las armas que les vendían a bajo precio. Que permitieron que sus jóvenes, en vez de cultivar el espíritu, cultivasen la memez supina, que gran pecado es desaprovechar los medios de que la Providencia los ha dotado para que luego desprecien a los sabidos y leídos y enaltezcan a los bujarrones, las rameras y los charlatanes. Que dejaron de lado la moral y los principios para permitir bajo una capa de tolerancia desmanes sin cuentos, y se vieron inmersos en una sociedad corrupta y degenerada donde los dictados de la Naturaleza eran desoídos y la decencia tenida por cosa de pusilánimes. Y podría seguir largo rato así, pero supongo que ya habrán captado lo que quiero decir, que para lo que quieren son ustedes muy sagaces.

Y en fin, esta ha sido la historia de Millán Sánchez y la del infanzón Rodrigo Díaz, el campidoctor, el sayyidi, Ludriq al-Kabatayur o como puñetas quieran llamarle. Yo, por mi parte, agradezco que se me haya permitido contarla, así como que hayan sido tan pacientes conmigo, que tras tantos siglos de telepatía estaba ansioso de poder hablar por mi boca. Ya solo me resta esperar pacientemente a que mi María venga a recogerme de aquí y largarme con ella al Cielo, donde la eternidad se me hará corta en su compañía. Queden con Dios.

 

 

 

 

 

 

Fin