Capítulo 7
De cómo el noble rey Alfonso perdonó una vez más a Rodrigo Díaz, y donde se ve claramente que el perdón real le daba un ardite al belicoso infanzón, que prefirió ganar honra y dineros bajo el mando del emir al-Mutamin
Como anticipé en el capítulo anterior, el año de 1.083 se presentó lleno de sorpresas. Resulta que el alcaide del castillo de Rueda- una fortaleza de esas que te quitan el hipo si tienes que verte asaltándola a base de escalas mientras te llueven virotes, piedras y brea ardiente- llamado al-Bofalac, urdió una sonada traición contra nuestro amado monarca Alfonso. La cosa es que allí languidecía cautivo un moro muy principal, hermano nada menos que de al-Mutamin, que había sido rey de Lérida. Y por esas pendencias que según hemos visto a lo largo de mi relato suelen ser tan frecuentes entre hermanos había sido encarcelado. El moro, de nombre al-Muzaffar, convenció al cabrón del alcaide para que llamase al nuestro rey y le entregase la fortaleza, a lo que Alfonso, tan ingenuo como siempre, accedió enseguida. Juntó una hueste que puso bajo el mando del infante Ramiro de Navarra, que era primo suyo, y lo acompañaban el conde Gonçalvo Salvadórez, Vermudo Téllez y otros ricoshombres. Porque deben saber que aunque el moro pagase buenas alfardas al castellano, no por ello don Alfonso dejaba de aprovechar la oportunidad de hacerle bien la puñeta a su tributario si tenía ocasión para ello, por lo que pueden una vez más comprobar que la palabra de los altos señores que regían los destinos de los reinos valía menos que una moneda de plomo.
La cosa es que el tal al-Muzaffar la diñó mientras el infante acordaba la forma de entrega de la jodida fortaleza, y eso puso tan nervioso al felón del alcaide que, pensando que sería castigado por al-Mutamin si la cosa no salía bien, decidió cambiar nuevamente de camisa y congraciarse con el emir de Zaragoza haciendo una buena escabechina entre los castellanos. Total, que el muy hideputa, en cuanto el infante y compañía pusieron pie en la fortaleza los asaeteó con tanta furia que acabó con su vida, y la de los ricos hombres, y con las de muchos caballeros que iban en la comitiva. Eso ocurrió el día de la Epifanía de aquel año, y no imaginan el cabreo enorme que cogió nuestro amado monarca cuando le fueron mostrados los cuerpos machacados de su primo, del conde Salvadórez y demás notables del reino, porque además cayó en la cuenta de que los planes del cabrito del alcaide incluían liquidarlo a él, y si no había sido posible era por no haber llegado a tiempo para reunirse con la hueste, que camino iba de ello.
El héroe se entero de todo esto estando en Tudela, donde se hallaba reforzando la frontera con Lérida a la espera de la llegada de la primavera. Y como era tan sumamente listo, vio muy oportuno mandarnos levantar el campamento y salir a toda prisa a ofrecer su ayuda al rey, aún sabiendo que ya no le hacía falta para nada porque el hideputa del alcaide de Rueda ya había dado buena cuenta del infante y sus principales jefes. Pero como el infalible instinto de Rodrigo jamás fallaba en estos casos, se presentó muy bravo ante el monarca, clamando venganza y jurando dar cruel muerte al alevoso alcaide, cosa ésta que valoró mucho Alfonso, que a veces se pasaba de buena persona, y se emocionó tanto al ver con la premura con que el desterrado héroe se puso a sus órdenes que lo perdonó. Aquello, si les digo la verdad, no nos gustó nada. Las exitosas campañas llevadas a cabo en tan poco tiempo y que tan buenos beneficios nos habían reportado tocaban a su fin si el héroe volvía al terruño y disolvía la mesnada, de modo que íbamos de muy mala leche camino de vuelta a Castilla.
Pero la Providencia se puso de nuestro lado porque, a los pocos días de camino, bien porque Rodrigo receló de aquella repentina buena disposición del rey, bien porque al igual que nosotros vio una estupidez dejar un oficio tan rentable, bien porque se dio cuenta de que en Zaragoza era un personaje y en Castilla volvería a ser un infanzón de mierda, blanco de las puyas de los paniaguados de la curia, el caso es que se arrepintió. Mandó a hacer puñetas a Alfonso y, muy contentos todos, nos volvimos a Zaragoza, donde al-Mutamin nos agasajaba como el padrino de la boda a los invitados, y los vecinos de la ciudad nos miraban con respeto, y no como en Burgos, donde los hijosdalgo nos escupían en la cara y los nobles se meaban encima nuestra desde sus bridones.
Pero no crean que el héroe hacía las cosas a tontas ni a locas. La jugada había sido magistral ya que, al ser perdonado, dejaba de pesar sobre él la lacra del destierro con lo que ni sus bienes ni sus tierras podían ser tocados por nadie. Y lo más astuto es que, al despedirse del rey, no lo hizo ya como un proscrito, sino como un infanzón que de forma voluntaria se desnaturalizaba de su señor y se ponía al servicio de quién le daba la real gana, que para eso había sido perdonado previamente. O sea y para que me comprendan: que con esa jugada, Rodrigo pasaba de ser un desterrado de mierda a convertirse en un señor de la guerra, dueño y señor de sus actos, caudillo de su propia mesnada y muy libre de ir y venir por donde quisiera, haciendo la guerra a quién le saliese de las pelotas y robando y matando a mansalva sin que nadie, absolutamente nadie, pudiese poner freno a su feroz codicia y, para colmo, podía ir a sus dominios en Vivar como si tal cosa y, de paso, cagarse en los muertos de los pelotas que habían sido la causa del enojo del rey sin tener que dar cuentas a nadie. Simplemente genial, ¿no?
Ah, y no crean ni por un instante que el héroe se limitó a hacer la guerra a los moros sino que, antes al contrario, no dudó en llevarse por delante a todo bicho viviente ya fuese moro o cristiano, que a aquellos nobles señores, reyes incluidos, les daba una higa el nombre con que mentasen a Dios o si veneraban a Cristo o a Mahoma, porque en aquellos turbulentos tiempos sólo contaba fastidiar al vecino, fuese del padre que fuese, y en apoderarse de sus tierras y dineros. Tuvieron que pasar aún más de cien años para que naciese en la conciencia de los señores cristianos un sentimiento de unidad (más o menos), y un deseo ferviente de expulsar por fin a la morisma de Hispania. Y si no creen esto que digo, sigan leyendo y verán como el héroe no tuvo el más mínimo reparo en unir su mesnada a las tropas de al-Mutamin para hacerle una visita al rey de Navarra y Aragón, Sancho Ramírez el cual, tras la sonora derrota a manos del héroe en la jornada de Almenar se había largado enhoramala a sus dominios, muy irritado por la soberana paliza recibida y, para tomar cumplida venganza, a lo largo de aquel año de 1.083 se había dedicado a asolar las tierras del emir de Zaragoza y había rendido las plazas de Ayerbe, Agüero y Bolea.
Y para demostrarle que lo de Almenar no había sido un mero golpe de suerte, nos fuimos muy dispuestos a demostrarle al chulo aquel que éramos duros de roer, que nos la traía al fresco su algarada por el norte de Lérida y que se iba a enterar de lo que vale un peine. Antes de partir, el héroe nos dirigió una de aquellas arengas que nos hacían tanto bien espiritual. Cuando estábamos formados dispuestos para la marcha, se presentó ante nosotros montado en su bridón, con su mirada llameante, sus barbas erizadas y su voz estridente.
-¡Castellanos!- gritó en alta voz. Aquello era un poco absurdo, porque ya sabíamos de sobra que éramos de Castilla, aunque igual lo hizo para que los moros presentes supiesen que se dirigía a nosotros, no a ellos-. El rey de Aragón ha corrido la tierra del emir, y éste nos ha requerido para hacerle el servicio de saquear sus dominios y demostrarle a ese hideputa que no es enemigo para nosotros. Un rico botín nos espera y, si Dios y el santo apóstol así lo quieren, estaremos de vuelta en pocos días para seguir gozando de la hospitalidad del noble emir. Que nadie dé la espalda al enemigo y que nadie se quede con un foluz que no le corresponda o le hundo la cabeza. ¡En marcha y que Dios nos guíe!
Y alentados con tan edificantes palabras partimos camino de Monzón, que sería nuestro centro de operaciones como veo que se dice ahora. Durante cinco días saqueamos a nuestro sabor las tierras de Aragón sin que el tal Sancho Ramírez apareciese por allí, bien por miedo, bien porque estaba muy ocupado en otro sitio. La cosa es que volvimos a Monzón con las carretas cargadas de botín, muy ufanos y contentos de tan buena ganancia sin necesidad de presentar batalla. Y como al-Mutamin se dio cuenta de que la frontera de Aragón no precisaba de nuestra presencia, decidió enviarnos hacia la frontera sur donde al-Fagit, el hermano del emir, era el verdadero peligro. Estaba claro que lo que al-Mutamin quería era aplastar de una vez al moscón de su hermano leridano y, de paso, abrirse camino hacia la jugosa taifa de Valencia.
Y hago un inciso para explicar un poco nuestra vida en aquella época. Por lo pronto, el emir, contentísimo con nuestros servicios, nos había contratado. Ya no éramos una mesnada que buscaba asilo en tierras de un rey poderoso a cambio de prestar ayuda militar, sino una tropa de curtidos mercenarios a sueldo del que pagase mejor de forma que, en vista de los buenos resultados que estábamos dando al emir éste, fiel a los usos de la época, concertó con el héroe una soldada para todos. ¡Qué vidorra nos dábamos, madre mía! De entrada, ya no nos alojábamos en el inhóspito campamento en las afueras de Zaragoza, sino que pernoctábamos en unas dependencias dentro de la ciudad donde disponíamos hasta de baños. Nosotros, al principio, veíamos con malos ojos aquella inveterada costumbre de los moros de estar en remojo a todas horas, pero con el tiempo nos dimos cuenta de que era una sana costumbre. No sólo para alejar enfermedades sino, además, para descansar el cuerpo. Acostumbrados a pasar meses enteros sin saber lo que era el agua, ya que en el frío clima de Vivar sólo nos bañábamos en el río en los meses estivales, era sumamente gratificante entrar en aquel sitio tan calentito y sentir durante horas y horas el agradable contacto con el agua caliente que, mediante un ingenioso sistema, siempre estaba disponible. Y al salir del baño, unos masajistas muy expertos nos dejaban como nuevos a base de magrearnos los lomos y untarnos con aromáticos aceites. Una delicia, vaya. Hasta el cochino de Sisnando se avino a probarlo y, desde aquel día, era el cliente más habitual del establecimiento.
Durante el tiempo en que estábamos acantonados sin nada que hacer, nos dedicábamos a recorrer la ciudad para seguir asombrándonos una y otra vez de lo bien que vivía aquella gente. Incluso se podía pasear de noche sin temor a una emboscada en una calleja oscura porque, por un lado, las calles principales estaban perfectamente iluminadas con lámparas de aceite y, por otro, patrullas de guardias acompañados de fieros perros de presa se ocupaban de mantener el orden en las calles. Éramos bien recibidos en todas partes siempre y cuando no formásemos mucho escándalo, y la gente nos abría paso respetuosamente cuando paseábamos por las atestadas calles del zoco zaragozano. Porque deben saber que los moros aquellos eran gente hospitalaria, que te ofrecían su casa sin reparos siempre que no ofendieses su dignidad o sus creencias religiosas, y eran bien distintos a nuestros paisanos, de un carácter mucho más seco y orgulloso. De hecho, nos causaba cierta desazón el ver que los caballeros de nuestra mesnada que se cruzaban a veces con nosotros por la calle o coincidían en alguna taberna, no se dignaban siquiera saludarnos, y lo más que hacían era mirarnos con su habitual arrogancia sintiéndose superiores a nosotros. Y debo reconocer que, al igual que ellos, nosotros, la última mierda de la mesnada, también teníamos nuestra honrilla, y en cuanto alguno sacaba los pies del tiesto salían a relucir los ancestros godos, los abuelos que acompañaron a don Pelagio y los padres que lucharon junto al extinto rey don Fernando I. Por eso coligo que esa desmedida soberbia formaba parte de nuestro acerbo, y que aunque todos proveníamos del santo Adán no por ello dejábamos de tener muy claro que los castellanos éramos los futuros conquistadores del mundo.
Por cierto que, aprovechando el reparto del botín del paseo por tierras aragonesas, fui de nuevo al establecimiento de Mayr bar Yucef el cual, muy contento por volverme a ver, me hizo pasar dándome palmadas en el lomo, lo cual debía ser todo un honor porque, nada más entrar, un criado me ofreció una copa de un vino francamente bueno y una bandejita de plata con unos pastelitos riquísimos. Pero casi me caigo de culo cuando el judío, muy sonriente, sacó de un cajón un pliego de papel y me lo entregó.
-Toma, es para ti- me dijo alargándome el papel-. Es una carta de tu familia.
Yo, que jamás en mi vida había recibido una carta, casi pierdo el sentido. Además, noté por primera vez la agradable sensación que se siente cuando se recibe una. Saberse querido y añorado es algo muy gratificante aunque, por desgracia, como luego fui aprendiendo, las cartas no siempre traen recuerdos de la familia, sino cosas infinitamente peores. Pero en este caso la misiva era de mi padre el cual, desconocedor al igual que yo de la existencia de amanuenses y servicios de postas que podían facilitar el envío de mensajes, no dudó un segundo en aprovechar un viaje a Burgos para responder a mi carta.
-¿Quieres que te la lea?- se ofreció el servicial Mayr.
Yo asentí con la cabeza porque no me salían las palabras de embobado que estaba. El judío rompió el lacre, abrió la carta, carraspeó un poco e inició la lectura. Decía así:
“De Sancho Estébanez, molinero, a su amado hijo Millán Sánchez, peón al servicio del muy poderoso señor Rodrigo Díaz, en Burgos, a catorce días del mes de mayo de la era de mil ciento y veintiún años. (No crean que me he perdido en el tiempo. Es que la Era Hispánica que regía el calendario en aquella época llevaba treinta y ocho años de adelanto con respecto al calendario actual. Pero he querido respetar fielmente el texto original de la carta, que para eso era la primera que recibía en mi vida y, además, era de mi venerable progenitor). Espero que al recibo de esta misiva estés bien de salud. Nosotros todos bien. Tu madre te envía todo su amor. Tu hermano te envía saludos. Yo te envío mi bendición. Que Dios te guarde.
Post scriptum: Gracias por los cincuenta sólidos. Los he invertido en una mula y en ropa y calzado nuevos para todos.”
Como pueden ver, el repertorio literario de mi padre no era mucho más extenso que el mío. Pero recibir una carta suya y saber que estaban bien de salud me emocionó mucho. Tanto que Mayr, con una sonrisa beatífica, hasta me regaló un amuleto judío que, según decía, era muy eficaz contra los virotazos enemigos, las heridas de espada y lanza y las purgaciones que transmitían las putas poco dadas a la higiene.
El que sacó verdadero jugo a nuestra estancia en Zaragoza fue Damián. El muy ladino se encoñó con una mozárabe que, si les digo la verdad, estaba impresionante. La mujer, de nombre Lucinda, era una viuda que gozaba de una posición holgada. Su marido había sido un moro pudiente que, gracias a la permisividad religiosa de aquellos momentos, se había casado con ella sin obligarla a abjurar de su religión. Yo creo que a la tal Lucinda le daba un ardite aquello de la religión, porque era una fresca de tomo y lomo dispuesta a hacer cualquier cosa por gozar de una buena vida, pero la cosa es que seguía siendo cristiana. No tenía hijos porque, según le contó a Damián, a su anterior marido solo se le empinaba la verga de higos a brevas a pesar de las pócimas que la fogosa hembra le hacía beber a ver si se animaba pero, muy a su pesar, el miembro del moro permanecía más mustio que un galápago perdido en el desierto. La pobre mujer, desesperada de los sofocos que le acometían a todas horas, casi cayó en la infidelidad y solo la detuvo el hecho de que el Corán castiga eso con algo horrible: ser lapidada hasta la muerte, abominable ley esa que, a pesar de los siglos que han pasado, veo que aún hay cafres que la practican.
Pero Damián se bastaba y se sobraba para aplacar los calores atrasados de Lucinda, y la buena mujer se desvivía por el fogoso castellano que, en menos de dos meses, fue capaz de cubrir la merma de cariño y fornicio que la hembra aquella arrastraba desde hacía años. De hecho, incluso consiguió a través de influencias, que en eso las mujeres se pintan solas, que Damián fuese eximido de dormir en nuestro acuartelamiento, y todas las noches salía muy ufano a visitar a su novia para volver al despuntar el día con una jeta de agotamiento que no auguraba nada bueno. Y así fue al cabo de unas semanas, porque lo que un hombre no puede hacer es estar de día dando el callo y de noche dando matraca a una hembra tan fogosa y con tanto fornicio atrasado. Ni siquiera un fuerte reconstituyente que le proporcionó el buen Mayr sirvió de gran cosa, y tuvo que ser Alvar Fáñez el que pusiese las cosas en su sitio, prohibiéndole aquel ritmo de visitas so pena de ser expulsado de la mesnada sin más paga que una tanda de latigazos por garañón y lujurioso.
Pero aquello le daba una higa a Damián y como Lucinda le juró amor eterno, a él le faltó tiempo para jurarle lo mismo, prometerse en matrimonio y asegurarle que a la vuelta de sus andanzas se casaría con ella. Hay que ver qué verdad son los dichos populares, que en este caso cabe aplicar ese tan conocido de “pueden más dos tetas que dos carretas”, y más en esta ocasión porque la tal Lucinda lucía una pechera como para tumbar una muralla al primer envite.
Pero la buena vida se nos acabó de momento ya que al-Mutamin ordenó (bueno, rogó, pero como se trata del emir prefiero no menoscabar su dignidad) al héroe que partiese con su mesnada a putear un poco la taifa de Lérida, que su odiado hermano merecía un poco de movimiento. De modo que una buena mañana se presentó Alvar Fáñez con sus habituales palabras de ánimo para mandarnos liar el petate y prepararnos para la marcha.
-¡Arriba, villanos, hijos de la gran puta!- bramaba mientras soltaba fustazos a los rezagados a modo de delicada sugerencia para que avivasen-. ¡Se terminó la holganza, perros sarnosos! ¡Antes de la hora prima tenemos que estar en marcha!
-¿A dónde nos vamos, mi señor Alvar Fáñez?- preguntó Damián, muy contrito por tener que perder de vista a su amada Lucinda.
-A Morella, en la zona meridional de la taifa- respondió Minaya sin dejar de usar la fusta.
-¿Y qué hay en Morella, mi señor?- quiso saber Bernardo, que ya se había llevado varios azotes por no darse la prisa debida.
-¡Moros que degollar, moras que forzar y dineros que ganar, de modo que no perdáis más el tiempo, bujarrones!
Minaya había pronunciado las palabras mágicas: degollina, fornicio y sólidos de plata. Eso bastó para que los lentos acelerasen, los vivos saliesen con su equipo dispuesto, y Minaya tuviese que dejar de dar fustazos a diestro y siniestro.
Si en Aragón habíamos sembrado la muerte y la destrucción, lo de Lérida fue ya apocalíptico. El héroe parecía emular a los Cuatro Jinetes esos, pero todos concentrados en su persona; y nosotros, sus ángeles exterminadores particulares, no le íbamos a la zaga. Hay que tener en cuenta que una cosa era asolar tierras de cristianos, donde al fin y al cabo expoliábamos a nuestros semejantes, y otra muy distinta escabechar a aquellos infieles del demonio que, aunque en Zaragoza nos trataban a cuerpo de rey, en Lérida nos temían como si fuésemos la peste. Tras un gratificante paseo en el que no dejamos casa en pié, ganados o viandas sin robar, moro sin degollar y mora sin ultrajar, llegamos a un destartalado castillo que los moros llamaban Hisn al-Uqab y que nosotros, que teníamos menos conocimientos del árabe que un chalán judío sobre honradez, llamábamos Olocau. ¡Y es que la algarabía de esos infieles era impronunciable, rediez! El mencionado castillo, que la verdad sea dicha estaba en un estado similar a las alquerías que habíamos saqueado, pero sin que nosotros le hubiésemos puesto una mano encima, se encontraba a cinco leguas a poniente de Morella.
El héroe, que como ya saben ustedes era una fiera pero de tonto no tenía un pelo, creyó oportuno aprovechar aquella destartalada fortaleza para establecer en ella nuestra base, porque ir puteando al enemigo por sus tierras sin tener donde cobijarse si las cosas se ponían feas era cuanto menos la mejor fórmula para ser pasados a cuchillo en cualquier ocasión propicia para ello, y más si tenemos en cuenta que al-Mutamin nos envió aviso de que su jodido hermano, al-Fagit, había llamado de nuevo en su ayuda a Sancho Ramírez, y como ambos estaban bastante enojados por el trato recibido por el héroe en anteriores campañas, se habían juramentado para aunar fuerzas, reunir una hueste de categoría y machacarnos sin piedad en cuanto nos echasen el guante. Además, teníamos que disponer de un lugar adecuado para ir almacenando el botín conseguido en aquellas tierras, que no era plan de ir acarreando tanto ganado ni tanta alhaja por esos campos de Dios. Por lo tanto, el héroe ordenó a Minaya que convirtiese aquella fortaleza medio derruida en un bastión inexpugnable donde poder meternos en caso de necesidad y mearnos desde la muralla sobre nuestros enemigos si venía al caso.
-Querido primo- le dijo el héroe al valeroso Alvar Fáñez-, sabes de sobra que el leridano y el aragonés nos la tienen jurada, de modo que aviva a la mesnada, poneos manos a la obra y convertid ese castillo piojoso en un cofre.
Y Minaya, que era una máquina ejecutando las órdenes del héroe, nos puso a todos manos a la obra sin perder tiempo aunque en realidad no hiciese falta meternos prisa, que todos sabíamos que nos iba la vida en ello y nos dedicamos con el mayor ahínco a reparar la fortaleza, si bien nos llevó casi año y medio la faena en el que nos vimos durante todo ese tiempo trocados de mesnaderos en albañiles.
Aprovecharé para darles algunos detalles de cómo estaban construidas las fortalezas de aquellos tiempos y cual era su cometido, cosa que los leídos y sabidos ya conocerán pero, como por desgracia serán los menos, así aprenden alguna cosilla más de éste relato.
Es posible que ustedes se pregunten para qué puñetas servía un castillo en mitad del campo, con una guarnición formada por cuatro gatos, ante el avance de una hueste de cuatro o cinco mil enemigos, o incluso más. Pues servía de mucho porque, en una época donde los ejércitos no llevaban provisiones (no se había inventado aún la logística esa ni las latas de conservas), que vivían sobre el terreno y a medida que avanzaban estaban más expuestos a los ataques de los irritados pobladores de la zona, el castillo era: lugar de cobijo para los habitantes de las alquerías o poblados cercanos, nido de resistencia contra el avance enemigo, ya que su guarnición les hostigaba por la zaga sin contemplaciones teniendo luego un lugar donde guarecerse mientras el enemigo se quedaba plantado en mitad del campo con un palmo de narices y, lo más importante, un recinto que podía defenderse con poca gente mientras el enemigo debía comprometer todas sus fuerzas, retrasar su avance y obligarlos a dar media vuelta si al cabo de pocos días no conseguían alimento, o incluso menos tiempo si no había agua cerca.
Porque deben saber que los castillos eran totalmente autosuficientes, con aljibes o pozos para que no faltase agua, graneros y corrales donde almacenar alimentos, y una buena provisión de virotes, pellas y bolaños para darle a entender al enemigo que no iban a ponérselo nada fácil si querían entrar por la fuerza. De ahí que los cercos durasen meses e incluso años, que la mayor parte de las veces el intento de ocuparlos fuese inútil y que, si finalmente conseguían rendirlo, era a costa de mucho tiempo perdido, mucha gente muerta en el empeño y mucho dinero gastado para ello, de forma que en más de una ocasión y en más de dos no fuese rentable y, al poco tiempo de ocuparlo, los victoriosos nuevos inquilinos optasen por largarse de allí, ya que se habían quedado tan aislados en tierra enemiga que pintaban menos allí que una plañidera en una boda.
Estos castillos tenían algunos un origen muy muy lejano. Incluso algunos de ellos estaban edificados sobre antiguas fortalezas romanas o visigodas, de modo que ya ven si a lo largo del tiempo eran útiles o no. ¿O creen que los cientos de castillos que había en la Hispania se habían edificado por mero capricho, con el dineral que costaba construir uno? Y si estaba construido sobre un risco, más caro aún, teniendo que acarrear los materiales por sitios increíbles, teniendo que excavar los aljibes en la roca viva y teniendo que subir el agua para elaborar el mortero en tinajas, a lomos de caballerías. Una obra de titanes para que no fuese útil, ¿no creen? Para fabricarlos se usaban piedras más o menos bien labradas, o incluso peñascos sin otro requisito que tener una forma más o menos adecuada para adaptarlos a la hilada que se labraba en ese momento. Los paramentos se rellenaban con tierra y cascotes, y así teníamos una sólida muralla. Las torres no eran huecas, como creen algunos necios que en su vida se han dignado poner un pie en tan formidables edificios, sino macizas, para que fuesen inmunes a los golpes del ariete, y solo una pequeña cámara a la altura del adarve servía como cobijo llegado el caso. En el interior se levantaban cobertizos de madera para usarlos como alojamiento para la guarnición, cuadras, almacenes, etc., y sólo el tenente del castillo disponía de una vivienda merecedora de tal nombre, que era la torre principal del castillo, llamada comúnmente torre del homenaje. Era ésta torre la más fuerte, la más alta y la más formidable. Contaban con dos o tres cámaras superpuestas que servían además como último reducto de defensa en caso de que el enemigo consiguiese entrar en el recinto, y para ello se las dotaba de matacanes, puertas elevadas y, en fin, cualquier artificio que dificultase la entrada. Algunas, incluso estaban dotadas de aljibes propios en sus sótanos para poder resistir durante mucho tiempo aún con el enemigo dentro de la fortaleza. Y ya basta de arquitectura, que con esto que les he dicho se podrán hacer una idea de qué iba el tema.
Como decía, Minaya nos puso a todos manos a la obra. Bueno, a todos no, sólo a los peones porque los caballeros y hombres de armas se dedicaban a merodear por los alrededores para tener a raya a posible atacantes, o para darnos aviso si la cosa se ponía seria de verdad. Nosotros, divididos en cuadrillas bajo el mando de un veterano, nos dedicamos a las distintas tareas que se requerían para convertir aquel montón de ruinas en un castillo decente. Unos nos dedicamos a acarrear piedras y a reunir las de la antigua muralla, desperdigadas por todas partes, otros se dedicaron a talar árboles para fabricar andamios, y otros en fin, los más expertos, a labrar los deteriorados muros por donde había unos huecos como para pasar por ellos el ejército de califa de Damasco.
Afortunadamente, Minaya encontró un horno de cal no muy lejos del castillo, material éste imprescindible para la albañilería de la época ya que era el ingrediente esencial para, previamente mezclada con tierra y agua, elaborar el mortero que, una vez fraguado, seria duro como una piedra, y daría a la edificación la consistencia adecuada. El moro propietario del horno calero se enojó bastante con Minaya cuando éste le conminó a entregarle todas sus existencias, pero solo tuvo que sacar un palmo de espada de la vaina para convencerlo de que su vida valía menos que una cagada de perro en una cuneta, y que si no entregaba la cal por las buenas, él se la llevaría por las malas. Seguido por todas las maldiciones coránicas que el moro tenía en su repertorio de maldiciones, Minaya volvió con varios carros cargados de la preciosa cal y nosotros nos pudimos poner manos a la obra sin escatimar materiales.
Si les digo la verdad, a mi eso de la albañilería no me gustaba nada. Acostumbrado desde hacía ya tanto tiempo a no hacer más trabajos manuales que rebanar cuellos aquello me parecía incluso indigno de mi persona. No pasaba eso con Damián y Sisnando que, como avezados veteranos que eran, sabían el valor que tenía contar con un refugio semejante y trabajaban de buen grado. Bernardo, como era un alfeñique que no valía ni para talar árboles ni para acarrear las pesadas piedras necesarias para la obra, fue nombrado aguador, cosa ésta muy cómoda y placentera porque, mientras nosotros sudábamos la gota gorda, él se limitaba a pasearse por todas partes seguido de un pollino equipado con dos serones donde iban dos enormes cántaros. Y cuando los cántaros se vaciaban, a menos de dos avemarías de camino tenía un manantial donde reponer el agua. Alguna ventaja tenía que tener ser una birria de tío, ¿no?
En cuanto al héroe, era el alarife de la obra porque, como era un sujeto muy leído, sabía hasta de edificaciones, fortificación e incluso como fabricar máquinas de asedio tales como manganas, onagros, zarzos, gatas, fundíbulos, bastidas y arietes. Una muestra más de que el saber no sólo no ocupa lugar, sino que encima puede a uno solventarle ciertas papeletas muy comprometidas en determinadas circunstancias. Se paseaba por la obra con una varita en la mano que igual servía para hacer una indicación como para animar a los perezosos dándoles un par de cariñosos golpes en la espalda. En una de las veces que se acercó donde mi cuadrilla se empeñaba laboriosamente en subir unas pesadas piedras hasta la cada vez más alta muralla, ¡oh, gran honor!, se dirigió a mí.
-Yo a ti te conozco- me dijo clavándome sus fieros ojos que, para no perder la costumbre, seguían manteniendo aquella mirada asesina que tan famosa era ya en toda Hispania-. Tú eres el hijo de Sancho el molinero, ¿no?
Yo, anonadado por el inmenso honor y henchido de orgullo al ver las envidiosas jetas de mis camaradas por ser merecedor de unas palabras del héroe, me doble por la mitad como una bisagra y le saludé conforme correspondía a tan elevado personaje. Era evidente que ya no recordaba lo del falso sueño de Bernardo. El pobre hombre estaría un poco ofuscado en aquel momento por sus grandes preocupaciones.
-Millán Sánchez, para servirte y dar mi vida por ti, campidoctor - le respondí haciéndole la pelota de la forma más descarada. Pero la zalema, lejos de enojar al héroe, le supo a gloria porque, en vez de soltarme una de sus habituales frescas, siguió hablando conmigo.
-Veo que no has querido seguir el oficio de tu padre, zagal. ¿Gustas pues del ejercicio de las armas?
-Así es, mi señor- respondí mientras no sabía qué hacer con el pedrusco que tenía en las manos y que ya empezaba a hacerme sentir sus dos arrobas largas de peso-. Pero más si es al servicio de tan alto paladín, espejo de guerreros y temido por sus enemigos.
-Suelta la piedra, zagal, que se te va a quebrar la espalda- me dijo haciendo una vez más gala de una sagacidad sin límites y dejando claro que podía ser un fiero hijodalgo, pero que se preocupaba por el buen estado físico de sus mesnaderos. Yo la solté agradeciéndoselo eternamente, porque ya tenía una severa punzada donde termina la espalda y comienza el culo-. Y dime, ¿estás contento de servir en mi mesnada?
-Contento de servirte y orgulloso de pertenecer a tu hueste, mi señor. Y más aún de sentir en mi bolsa el peso de las buenas monedas que llevo ganadas bajo tu insigne mando, que la vida del molinero no da para otra cosa que para sentir la faltriquera llena de polvo de harina.
-¡Vive Dios que no tienes pelos en la lengua, rapaz!- rió el héroe de buena gana, lo que hizo aumentar mi satisfacción en el mismo grado que subía la envidia de mis camaradas al haber sido capaz de sacar una sonrisa de aquel rostro pétreo-. Me alegro pues, Millán Sánchez. Conmigo, los hombres con redaños ganan buenos dineros. ¿Quién es el adalid de tu cuadrilla?
-Laín Jiménez, mi señor- respondí.
Por cierto, que deben saber que la mesnada también estaba dividida en cuadrillas, igual que los grupos de operarios de la obra. Y ahora caigo que nunca les he mencionado al tal Laín, de modo que enseguida les pondré al corriente de éste personaje.
-Bien, zagal, sigue con lo tuyo. Sé leal y esforzado, y yo haré tu fortuna, Millán Sánchez- dijo dando por terminada la audiencia. Sin decir nada más siguió inspeccionando las obras dejando mi ego varios grados más alto y muy ufano de ser ya un conocido del héroe.
Porque Rodrigo era un hombre sin términos medios, que igual te mandaba colgar de una rama que se hacía amigo tuyo para toda la vida, y tenía un carisma y tal conocimiento innato de los hombres que era capaz de establecer con su gente unos lazos de unión indestructibles por muchos latigazos que te diese o por obligarte a marchar sin descanso durante jornadas y jornadas sin más alimento que una cebolla y el agua de los charcos para beber. Eso, unido a su indudable capacidad como estratega, su sentido común a la hora de buscar aliados y sus incuestionables pelotas a la hora de jugarse la cara a un solo envite fue lo que le hizo convertirse en un elegido para la gloria mientras que otros, que posiblemente reunían más cualidades que él en otros aspectos, se vieron apeados del carro de la fortuna y sus nombres están ya tan olvidados como el mío, que ni siquiera queda constancia del lugar donde nuestros huesos abonan ésta bendita tierra por la que tanto luchamos.
Así se las gastaba el héroe, y debo decir que, aparte del lógico peloteo que le hice en aquella ocasión, cosa normal si se tiene en cuenta que era señor de la vida y la muerte de sus vasallos, siempre lo admiré profundamente y, en cierto modo, hasta acabé tomándole cierto afecto al cabo de los largos años en los que serví a sus órdenes. Y, repito, no lo tomen como vil rastrerismo, sino como el juicio que en su día me mereció y que me sigue mereciendo aquí, donde ya saben que no les miento porque ni me sale, ni me está permitido, ni tengo necesidad, ni me da la real gana de hacerlo, que no son ustedes quienes para juzgarme, que ya me juzgó Aquél que está por encima de todos, qué carajo.
Y antes de terminar con éste capítulo, quiero mentarles algo sobre el jodido adalid de mi cuadrilla, como ya les dije antes. Si algo definía claramente al tal Laín Jiménez era decir de él que era un tipo muy, pero que muy raro. En aquellos tiempos tendría unos veintitantos o treinta años. Su aspecto era formidable: alto, corpulento, fuerte como un oso astur. Unas barbas rubias y una melena leonina adornaban su noble testa, lo que le daba la prestancia de un nuevo Sigfrido. Manejaba con inusual destreza todas las armas imaginables, y hasta era un hábil lanzador de cuchillos, cosa ésta que en más de una ocasión le salvó la vida a la hora de parar en seco a un desaforado gazul que se abalanzaba sobre él a galope tendido. Y ustedes dirán: ¿y por eso era raro? Pues no, señores. Tipos como ese, no es que abundasen, pero ciertamente tampoco eran raros. Su rareza extrema residía en su extraña forma de ser. Y no es que fuese taciturno, o melancólico, o especialmente fiero, sino simplemente que estaba en Babia. Pero no era el típico despistado que a veces olvida donde dejó la espada al levantar el campamento, sino un redomado inope mental que incluso un buen día, cabalgando durante una marcha, se fue alejando poco a poco de la columna hasta que, sin que nosotros supiésemos el motivo, se perdió de vista y tardamos tres días en encontrarlo sentado al pie de un roble en cueros vivos mientras cantaba a voz en grito salmos del rey David, espantando con su vozarrón a todos los pájaros del entorno. Cuando nos vio llegar cerró la boca, se vistió, se subió en su bridón y se unió a la columna como si tal cosa. Por no pecar de prolijo les ahorraré el detalle de sus excentricidades, que fueron muchas a lo largo del tiempo que conviví con él, pero lo verdaderamente extraordinario era que el héroe le permitiese aquellos desmanes sin hacer lo lógico en esos casos, que era partirle la jeta y enviarlo de vuelta al pueblo por malsín, dejado y cretino.
Unos decían que se lo toleraba porque, eso sí, a la hora de la verdad dejaba de lado su absurdo comportamiento y se convertía en un caudillo de primera clase, combativo y sagaz hasta que terminaba la lid, volviendo entonces a su abúlica actitud de siempre. Otros, con más mala leche, aseguraban que se trataba de un bastardo del viejo Diego Laínez (¿a santo de qué si no llamarse Laín, como el padre del viejo señor?), y que siendo como era hermano del héroe, éste no quería dejarlo de la mano de Dios. Otros, en fin, optaban por lo más sano, que era no opinar al respecto, seguirle en la batalla que era donde se mostraba como un hombre capaz, y pasar de él el resto del tiempo aunque, eso sí, guardándole el debido respeto, que una cosa es mirar para otro lado cuando hacía de las suyas, y otra muy distinta chulearle cuando se dedicaba a columpiarse en un árbol asegurando que era un mochuelo. Porque, aunque estuviese en Babia, si veía que un inferior o incluso un igual se chanceaba de él, no dudaba un segundo en sacudirle tal bofetón que lo dejaba en peor estado que su reblandecida mollera. Ah, y un detalle curioso que no quiero dejar de contar por lo jocoso del mismo. Los sabidos y leídos ya sabrán que era costumbre de los caballeros, infanzones o hijosdalgo pintar en sus escudos animales extraños, quimeras o chorradas similares tanto para acojonar al enemigo como para darse a conocer, así como leyendas y motes enigmáticos de arcano significado hasta para el que los ideó. Pues bien, el jodido adalid, al revés que todo el mundo, no tuvo otra ocurrencia que pintar en su escudo el siguiente mote: “Me llamo Laín”. Hala, así, sin más. Mientras otros eran conocidos como el caballero del león verde, o el hidalgo de la luna, o el infanzón de la sirena hermosa, el memo del adalid fue conocido como “Laín”, cosa lógica porque era su nombre de verdad pero, qué carajo, en un mundo de apelativos fantásticos ser conocido con algo tan simplón como “el hijodalgo Laín” era cuanto menos ridículo, ¿no?
En fin, ya tendrán ustedes ocasión de volver oír hablar a lo largo de mi relato de Laín Jiménez. Básteles de momento ésta pequeña introducción a su persona y no me pregunten si cuando nos vimos aquí me desveló algo sobre su pintoresca conducta porque, cada vez que intentaba preguntarle al respecto, como no podemos mentir me decía que tiene mucha prisa porque iba a ver si le había llegado el turno para largarse enhorabuena al Cielo, y me dejaba con un palmo de narices mientras se alejaba moviendo los brazos como si fuesen las alas de un ángel. Creo que aún le dura el complejo de pájaro al hideputa del adalid.
En fin, demos un respiro a mi lengua provisionalmente carnal, a sus oídos y dense un garbeo para estirar las piernas antes de acometer el relato del siguiente capítulo, que yo aprovecharé para catar algo sólido, que hace siglos que no me regalo el paladar con otra cosa que no sean ectoplasmas insípidos.