Capítulo 19

De cómo el ejercicio de la guerra va menguando los bríos de todos, que los años no pasan de balde, lo que no impide que Rodrigo Díaz siga haciendo de las suyas para afianzar sus dominios

 

 

Creo que nuestro sino era no poder disfrutar jamás de la paz. Mientras en otros lugares se vivía en relativa calma no teniendo que soportar más que alguna aceifa de tarde en tarde, nuestra existencia era un continuo ir y venir, un constante estado de alerta, la espera de una tregua que jamás llegaba. Cuando nos apoderamos de Valencia, creíamos ver culminada nuestra azarosa marcha en busca de una vida mejor, pero la Providencia se negó en redondo a permitirnos solazarnos en aquella luminosa ciudad, y si muchos trabajos nos dio conseguirla, muchos más tuvimos que sufrir para mantenerla. Era una isla rodeada de infieles, un oasis sobre el que planeaban constantemente bandadas de buitres ávidos por hacerse con ella. Y no crean que nuestra vida allí era como una fiesta de la cosecha, que muchos piensan que mientras no guerreábamos nos dábamos al vidorra padre, dedicados al dulce placer de ver pasar el tiempo tirados sobre montañas de cojines en un estrado y rodeados de complacientes esclavas que nos mimaban y nos atiborraban de golosinas y otros placeres que no voy a comentar por ya supuestos. No, no, nada de eso. A diario había que mantener ejercitada a la cuadrilla, que los sabidos y leídos saben que cuando la molicie se apodera de una mesnada es el primer paso para la derrota, y no hay nada mejor para mantener la moral alta y los bríos bien pujantes que darle trabajo al cuerpo. Y con la amanecida ya estábamos todos en el enorme patio de armas del alcázar, bien alforados para repartir los servicios del día. Y mientras unos salían de descubierta para vigilar la comarca y mantenerla limpia de bandidos, que ya se sabe que como no haya frutos colgando de una soga en algunos árboles la gente se desmanda, otros se ponían a ejercitarse en el manejo de las armas, y otros iban de patrulla por la ciudad para mantener el orden en zocos y alhóndigas, que por cualquier nimiedad aquellos moros desenvainaban sus gumías y se metían mano si el regateo era abusivo a la hora de comprar alguna mercadería. Y no crean tampoco que el héroe se dedicaba a contemplarnos desde su torre, que él era el primero en aparecer en el patio de armas y con su voz chirriante despabilaba a los perezosos y, fusta en mano, les daba motivos suficientes para que moviesen el culo con la presteza adecuada, que jamás permitió malsines ni descuidados en su mesnada.

Pero se veía, especialmente en los más veteranos, que los constantes trabajos ya iban haciendo mella en nosotros. Desde aquel lejano día en que hice una higa al molino paterno y me enrolé en la mesnada del héroe había llovido a mares, tanto como para que Noé tuviese que dedicarse a cómitre una vez más, y ya notaba que esquivaba con más trabajo los golpes que me dirigían mientras entrenaba a mi cuadrilla, y más de un trastazo tuve que encajar sin rechistar aunque por dentro me notaba como los huesos me crujían más siniestramente que una galera yéndose a pique. Y con gran pena tuve que ver que las barbas del héroe se erizaban cada vez menos, y que el fuego de sus ojos ya no brillaba tanto. La herida del cuello le dejó secuelas que sólo su viril ánimo supo disimular, pero que ya saltaban tanto a la vista que hasta un bizco podría ver que a sus casi cincuenta años ya no era el de antes. Y mucho había dado de sí, qué carajo, que durante veinte años no había descansado ni un mes seguido, y a pesar de contar con unas fuerzas exiguas había sido capaz de meter en cintura a las más poderosas huestes, y su nombre resonaba hasta en Damasco, y los alfaquíes dedicaban en cada oración algunas palabras amables en su recuerdo, deseándole mil muertes por el daño hecho al Islam. Sólo su voz chirriante seguía como siempre, poderosa y amenazadora, para que no pensásemos ni por un instante que ya estaba más cerca del final del camino que del principio.

Durante años vivimos mal alimentados, y los atracones que nos dábamos al celebrar alguna de nuestras rapiñas no eran sino vasos para achicar el agua en una carraca medio hundida, que pasábamos temporadas enteras a base de pan y cebollas; y durante semanas dormíamos al raso, recogiendo con nuestros cuerpos el relente de la noche y la humedad del suelo, y muchos tenían ya las articulaciones más agarrotadas que una polea mohosa. Y las marchas bajo un sol abrasador o lloviendo a mares o hundidos hasta la panza de los caballos en nieve ya iban pasando el cobro. Y las heridas mal curadas, los huesos mal soldados, las enfermedades venéreas, que ya se sabe que cuando uno anda con los humores subidos no se mira donde se mete uno, hacían que muchos se moviesen como peleles de feria. No crean que era hermosa la vida del soldado, que de eso ustedes solo ven las brillantes paradas con el equipo reluciente y los estandartes llenos de la gloriosa mugre de la batalla y las jetas sonrientes porque ha salido uno vivo de la escabechina. Pero lo que no se ve es el hambre, la sed, la miseria, los piojos, la sarna, el calor, el frío, la humedad, el dolor, la fiebre, la muerte, el odio, el miedo...Sólo la jodida ambición por medrar y ganar dineros para conseguir una vejez decente nos permitía soportar todo aquello.

En fin, supongo que como no son necios ya se habrán dado cuenta de que empezaba a estar pero que muy harto de todo aquello, y que en realidad la treta que me tendieron entre mi María y Sayyid no hacía falta para nada porque a aquellas alturas estaba deseando largarme con viento fresco a Vivar con mi familia, a verme de nuevo con Sisnando y Bernardo, y meternos en la taberna a contarnos nuestras batallas, y visitar a mis padres en el molino, que hacía ya mucho tiempo que no sabía nada de ellos y, en fin, dormir en una cama como Dios manda, y no verme fornicando con mi María en un jergón lleno de paja con media mesnada escuchando nuestros arrullos. Y no pasar nunca más aquel frío que se me metía en el alma cuando tenía que dormir bajo un carro durante días y días mientras la capa de nieve amenazaba con sepultarme, y vestir ropas cómodas y calentitas, que para eso tenía dineros como para dar faena a cuatro alfayates, y ver crecer a mis hijos lejos de aquel ambiente militar, donde durante todo el día no se oían más que juramentos, golpes, broncas y latigazos. Y poder verlos hacerse hombres y conocer a mis nietos, para contarles mis aventuras al amor de una buena lumbre mientras me ventilaba un azumbre de buen vino de la tierra y suculentas tajadas de carne de puerco. Y en definitiva, envejecer junto a mi María y no verme cualquier día con la panza abierta en canal, las tripas desparramadas por el suelo y un cabrón africano meándose sobre mí.

La duda me corroía. Notaba en la mirada de María que estaba esperando a que tuviese pelotas para presentarme ante el héroe para pedirle la licencia, pero no era cuestión de pelotas, sino de gratitud. Debía mi posición a Rodrigo, gracias a él pude dejar el odioso molino y verme convertido en todo un adalid, un hombre respetado hasta por él mismo. Si no hubiese sido aceptado en su mesnada me vería en aquel momento empolvado de harina, como mi padre, y acarreando sacos de grano y discutiendo con los pecheros que pretendían sisar del pago de la molienda, o aguantando las chulerías del borde del administrador. E incluso no habría conocido a mi María, que el destino me la puso delante en aquel asqueroso palenque muy lejos de mi terruño. Y a pesar de que, en efecto, mis barbas estaban ya más nevadas que los brumosos bosques astures en pleno invierno, a pesar de que cada vez que me subía en el caballo me dolía todo el cuerpo, a pesar de que levantarme cada mañana me resultaba más penoso y a pesar de que estaba hasta los cojones de todo aquello decidí que, como no es de bien nacidos ser desagradecidos, allí me quedaba hasta que el héroe tuviese a bien disolver la mesnada, o darme licencia por su voluntad, o simplemente acabar cuando él o yo la diñásemos.

Cuando hice saber a María mi decisión estuvo dos semanas sin dirigirme la palabra, pero, qué carajo, la decisión de un hombre es sagrada y por mucho que quisiera a mi María no iba a cambiarla, que de poco hombres es ser un calzonazos que se somete al capricho de su mujer. Y ni sus efectivos pucheros, ni las reconvenciones de Sayyid, ni incluso los comentarios de Saida aludiendo a la felicidad de mis hijos fueron suficientes para hacerme cambiar de opinión, y me encastillé en que mi honra, aunque fuese una mierda de honra villana, me impedían dejar al héroe en la estacada.

-¡Eres un necio, un mal padre y estás obsesionado con ese hombre!- me espetó María al ver que sus mejores pucheros me dejaban indiferente. Poco me faltó para cruzarle la cara con mi fusta, sobre todo por llamarme obseso, que no sabía muy bien que era eso pero me sonaba fatal.

-¡Calla, mujer!-bramé furioso. Que me echasen en cara aquello cuando me desvivía por darles una vida mejor me sacaba de quicio-. Tú no eres quién para cuestionar mis motivos, y te recuerdo que te saqué de un palenque de esclavos gracias a los dineros que gané bajo el servicio del amo, de modo que en vez de pretender que lo mande a paseo bien harías agradeciéndole que hoy vives como una reina, y no en un putiferio de cualquier puerto de la ribera.

Recordarle lo del palenque me costó otras dos semanas de silencio, pero no estaba dispuesto a ceder.

Aquel año de 1.097 que con tan buenos augurios había comenzado no fue precisamente de los que se recuerdan con cariño. La victoria de Bairén no fue capaz de aplacar la cabezonería del mierda de Ibn Texufin, que en vista de que sus sobrinos y allegados eran unos inútiles optó por darse un nuevo garbeo por sus dominios en el Andalus a fastidiarnos un poco más, que aquel santón hideputa pensaba vivir más que Adán y no estaba dispuesto a largarse a su paraíso de mierda sin antes aniquilar al héroe. Por de pronto, el infeliz de don Alfonso tuvo la ocurrencia de ir a tomarse cumplida venganza por la humillación de Sagrajas, y le salió al encuentro en Consuegra. Fue un 15 de agosto, festividad de la Asunción. Se me ha quedado grabado por aquello de los tres jueves que relucen más que el sol, pero aquel jueves fue más bien negro para las armas castellanas y una nueva derrota pasó a engrosar la lista de desgracias que salpicaron la hoja de servicios del memo del monarca, que siempre prestó oídos a sus pelotas de la curia en vez de arrimarse a tipos con redaños como el héroe. Pero la derrota afectó a Rodrigo sobremanera, y no sólo por ver como nuestros paisanos eran apiolados una vez más por aquellos africanos del demonio, sino porque su hijo Diego, su único varón, la diñó de forma heroica en aquella nefasta jornada. Contaba con unos veinte años y formaba parte de la schola regis, igual que él cuando se crió con el finado rey don Sancho, ya saben, al que apiolaron dando de vientre en el cerco de Zamora. Aquello le sentó al héroe peor que mil lanzazos en el cuello, y su poderoso ánimo flaqueó hasta extremos preocupantes, y hasta nos enteramos por Antolínez que había llorado amargamente la muerte de su único hijo, al que algún día soñaba con dar todo cuanto había ganado con tantos trabajos; y más lloró al ver como de un plumazo su estirpe se iba al garete, y sólo le quedaban sus hijas para perpetuar, si bien de forma indirecta, su linaje. Y maldijo mil veces a aquel hideputa africano, y juró por sus barbas que si daño había recibido, él se lo devolvería multiplicado por cien, y se cagó en la ralea del monarca, que seguía tan imbécil como siempre a pesar de que en todo momento había intentado ser un buen vasallo, y se dio de cabezazos contra las paredes pensando que su hijo Diego ya no sería señor de Valencia, y cuando llegó el otoño y se enteró de que, para colmo de males, una hueste al mando del gobernador de Murcia había aniquilado la mesnada al mando de Minaya que guarnecía los castillos de Zorita y Santaver, de los que ostentaba la tenencia, el cabreo fue ya de proporciones apocalípticas. Y más se cabreó cuando se enteró de que el perro de Ibn Texufín se había largado de nuevo a África sin darle tiempo a ir en su busca a tomarse cumplida venganza, pero juró por su espada que aquello lo iba a pagar con creces, y aunque su ánimo estaba bajo mínimos las barbas se le erizaron de nuevo, y llamaradas de fuego brotaron de sus ojos cuando nos ordenó aprestarnos para el combate, y nos arengó como sólo él sabía hacerlo, y nos conminó a seguirle al infierno hasta aplastar de una jodida vez a aquellos cabritos. ¡Como para largarse a Vivar en aquel momento con la familia, vamos! ¡Qué puñetas sabrán las mujeres de estas cosas, rediez!

Pero el colmo fue ya cuando se enteró de que una cuadrilla fue aniquilada en Alcira. Se toparon con el cabrito del gobernador de Murcia, que iba de vuelta a casa muy contento tras apiolar a la mesnada de Minaya y remató la faena dejando sólo una docena de hombres vivos que, muy maltrechos y corridos, llegaron a Valencia llamando por mil nombres al moro aquel. Allí dejó el pellejo Garcés, que la diñó tan silenciosamente como había vivido y quedó en el campo con la cabeza abierta como un melón, hendida hasta los dientes por una cimitarra. Y yo me escapé por los pelos, porque en realidad era a mí a quien le tocaba ir de descubierta por aquella zona y me relevaron porque mi María se puso de parto para traer al mundo al segundo de mis retoños, al que en honor a su abuelo paterno, el honrado molinero, le pusimos Sancho. Y con tanto hablar de mis cuitas y las del héroe no he mencionado nada de esto, que si bien aquel año fue una mierda en todos los sentidos por lo menos su término fue tan dichoso como su inicio, y aunque las cosas no estaban para celebrar nada y menos con el amo de luto por la muerte de su hijo, el hombre tuvo el detalle de venir a casa a interesarse por el desenlace del parto, y se congratuló mucho de que la cosa hubiese ido bien aunque en sus ojos se leía una pena inmensa y una especie de envidia por verme a mí, un simple villano, con dos varones mientras él había perdido al único que Dios le había dado. Pero como era un hombre de una vez, se metió las penas en donde mejor le vino y brindó por que María me diese muchos hijos más, y sacó una bolsa llena de meticales como regalo, regalo que pasó a engrosar mi ya nada despreciable patrimonio, que había que ser ahorrador y poco dado al dispendio si quería verme de vuelta en el terruño con el riñón bien cubierto.

Y así dio fin aquel año de 1.097, con el héroe tramando mil venganzas contra sus enemigos y yo babeando como un idiota al ver a mi Sancho mamar de su madre como un ternero, que en fuerzas y apetitos no iba a la zaga de su hermano mayor, el cual ya se desfogaba con la cuadrilla y hacía las delicias de todos cuando lidiaba en plan bravo con mi gente armado con una espada de madera y un escudito a medida que le fabricó Sayyid, que entre sus múltiples habilidades estaba, como no, la de ser un capacitado carpintero. ¡Era una joya el bendito capón aquel, demonios!

Y mientras yo babeaba con mi nuevo retoño, cosa que según Sayyid era signo inequívoco de que chocheaba, maldita sea la estampa del jodido moro, mi primogénito se daba de trastazos en el patio de armas y María seguía muy cabreada al ver que los días pasaban y yo no estaba dispuesto a dar fin a mi agitada vida militar, el héroe se encerró en su torre con Minaya y Antolínez, rumiando su venganza y tramando ardides para fastidiar a nuestros irritantes vecinos. Y en uno de sus garbeos con los que desfogaba su mala leche se apercibió de que la fortaleza de Murviedro estaba en manos del alcaide de Játiva, que se había plantado allí para reforzar su guarnición y hostigarnos desde el septentrión. Y aquello no hizo ni pizca de gracia al héroe, que bastante ocupados nos tenían sus paisanos desde el mediodía, por lo que decidió que era el momento de darnos un poco de acción, que desde lo de Bairén sólo nos dedicábamos a rapiñar en alquerías, y de paso vengarse un poco de aquel demonio negro que arda mil siglos en el jodido infierno. Y en cuanto el alcaide, un tal Abu al-Fath nos vio llegar con gran acompañamiento de añafiles y timbales, que la música siempre ha venido de perlas para acojonar al enemigo a distancia, decidió que Murviedro no valía un cuartillo de sangre almorávide y salió a toda prisa hacia el castillo de Almenara, a unas dos leguas al septentrión. Pero al héroe le daban de momento tres higas Murviedro, que lo que él quería era darle un baño del líquido de la vida a su Tizón, y segar vidas almorávides como los almorávides segaron la de su hijo en plena floración, y no paró en Murviedro ni para echar una meada porque tenía mucha prisa en llegar a Almenara para desentumecer sus músculos, que últimamente estaban un poco anquilosados.

Durante tres meses nos dedicamos a cercar el mentado Almenara, y día y noche hacíamos llover sobre ellos bolaños y pellas de estopa impregnadas en pez ardiente, y debo reconocer que el tal al-Fath era un tipo bragado que desde el adarve se cagaba en nuestros muertos cinco veces al día, y nos afrentaba con un amplio surtido de insultos, y de la misma forma que nosotros lo regábamos con bolaños y pellas el nos obsequiaba con cuadrillos y pasadores y flechas barbadas. Pero el alcaide demostró que además de pelotas tenía seso, porque cuando se convenció de que resistir era absurdo llegó a un acuerdo con el héroe, y así los suyos pudieron largarse de la fortaleza con la cabeza sobre los hombros y la honra intacta.

Pero apoderarse de Almenara no aplacó su cólera, y tras dejar bien guarnecida la plaza nos pusimos en camino hacia Murviedro, que no crean que se le había pasado por alto tan importante y estratégico lugar. Pero bien sea porque consideraba más peligroso al alcaide al Alcira, bien porque quiso eliminar obstáculos como el de Almenara antes de emprender el asedio, bien porque consideró lo anterior como un precalentamiento, la cosa es que en cuanto dejó asegurada la fortaleza nos ordenó salir a toda velocidad hacia Murviedro, que era un sitio desde el que aquellos mierdas podían tanto fastidiarle a él como a su amigo el rey de Aragón. Y los de Murviedro, que resollaron de gusto cuando nos vieron pasar de largo camino de Almenara cuatro meses antes, se les cortó el resuello cuando nos vieron de vuelta y no para hacerles una visita de cortesía precisamente. Y más resollaron cuando cerramos con candado el cerco y nos vieron aviar manganas y fundíbulos para enviarles bolaños y pellas, y arietes y trépanos para batir puertas y murallas, y paveses y manteletes para que sus virotes y flechas barbadas no nos hiciesen daño. Y clamaron al profeta porque el demonio del septentrión llamaba a su puerta, y sabiendo como las gastaba el héroe se acojonaron en grado sumo. Y en vista de que el cerco se apretaba cada día más le enviaron un lacrimógeno mensaje en el que en nombre de la piedad y la caballerosidad le rogaban una tregua  de un mes para ir a solicitar ayuda. No se extrañen de esta práctica, que era cosa común en aquellos tiempos en que se mezclaba la cortesía con la mayor de las crueldades, y vean que aunque ustedes nos tachan a veces de irracionales y salvajes cedíamos en cosas que hoy día serían risibles en una guerra moderna. ¿Imaginan en cualquier conflicto moderno a un general rogándole al enemigo unos días de plazo porque se ha quedado sin municiones y el otro va y, no solo se los concede, sino que incluso le ofrece parte de las suyas? Para que vean, panda de orates, que las cosas a veces han cambiado para peor, y las guerras de antaño eran crueles, pero caballerosas, y no como las de ahora, donde gastan muy mala leche y no se da cuartel ni a los niños de teta, que desde aquí he podido ver cómo han arrasado ciudades enteras lanzando sobre ellos más fuego del que Dios lanzó sobre los sodomitas sin darles tiempo ni a abrir un hoyo donde enterrarse.

En fin, que se acordó que durante treinta días esperaríamos a que algún tontaina fuese en ayuda de los de Murviedro, pero estos memos debían vivir en otra época porque solicitaron ayuda al rey Alfonso, con el que el héroe había hecho las paces hacía tiempo, al conde de Barcelona, que había prometido no chulearnos nunca más, al emir de Zaragoza, que se meaba en la chilaba ante la sola idea de ser objeto de las iras del héroe, y por último a los gobernadores almorávides, que no movían un dedo salvo que su jefe, el pesado de Ibn Texufín, apareciese por allí, que ellos vivían de muerte lejos del desierto y sin tener que seguir la dieta de dátiles, leche de camella y carne de cordero canijo que los de su secta estaban obligados a seguir. Las respuestas a la petición de auxilio ya pueden imaginarlas:

Don Alfonso los mandó simplemente a hacer puñetas.

El emir de Zaragoza les dijo que eran unos héroes, y en nombre de Alláh los conminaba a resistir y a tener una muerte heroica, pero que se olvidasen de que fuese a afrentar al héroe porque sufría pesadillas con solo imaginarlo.

Los almorávides les dijeron que si el santón negro iba por allí se lo pensarían, pero que mientras tanto se buscasen la vida porque ellos no se movían.

Y el cretino del catalán, que no tenía redaños para plantarnos cara pero que estaba obligado con los de Murviedro por las buenas alfardas que les cobraba- el muy perro bien que cobraba, pero de poco les valía pagar a quien no estaba dispuesto a defenderlos-, les dijo que sitiaría el castillo de Oropesa, que era propiedad del héroe, para obligarle a irse de Murviedro. Pero no contó con que al héroe le daban mil higas las chulerías del catalán fratricida, y no se movió de Murviedro. Y sólo se limitó a enviarle un tercero a decirle que en breve iría a hacerle una visita para darle un nuevo jalón de barbas, lo que bastó para que el mequetrefe aquel se largase de Oropesa como alma que lleva el diablo.

Y pasó el mes de plazo y los de Murviedro, muy apenados, vieron que sus vidas les importaban a sus correligionarios y señores feudales menos que una cagada de asno, por lo que imploraron un nuevo plazo para ver si a alguno de ellos se le ocurría alguna idea o bien ocurría algún milagro, porque lo que tenían muy claro era que nadie, absolutamente nadie, iría en su ayuda. Y el héroe, que se relamía contemplando la angustia de los cercados, les concedió doce días más, como refocilándose en la muerte lenta de aquella panda de necios. Y pasaron los doce días de propina sin que a ninguno se le ocurriese como salir de aquel brete, y Alláh no envió contra nosotros ninguna plaga  de modo que, haciendo un alarde de imaginación, solicitaron una nueva tregua alegando que entregarían la fortaleza si para Pentecostés no habían recibido ayuda, aunque supongo que estarían esperando el Juicio Final a ver si así se libraban de nuestra ferocidad.

Y el héroe, que por lo visto no tenía prisa y disfrutaba de lo lindo viendo como aquellos memos se devanaban los sesos para escaquear la entrega de la fortaleza, no sólo les concedió el nuevo plazo, sino que por su cuenta y a modo de regalo lo estiró otros cuarenta días, hasta la festividad de san Juan Bautista. Los emisarios lloraban de gratitud, pero el llanto se les cortó en seco cuando, tras una de sus letales llamaradas oculares y un eficaz erizamiento de su frondoso vello facial, les dijo:

-Pero no penséis ni por un instante que esta merced que os hago es muestra de debilidad, ni imaginéis que no acometo el asalto a vuestro castillo por falta de bríos o de hombres. Espero porque sé que nadie vendrá en vuestra ayuda, y sé que mi señor don Alfonso no moverá un dedo por vosotros, que prefiere ver Murviedro en mis manos antes que en las vuestras, y sé que al-Mustain no tiene pelotas para afrentarme, al igual que el catalán fratricida o los gobernadores de Murcia y Denia o el alcaide de Játiva, que ese ha sido más listo que vosotros y se ha largado con viento fresco. Pero mi paciencia tiene un límite, y si el día del Bautista no me entregáis la fortaleza jurovos que entraré en ella a sangre y fuego, y vuestras cabezas adornarán las lanzas de mis hombres, y vuestras mujeres serán ultrajadas, y vuestros hijos vendidos como esclavos en el palenque de Valencia, y yo me encargaré de que sean vendidos a los trujamanes más hideputas, de esos que antes de vender catan la mercancía, y que violarán a vuestras hijas y entregarán a vuestros hijos a sus esclavos negros para que los sodomicen.

“Por lo tanto, os recomiendo tener un poco de sensatez y usad los cuarenta días que os regalo para abandonar de buena voluntad la fortaleza. Podéis largaros con vuestros bienes, que no los quiero para nada, e iros donde mejor os venga en gana. Pero si el día del Bautista no veo las puertas abiertas de par en par y la ciudad más vacía que una iglesia un lunes por la mañana, el día del Juicio habrá llegado para vosotros. Sabéis que no amenazo en vano, de modo que no toméis mis palabras como bravatas porque cumpliré hasta el final todo lo dicho.”

Como ven, nadie en sus cabales podía dejar de prestar oídos a tan convincentes sugerencias; el 28 de junio, festividad del Bautista de aquel año de 1.098 nos apoderamos de Murviedro. Y qué prisa no les entró por largarse ligeros de equipaje que dentro de la fortaleza nos encontramos con un botín de lujo, y en las casas quedaban aún muchas cosas de valor. Y aquello aplacó la cólera del héroe, que apoderarse de Almenara y Murviedro no era cosa baladí por ser ambos castillos importantes enclaves, situados en lugares estratégicos desde donde contener alguna posible visita del santón africano, o por si al necio de al-Mustain le daba por hacer el héroe, o por si al catalán se le cortaba la diarrea y cometía una locura, que es sabido que, a veces, los cobardes sufren arrebatos de valentía que, aunque les duran menos que una bellota a un verraco, no dejan por ello de ser irritantes como tábanos en el culo de una acémila. Y como sabía que la noticia le llegaría en breve a Ibn Texufin y lo imaginó mesándose sus asquerosas barbas de moro fanático, se dio por satisfecho y consideró bien vengada la muerte de su hijo Diego. Y tras dejar bien guarnecido Murviedro nos volvimos a Valencia, que a lo tonto a lo tonto llevábamos medio año lejos de nuestra ciudad y cuando llegase ya vería a mi pequeño Sancho devorando papillas y a mi primogénito medio palmo más alto, que hay que ver a la velocidad a la que crecen los críos.

Pero antes de contar algunas cosillas de los míos, decir que como el héroe daba ya por hecho que Valencia sería siempre cristiana, en cuanto volvimos hizo reformar la mezquita mayor para convertirla en iglesia, y la dotó magníficamente con buenas rentas, y le dio en patrimonio las villas de Picasent, Alcira y Sabalequem, y añadió muchas yugadas de buena tierra de labor, y nombró un obispo de Valencia para darle fuste a la nueva diócesis, nombramiento que cayó en un cluniacense franco llamado Jerónimo de Perigord, nombramiento que fue refrendado por el papa de Roma; y lo primero que hizo el obispo Jerónimo fue amenazar con severas anatemas al que osase arrebatar los bienes de su nueva diócesis, que sabía de sobra que, aunque a los moros les daban cien higas los entredichos cristianos, no a los régulos ibéricos, los cuales no dudaban en rapiñar hasta el vino de consagrar si con ello obtenían algún beneficio, que ya sabemos que los curas han sido siempre muy estrictos a la hora de preservar los bienes eclesiásticos, bienes que desde que, Cristo se largó a los Cielos, les han servido para mantener su influencia en las cortes europeas, su poder en el siglo e incluso tropas a sueldo con las que meter en cintura a los que bien por pura herejía, bien hartos de abusos o bien por simple ánimo de lucro han pretendido robarles los cepillos de las iglesias.

Como ven, el héroe estaba dispuesto a cristianizar o, mejor dicho, a castellanizar totalmente su ciudad, y para ello nada mejor que contar con un mitrado de postín, mandamás de una diócesis rica y bien dotada; que siempre viene bien tener toda una corte de curas echándole a uno bendiciones a destajo al partir camino de alguna matanza, que nunca se sabe lo que Dios nos tiene reservado cuando comparezcamos ante Él y siempre es mejor ir de aceifa con las bendiciones de la Iglesia. Además, creo que el héroe ya intuía que su tiempo se iba terminando y, como suele pasar a todos los que nunca nos hemos acordado de Dios más que para jurar en falso en su Santo Nombre, le entraron unas repentinas ganas de ponerse a bien con Él por si acaso, que sabía de sobras que su lista de pecados era tan larga que no había en toda Castilla suficiente papel para detallarlos.

Y al llegar el otoño de aquel año de 1.098 parecía que por fin íbamos a gozar de un poco de paz, que buena falta nos hacía. Con el santón en su desierto africano, que aquel cabrito era en realidad el único que podía incordiarnos seriamente, nos empezamos a plantear que por fin había llegado la hora de disfrutar del premio a tantos esfuerzos y penalidades. Para congraciarme con mi María, que aún me hacía pucheros deseosa de largarse de allí, le planteé dejar nuestras dependencias del alcázar y comprar una casa en la ciudad. Pero ella se negó en redondo.

-Si compras una casa, no salgo de Valencia en mi vida- alegó mientras largaba una cucharada tras otra de una suculenta papilla al pequeño Sancho, que devoraba como un almogávar a la vuelta de una rapiña.

-¿Y qué tiene de malo Valencia?- protesté-. Es un lugar mucho mejor que Vivar, con unos inviernos suaves y con la brisa del mar refrescando los calores del estío.

María, que indudablemente era mucho más sagaz que yo, me miró como un maestro mira al alumno que por enésima vez ha confundido al sumar dos más dos.

-Millán, siempre serás un botarate. Pelotas tienes como el primero, pero seso tienes menos que una mula.

Abrí la boca de par en par ante aquella tajante afirmación, y tras entregar el crío a Saida para que siguiese con el cuchareo, se puso en jarras y se encaró conmigo.

-A ver, listo- me exclamó en la jeta-, ¿quién será el heredero del amo? ¿Qué pasará cuando el señor Rodrigo se muera? ¿Quién será el siguiente señor de Valencia?

Ciertamente, no tenía ni puñetera idea de quién sería el futuro amo.

-Bueno...- balbucí por no quedarme callado y darle la razón enseguida-. Están sus hijas, ¿no? Y la señora Jimena, si es que le sobrevive.

-¡Tonto!- exclamó mientras empezaba a pasearse por la estancia-. ¡Tonto de remate! Valencia durará en manos castellanas el tiempo que viva el señor Rodrigo, necio. Nadie salvo él es capaz de mantenerla rodeados como estamos de enemigos. El pavor que les infunde es el instrumento milagroso que ha permitido retenerla tanto tiempo.

-¡Oye, oye!- interrumpí picado en mi honrilla-. ¡Que nosotros somos el instrumento ese del que hablas! Sin su mesnada no habría podido...

-¡Ni mesnada ni gaitas, babieca!- gritó exasperada-. ¡El que ha metido en cintura a sus enemigos ha sido él mismo! ¡Inspira tal pánico a todos que su sola presencia basta para poner en fuga al más pintado! Vosotros habéis sido la comparsa, pero sin él no habríais pasado de Burgos sin que os hubiesen borrado de la faz de la tierra, desgraciado.

Aquello me escocía como un latigazo untado con sal, pero me callé porque sabía que, en el fondo, era verdad. Éramos cuatro gatos que vencimos a huestes que nos cuadruplicaban en número. Más de una vez y más de dos no salimos echando leches del campo de batalla porque su sola presencia era como la aparición de un arcángel exterminador. Ciertamente, era un auténtico y verdadero héroe. Y ya saben que los héroes se pintan solos para hacer cosas imposibles y sacar de sus tropas rendimientos impensables si estuviesen al mando de otros. Derrotamos al catalán fratricida, al aragonés, al demonio de Ibn Texufín, a multitud de reyezuelos. Nadie que no fuese él habría conseguido andar chuleando a toda Hispania durante veinte años sin ni siquiera sufrir el más mínimo revés.

-¿Qué piensas que pasará pues?- pregunté intentando mantener un punto de honra, aunque en mi interior me sentía humillado por ver que lo dicho por mi María era la verdad del Credo.

-Mira, Millán- explicó usando esa vez un tono más dulce. Había notado que me había humillado y se arrepentía-. Al señor Rodrigo le queda menos de una misa. ¿No ves su aspecto? Está agotado. Lo de Almenara y Murviedro creo que ha sido más una apuesta consigo mismo que por el afán de asegurar sus dominios. Una especie de último legado para afianzar su confianza ya declinante. La señora Jimena no podrá conservar Valencia. Sus hijas viven lejos y sus maridos tienen otros señoríos por los que velar. El rey don Alfonso ni dispone de medios para ayudarla, que bastante tiene con defender lo suyo, ni creo que tenga los redaños suficientes para proteger la ciudad. Toda esta aventura ha sido la obra de un hombre único, pero cuando ese hombre desaparezca su obra se diluirá como una meada en el océano. En cuanto muera, todos sus enemigos vendrán como buitres a cebarse en la carroña. Los almorávides, el emir de Zaragoza y multitud de reyezuelos pugnan por hacerse con la ciudad. Sólo él ha sabido mantenerlos a raya. Cuando él no esté se acabará todo.

Aquello fue no un jarro de agua fría para mí, sino toda una catarata. María tenía razón. Yo nunca me había planteado "el día después" y pensaba que esto duraría para siempre, pero estaba más claro que el agua que de eso, nada. Durante un rato me quedé callado digiriendo penosamente tantas verdades, y miraba alternativamente a María, que respetó mi silencio, y a Sayyid, que asentía callado a los razonamientos de mi mujer. Él sabía también que las cosas eran como ella las había descrito. Miré a mi Juan, que se entretenía en destrozar su catre a espadazos, inconsciente en su bendita inocencia de los problemas que me agobiaban, y a mi pequeño Sancho, que seguía devorando papilla en brazos de Saida.

-¿Qué hago pues?- pregunté muy abatido, rendido totalmente a la verdad inexorable.

-Pide la licencia- dijo María con un brillo de esperanza en sus ojos-. Aprovecha que ahora hay paz. Así nadie podrá tacharlo de cobardía. Irse cuando nadie nos ataca no es de cobardes.

-Tu mujer ha hablado con sabiduría, mi señor- apoyó Sayyid-. Más temprano que tarde, el señor Rodrigo partirá de este mundo dejándonos más desamparados que Alláh dejó a los judíos en el desierto. Y en cuanto eso se sepa, el gobernador de Murcia caerá sobre nosotros o, lo que es peor, Ibn Texufin volverá de África para apoderarse de la ciudad. Considera esto como un asunto personal y, salvo que se muera de una vez o sus naves se hundan en el estrecho, volverá para recuperar Valencia.

Tras meditar un poco, di mi respuesta.

-No.

María miró a Sayyid, muy perplejos ambos porque creían que habían conseguido convencerme.

-¿No?- exclamó ella apretando los dientes. Era una leona cuando se cabreaba.

-No, María. Y antes de saltar como una fiera, escucha las razones que tengo para negarme al igual que yo he escuchado las tuyas. Tienes toda la razón. Valencia se perderá en cuando el amo la diñe. Pero precisamente por saberlo es ahora cuando menos puedo aceptar irme. Si lo hago sabiendo que eso será lo que pasará, traicionaré a mi gente. Dejaré a mi cuadrilla sin su adalid. Dejaré a mi señor con el culo al aire.

-¡Cualquiera puede sustituirte, mierda!- explotó.

-No, María. Cualquiera no y lo sabes. Soy el más veterano de la mesnada. Llevo la torta de años con el amo. Me respeta como nadie lo ha hecho nunca, servirle me ha valido para tener un patrimonio que ya quisieran muchos hijosdalgo en Castilla y, encima, es mi compadre. Me dan cien higas que Valencia se vaya a la mierda, pero Millán Sánchez se queda con su señor hasta que exhale su último aliento. Cuando eso suceda ya no le deberé nada a nadie, y te prometo que entonces será cuando nos iremos.

-¡Y entonces me dirás que no puedes dejar en la estacada a tu cuadrilla precisamente cuando los enemigos afilan sus espadas para liquidarnos!- bramó estallando en sollozos-. ¡Estás loco de remate! ¡Quieres ver a tu familia clavada en la muralla! ¡Eres un hijo de la gran puta!

Sayyid se levantó y la abrazó intentando calmarla mientras me dirigía miradas de reproche.

-La guerra te ha cegado, mi señor- sentenció-. Un hombre que pone en segundo lugar a los suyos es un mal padre y un mal marido.

Hasta Saida, que era una fresca de tomo y lomo, me largó su opinión sin habérsela pedido.

-Tú no razonas bien, ¿verdad, señor Millán?- me dijo con su habitual tonillo burlón, la muy hideputa.

Me largué dando un sonoro portazo. Tres contra uno era demasiado para mí en aquella ocasión.

¿Hice bien o mal? Yo creo que actué como un hombre decente. Toda mi vida había transcurrido al servicio del héroe, todo cuando era se lo debía al héroe. Si había conocido a María era  gracias al héroe. Si la compré en el palenque para hacerla mi mujer librándola de ominosa servidumbre fue gracias a los dinares ganados a su servicio. Si disfrutaba de una buena posición era gracias a él. Si en vez de ser Millán el hijo del molinero era el señor adalid Millán era por él. ¡Al carajo con todo!, pensé. El destino de Millán Sánchez estaba indisolublemente ligado al de Rodrigo Díaz, el campidoctor, el sayyidi, Ludriq al-Kabatayur, el glorioso Cid Campeador del que cuando los huesos de los que me oyen sean polvo aún se seguirá hablando.

Pero lo que aún no sabía es que quedaba ya menos de un año para que la indisolubilidad de nuestros destinos de disolviese, pero de eso hablaré en mi próximo capítulo, que el recuerdo de tantas cuitas me ha turbado el ánimo y necesito echarme algo al coleto para aplacarme. Y ustedes tengan un poco de paciencia, que ya queda menos para dar término a mi relato.