Capítulo 15
De cómo se recrudece la guerra en Valencia, y como Millán
aprende a conocer el miedo
Parecía que los vecinos de Valencia no habían escarmentado, porque de nuevo volvieron a llamar en su ayuda al perro almorávide de Ibn Texufin. Pero el caíd Ibn Yahhaf ya se había dado cuenta de que aquellos fanáticos africanos, usados por él para hacerse con el poder a costa del pobre al-Qadir, no eran ni remotamente lo que se dice unos buenos colaboradores. Por ello, y sabiendo el héroe que el sentir del caíd iba por esos derroteros, se entrevistó con él en el mayor de los secretos. Con su proverbial sutileza le dijo como veía la cosa, y como solucionarla si aquel hideputa de Ibn Texufin aparecía por allí.
-No eres tan tonto como para no deducir que si esos bujarrones vuelven por aquí tu cabeza no valdrá ni un foluz- le dijo con una sonrisa torva al preocupado caíd, que veía que su posición se debilitaría mucho si volvían-. Y no solo eso, sino que todo por lo que has luchado se evaporará en el aire. Si vienen a recuperar la ciudad y no les facilitas la entrada, contarás con mi ayuda. En caso contrario tendrás no un enemigo, sino dos. Y ya sabes que puedo ser mucho peor que los hideputas africanos esos.
No le costó mucho trabajo convencer al memo del caíd que lo más sensato era ponerse de su parte. Por eso, Ibn Yahhaf se reunió con los alcaides de Játiva, Corbera y Alcira para que tampoco ellos facilitasen las cosas a sus enojosos paisanos. Pero el de Alcira, un tal Ibn Maymon, se negó en redondo y le dijo que jamás se pondría del lado de un castellano antes que de un musulmán, con lo que la cosa se complicó un poco. Enterado el héroe de que el jodido alcaide no se avenía a razones, nos puso en marcha hacia Alcira para convencerlo a nuestra manera, que era entrando a saco en la comarca arrasándolo todo y de paso hacernos con el grano recién recogido y que fue trasladado a nuestro cuartel de Yubayla donde mi María, siempre bajo la estrecha vigilancia del fiel Sayyid, engordaba cada día más.
De Alcira nos fuimos a Peña Cadiella, y de allí a Villena a fin de no dejar absolutamente nada que fuese útil a los almorávides y que no tuviesen nada que llevarse a sus negras bocas para obligarles a volver enhoramala a su apestoso desierto lleno de alacranes. Y nosotros pudimos recabar no solo un botín suculento, sino que hicimos enorme acopio de víveres para pasar lo mejor posible el ya cercano invierno de aquel año de 1.093, que como ya he dicho muchas veces a lo largo del relato era imposible pasar una invernada sin recursos, porque en caso contrario el hambre se enseñoreaba de la mesnada y cundían las deserciones y las muertes, y la gente murmuraba y decían que de qué servía la bolsa llena de dinares si no tenían un mendrugo de pan que echarse al buche. Y era verdad, qué carajo.
Y de allí nos fuimos a estragar el Albarracín, cuyo reyezuelo incordiaba cada vez más al advenedizo Ibn Yahhaf porque quería apoderarse de Valencia antes de que llegasen los almorávides. Para ello había pedido ayuda al rey de Aragón a cambio de una buena alfarda más el castillo de Coalba. Estaba claro que había que ir a toda velocidad a hacerle comprender que no era nada sensato poner las cosas más complicadas de lo que ya estaban de modo que, tras despedirnos de nuestra gente, nos pusimos en marcha. Corría el mes de octubre y María, que debería ir por el tercer o cuarto mes de gestación, que en eso nunca llevé bien la cuenta, estaba paliducha, con una ojeras tan negras que parecía que tenía sus maravillosos ojos teñidos con khul, y se le notaban hasta las venas bajo su aterciopelada piel. Yo miraba a Sayyid angustiado. Desconocía lo que estaba ocurriendo en su interior y me alarmaba sobremanera verla en aquel estado, y más tras lo que el leal capón me había dicho sobre los posibles problemas que se presentarían en el parto.
-Vete tranquilo, señor- me dijo con su tono apacible-. Es lo normal en las primeras semanas. Cuando vuelvas la encontrarás tan hermosa como siempre, una vez que el crío vaya creciendo dentro de sus entrañas.
No muy convencido, que siempre pensaba que me decía esas cosas para no alarmarme, partí con los demás en dirección al Albarracín. Aquella gente debía estar en Babia, porque cuando llegamos no había nada que indicase de que nos estuviesen esperando. No solo no ofrecieron ninguna resistencia, sino que ni siquiera encontramos gente de armas para hacernos frente, ni fortificaciones, y ni siquiera habían ocultado sus ganados. Así, nos apoderamos de todo: reses, caballos, grano y multitud de cautivos. De esa forma, al imbécil del reyezuelo aquel se le quitarían las ganas de incordiar. El héroe envió a Yubayla todo el botín, y nos ordenó a algunos caballeros y adalides quedarnos con él para reconocer la comarca. Y aquí tuvo lugar un hecho terrible, que casi nos costó todo por lo que habíamos luchado durante tantos años.
Mientras merodeábamos, topamos con una docena de gazules que, en cuanto nos vieron, lejos de acojonarse y salir pitando, nos atacaron con inusitada furia. Sin esperar a que nos arrollasen, nosotros espoleamos nuestras monturas y nos enzarzamos en un combate brutal. El héroe, dando molinetes con su Tizón, descabezó a dos de ellos en el primer choque, y yo creí que en un avemaría acabábamos con aquella chusma. Yo había roto mi lanza contra la adarga de piel de búfalo del enemigo que elegí, y echando mano a mi maza intentaba descabalgarlo soltándole golpes que él paraba con su adarga mientras intentaba meter su espada gineta por debajo de mi escudo y dejarme allí destripado. Pero de repente, la voz de uno de los nuestros me hizo olvidarme del hideputa gazul, lo que el moro aprovechó para recuperarse un poco haciendo retroceder su montura y poder tomar la iniciativa.
-¡Lo han herido, vive Dios!- oí clamar por encima del ruido del combate-. ¡Han herido al campidoctor! ¡Ayuda, por el santo apóstol!
Y vi que, en efecto, el héroe iba con la cara bañada en sangre, y se llevaba la mano izquierda al cuello mientras que con su espada intentaba mantener alejado a su oponente. Todos a una se abalanzaron contra él gazul y lo trituraron en un santiamén mientras los demás, creyendo que el héroe estaba herido de muerte, volvieron grupas y salieron a galope tendido. Todos menos mi enemigo, que aprovechó mi descuido para sablearme a su sabor el muy hideputa. Me largó un tajo a la cabeza con tan buena suerte para mí que el yelmo, de forma cónica, desvió el golpe para acabar hiriéndome en el hombro. Gracias a mi loriga y al grueso perpunte que llevaba debajo no me abrió el cuerpo hasta la cintura. Y viendo el cabrón que solo estaba herido levemente, me metió la punta de su asquerosa espada por el sobaco derecho cuando levantaba la maza para rechazarlo. Tras ver como yo me doblaba y caía al suelo, el marrano se largó tan campante mientras enarbolaba su gineta tinta en mi sangre.
Tendido en el suelo pude ver como el héroe desmontaba pálido como un muerto. Su barba rojiza estaba teñida de la abundante sangre que manaba de su cuello. Una moharra de lanza casi le cercena la cabeza. Grité pidiendo ayuda porque sangraba mucho, y notaba como me debilitaba por momentos. No sentía dolor, y el brazo derecho lo tenía como dormido. Cerca de mí había un hombre de armas tendido en el suelo boca arriba, abierto en canal como un cochino en día de matanza. Sus tripas se había salido y estaban desparramadas a su alrededor. Otro, con la cabeza abierta por la mitad como un melón calado, permanecía estribado en su bridón. Muy cara nos había salido aquella escaramuza de mierda. Perdí el sentido.
Cuando desperté, creía que me estaban herrando con un hierro al rojo en el sobaco. En realidad, creo que lo que me hizo volver en mí fue el inmenso dolor que sentía. Era la primera vez que me herían, lo que era inusual tras tantos años de batallar. Lo más que había tenido eran los habituales trastazos, algún rasguño que se había curado con un poco de vino caliente, o un chichón sin importancia. Pero aquello era serio.
-No hables, adalid- me dijo un hombre de armas mientras limpiaba mi herida con agua-. Te has librado de puro milagro.
Era un decir, porque aunque no tuviese dañado ningún órgano importante, una más que probable infección podía liquidarme en dos días.
-¿Y el señor Rodrigo?- pregunté con un hilo de voz.
-Está muy malherido- me respondió el hombre con mirada sombría-. Tiene una herida muy fea en el cuello. No entiendo como no se ha desangrado. Ese hombre es de hierro.
Yo intentaba mover la cabeza para buscarlo, pero no podía ni girarla un poco porque me desmayaba del dolor. Me notaba el cuello y la cara hinchados. Apenas podía mover los dedos de la mano. Al cabo de un rato, un caballero que por ser el de más linaje tomó el mando ordenó ponernos en marcha.
-Si nos quedamos aquí, esos bujarrones que así ardan vivos en el abismo pueden volver con refuerzos y apiolarnos, de modo que cargad los muertos en sus caballos y que los demás ayuden a los heridos. Antes de la noche debemos encontrar un sitio donde ocultarnos. Que uno salga a toda prisa a Yubayla para que traigan gente y un carro para los heridos. ¡Presto, voto al diablo!
Dando berridos de dolor me auparon en mi bridón. El héroe, que por fin pude echarle la vista encima, llevaba el cuello envuelto con la camisa de uno de los muertos. Su mirada estaba apagada, y hacía gestos porque por lo visto no podía hablar. Nos pusimos lentamente en marcha mientras que uno de los nuestros salía a todo galope en busca de ayuda, y no olvidaré jamás el quinario que pasé mientras encontrábamos un lugar seguro. Ardía de fiebre, y a cada paso de mi montura creía que se me caía el brazo al suelo. Me lo habían inmovilizado muy pegado al cuerpo, pero sentía dentro de él cada latido de mi acelerado corazón. Un hombre de armas cabalgaba junto a mí por si volvía a desmayarme y poderme sujetar y evitar partirme la crisma. Pasé las cuatro peores horas de mi vida mientras vagábamos por aquel puto páramo hasta que encontramos una alquería donde refugiarnos.
Cuando llegamos, sus habitantes se quedaron como paralizados. Ya habían tenido noticia de nuestras andanzas por la comarca y creían que les había llegado el turno. Pero uno de los nuestros, que chapurreaba el árabe, les dijo que solo buscábamos acomodo para dos heridos. Aquella gente, que pensaban que si se mostraban hospitalarios podrían librarse del esquilmado, haciendo expresivos gestos de aprobación nos ayudaron al héroe y a mí a bajarnos de nuestras monturas, y rápidamente nos prepararon un catre a cada uno. Y no les cuento más porque volví a desmayarme. Pasé, según me contaron, tres días delirando y ardiendo de fiebre. Aquella gente, cuyos conocimientos en la ciencia de Galeno se limitaban a remedios caseros para sanar las mataduras de las bestias y poco más, hicieron lo que pudieron para intentar atajar la infección, pero con sus limitados medios poco podían hacer. Me despertó la apacible y serena voz de Sayyid.
-¿Puedes oírme, señor adalid?- oí entre las tinieblas del coma en que me había sumido-. ¿Me oyes? Soy Sayyid.
Asentí con la cabeza. No podía hablar y tenía la boca seca como un serón de esparto. Noté como me incorporaban y me acercaban a la boca agua fresca, que bebí con ansiedad.
-Poco a poco- me dijeron-. Puedes atragantarte. Ya basta.
Y volví a desmayarme. Y así pasé otros dos días hasta que nuevamente recuperé la consciencia. Esta vez fue la cara de mi María la que vi muy borrosa entre una nebulosa de opio que me habían dado para ayudarme a descansar.
-No digas nada. Descansa- me dijo tras darme un cálido beso en mis resecos labios.
-¿Dónde estoy?- balbucí como pude.
-En Yubayla- me dijo María. Noté que me cambiaba una compresa de mi ardiente frente-. Estás a salvo, y según dice Sayyid camino de recuperarte. No hables más y duerme.
Y nuevamente caí inconsciente. Otros dos días más estuve así, aunque ya no era un coma profundo, sino un estado de semi-inconsciencia que me permitía beber un poco de caldo de vez en cuando y sobre todo, agua, mucha agua. Había oído que la pérdida de sangre produce mucha sed, pero no imaginaba que podía ser algo tan terrible como aquello. Una sed abrasadora que me llegaba desde la boca al estómago. Tenía la lengua hinchada y pegada al paladar. Los labios agrietados como un campo en plena sequía. Era la sensación más terrible que había sentido jamás. En mis delirios veía la cara de Juana Orzasdemiel, mi madre, que me decía cosas que no entendía, y la del hijo que aún no me había nacido. ¡Por san Millán que las pasé putas!
Por fin me despabilé un poco. Cuando abrí los ojos vi que la estancia estaba sumida en una tenue penumbra. Había perdido por completo la noción del tiempo y no sabía cuántos días llevaba así, ni si era de día o de noche.
-¿Qué tal te encuentras?- me preguntó Sayyid en la oscuridad-. Tienes mucho mejor aspecto.
-Fatal- respondí con una voz que me salió cavernosa-. Dame agua.
Enseguida me acercó un cubilete lleno de agua fresca que bebí con ansiedad. Le pedí más.
-Veo que ya estás mucho más repuesto, mi señor- me decía Sayyid mientras me ayudaba a beber-. Llevas así una semana, y debo reconocer que temí por tu vida. Otro hombre más débil que tú no lo habría contado.
-¿Y el señor Rodrigo? ¿Vive?
-Sí, afortunadamente vive y ya se pasea por el patio de armas, aunque sin poder abroncar a nadie. Aún no puede hablar bien, pero se expresa de maravilla con las manos. Suelta unos bofetones tremendos- me dijo riendo.
-¿Y María?
-Está durmiendo. Claro, no sabes ni en qué hora vives. Falta poco para que amanezca. La pobre lleva todo este tiempo sin separarse de ti ni un instante, y ha hecho falta toda la autoridad del señor Minaya para que durmiese un poco. Estaba agotada. Pero le dijo que si por su testarudez malparía y dejaba sin ahijado al amo se las pagaría.
-¿Qué ha pasado, Sayyid? No recuerdo nada.
El leal capón sonrió y vi sus dientes brillar en la oscuridad. Levantó las manos haciendo un gesto de paciencia.
-Ya te contaré. Ahora, descansa, que falta te hace.
-Ya llevo una semana durmiendo, carajo. Habla, que tengo ganas de saber qué pasó.
Con un gesto de resignación, Sayyid me explicó someramente todo lo ocurrido.
-Bien, como quieras. Llegó un hombre de armas contando lo sucedido. María casi se desmaya cuando se enteró de que estabas malherido, pero es una mujer con redaños. Se empeñó en ir a buscarte y tuve que encerrarla para que no hiciese semejante burrada. Yo me uní a la cuadrilla que partió en busca vuestra porque pensé que os haría falta alguien con conocimientos de medicina. Cuando te vi, creí de verdad que no salías de esta. Habías perdido mucha sangre y la herida estaba en un sitio muy malo. La del hombro era lo de menos. Un simple corte poco profundo. Pero la del sobaco era peor, porque el gazul te había metido más de un palmo de acero en el cuerpo. Aún no entiendo como no te alcanzó el pulmón. Te curé a ti y al señor Rodrigo. Lo suyo, aunque muy aparatoso, no era tan grave porque la moharra de la lanza no le tocó ninguna arteria ni el espinazo. Desde luego, Alláh protege a ese hombre. Os montamos en un carro y os trajimos aquí. Despertaste un par de veces, y otras tantas volvías a caer en coma. Has adelgazado mucho, y estás muy débil. Además, pasarán varias semanas hasta que puedas mover el brazo, que como notarás tienes inmovilizado para evitar que se te rompiesen los puntos durante tus delirios. A veces no parabas de gritar, diciendo cosas que nadie entendía, y María lloraba porque creía que jamás volverías en ti. En fin, gracias al todopoderoso Alláh, alabado sea por siempre su nombre, en pocos días podrás levantarte y en unas semanas estar totalmente recuperado.
Yo callé, asimilando la parrafada. Me invadió el miedo. A pesar de la de veces que había arrostrado el peligro, nunca antes había sentido el aliento de la muerte tan cerca. Ahora comprendía bien a Bernardo y a Sisnando. La muerte impone mucho cuando es uno el candidato a la guadaña.
Tras dormir otro día más, pero esa vez ya sin delirios y en un apacible limbo, me despertó María. Jamás olvidaré su expresión de alegría al saberme ya convaleciente de mis heridas. Me devoró a besos, me hizo mil preguntas que no supe responder y se sentó junto a mi catre para darme de comer. Estaba desfallecido, y me llevé un chasco cuando en vez de ver en el plato un suculento tajo de carne vi unas gachas.
-Ha dicho Sayyid que no puedes comer nada sólido tras tantos días de ayuno, que te sentaría mal y empeoraría tu estado, de modo que abre el pico y trágate las gachas que están muy buenas. Las he preparado con trigo candeal y leche de cabra.
A regañadientes me las comí, y deben saber que me supieron a gloria. Qué rico sabe todo cuando se tiene hambre de verdad, ¿verdad? Pero no el hambre de la media mañana cuando hemos gastado la primera colación, sino el hambre de días sin que el estómago tenga nada más que aire para entretenerse.
La de cosas que pensé que jamás había pensado durante mis largas horas tendido en aquel catre. Pensé en la muerte, en lo fugaz de la existencia, en lo rápido que puede uno irse de este mundo sin estar preparado para ello, en lo mal que debían haberlo pasado los que por nuestra mano habían caído heridos...Tenía miedo al castigo divino. Había matado a tanta gente que no era capaz ni de recordarlo. ¿Dónde estarían ahora los que maté? ¿Qué pasaría cuando se exhalaba el último suspiro? ¿Y si allí se acababa todo? ¿Y si me mandaban para siempre al infierno por mis pecados? Dudas. Dudas terribles que no le deseo a nadie. Ahora, en mi actual estado espiritual, esas preguntas tienen respuesta, pero en aquel momento no.
En fin, que aquel bautismo de sangre me dio mucho que pensar. Sentía pánico. Pero no el que se tiene antes del combate y que desaparece con la furia de la batalla. Era un miedo distinto que no había sentido jamás. Ni siquiera era miedo a perder la vida, que en eso estaba ya más que mentalizado. Era miedo a perder a mi María, a no poder vivir lo suficiente para disfrutar con ella del fruto de mis duros años de lucha. Miedo a no ver a mi hijo crecer. Miedo a no ver más a mi familia, a mis antiguos camaradas. Ahora entendía perfectamente a Bernardo cuando, sin previo aviso, dijo que se largaba. Sintió el mismo miedo que yo. Otros, por lo visto, no lo sentían, empezando por el héroe. Desde mi aposento ya se le oía graznar con una voz cascada y avivando a la gente para aprestarse a una nueva algarada. Ése, o no tenía miedo a nada, o estaba loco. O las dos cosas, que nunca se sabe. Porque hay muchas clases de locos. Unos, como el chalado del anterior adalid, que se paseaba por ahí con chorradas pintadas en su escudo y que por eso lo tenían por ido, y otros que pintan dragones y que no se acojonan jamás. ¿Eso es dominar el miedo, o no sentir miedo? Y coligo que siendo el miedo algo inherente al alma humana como el amor o el odio, el que no lo siente es que algo le falla en la sesera. En fin, nunca supe si el héroe era una cosa o la otra, y aquí no me ha querido hablar del tema porque dice que es agua pasada y no merece la pena mencionar esas cosas.
En diciembre de aquel año ya estaba casi restablecido. Salía al patio de armas para ejercitarme de tanta postración y a fortalecer mi brazo bajo la tutela de Sayyid, que hasta sabía dar unos reconfortantes masajes para aliviarme el agarrotado miembro y darle la elasticidad de antaño. Y mientras yo me recuperaba día a día, los almorávides se acercaban a Valencia, y el bujarrón del caíd, cada vez más aborrecido por los suyos, no paraba de enviar mensajes recordándole al héroe su compromiso y jurándole fidelidad eterna, y hasta le regaló como muestra de amistad una suntuosa munia que había sido un palacio de recreo del emir Ibn Abd al-Aziz. Y ciertamente fue un regalo regio, que hasta se lo amuebló con los más suntuosos objetos aún a costa de gastarse una verdadera fortuna y de las cada vez más preocupantes murmuraciones de los valencianos, que veían con muy malos ojos que su gobernante agasajase de aquella forma a un castellano y en cambio hubiese echado a los almorávides que, a pesar de ser unos fanáticos y unos incorregibles soberbios, eran de los suyos.
Nos llegó noticia de que los enemigos estaban ya en Lorca. Los mandaba un yerno del cabrito de Ibn Texufin llamado Abu Bakr Ibn Ibrahim al-Lamtuni, y por lo visto tenía una mala leche equiparable a su largo nombre. Y mientras tanto, las cosa en Valencia iban de mal en peor porque Ibn Yahhaf, muy acojonado por las crecientes murmuraciones contra él, decidió ir a todas partes con una escolta que ni la del califa de Córdoba. El héroe, cada vez más escamado y pensando que en cualquier momento el tornadizo y cobarde caíd volviese a cambiar de bando, nos hizo acampar en un arrabal de Valencia llamado Rayosa, que así estábamos más cerca de la ciudad por si debíamos intervenir. Y para impedir a aquellos negros que se acercasen a nuestro campamento, se destruyeron todos los puentes que cruzaban el río Guadalaviar, quedando así rodeados por un foso natural, y se rompieron los diques de regadío para inundar la vega donde nos hallábamos. Y así quedó solo un paso muy estrecho por donde un ejército atacante no podía maniobrar y donde podíamos rechazarlos con suma facilidad.
Los almorávides estaban ya en Alcira, a unas ocho leguas de nuestro campamento. Por la noche se podían ver a lo lejos las innumerables hogueras de su campamento, y la tensión aumentó entre nosotros. Se avecinaba una batalla campal, y no podíamos perderla porque, si los cada vez más envalentonados vecinos de Valencia nos veían flaquear, tiempo les faltaría para salir de la seguridad de sus murallas y masacrarnos por la espalda, que de poco vale el respeto que uno infunde si se ve golpeado por otro más fuerte, ocasión que el débil aprovecha para unirse al fuerte y vengar así sus agravios. Pasamos toda la noche en vela, dispuestos a entrar en combate con las primeras luces del alba. El héroe, seguido por Antolínez y otros caballeros de los más allegados a su persona, no dejó de pasearse por el campamento infundiendo ánimos. Sabía que aquellas esperas eran terribles, y que el aliento del caudillo eran tan importante o más que saberse vencedor de antemano.
Al despuntar el alba hizo tocar los añafiles y las cajas para ordenar aprestarnos al combate. En silencio, como correspondía a una mesnada veterana que no necesita jalearse para darse ánimos ni para ocultar el miedo, formamos nuestras cuadrillas y nos dispusimos conforme al plan trazado es decir, formando dos cuadros cerrados que deberían apoyarse el uno al otro y dividir así las fuerzas enemigas. Pero no ocurrió nada. Ansiosos y ya deseando iniciar la batalla, estirábamos el pescuezo para ver si aquellos hideputas se acercaban haciendo atronar el aire con sus tambores y sus añafiles y su griterío desaforado. Pero no venía nadie. Desde nuestra posición veíamos a los abatidos vecinos de la ciudad llenando los adarves de las murallas, esperando como nosotros la llegada de la hueste africana, pero para ver como nos derrotaban. Y a eso de la hora tercia, un par de hombres enviados de descubierta llegaron a todo galope para decirnos que el hideputa de al-Lamtuni había dado media vuelta al saber que estábamos esperándolo a los pies de las murallas y se retiraba a Almusafes con su asqueroso rabo negro entre las patas y más miedo que vergüenza. Cuando los vecinos oyeron nuestros clamores de victoria se pusieron tan tristes que algunos de aquellos soplagaitas hasta se vistieron de luto al saberse abandonados por los almorávides, y algunos llegaron a teñirse la jeta con betún para estar más enlutados aún. No hay mejor victoria que la que se produce por infundir miedo y no llegar a ver a los enemigos, ¿eh?
Y como la amenaza quedaba de momento lejana, redoblamos nuestros esfuerzos en el cerco a la ciudad. Sí, ¿no lo recuerdan? No se confundan por el hecho de que el caíd estuviese en tratos con nosotros, que eso fue una cosa llevada a cabo muy en secreto, y lo del regalo de la munia fue en apariencia como una dádiva para aplacar la ira del héroe e intentar que los dejase en paz. De cara a los valencianos, nosotros éramos sus sitiadores, los almorávides eran los que en teoría iban a ayudarles a obligarnos a levantar el cerco, e Ibn Yahhaf era un aborrecido gobernante que se mantenía en el poder como podía, y por eso optó por congraciarse con el héroe. Y como había que dar término a aquello antes de que el perro de al-Lamtuni se lo pensase mejor y nos atacase, reforzamos el asedio para obligar a aquellos moros a que rindiesen de una puta vez la ciudad. La carestía dentro iba en aumento, y se pagaban ya once dinares de oro por un cahíz de trigo, siete por un morón de aceite, y cinco por el quintal de higos. Y se pagaban siete dirhems de plata por una libra de carnero, y tres por la de vaca. Y como imaginarán, se quitaban el hambre a bofetones, porque semejante dispendio en comer no de lo podía permitir cualquiera. Y eran los hideputas de los acaparadores los que se estaban cubriendo de oro, que siempre pasa lo mismo en épocas de carestía. Y como nosotros seguíamos estragando y saqueando los arrabales sus vecinos, hartos de la sangría constante, optaron por largarse con sus familias al interior de la ciudad, lo que no hizo sino aumentar las bocas hambrientas en gran número, y empeorar mucho más su ya de por sí extremada necesidad. Que los usos de la guerra ya sabemos que son cosa del diablo, pero en cierto modo mejor era rendir una ciudad por hambre que no entrando a saco en ella. Y para evitar que volviesen derruimos hasta los cimientos todas y cada una de las casas de los arrabales, para que los moros viesen además adonde podía llegar la destrucción y como preludio de lo que les ocurriría si no se rendían; y para impedírnoslo salían en espolonada a combatirnos, aunque no nos hacían ningún daño. Creo que lo hacían más por mantener alta la moral de la población que con la verdadera intención de combatirnos seriamente.
Pelear contra una mesnada bien preparada, bien alimentada y mejor mandada era una empresa inútil cuando los atacantes eran unos infelices desesperados, medio muertos de hambre y sin ánimos ni esperanza, sabedores de que nada ni nadie impediría la caída de la ciudad. Pero aún quedaban dentro algunos que daban muchas voces en las plazas y en los mercados vacíos de mercaderías, y llamaban traidores a los que querían rendirse, y los amenazaban de muerte si propalaban rumores sobre la capitulación. Así eran los asedios. Con mucha gente doliente y desesperanzada por causa del orgullo o la insensatez de quienes les obligaban a resistir para nada.
Yo me ofrecía siempre para ir a Yubayla con mi cuadrilla a por víveres cuando empezaban a escasear. Así podía pasar un día con mi María, y ver extasiado como su barriga, ya de cinco meses, tomaba un volumen notable. Y a veces me asustaba porque veía como le salían bultos que luego desaparecían. María se ría viendo mis ojos llenos de miedo, y mi perplejidad al verla reír en vez de preocupada.
-Son patadas, tonto- me decía-. Tu hijo es un choto que no se está quieto en todo el día.
Yo babeaba de pura ilusión al saber que el crío era fuerte y crecía dentro del seno materno, porque deben que todos estábamos convencidos de que sería un varón. Miraba a Sayyid buscando algo que me indicase que todo iba bien, pero el discreto capón nunca decía nada delante de ella, y aprovechaba cuando estábamos en el patio de armas organizando la caravana para informarme.
-De momento, todo va bien. El crío está en buena postura y ella no tiene más que las molestias lógicas. Que Alláh, loado sea por siempre su nombre, evite cambios de última hora.
-¿Y ése médico del que me hablaste?
-Se llama Tayid Ibn Gonçalvo al-Ixbyli. Es hijo de un mozárabe sevillano. Pero como están las cosas, dudo mucho que puedas avisarle. El cerco es firme, pero no creo que en los cuatro meses que le quedan caiga la ciudad.
Yo medité un instante. La cabeza me iba a estallar al no poder dar solución a aquello.
-¿Dónde vive el médico ese?- dije por fin.
-Cerca del alcázar. Era el que atendía a la familia de al-Qadir y el finado emir lo quería siempre cerca, aunque se negaba a vivir en palacio porque no le gustaba nada el ambiente de chismes y maledicencias que había siempre dentro de sus muros.
-¿Y cómo puedo reconocer la casa?
Sayyid me miró intensamente con sus ojos claros.
-No pretenderás hacer ninguna locura, adalid. ¿Qué tramas?
Me puse en jarras y, sin dudar más, le dije lo que pensaba hacer.
-Si de aquí a un mes la ciudad no de rinde, entraré en ella como sea, buscaré al tal al-Ixbyli ese y lo traeré aquí por las buenas o por las malas.
-¡Tú estás loco, adalid!
-¡Exacto!- le repliqué con firmeza-. Loco de remate por mi María y el hijo que tiene dentro. Y antes la diño empalado en una lanza que permitir que malpara. ¡De modo que dime como localizo la jodida casa del médico ese!
Sayyid, moviendo la cabeza, dudaba en responder.
-Eres terco como una mula, por Alláh- insistió intentando persuadirme-. No podrás llegar, loco. No hablas mi lengua, no conoces la ciudad, nos sabes nada de nada. Antes de que des dos pasos te habrás perdido en el dédalo de calles y morirás a manos de los vecinos, que se relamerán de gusto de apiolar a uno de sus verdugos, o caerás en mano de los guardias y tu cabeza pasará a adornar una torre como advertencia a los insensatos que se aventuran a entrar en su ciudad.
-¡Dímelo de una vez o por san Millán que entro sin más!- bramé fuera de mí.
Sayyid miró al cielo como buscando una respuesta. Luego bajó los ojos y se rindió a mi testarudez.
-Millán Sánchez, eres el hombre más necio y más insensato que he conocido en mi vida, pero también el más bravo. Un hombre con los arrestos necesarios para arrostrar tan gran peligro por su mujer y su hijo merece ir acompañado a la muerte. Yo iré contigo, te guiaré por la ciudad, y juro a Alláh, alabado sea su nombre por toda la eternidad, que traeremos por las barbas al médico o ambos morimos en el empeño.
No pude por menos que abrazarlo, qué carajo.
Y basta de momento, que este capítulo ha sido intenso y me emociono aún al recordar tantas cosas que significaron tanto para mi, y más el rememorar la inquebrantable lealtad de Sayyid, que fue para mí un hermano mayor.
Es curioso como aquel hombre refinado y culto como nunca más volví a ver otro se encariñó de aquella manera con María y conmigo. Bueno, encariñarse con María no era un mérito, que su trato y su aspecto invitaban desde el primer momento a intimar con ella, pero conmigo no le debió ser fácil. Yo era, a pesar de mis empeños en ilustrarme, un hombre rudo y feroz, un producto de la época en que me tocó vivir, y mucho tuvo que aguantarme cada vez que, cuando me enfadaba por cualquier cosa me, ponía a decir barbaridades que herían sus oídos de hombre sabio y educado. O cuando rompía el cálamo cada vez que me equivocaba en las lecciones de escritura, o cuando me daba cumplida cuenta de los detalles de la cuadrilla y yo lo mandaba a paseo con cajas destempladas porque no me enteraba de nada, que pelotas tenía muchas pero sesera para entender de números e inventarios muy poca. Le debí la vida, porque sé que si no llega a ser por sus cuidados la habría diñado miserablemente en dos días, y le debí muchas cosas más que ahora no toca contar, pero de las que daré cumplida cuenta en su momento, que no quiero reventarles la historia, y no darle fin tan pronto ni desaprovechar la oportunidad que se me ha dado para contarla bien contada, ni que sea tan breve que me vea de nuevo en mi purgatorio comunicándome por telepatía, lo que llega a ser muy aburrido.
Demos pues un respiro a la sesera, que tengo que recopilar muchos recuerdos, y otro a la lengua, que tras casi mil años sin moverse lleva una racha de ejercicio tremenda y la noto cansada, sentimiento éste que por lejano se me antoja extraño, pero que aunque no lo crean me resulta grato tanto en cuanto me recuerda como fui cuando mi espíritu animaba a mi envoltura carnal.