Capítulo 18
De cómo los almorávides, con más insistencia que un tábano, vuelven a atacar Valencia para presentar batalla en Cuarte, y de las tribulaciones de Millán por preservar a su familia
Cuando Ibn Texufin se enteró de que Valencia había caído en nuestras manos, aquel perro negro se agarró un cabreo de los que hacen época, y le sentó como una patada en el estómago que el hombre que él consideraba poco menos que un salteador de caminos se apoderase de la mejor y más rica ciudad del levante, y que encima no había sido capaz de derrotarle a pesar de las cuantiosas mesnadas que había enviado contra nosotros. Y como tras el ajusticiamiento del imbécil del caíd nos dedicamos a lanzar algaras por toda la comarca a fin de comunicar a sus habitantes que los amos éramos nosotros desde aquel momento, tiempo les faltó para enviar llorosos mensajes al hideputa almorávide para que una vez más fuese en su ayuda. Por cierto que el que más prisa metía era el gobernador de Denia, que no habiendo sido capaz de romper nuestro cerco a Valencia ahora se cagaba de miedo pensando que quizá él sería el siguiente en la lista del héroe. Y le envió un mensaje apocalíptico dándole cumplida cuenta de lo malvados que éramos, y asegurando que no había ya seguridad en la comarca, y que transitar por los caminos eran más peligroso que pasearse por una jaula llena de leones, y que si no iba en ayuda de sus hermanos de religión, en no mucho tiempo aquel maldito castellano iba a aumentar aún más sus dominios a costa de los del Andalus.
Por desgracia, al mierda de Ibn Texufin no se le atragantaron los dátiles cuando leyó la noticia y decidió intentar una vez más meternos en cintura, que aquel bujarrón renegrido por el sol del desierto era una mosca cojonera que se creía el salvador del Islam. Por lo tanto, una vez que invocó a su dios para que fulminase de una jodida vez al héroe con mil rayos, o con una epidemia de lepra, o simplemente que la diñase de una vez por todas, nombró gobernador del Andalus a uno de sus innumerables sobrinos para que, acompañado de un imponente ejército, nos exterminase de forma definitiva e hiciese preso al causante de sus cuitas y se lo enviase cargado de cadenas a África para decirle en persona que le caía fatal. Total, que a finales del verano de 1.094 estaba el sobrino de aquel maldito santón del demonio en Ceuta dispuesto a cruzar el mar y atacarnos con un gran ejército. Además, Ibn Texufin había escrito al gobernador de Granada para que ajuntase a su gente como refuerzo a la hueste de su sobrinito, y al señor de Santibariya, un tal al-Hayib, que siendo como era un sujeto ducho en las artes de la guerra se le antojaba buen consejero para su sobrino, ya que aparte de fornicar como un garañón y de ordeñar camellas no sabía un carajo de nada.
Abu Abdalláh Muhammad Ibn Texufin, que así se llamaba el sobrino y al que para abreviar llamaré Abdalláh a secas, que hay que ver que nombres gastaban estos hijos de perra, se presentó en Granada, donde ya lo esperaban los refuerzos, dispuesto a pasar a la historia como el reconquistador de Valencia; y hasta ya planeaba que, tras recuperar la ciudad, bien podría darse un garbeo por las tierras del septentrión para hacer méritos antes el mierda de su tío. Pero estaba claro que aquel infeliz no sabía donde se estaba metiendo, y que nosotros no éramos como las bandas de bereberes que se dedicaban a robar camellos en los caravasares del desierto. En fin, el desgraciado aquel se puso en marcha camino de Denia al ritmo de una atronadora banda de timbales que encabezaba su hueste, como anunciando que el apocalipsis había llegado a la Hispania y que él, el invicto Abdalláh (invicto porque nunca había combatido en batalla campal, naturalmente), iba a someter a los bárbaros del septentrión.
Como comprenderán, en cuanto el héroe tuvo noticia de la llegada del imponente ejército de Abdalláh se dispuso a tomar las medidas adecuadas para repeler el ataque, y se dispuso a defender su conquista con más celo que un trujamán a un cargamento de esclavas vírgenes. Por lo tanto, lo primero que hizo fue aumentar la mesnada lanzando un bando para reclutar a cuantos moros y mozárabes quisiesen subirse al carro de la gloria, prometiéndoles seguridad para sus familias y buenos dineros por sus servicios, que no hay nada que atraiga más del oficio de la guerra que la perspectiva de medrar gracias a buenos botines. Luego ordenó a Ibn Abduz requisar todas las armas que había en la ciudad, que aún quedaba allí gente afecta a los almorávides y no se conformaban con nuestra presencia, y a tanto llegó el celo del almojarife que se llevó hasta los clavos de las herrerías, las leznas de los zapateros e incluso las agujas de coser. Todo lo que podía pinchar o cortar fue depositado en los almacenes del alcázar mientras durase aquella situación. Luego le hizo confeccionar una lista de los vecinos que, según su red de chivatos, podían ser peligrosos en caso de que Abdalláh pusiese cerco a la ciudad, y a estos y sus familias los mandó al arrabal de la Alcudia. Todos protestaron de su fidelidad, pero eso le daba una soberana higa al héroe, que bajo ningún concepto estaba dispuesto a que nos apuñalasen por la espalda mientras defendíamos nuestra presa. Y para asegurar aún más nuestra zaga, ordenó a Minaya que, si se producía una rebelión en la ciudad para favorecer las armas de los africanos, no dudase un instante en pasar a cuchillo hasta a los críos de pecho. Iban listos los que pretendiesen privarle de sus ganancias.
Y mientras esperábamos la llegada del memo africano aquel, di instrucciones a Sayyid sobre lo que debía hacer en caso de que a mí me ocurriese algo, que nunca se sabe cuando la guadaña va a cortarnos el hilo que nos une a la vida, y que desde que me hirieron ya no me creía invulnerable y sabía que la distancia entre la vida y la muerte es más corta que el paso de una hormiga. Como recordarán, Sayyid había dicho que una vez que viese apiolado al asesino de su señor al-Qadir pondría tierra de por medio y se largaría, pero nos había tomado tanto cariño que, cuando llegó la hora de decidir si se largaba o se quedaba, bastaron un par de los irresistibles pucheros de mi María para desarmarlo y renunciar a irse. Además, siendo como era incapaz de engendrar hijos le había tomado tal afecto a mi Juan que lo tenía por hijo suyo, y era tanto el desvelo que se tomaba por su personita que a veces sentía la punzada de los celos. Pero Sayyid era incapaz de anteponerse a los padres del crío, y en todo momento supo guardar la distancia para impedir que mi hijo le quisiese más a él que a nosotros. En cuando a Saida, una vez que su misión terminó y mi Juan se ponía hasta las cejas con las suculentas gachas y papillas que María le preparaba, ni siquiera se planteó volver a su casa. Ya se consideraba de la familia y, curiosamente, miraba de una forma un tanto peculiar a mi fiel capón el cual, totalmente ajeno a las apetencias de las mujeres, ni se daba por aludido. Pero es de todos sabido que los caprichos de las mujeres son a veces un enigma, y la puñetera mora se enamoró perdidamente del capón a pesar de que consumar dichos amores se le antojaba algo complicado. Pero esto no suponía ningún problema para Saida, que aplacaba sus calores con el fogoso adalid que la cubrió cuando celebramos el bautizo de mi Juan, y por otro lado babeaba mientras Sayyid le cantaba romanzas acompañado de su rabel con su bien timbrada voz. Un extraño triángulo amoroso, como creo que llaman ahora a ese tipo de relación donde una mujer o un hombre tienen dos amantes, uno para el fornicio y otro para dar paz espiritual y sensación de cariño. Como ven, no hay nada nuevo bajo el sol, y desde siempre ha habido comportamientos extraños entre la gente.
-Sayyid- le dije muy serio al capón-, si algo malo me ocurriera, te conmino en nombre de nuestra amistad a que tomes a mi mujer y a mi hijo y, sin perder un instante, salgas a toda prisa hacia Vivar. Sabes donde guardo todos mis dineros y dispongo de un par de mulas, de modo que, por tus muertos, no permitas que nada les pase. Si Saida quiere acompañaros que lo haga, y si queréis estableceros en Vivar no tendréis ningún problema. Allí están Bernardo y Sisnando, que os ayudarán a instalaros. A mi mujer y mi hijo los llevas al molino de mi padre, que él se hará cargo de ellos. Cuando eso cumplas, tomas del dinero una parte para ti y para Saida y hacéis lo que os venga en gana.
Sayyid iba asintiendo en silencio. Como nunca antes me había oído tomar este tipo de disposiciones y siempre me había visto partir al combate como quien va de bautizo, se mostró preocupado.
-¿Tan grave es la cosa?- quiso saber.
Yo medité un poco antes de responder.
-En realidad no más que de costumbre- admití-. Pero en las anteriores ocasiones no había un crío dependiendo de mi y ahora sí. Ahora ya tengo familia, y me preocupa más su porvenir que el mío. No creo que pase nada, que mala suerte sería haber arrostrado tanta batalla sin más problemas que la herida que recibí, pero ahora tengo más conciencia del peligro que antes.
Aunque todo esto lo hablamos muy en privado, mi María, con su habitual perspicacia, debió olerse algo porque se mostraba muy preocupada ante la inminente batalla. Pero en fin, así son las cosas, y muchos otros antes que yo habían partido a la guerra para no volver dejando atrás numerosa prole sin padre, multitud de acreedores sin cobrar y a la propia más sola que la una y el mundo había seguido su camino.
Era el mes de octubre de aquel año de 1.094 cuando la impresionante hueste de moros se plantó a una legua y media de Valencia, hincando el pendón en Cuarte. Al contingente que vino de África se unieron las tropas aportadas por el gobernador de Granada, la gente del reyezuelo de Lérida, los de Tortosa, los de Alpuente y los de Santaver, todos ellos deseosos de hacer la pelota al mierda del almorávide y de forrarse con el suculento botín. Y no imaginan la cantidad de gente que se juntó en Cuarte, que la visión de miles de jaimas se asemejaba a todas las ferias del mundo reunidas allí. Y hasta el desánimo cundió entre los nuestros, pensando más de uno en poner tierra de por medio porque veían que era imposible derrotar a aquella turba. Pero no era el héroe hombre que se acojonase por mucho moro que plantase el pabellón ante su ciudad y, tras observar en la lejanía el imponente campamento sin ni siquiera pestañear, ordenó a Ibn Abduz que echase de la ciudad a las mujeres y los niños, que ya muchos vecinos mostraban abiertamente sus simpatías hacia los africanos.
-Id con los vuestros enhorabuena, hijos de la gran puta- dijo a aquella plebe llorosa-. Ya que tan seguros estáis de su victoria, id desde ya a participar de ella, perros.
Y los echamos a patadas de Valencia. Pero no crean que los recibieron con los brazos abiertos, sino que los negros y bereberes que formaban parte de la hueste enemiga les echaron mano y violaron a las mujeres, y sodomizaron a los mocitos, y se arrepintieron amargamente de haber dado muestras de simpatía contra aquellos mierdas que, en vez de recibirlos como hermanos, los recibieron como putas baratas.
Y así comenzó el segundo cerco a Valencia. Durante diez días, aquella masa humana se dedicó a dar vueltas alrededor de la ciudad provocándonos, y llamándonos bujarrones y cobardes, y lanzándonos virotes y flechas. Pero dar vueltas dando gritos no rinde a una ciudad, y mucho menos a un hombre como el héroe el cual, impasible como siempre, contemplaba el desfile diario desde el adarve sin dar muestras de preocupación. El que sí debía preocuparse, pero como era un necio redomado no lo hacía, era el memo de Abdalláh que, confiado en su enorme superioridad y pensando en que caeríamos como fruta en sazón, se dedicaba a dormitar en su suntuosa jaima, rodeado de mocitos de culos prietos y esperando tal vez que nos entrase mareo al ver a su gente dar tantas vueltas y nos rindiésemos, pero que aún no se había enterado de que su gente había violado sin piedad a las mujeres y niños que echamos de la ciudad, y que incluso algunos contingentes, aburridos de tanto pasear alrededor de las murallas, se había largado con viento fresco a Denia, donde se vivía mejor y se daban menos vueltas.
Pero no crean que mientras aquellos memos se dedicaban a abrir un surco alrededor de la ciudad con tanto ir y venir, el héroe se dedicaba a repantigarse esperando a que una mala peste se los llevase por delante. Nada de eso. Lo primero que hizo fue, a través de sus espías, hacer correr la voz por el campamento de aquellos palizas la nueva de que una imponente hueste al mando de don Alfonso iba en camino para ayudarnos a romper el cerco. Aquello no sentó nada bien entre los moros, que enseguida empezaron algunos a acordarse repentinamente de que tenían que hacer cosas importantes en casa y a tomar las de Villadiego sin despedirse siquiera de su jefe Abdalláh. Entre los que se quedaron, bien por miedo a sus almocadenes, bien por el dulce aroma del botín, bien porque simplemente eran tontos y no se enteraban de nada, empezó a cundir el desánimo, la moral se fue al garete y las cabalgatas alrededor de la ciudad empezaron a disminuir notoriamente. Pero a pesar de todo, aquella hueste de perros negros era aún excesiva para nosotros y atacarla a pecho descubierto era un poco suicida de modo que, habiendo visto el héroe que la moral enemiga estaba más baja que el precio del cahíz de trigo en año de buena cosecha, convocó a sus allegados y a todos los adalides de la mesnada en consejo de guerra para organizar un plan que supliese nuestras escasas fuerzas a base de astucia y redaños, que de eso siempre estábamos bien servidos.
Cuando nos tuvo a todos ante él en el enorme salón donde dictaba justicia, echaba broncas a los malsines y recontaba su patrimonio, erizó las barbas, nos echó un poco de fuego para animar la cosa y, con su voz chirriante como una bastida adosándose a una muralla, nos puso al tanto de lo que había planeado.
-Hijos míos- comenzó a decir, que como ya sabemos siempre recurría a la vena paternalista cuando se trataba de organizar masacres-, como no sois babiecas y además andamos cortos de tiempo iré al grano sin más. A pesar de las deserciones que según mis espías se producen en el campo enemigo, aún son más que suficientes para mandarnos a la mierda con solo empujarnos contra las murallas, de modo que nos toca vencerlos con taimada astucia. Una mesnada saldrá mañana por la noche en espolonada y se ocultará en las cercanías del campamento de esos perros. Nadie dará un paso hasta que no se reciba la señal, que será un toque de bocina. Mientras tanto, el resto de la gente se vendrá conmigo a plantar cara a esa chusma. Los haremos salir de la seguridad del campamento y les obligaremos a luchar al pie de la muralla, donde no podrán rodearnos y aniquilarnos aprovechando su superioridad. Y cuando suene la bocina, los que se ocultan se lanzarán contra el campamento, lo tomarán y luego atacarán por la zaga a los que combatan contra nosotros. Con un poco de suerte, muchas pelotas y la protección de todo el santoral los barreremos y el campo será nuestro.
Todos asentimos muy serios. Y yo, que como siempre no perdía la oportunidad de hacer preguntas estúpidas, dije:
-¿Y quienes formarán parte de la espolonada, mi señor?
El héroe clavó sus fogosos ojos en mí y, esbozando una sonrisa que no sabía si era de guasa o de mala leche o de las dos cosas, me dijo:
-Veo, mi buen Millán, que ardes en deseos de abrir cráneos. Como siempre eres un preclaro ejemplo de valor, de modo que tu cuadrilla, la de Galíndez y la de Alonso Garcés serán las elegidas, todas bajo el mando de Antolínez. Desechad a los hombres que no tengan arrestos y arengad con palabras valerosas al resto, porque juro a Dios que, como por falta de redaños os apiolen y yo pierda mi señorío ganado a costa de tantos trabajos, mejor os quedáis sobre el campo con las tripas fuera, porque si no os las sacaré yo. Ahora id y preparaos, que el tiempo apremia y para luego es tarde.
Maldiciéndome por no saber mantener la boca cerrada a pesar de la de disgustos y trastazos que esa fea costumbre me había deparado a lo largo de mi vida, salí de la sala mientras el tal Galíndez, que era un inconsciente de tomo y lomo, y Garcés, que solo abría la boca para comer y para jurar, a pesar de lo cual no se iba a librar de la escabechina, se largaban a refocilarse con sus queridas, cosa que siempre hacían cada vez que tocaba ir a batallar por si era la última vez, que en el oficio de las armas nunca se sabe cuando se beberá la última copa de vino, ni cuando se disfrutará de forma postrera de la cálida compañía de una buena hembra.
Si les digo la verdad, fue la primera vez que sentí verdadero miedo. Pero no el miedo de siempre, mezcla de ansia y ganas de mear, sino un miedo profundo y distinto. Sin saber cómo, me daba cuenta de que malditas las ganas que tenía de ir a darme de espadazos con aquella turba negra que se me antojaba una plaga de demonios enloquecidos. Tenía miedo a no volver y a dejar a mi María y mi Juan abandonados a su suerte, miedo a que mi mujer fuese ultrajada por aquellos hideputas mientras reventaban la cabecita de mi hijo contra una pared, como había visto hacer tantas veces. No temía a la muerte en sí, sino a dejar desamparados a los míos. Si no fuera porque mi sentido del honor me lo impedía, a pesar de que un villano no tenía honor, juro que me hubiese largado de allí echando leches. Pero ni me fui ni mostré a María en ningún momento las enormes tribulaciones que padecí aquel día, y durante la interminable víspera que precedió al ataque hasta procuré mostrarme animado. Sayyid, con su habitual sagacidad, sí se dio cuenta, pero no dijo nada. Solo cuando me ayudó a armarme le recordé las instrucciones que le había dado.
-Sayyid, la cosa está que arde. Tenlo todo preparado por si tienes que largarte con mi María y el crío. He untado a los guardias del postigo que da al río para que si la cosa se tuerce os dejen salir.
-Pierde cuidado, mi señor- me dijo con su voz cálida y profunda mientras me abrochaba el perpunte-. No pasará nada.
Luego, mientras me vestía la loriga, guardábamos silencio. Tenía algo más que quería decirle, pero me daba miedo solo pensarlo. Finalmente, lo solté.
-Sayyid, júrame por lo más sagrado que antes de permitir que María y el niño caigan en manos de esos demonios, los matas. Antes eso que permitir que ultrajen a mi mujer o que maltraten a mi hijo.
-¡Pero, qué dic...!- empezó a protestar.
-¡Que me lo jures, vive Dios!- interrumpí fulminándolo con la mirada.
El pobre capón, abrumado, asintió en silencio. En realidad creo que él también lo pensaba, pero tampoco se había atrevido a planteárselo siquiera.
En fin, que quieren que les diga. Cuando llegó la hora de partir no tuve pelotas para despedirme de los míos, porque si lo hago les juro que no me suben en el caballo ni aunque el mismísimo héroe me obligase tirándome de las barbas. Me largué a la enorme plaza de armas del alcázar y allí me confundí con mi gente para evitar que María, a la que le sobraban redaños para mezclarse con la mesnada para despedir a su hombre, me viese y me hiciese pasar un rato mucho peor.
A fin de elevar la moral a mi gente y a mí mismo y, de paso, para quitarme de la cabeza la imagen de mi María siendo forzada por aquellos negros, que no se me borraba del pensamiento, largué una arenga muy lucida, en la que hablé de la alta misión que el destino nos encomendaba, de que teníamos más pelotas que nadie y de que el botín sería fastuoso, que eso último siempre suele hacer más efecto que las misiones históricas y demás zarandajas a la hora de calentar los ánimos al personal.
La noche era oscura como las jetas de aquellos mierdas a los que íbamos a degollar en poco rato. A una señal de Antolínez nos pusimos en marcha en silencio mientras el héroe nos contemplaba al pasar ante él. En la noche, sus ojos eran dos brasas. Hay que ver los cojones que tenía. Con miles de moros a las puertas, cuatro gatos para afrentarles y él tan campante.
Nos emboscamos a menos de una milla del campamento moro, esperando ansiosamente la amanecida y rogando a todos los santos de los que nos acordábamos que todo saliese bien. Y nada más empezar a clarear, oímos a lo lejos como el héroe, al frente del resto de la mesnada, salía como una tromba cagándose en los muertos de los enemigos, afrentándolos y provocándolos. Los moros, un tanto perplejos porque lo último que esperaban aquella apacible mañana era ver aparecer a aquella masa a caballo contra ellos, reaccionaron admirablemente pronto, y se auparon en sus veloces caballitos de finas patas para ir a escabechar a los nuestros. Tal y como había planeado el héroe, en cuanto los vio atacar hizo la señal de retirada y se volvieron hacia la muralla. Los moros, envalentonados al creer que sus negras jetas hacían medrar el ánimo de los enemigos, no dudaron en seguirlos dejando el campamento casi vacío, solo con los enfermos, los aguadores y demás inútiles en el campo de batalla. Pero era evidente que aquellos memos no sabían con quién se jugaban los cuartos, y hubiese dado algo por ver sus jetas cuando el héroe, al llegar a las murallas, les hizo un tornatrás y los atacó con redoblada furia.
Entonces oímos sobre el fragor del combate el profundo sonido de una bocina que nos avisaba de que era nuestro turno para la matanza. En ese momento se me borraron todas las nefastas imágenes que tenía en la cabeza y en cuanto Antolínez, invocando a la Virgen y al santo apóstol enarboló su espada y nos ordenó atacar, recuperé mis menguados bríos. Como una tromba de pedrisco caímos sobre el campamento almorávide. Los cuatro desgraciados que había allí fueron arrollados como la mies ante un huracán. Ni tiempo tuvieron de cagarse en la chilaba cuando nos vieron aparecer. Y tras barrer el campamento, nos dirigimos hacia donde el héroe mantenía a raya a la hueste de Abdalláh, que no imaginaba lo que se le venía encima. Cuando nos vieron pensaron que éramos la gente de don Alfonso, y el caos y el desorden cundieron en las filas enemigas. Unos optaron por largarse sin más, otros prefirieron intentar volver al campamento a reorganizarse pero la diñaron enseguida y en fin, otros decidieron vender caras sus vidas, aunque en realidad las malvendieron a precio de saldo porque fueron exterminados, cogidos entre dos frentes, lanceados por delante y acuchillados sin piedad por detrás.
Los pocos que quedaron con vida entre los cuales estaba, como no, Abdalláh, que en salvar el pellejo siempre han sido maestros los jefes, se largaron a toda prisa a Játiva a restañar sus heridas, a llorar amargamente por la derrota y a pensar en cómo comunicar al cabrito de Ibn Texufín que, una vez más, les habían dado para el pelo. Mientras tanto, nosotros saqueamos a nuestro sabor el campamento abandonado, y nos apoderamos de todo cuanto allí había. Y no imaginan la cantidad de riquezas que llevaba el tal Abdalláh consigo, que su tío sería muy austero, pero él iba nadando en oro y plata, y llevaban todos buenos caballos y jumentos, y provisiones como para mantener el cerco más de un año. Todo fue a parar a las mazmorras del alcázar a la espera de su inventario y posterior reparto, que en ese tema el héroe, como ya he dicho más de una vez, jamás fue cicatero y nunca descontó ni un sólido. Y para redondear la cifra, que no crean que había olvidado ni perdonado a los que dieron muestras de favorecer a nuestros enemigos, los convocó a todos en el alcázar donde se mofó de ellos a su sabor, y les dijo que ya podían ver como los habían dejado una vez más en la estacada, y que ya podían ir reuniendo la friolera de setecientos mil meticales si querían que borrase de su memoria la afrenta de haberse puesto de parte de aquellos mierdas de jeta negra en vez de apoyar a su señor, o sea, a él. Luego, y por la mediación de sus más allegados, rebajó la cifra a doscientos mil, porque le dijeron que en toda Valencia no había seiscientos mil meticales, y que si no los había mejor era aceptar menos haciéndose encima el generoso que no aceptarlos y tener encima que apiolar a varios por morosos.
Y mientras nosotros contábamos las monedas que nos tocaban en el reparto, Ibn Texufín se agarró un cabreo de antología cuando recibió una sentida carta de su sobrino Abdalláh dándole cuenta del desastre, que una vez más un simple infanzón le había puesto las peras a cuarto, y clamó a Alláh y a Mahoma, y se cagó en los muertos del campidoctor por haberle humillado y de su sobrino por cobarde y por inútil, y juró que el malvado Ludriq al-Kabatayur se las pagaría con creces, y la emprendió a patadas con los criados por no poder patear al odiado castellano, y ordenó a Abdalláh que no tuviese pelotas de moverse de Játiva si quería volver a su apestoso desierto con el pellejo intacto, y que no cejase en el empeño de fastidiarnos, que aquello clamaba ya al cielo, y que nadie en todo su imperio se las estaba haciendo pasar tan negras como aquel castellano al que Alláh enviase mil plagas bíblicas.
Yo, por mi parte, celebré largo y tendido la victoria, y me holgué sobremanera con mi María, que no imaginan lo contento que me puse por volver sólo con algunos moretones al alcázar. Y mientras mi fiel Sayyid me cubría con emplastos y ungüentos, María me devoraba a besos, que no sé qué me sentó mejor para mis trastazos, si el besuqueo o los cuidados del capón. Y celebramos la victoria como corresponde, a base de comilonas, música y jolgorio, que no hay nada como salir de casa pensando en que no habrá retorno y retornar en las alas de la victoria. Y hasta el callado de Garcés hizo coro con Sayyid y su rabel y nos deleitaron ambos con canciones picantes donde se hablaba de lo bien que viene a los guerreros esforzados el cariño de las damas, y de lo beneficioso que es para la salud del cuerpo y del alma el fornicio, ya me entienden.
Y el héroe se congratuló por su nueva victoria, y nos palmoteó el lomo agradecido, y erizó las barbas cuando vio a Saida haciendo su número de los velos junto al enorme fuego que alumbraba el patio de armas del alcázar donde se festejaba el fasto acontecimiento, y no se la calzó porque creo que ya tenía apalabrada la cama con una aristocrática mora que prefirió trocar sus penas de viuda por los fogosos embates del campidoctor , que no crean que la lejanía de Jimena Díaz hacían de él un monje, que los hombres con sus redaños tienen que aliviar los humores so pena de enloquecer si los guardan dentro.
Y así vivimos aquel otoño de 1.094, viendo una vez más alejada la amenaza de aquellos hijos de mala madre y con la bolsa atiborrada de buenos dinares, y muchos ya empezaron a plantearse seriamente dar por finiquitada la vida militar para volver al terruño doblados por el peso del oro, que ya estaba bien de tanto batallar y querían disfrutar un poco del fruto de tantos trabajos. Y viendo la ciudad asegurada muchos pensaron también en establecerse allí, y enriquecerse aún más con el floreciente comercio que aquel puerto mantenía con las prosperas urbes del Oriente, que al fin y al cabo los comerciantes han sido siempre los que han sacado jugo a todo, y tanto en la guerra como en la paz han sido capaces de sacar beneficios y buenos réditos; y los militares, más pródigos gastando que ganando, al final se han visto sin un foluz en la bolsa mientras que los prestamistas judíos se apoderan de los bienes dados como garantía de los préstamos concedidos para financiar sus masacres.
Pero como ya verán más adelante, las cosas no siempre salen como uno quiere, así de perra es la vida. Por cierto, ¿no les he dicho que Saida mandó al garete a su adalid y se lanzó definitivamente en brazos de Sayyid? ¿No? Pues ya lo saben. Comprenderán que no les voy a dar cumplida cuenta de como el capón supo aplacar los calores a la fogosa mora, pero aquel puñetero, con su labia proverbial y su apostura de gentilhombre se trajinó a la hermosa Saida y se la quedó para él solito. Él decía que la cosa carnal se la traía al fresco (y tan al fresco, como que no tenía nada que airear el desgraciado), pero que se sentía muy solo y Saida era para él la mujer ideal. En fin, cada cual siente y quiere a su manera, ¿no? La cosa es que se apoderó de la voluntad de la mora con tal habilidad que ésta le hizo dos higas al cabreado adalid, que se veía de repente sin su cálida compañía y sin los números de los velos en privado, y se deshizo en arrumacos al capón mientras que éste, con la expresión de un Aquiles victorioso, se la llevaba a casa. El adalid, a pesar de ser un tipo bragado, se abstuvo muy mucho de competir con el capón por la hermosa Saida, que bien sabía que las pelotas que le faltaban no eran obstáculo para rebanarle el pescuezo al que osase plantarle cara y, como al fin y al cabo si algo sobraba en Valencia eran mujeres, tras lanzarles un par de maldiciones se encogió de hombros y aquella misma noche tenía ya una sustituta para calentarle la piltra y algunas cosas más.
Por mi parte, una vez disipados los efectos de la victoria, intenté una vez más convencer a María para que se fuese de allí con el niño, que aquel no era buen lugar para ellos, pero ya imaginarán la respuesta que me dio. Además, era celosa como una loba con sus retoños, y me dijo en mi cara que dudaba mucho de mi fidelidad rodeado de tanto hembrerío con ganas de compartir lecho con los valerosos castellanos. En fin, que se quedó.
Y aún no se había secado la sangre de los africanos que cayeron en Cuarte cuando el héroe, sabedor de que sería de necios dormirse en los laureles de la victoria, ordenó ponernos en movimiento para asegurar el territorio circundante y convencer de forma un tanto expeditiva a sus pobladores de que bajo ningún concepto íbamos a permitir que nos incordiasen, y para ello nos dedicamos con el mayor de los empeños a saquear y matar un poco, que ya se sabe que en cuanto uno da muestras de debilidad se aprestan para cortarlo en filetes, y además aún no había desaparecido del todo la amenaza del cabrón de Ibn Texufin, que en su desierto piojoso tramaba mil venganzas para resarcirse de la paliza que dimos en Cuarte a su sobrinito Abdalláh. Por lo tanto nos dedicamos con ahínco a hostigar los castillos que podían suponernos una amenaza si en un futuro más o menos próximo los africanos decidían darse un nuevo garbeo por allí, que les aseguro que jamás vi a nadie tan cabezón como el almorávide, empeñado en hacerse con Valencia por aquello de la honrilla personal, y siempre vio un desdoro a su prestigio que unos castellanos de tres al cuarto le trajesen por la calle de la amargura y diesen tanto que hablar.
Así, el primero en caer fue el de Olocau, que estaba a unas seis leguas al septentrión de Valencia. La elección no recayó en él por su posición estratégica ni nada de eso, sino porque llegó a sus oídos que el architraicionado al-Qadir había guardado allí gran parte de su famoso tesoro y tiempo le faltó para ordenarnos salir como alma que lleva el diablo en busca de los dineros. Y en efecto, allí estaba el maldito tesoro, que no sé de dónde sacó tanto oro el desgraciado de al-Qadir, que si lo hubiese empleado en comprar tropas fieles le habrían dado mil higas las amenazas de todos los que, como buitres, pretendían hacerse con su adorada taifa. Pero era obvio que al-Qadir, o tenía menos seso que un buey o acaso pretendía preservarlo todo y largarse del Andalus a tierras más cálidas donde no hubiese nadie con ganas de rebanarle el cuello, que en esta tierra la gente siempre tuvo especial predilección por fastidiar al vecino y robarle lo suyo, y eso tanto moros como cristianos como habrán podido comprobar a lo largo de mi relato.
Y como el héroe no era hombre que perdonase nunca a quienes le ofendiesen, tomó buena nota de los que, bien con tropas, bien con dineros, o bien con las dos cosas, había tomado parte de la escabechina de Cuarte para ir a hacerles un visita y recordarles que tenía arrestos para barrerlos una y mil veces del campo de batalla, que él era el campidoctor jamás vencido en batalla campal, y que nadie, ni el mismísimo califa de Damasco, tenía pelotas para echarlo de allí. Por lo tanto, confeccionó su lista negra personal para la ocasión, y en ella figuraban los nombres de los reyezuelos que, repantigados en sus estrados, sudaban la gota gorda pensando en cómo escabullirse de las desmedidas venganzas del héroe. Y más sudaron cuando nos vieron caer como una guadaña sobre sus taifas, y les robamos los ganados, y el grano, y el oro. Y arrasamos alquerías y munias, y nos llevamos cautivos por los que obtener buenos rescates, y los que no tenían quien pagase por sus pellejos fueron vendidos como esclavos, y los cronistas moros hablaron del campidoctor como el perro, el tirano, la cólera de Dios, el azote de Islam, maldito por siempre y que Alláh no perdone jamás.
Y así, dejamos muy maltrechas las taifas de Alpuente, de Segorbe, de Lérida, de Tortosa, de Santaver y de Jérica. Y hasta sudó sangre al-Hayib, el reyezuelo de Santaver que, como recordarán, era un moro con arrestos y ayudó con su sapiencia militar a aquellos perros africanos. Y durante el resto del año de 1.094 y todo 1.095 nos dedicamos a estas edificantes labores, que muy buenos botines nos dieron y, lo que era más importante, mostraron al mundo que Valencia era nuestra y nadie nos la iba a quitar. Y hasta ya se hablaba de nuestras hazañas entre los pastores de camellos de Ibn Texufin, y maldecían a los demonios del septentrión que tanto cabreaban a su amo y pagaba con ellos su amargura.
Y para que vean que el prestigio del héroe era ya similar al del macedonio Alejandro, sepan que mientras nosotros contábamos las cabezas moras que cortamos en Cuarte la diñó el rey de Aragón, aquel Sancho Ramírez que tantas veces fue humillado por nosotros y tanta guerra nos hizo, y que su hijo y heredero Pedro, en cuando sintió sobre su real testa el dulce peso de la corona, envió mensajeros a Rodrigo ofreciéndole ser amigos y dejando de lado las viejas rencillas que mantuvo con su finado padre, que enseguida se dio cuenta de que aparte de invencible, el héroe le guardaba el sur de su reino siempre amenazado por la codicia de los reyezuelos andalusíes, y le ofreció ayudarse mutuamente contra la morisma, lo cual daba muestras de que era un hombre sensato. Y para firmar aquel pacto se reunieron en Burriana, donde se dieron de abrazos, el aragonés llamó hermano al héroe, brindaron por la aniquilación de los moros y se juraron amistad eterna, que en vista de como las gastaba el héroe y aprendida la lección tras las continuadas derrotas que infligió a su padre era mejor ser su amigo que su enemigo. Y todos contentos y en especial Rodrigo, que eso de tratar de tú a tú a todo un rey cristiano le puso de muy buen humor, cada cual se volvió a su casa con la paz espiritual que proporcionaba a uno saber que contaba con un aliado poderoso, y al otro que podía dormir tranquilo sabiendo que la feroz mesnada del héroe nunca iría de visita a su reino.
Pero está visto que la paz jamás iba a reinar en la Tierra, o por lo menos no reinaría mientras el cabrón del Ibn Texufín conservase un hálito de vida, que el muy hideputa seguía erre que erre con su obsesión por apoderarse de Valencia, y en cuando llegó el año de 1.097, cuando ya nos creíamos que la amenaza de aquellos perros africanos había menguado, si no desaparecido del todo, volvieron con aviesas intenciones a nuestra esforzada ciudad para quitárnosla a pesar de la de veces que habíamos derrotado a sus huestes. Pero esta vez ya no éramos una simple mesnada la que se oponía a las inmensas turbas que traían los africanos, sino que contábamos con la ayuda del aragonés. Y en cuanto se supo de que una nueva amenaza se cernía sobre nosotros, el héroe le envió un mensaje en el que le recordaba lo pactado y le pedía que fuese en su ayuda, que para eso se firman los tratados, ¿no? Y el aragonés, que mostró ser más leal y más sensato que su padre, le contestó que en menos de dos semanas ajuntaba a su gente y se plantaba en Valencia para joder vivos a aquellos moros tan pesados.
Y tras dejar bien provista de bastimentos y víveres la fortaleza de Peña Cadiella, que es de sabios estrategas tener siempre las provisiones a buen recaudo y además disponer de un lugar donde guarecerse si las cosas se tuercen, fuimos en busca de los almorávides, que de nuevo venían al mando del cretino de Abdalláh. Por lo visto, su pertinaz tío quiso que demostrase que lo de Cuarte había sido una mala jugada del destino, y que tenía que probar su valor y vencer en batalla campal a su tenaz enemigo y llevarlo cargado de cadenas ante él. Y para no dejar nada al azar, plantó su campamento junto al mar, en un lugar donde el terreno formaba un pasillo por el que nadie podía huir. A un lado, abruptas montañas que le protegerían de cualquier sorpresa como le pasó en Cuarte. Al otro, el Mare Nostrum, donde decenas de naves nos hostigarían por el flanco con virotes, flechas y pasadores. Por una vez en su maldita vida Abdalláh hacía las cosas razonablemente bien y, si les digo la verdad, nos acojonamos un poco al ver que aquello era una ratonera de donde se salía vivo y victorioso o derrotado y muerto porque no había lugar para la retirada, por lo que la moral empezó a desplomarse entre la mesnada.
Pero aquellas situaciones tan críticas eran precisamente las que más gustaban al héroe, ya que así tenía ocasión de mostrar al mundo una vez más las dimensiones de sus pelotas. Y aunque era un estratega digno de mandar las legiones de Roma, allí no había más estrategia posible echarle arrestos a la cosa y atacar como demonios a aquella chusma. Y para levantar los mustios ánimos de la mesnada, que muchos dudaban de salir vivos de aquella trampa mortal, nos arengó como siempre hacía antes de una matanza de postín.
-¡Compañeros, hermanos!- nos dijo con su voz chirriante. Como ven, cuando las cosas estaban verdaderamente jodidas dejaba de lado el paternalismo y recurría al amor filial-. Esos perros que Dios maldiga creen que por venir en gran número por tierra y mar a ofendernos van a salir con bien del envite. Demostrémosles que la sangre de los hijos de la Hispania no se vende como la de ellos, que sale a foluz la arroba. Hoy, como otras veces, venceremos a la chusma africana, y miles de viudas llorarán en su apestoso desierto, y se cubrirán la cabeza de polvo y se arañarán las tetas transidas de dolor, y maldecirán a su emir por haber mandado a sus hombres a una muerte segura. Dios Nuestro Señor está con nosotros, por lo que la victoria está cantada. Que nadie flaquee, que nadie albergue dudas sobre la victoria. Esta jornada culminará una vez más con la derrota de esos perros infieles enemigos de la fe.
Ante una demostración tal de confianza, ¿cómo íbamos a cuestionar la victoria? Era el héroe un rayo del cielo, una fuerza de la Naturaleza, un designio de la Providencia. Si él decía que íbamos a vencer, venceríamos. Si decía que la victoria sería nuestra, nuestra sería, que para eso era el designado por el destino para convertirse en el mayor símbolo de la Hispania, de quién hablarían largo y tendido por los siglos de los siglos, y su nombre sería recordado cuando ya nadie recordaría ni el nombre de sus bisabuelos Así, hacia el mediodía, todos juntos, como un río desbordado, como una avalancha de nieve, como ángeles exterminadores, nos abalanzamos por aquel estrecho pasillo contra la formidable hueste que nos afrentaba, muy seguros ellos de que su número era imposible de vencer. Al frente de toda la caballería disponible y seguido de los peones que, serranil y maza en mano irían rematando a los heridos, cargamos contra el cretino de Abdalláh y sus miles de perros africanos. Y como no les resultó de irresistible nuestro empuje que al poco de producirse el choque empezaron a ceder. Y era cosa maravillosa contemplar al héroe cabalgando sobre cadáveres y haciendo molinetes con su Tizón mientras daba grandes voces llamando a los moros por mil nombres menos por el suyo propio, y les tachó de bujarrones y malsines mientras los descabezaba. Y no había nadie capaz de afrentarle, que creo que hasta pensaban ya que era un nuevo Santiago matamoros, o un arcángel exterminador enviado por el Cielo para liberar al mundo de tanto peso. Y así fue nuestra la gloriosa jornada de Bairén, donde por enésima vez aplastamos la testarudez de Ibn Texufin y aniquilamos a sus perros negros traídos de África para afrentarnos. Y murieron muchos a nuestras manos, pero aún más murieron cuando, invadidos por el pánico, intentaron huir a nado para poner a salvo sus miserables vidas en las naves que desde el mar seguían haciéndonos llegar flechas como nubes de mosquitos. Y de nuevo, suculento botín, que ya saben que el memo de Abdalláh nunca viajaba con la faltriquera vacía.
Y nos alegramos mucho pensando que, tal y como había predicho el héroe, multitud de viudas se cubrirían la cabeza de polvo y se arañarían las tetas cuando se enterasen de que sus hombres habían rendido sus negras almas en las tierras del septentrión, que a ellas se les antojaría ya como un pozo sin fondo que daba cabida a las vidas de tanta gente que había partido de su árido desierto para no volver jamás, dejando desamparados a sus mujeres, sus hijos y sus camellos.
Y como favor con favor se paga, y en esas cosas el héroe siempre fue cumplidor como el primero, para agradecer la ayuda recibida del aragonés tiempo le faltó para ir con él a recuperar la fortaleza de Montornés, a la que sometimos para devolvérsela, que mucho mal le hacía aquel castillo que se adentraba en sus tierras como una úlcera se adentra en la carne hiriéndola y mortificándola. Y tras cruento asalto y dejar la muralla decorada con las cabezas y pellejos de sus defensores, cada cual se fue a su casa muy contento, que muy bien le había ido a don Pedro siendo amigo del héroe y no como su padre, que por brindar ayuda a moros y cristianos para fastidiar a Rodrigo solo cosechó derrotas y trastazos, lo que demuestra que don Sancho nunca supo elegir bien a sus amistades.
Y como colofón a este capítulo tan movidito, sepan que cuando por fin retornamos a Valencia nos recibieron con gran regocijo, y celebramos la nueva victoria con los jolgorios de siempre. Aunque en esta ocasión me reservé un poco porque mi María, radiante como un amanecer estival, me anunció que nuevamente estaba preñada, y que si Dios quería un nuevo retoño nacería a finales de año para alegrar mi vejez. Vejez en la que por cierto solo pensaba de forma abstracta, como algo lejano que nunca iba a llegar pero que Sayyid, el muy cabrón, se preocupó de hacerme ver que ya no era algo tan lejano.
Una noche, mientras hacíamos recuento de mi patrimonio una vez repartidos los botines de Bairén y Olocau, el capón soltó el cálamo y se me quedó mirando fijamente.
-Veo, mi señor, que tus frondosas barbas se cubren de nieve- me largó sin más, aunque de una forma muy poética, eso sí.
-¿Canas en mis barbas? Tú has bebido, maldito moro- le repliqué un tanto airado por recordarme que el tiempo era inexorable.
Pero Sayyid, tan práctico como siempre y sabedor de que una imagen vale más que mil palabras, me plantó ante mi enojada jeta un bruñido espejo de cobre donde, a la luz de la lucerna que había sobre la mesa pude comprobar que, en efecto, mis barbas eran ya un prado cubierto de escarcha, anunciando que el invierno se acercaba a una velocidad pavorosa. (¿Qué, pensaban que yo tampoco sabía hacer frases poéticas?)
-¿Qué edad tienes, mi señor?- preguntó mientras guardaba el espejo en un cofre, pensando que igual la emprendía a patadas con el valioso objeto delator de mi cercana senectud.
Yo mascullé, un poco irritado aún por la desagradable sorpresa:
-El amo es mayor que yo, y aún tiene sus barbas rojas como el fuego. Y tú, moro del demonio, eres aún más viejo y tu jeta es la de un mozo, que ni arrugas muestra tu frente y tus bigotes lucen dorados como dinares recién acuñados, puñetero.
-Hay hombres que lucen canas antes que otros- explicó para aplacarme-. Pero aún no me has dicho tu edad.
-Calculo que...- hice unos rápidos cálculos mentales- unos treinta y tantos o cuarenta años. Mi padre sólo se ha preocupado siempre de hacer números con los celemines de grano y los sacos de harina, y no de las fechas en que mi madre nos paría.
-Ya no eres joven pues- me dijo el capón con una sonrisilla torva.
-¡Más viejo eres tú, cabrón! ¡Que aún tengo redaños para afrontar sin esfuerzos los trabajos de mi oficio, y para contentar a mi María y hasta para hacerle hijos!
Sin decir una palabra más, Sayyid optó por largarse y dejarme muy mustio por el repentino descubrimiento. Luego, cuando llegué aquí, me enteré de que fue un complot urdido entre él y mi María para empezar a convencerme de que iba siendo hora de envainar la espada y pasar más tiempo con los míos, que mi Juan iba para los tres años y cuando me veía llegar todo alforado rompía a llorar despavorido, pues para él era casi un extraño.
En fin, como pueden ver, la astucia de las mujeres no conoce límites, y ciertamente aquella revelación por parte de mi fiel capón hizo mella en mi ánimo, e hice cuentas de que, en el mejor de los casos y siempre y cuando no fuese apiolado en cualquier algarada, me restaban unos quince años a lo sumo para cumplir la media de edad con la que la mayoría de los hombres de mi tiempo se largaban de este valle de lágrimas. Por lo tanto, ya podía ir dándome prisa por finiquitar en la mesnada y pedir la licencia si no quería verme como el héroe, con casi medio siglo a cuestas y ni un minuto de sosiego. Aunque, eso sí, también hay que tener en cuenta que los héroes a los que el destino les ha impuesto grandes misiones no descansan más que en la tumba, pero los villanos como yo preferimos darnos un poco de relajo antes de ir a abonar la tierra, como con gran sensatez habían hecho mis compañeros Bernardo, Sisnando y Damián, que ya llevaban varios años disfrutando del fruto de su trabajo.
Pero por ahora ya es bastante y conviene dar un respiro al narrador y a los oyentes, de modo que aprovechando mi envoltura carnal de circunstancias iré a refrescarme el gaznate, que tanto hablar me lo tiene reseco como un guijarro. Vuelvo enseguida.