Capítulo 3
De cómo Rodrigo Díaz, también conocido como el Campidoctor o Mío Çid, se dedicó a medrar desde muy joven y como supo ganarse las enemistades de sus superiores, sus iguales, e incluso sus inferiores
Como ya he puesto a vuesas mercedes al tanto de mis comienzos en ese mundo tan maltratado por la maldad humana, hora es de que empiece también a dar cumplida cuenta de los del héroe, ya que su madurez fue la consecuencia de sus actos de juventud, que a ver si nos enteramos de que en esta jodida vida recogemos lo que sembramos, y que los conflictos que debemos superar no son más que la consecuencia de la irreflexión, del orgullo o de la cólera que, más veces de la cuenta, como un yelmo sin aberturas, nos impide ver la realidad de las cosas. Y si no, vean como mi padre, que jamás se metió en líos de ninguna especie, llevó una vida apacible y sosegada. Pobre como las ratas pero, eso sí, más tranquilo que un puerco en un lodazal. Pero como cuando somos jóvenes nos creemos el ombligo del mundo, pues damos por sentado que somos más listos que el sabio rey Salomón y, en vez de prestar oídos a los que, aunque sólo sea por haber vivido más tiempo que nosotros saben de la vida mucho más, pues hacemos lo que nos da la real gana sin reparar en lo que vendrá después. Y esa es la causa, señores, de que todos salgamos a correr mundo creyéndonos los amos del orbe y al cabo de los años volvamos más corridos que un cornudo emplumado por bellaco y consentidor de mancebías.
Como digo, y no quiero salirme mucho de la historia con mis sentencias acumuladas durante mi agitada vida y rumiadas durante mi largo purgatorio, los hechos de Rodrigo Díaz marcaron desde su juventud lo que sería su vida futura, de modo que sin más dilación les pongo al corriente de los mismos. Antes de nada deben saber, para no quedarse embobados pensando que cuento camelos similares a los que actualmente se tragan sin rechistar, que deben dejar de lado la extendida creencia de que los gloriosos descendientes de los godos sólo se dedicaban a hacer la guerra a los infieles seguidores de Mahoma, sino todo lo contrario. Quiero decir que hacían la guerra a todo el que se les pusiese a mano para expoliarlo, ya rezase a Nuestro Señor, a Alláh, a Yahvé, que al fin y al cabo son el mismo, o a los dioses falsos del Olimpo. Es decir, que los reyes y nobles castellanos, leoneses, navarros, aragoneses o asturianos no dudaban un segundo en meter mano a la espada para matarse elegantemente entre ellos, bien para robarles las tierras, bien para defender a un aliado moro o bien porque se habían levantado de mala leche porque la propia no les había dejado montarla la noche anterior y les apetecía hacer rodar algunas cabezas para que el vecino no pensase que habitaba junto a un timorato o un cobarde. Y si dudan de la palabra de este honrado fantasma, moléstense en echar un vistazo a los libros que narran el glorioso pasado de nuestra tierra y maravíllense de las bellaquerías, infamias y alevosías que se hicieron durante generaciones, que de todos los que leen y saben es conocido que si en vez de dedicarse a putear al vecino se hubiesen dedicado a plantar cara al moro, recuperar nuestro suelo nos habría costado mucho menos de los casi ochocientos años durante los que esos africanos nos mangonearon y se partieron de risa viendo como nos dábamos de estacazos por unas migajas de pan reseco mientras ellos fornicaban con hermosas daifas en sus palacios de verano.
Y dicho esto, no se extrañen al ver durante la narración como nuestro héroe, los reyes y cuantos nos metimos de por medio igual degollábamos a nuestro hermano mientras nos solazábamos y compartíamos la mesa con un moro, o como a los dos días se volvían las tornas y el moro que nos había agasajado caía muerto por nuestra mano y hacíamos las paces con el compadre del que poco antes habíamos abierto en canal sin pararnos en cuitas sobre lo que Dios nos dejó bien advertidos, y es que eso de matar al prójimo está muy mal visto por sus divinos ojos. Y por lo que desde aquí veo, esa advertencia se la trae al fresco a todos ustedes, que he tenido noticias de guerras y follones que han costado más vidas que dinares de oro cuestan mil halcones neblíes, y que dejan nuestras batallas convertidas en meras escaramuzas sin importancia.
Sepan pues que Rodrigo Díaz, de la mano de su padre, fue introducido poco a poco en la curia de don Fernando, alternando sus politiqueos con las algaradas que Diego Laínez hacía de vez en cuando en tierras de sus vecinos navarros para que no se olvidasen de que los señores de Vivar los tenían bien puestos. En una de esas el héroe ya dio muestras de su arrojo porque, eso sí, los cojones que durante toda su existencia echó a las cosas de la guerra no eran moco de pavo. El caso es que no sé si sabrán que era cosa corriente decidir el resultado de una batalla en combate singular, quedándose el campo el bando del vencedor. No crean por un momento que esa costumbre era debida al caballeresco espíritu al que los trovadores y juglares, príncipes de los embusteros, solían cantar para poner tiernas a las damas, sino como una mera forma de economizar vidas que luego hacían falta para arar los campos y cuidar de los ganados de sus señores, que la vida de un peón en sí valía menos que la palabra de un fraile en una reunión de rabinos pero, si la diñaban, a ver quién puñetas explotaría las tierras del señor y le pagaría los tributos con que obtenían su sustento. Por eso, a veces, el campeón de un bando salía de entre la filas y, bravamente, ponía al contrario de hideputa para arriba, lo que les hacía tener que jugársela a una carta. En la ocasión que nos ocupa, un valeroso albarraz navarro llamado Jimeno Garcés salió a cagarse en los muertos de la mesnada de Diego Laínez por lo que Rodrigo, deseoso de dar que hablar y de paso ponerse a prueba, no dudó en salir de entre los suyos a hacer frente al navarro para meterle sus puyas por el culo. Tras justa lid, en la que ambos recurrieron a cuantas argucias sabían para vencer al contrario, el héroe derrotó a su oponente; y no le segó la garganta allí mismo porque al ser persona de calidad su vida valía buenos dineros por lo que, tras darle un buen jalón de las barbas para que nunca olvidase que sus pelotas eran las que mandaban allí, lo llevó preso a sus filas.
Esto que leen era cosa común entre los reyes y nobles de aquellos tiempos, siempre faltos de cuartos con que pagarse sus matanzas, y era norma pedir rescates por los cautivos de calidad. Así, además de apoderarse de su caballo y armas, que de por sí ya valían una fortuna, los esquilmaban como a borregos y les quitaban las ganas de salir a chulear por esos campos de Dios. Lo malo era que el esquilmado, a continuación, intentaba sacar tajada y cubrir su desnudez haciendo lo propio con otro con menos redaños o menos habilidad y recuperar así su mermada hacienda, con lo que la cadena se hacía interminable. Y tampoco crean que mientras la familia sableaba a diestro y siniestro para juntar el dinero del rescate el cautivo era agasajado como un compadre en día de bautizo, que también de eso se ha hablado mucho y es otro camelo, sino que era encerrado en lóbrega mazmorra y cargado de cadenas para evitar su huida y dejarlos a todos con un palmo de narices y sin el rescate que, con seguridad, serviría para ponerse al día con el prestamista judío de turno. Si no, vean que el mismo Ricardo de Inglaterra que mencionaba al comienzo de este relato, al volver de su paseo por Tierra Santa tuvo la mala fortuna de toparse con el emperador de Austria, el cual pidió por él sesenta mil marcos esterlinos los cuales, mientras venían y no venían, fueron la causa por la que se tiró una larga temporada guardado en una mazmorra con más centinelas que el harén del califa de Damasco. Y es que había que andarse con mil ojos porque, en menos que canta un gallo, podía verse uno engrillado y esquilado como un borrego.
Pero la cosa es que esta costumbre sólo se llevaba a cabo entre la gente de alcurnia ya que la vida de los peones, al no tener ni con qué pagar el sudario con que envolverlos antes de tirarlos dentro de la fosa, no valía ni el esfuerzo de un eructo tras copiosa colación de modo que, sin más, los colgaban de un árbol a modo de aviso para que a nadie le quedasen ganas de ir de visita a casa del vecino con las armas en la mano y, de paso, privaban al otro de mano de obra y de gente que pagase tributo, si bien a cambio les dejaban en bandeja multitud de viudas y huérfanas para desfogar su enojo por la derrota.
Bien, pues dicho esto para que vuesas mercedes sepan cómo se las gastaban estos grandes señores, Rodrigo Díaz ya dio la campanada dejando en cueros al tal Jimeno Garcés, lo que no era cosa baladí teniendo en cuenta la notable experiencia del navarro contra la juventud del castellano pero, como digo, los arrestos del héroe eran dignos de ser comparados con los del griego Aquiles, y su nombre empezó a sonar en la curia real como el de un esforzado paladín. Poco después tuvo otro encuentro con un moro de Medinaceli si bien a éste, ya que no era cristiano, prefirió escabecharlo allí mismo; o bien el moro no se dejó apresar y tuvo que aviarlo para que no diese más guerra en nombre de Alláh por lo que sólo sacó de beneficio el equipo del muerto, que tampoco era como para hacerle ascos. El nombre de nuestro héroe cada vez sonaba con más fuerza en la curia, y el infante don Sancho, que lo conocía desde niño ya que se había educado con él, pensó que no sería cosa de necios allegarlo a su causa para cuando su padre don Fernando fuese llamado a presencia de Dios a dar cuenta de sus pecados, con lo que tanto Dios como el monarca tendrían entretenimiento para algunos siglos.
Porque deben saber que el infante llevaba mucho tiempo bastante mosqueado con las disposiciones paternas respecto a la herencia de la corona, y aquí me permitirán vuesas mercedes que vuelva a dejar de lado al héroe para ponerles al tanto de cómo estaba el patio en Castilla ya que, de otra forma, no podrán comprender los hechos que vinieron a continuación. No pierdan el hilo, que la cosa tuvo guasa.
Don Fernando, dos años antes de poner fin a su estancia en el mundo, decidió repartir su reino a la usanza visigoda, es decir, dar a cada varón una parte del mismo. Esa costumbre, que no es mala en sí ya que de esa forma no deja a uno forrado de cuartos y a los demás en la puta calle, sólo sirvió para que los hermanos, en vez de darse los buenos días con amor filial, se diesen de puñaladas para apoderarse de todo, pues así de villana es la condición humana, que no duda en quitar la vida al que lleva nuestra misma sangre por cuatro foluces de mierda. Y si no, que se lo digan a Caín, que por unos celos tontos no vaciló en incrustar una quijada de asno en la cabeza de su hermano. Pero la cosa estaba así, y don Fernando decidió dar a su primogénito el reino de Castilla junto a las alfardas de la taifa de Zaragoza, a su segundogénito Alfonso cedía León con las alfardas de la taifa de Toledo, y a García, el tercero, le daba Galicia y lo mismo de Badajoz y Sevilla. De las hembras hablaré luego, que también tuvieron sus manejos en esta historia.
Sancho, muy cabreado con esto, no paraba de cavilar para que cuando llegase la hora poder apoderarse de todo, como creía que en justicia le correspondía por ser el mayor, pero Alfonso no estaba por la labor de cederle su tajada. Y García, que era un bendito, no podía imaginar que la muerte de su padre señalaba el comienzo de sus desdichas, ya que se le privó de su reino y su libertad, fue juguete de sus hermanos y pasó el resto de su vida en una mazmorra cargado de cadenas. Tanto pasó que, cuando sintió que por fin Dios había decidido liberarlo de su asquerosa existencia, ordenó que las cadenas que durante toda su vida le habían acompañado fuesen también su mortaja y fuese enterrado con ellas. Todo eso queda muy bien para ilustrarnos sobre su espiritualidad y resignación pero creo que, en realidad, el pobre murió loco como una cabra tras ser objeto de tantas felonías por parte de los que tenían su misma sangre.
Una vez que don Fernando salió de su envoltura carnal pocos días después de la Natividad de Nuestro Señor del año de 1.065, cuando el héroe contaría con unos veintipocos años, la cosa empezó a ponerse fea entre los hermanos. Pero como la reina madre aún vivía, muy gentilmente decidieron esperar para desollarse hasta que la desconsolada reina viuda se fuese a hacer compañía a su esposo. Mientras tanto, Sancho se dedicó a rodearse de fieles que apoyasen su rapiña, y decidió nombrar a Rodrigo Díaz armiger o, como más comúnmente se ha conocido éste cargo, alférez de su ejército, con lo cual ascendió a lo más alto que podía ya que dicho cargo le otorgaba un poder nada desdeñable, así como ser miembro del consejo de guerra real, inspector de las tropas, y una enorme retahíla de responsabilidades que nuestro héroe acometió con sus habituales redaños. Pero ese ascenso fue lo que le marcó de cara a la altiva nobleza castellana, ya que en los círculos de la curia sentó como una patada en la boca del estómago que un simple infanzón fuese destinado a tan relevante misión cuando allí estaba lo más granado de la sangre de Castilla.
Pero bien sea porque el ya rey don Sancho II quería junto a él a gente que no estuviese comprometida con los siempre rebeldes linajes que sólo pensaban en arrimar el ascua a su sardina, bien porque no se fiaba un pelo de sus nobles, bien porque Rodrigo le caía bien y quería tenerlo a su lado, el caso es que este nombramiento hizo que el número de enemigos del héroe en la curia real subiese de forma preocupante, aparte de que los demás infantes mirasen con recelo a todo aquel que fuese favorito de su hermano. Pero a Rodrigo le daba una soberana higa todo esto, y se volcó en cuerpo y alma para servir a su rey y protector, que no es de bien nacidos ser desagradecidos, y además no quería desaprovechar esta ocasión de medrar como nadie en su familia lo había hecho jamás, e incluso era posible verse premiado con un título nobiliario que aumentase de forma notable su patrimonio.
Está claro que el héroe tenía muchos cojones pero no era adivino, por lo que no podía imaginar que la medranza iba a durar menos que una arroba de vino de Álava en una reunión de priores, de modo que él fue a lo suyo, importándole medio ardite los comentarios de los celosos nobles que no paraban de murmurar. Ya entonces empezó a conocérsele como Campeador, que no es otra cosa que la corrupción fonética del término latino campi doctoris, o sea, maestre de campo por su condición de alférez real. Y aprovecho para puntualizar lo que al comienzo de mi relato comenté acerca del título de don y, de paso, sobre el mote de Cid.
En España, tierra de orgullosos donde la haya, siempre hemos querido aparentar más de lo que por nuestra cuna nos pertenece, y nunca hemos vacilado en atribuirnos títulos y blasones donde sólo había terruños incultos y sobrados llenos de telarañas. Y para que nuestros héroes tampoco se vean aminorados de categoría, pues también le hemos dado una alcurnia que sólo ha figurado en nuestras calenturientas mentes. Por eso deben saber que el título de don, cosa que provenía de los godos, era algo reservado a reyes, infantes y personas de muy elevada condición. Vean si no, cómo el que nos desveló la existencia del Nuevo Mundo, el enigmático Colón, del que supe su origen pero del que no puedo hablar porque me ha rogado que no diga una palabra- dice que le da morbo mantener el misterio y poco cuesta contentar al pobre hombre-, puso entre sus condiciones antes de hacerse al mar Tenebroso el poder ostentar el don antecediendo a su nombre si llegaba a buen puerto, lo cual puede darles una idea de que dicho título no era cosa tan vulgar como hoy, que lo usan hasta los poceros. Y tengo entendido que actualmente la nobleza de sangre importa menos que una meada de mula y se dice que todos los hombres son iguales, lo cual me parece estupendo, que ya está bien de tanto privilegio y tanta gaita por mor de los blasones de nuestros tatarabuelos. Pero creo que, a pesar de tan tatareada igualdad, sigue habiendo gente pobre como las ratas y otros tan ricos como Craso el romano, sin que a estos últimos le importe un ardite paliar la necesidad de los primeros, por lo que colijo que la igualdad es de boquilla cosa que me choca ya que antes, por lo menos, el poderoso escupía sin recato al débil en plena jeta y ahora, en vez de escupirle, se le deja morir de hambre con una sonrisa, que no sé que es peor. Por lo tanto, que tengan claro que ni Rodrigo, ni su padre, ni nadie de su ralea ostentó en su vida el tan anhelado título de don, y no se hable más del tema.
En cuanto a lo de Cid, este mote fue puesto por los árabes de Zaragoza, y es la corrupción de sayyidi, que en algarabía significa señor. Y a pesar de que le fue impuesto después de lo de Campeador, bien por capricho de la historia, bien porque no cuadraba en la métrica de los trovadores que componían rimas sobre sus hazañas, el hecho es que ha llegado hasta ustedes el compuesto de Cid Campeador; y aclarado este punto, prosigo con las andanzas del héroe.
Mientras que doña Sancha, la viuda del rey Fernando, terminaba de ponerse a bien con Dios para reunirse con su marido, don Sancho se dispuso a demostrar a propios y ajenos que el mando lo tenía él, y que no iba a permitir a nadie sacar los pies del tiesto so pena de enviarle una hueste al mando del héroe y ponerle las peras a cuarto. De entrada, al emir de Zaragoza, cuyos tributos le pertenecían por designio de su padre, le costaba más trabajo soltar las monedas que a una ramera sacudirse las ladillas de modo que, harto de esperar los dineros fue a visitarlo para, a base de talarle huertos y viñedos y arrasarle algunas villas, hacerle ver que ser moroso además de moro no era buena idea. Y para ir haciendo boca pensando en cómo iba a apoderarse de los demás reinos que su padre poseía, atacó a los navarros irrumpiendo en la Bureba y recuperando una serie de territorios que habían sido de la corona castellana. El rey navarro, Sancho Garcés, pidió ayuda a su primo Sancho de Aragón- la cosa iba de Sanchos, como pueden ver-, pero la hueste al mando del monarca castellano y con el apoyo del héroe no tuvo dificultad en acojonar a sus enemigos y dar por recuperadas aquellas tierras. Como pueden comprobar, la estrella de Rodrigo ascendía como el precio del celemín de cebada en año de sequía.
Y casi a los dos años de diñarla el poderoso rey don Fernando, su viuda consideró que ya estaba preparada para ir a buscarlo y se murió, dejando ya el campo libre para que sus vástagos se acometiesen como ciervos en celo. Sancho, antes de nada, le metió mano a Alfonso, que era más peligroso que el timorato García y los malos tragos, cuanto antes se pasen, mejor. Ambas huestes se encontraron en Llantada, acordando dejar al Juicio de Dios el resultado del encuentro y acatarlo en caso de ser vencidos, pero como Sancho se llevó el gato al agua, si bien no de forma decisiva, a Alfonso le pareció que el Juicio de Dios era un camelo y se lo pasó por debajo de las calzas, por lo que ante la imposibilidad de derrotarse mutuamente de forma clara decidieron hacer la paces de momento y aliarse para quitarse de encima al memo de García, que estaba en el limbo en sus brumosas tierras gallegas. Una vez eliminado el primer elemento de discordia filial intentaron gobernar las tierras del hermano caído a dúo, pero la ambición de ambos era demasiada y no tardaron en volverse a acometerse con más denuedo que antes.
En Golpejera, las huestes de los dos hermanos volvieron a tener un violento cambio de impresiones sobre la legitimidad de los derechos sus respectivos jefes, y esta vez la suerte estuvo del lado de Sancho, que pudo vencer y apresar a Alfonso el cual, tras breve prisión, fue desterrado a Toledo, que para eso el emir de allí era deudo suyo. En esta jornada, el héroe aprovechó para distinguirse aún más, matar a todos los que pudo y pasar a formar parte de la lista negra de Alfonso, que rumiaba venganzas bíblicas hacia su alevoso hermano y sus seguidores.
Por fin, a los siete años del óbito de su padre, don Sancho conseguía aunar bajo su cetro las tres coronas, si bien quedaban un par de flecos pendientes de resolver, que eran las ciudades de Toro y Zamora. Y aquí entran en escena las infantas, olvidadas hasta ahora y que gran importancia tuvo una de ellas en la vida y milagros de nuestro Rodrigo. En el genial testamento dictado por el monarca, gracias al cual la guerra y la muerte hicieron de las suyas en sus reinos, para no dejar en la calle a sus hijas, a las que había prohibido casarse el muy tirano a pesar de que es gran desatino dejar de por vida a una hembra sin varón que le caliente la yacija y la entrepierna porque ya sabemos que se ponen histéricas, les había dado dichas ciudades: Zamora para Urraca y Toro para Elvira. Y Sancho, no queriendo dejar una sola fanega de tierra fuera de su control, decidió que, una vez eliminados Alfonso y García, debía pasar a adueñarse de ambas poblaciones. Con Elvira no hubo problemas, ya que la intimidatoria presencia de su hermano acompañado del héroe bastaron para que la infanta mandase su ciudad a hacer puñetas y pusiese tierra de por medio. Pero con Urraca, la cosa era distinta, y ahora abriremos un nuevo paréntesis para comentar algunas cosas sobre esta insigne dama.
Primero debo decir que todo cuanto voy a comentar sobre la infanta son cosas que en su día estuvieron en boca de todos. Pero aunque yo, que ya conozco la verdad de la buena que para eso me informé en cuanto puse pie en éste purgatorio, no pueda mentir por mi condición de alma en pena, si puedo callar, y más en este caso, que lo que está en juego es la honra de una infanta de Castilla y toda una señora a pesar de sus instintos tan perversos. Y con esto que cuento ya imaginarán que la cosa tenía tomate pero, como digo, no afirmaré ni desmentiré nada, dejando al buen juicio de vuesas mercedes el creerlo o no. Yo, por mi parte, me limitaré a decirles que normal, lo que se dice normal, no era.
Urraca, a la que dicho sea en honor a la verdad eso de la soltería obligatoria le daba una higa enorme, sentía pasión por su hermano Alfonso. Pero una pasión de la que va más allá del amor filial, es decir, que además de profesarle el cariño propio de hermanos estaba enamorada de él como hembra en celo de varón. Se decía que incluso habían cometido incesto cuantas veces les vino en gana, y también debo decir que dicha pasión era correspondida por su hermano. Por eso le sentó fatal lo de que Sancho putease al objeto de su veneración, y se juró que se las habría de pagar con creces. Además, Urraca tenía los mismos arrestos que el héroe, lo cual quiere decir que no se amilanaba porque una hueste plantase el real ante las puertas de su casa y, para colmo, era lista como el hambre. De entrada, supo ganarse la voluntad de un caballero leonés llamado Pero Ansúrez, que ya tendría ocasión de hacer bien la pascua al héroe. El tal Ansúrez parece ser que se bebía los vientos por la infanta, que deben saber que era una real hembra, guapa como ella sola y con unos ojos garzos que te dejaban sin resuello con sólo mover las pestañas.
Pues bien, Sancho, acompañado de Rodrigo y de su hueste, se plantó ante Zamora para decirle a su hermana que liase el petate y se largase, a lo que Urraca se negó en redondo. Y aquí se jodió el chollo del héroe, porque a los pocos días de cercar la ciudad, un traidor, alegando que conocía un punto flaco por donde entrar sin dificultad, que ya sabemos que los asedios son costosos y aburridos, para poner fin cuanto antes a aquello se presentó ante el monarca el cual, incomprensiblemente, se fió de él y ambos se fueron a reconocer el lugar. Don Sancho, que tuvo una repentina gana de dar de vientre, se dispuso a evacuar tras unos arbustos, momento que aprovechó el alevoso para, sin permitirle siquiera morir con la dignidad que un rey merece, acuchillarlo y dejarlo muerto con las calzas por las rodillas y la honra más mustia que un viñedo tras seis veranos de sequía. Que una cosa es ser asesinado a traición y otra que encima lo dejen a uno muerto sobre su propia mierda pasado de parte a parte con un venablo.
Rodrigo, muy cabreado por la traición que evidentemente había tramado la infanta, se desgañitó ante las murallas reclamando al alevoso y cagándose en Urraca, pero ni le fue entregado el asesino, mucho menos la ciudad, y la briosa infanta se le rió en sus narices, por lo que muy mohíno y haciendo cábalas sobre su sumamente incierto futuro, levantó el campo y se largó de allí para dar sepultura a su rey y protector. Y mientras el apenado cortejo se largaba con viento fresco en dirección al monasterio de Oña, donde Sancho había ordenado ser enterrado, Urraca mandó un emisario a toda prisa a Toledo para comunicarle a su amado hermano que saliese echando leches para tomar posesión de la corona, no fuese que los levantiscos nobles, al verse sin una testa coronada que los mantuviese a raya, nombrasen rey a cualquiera de ellos.
Como Alfonso, que volvió a Castilla a la misma velocidad que si llevase a su zaga al mismo al-Mansur, se vio de la noche a la mañana convertido en el mandamás, lo primero que hizo fue, con muy buen sentido, romper su lista negra y congraciarse con los nobles que habían apoyado a su hermano, ya que es de hombres inteligentes enterrar cuando antes los rencores, y más cuando los rencorosos se las gastaban como el héroe. En ello tuvo parte Urraca, que como buena hembra se las sabía todas y no quería bajo ningún concepto que su adorado hermano fuese víctima de una alevosía como la tramada por ella, por lo que le recomendó vivamente que apareciese en Castilla con una ramita de olivo, sonriese a sus antiguos enemigos y pelillos a la mar, que no es cosa de inaugurar un reinado con descabezamientos y venganzas.
Por todo ello, con uno de los primeros con quien se congració fue con Rodrigo. Éste, tras darle sepultura a su rey y protector estaba muy mosqueado con su nuevo monarca porque sospechaba que lo de apiolar a Sancho no sólo fue cosa de Urraca, sino también de él, y que había movido desde Toledo los hilos necesarios para dejar a su hermano fuera de juego. Algunos maldicientes, que siempre hay quién engorda la bola, aseguraban que Alfonso no sólo había tomado parte en el regicidio, sino que incluso cuando se cometió no estaba en Toledo disfrutando de los placeres que le brindaba el emir andalusí. Por eso, juraban que estaba en Zamora haciéndose arrumacos contranatura con su hermana y preparando entre ambos su retorno triunfante a Castilla. Pero eso nunca se pudo demostrar. Cuando se lo pregunté aquí, como no podemos mentir, me salió por los cerros de Úbeda y me cambió de tercio preguntándome con mucho interés acerca del rendimiento del molino en caso de bajar el nivel del río- como si eso le importase mucho de vivo, ni te cuento después de muerto-, por lo que deduje, que uno no es tonto, que no quería hablar del tema, de modo que respeté su silencio. Sé que se lo contó todo a su hermano, pero don Sancho tampoco me ha dicho nada. En fin, cosas de hermanos.
Retomando a nuestro héroe, decía que Rodrigo estaba con la mosca detrás de la oreja, pero no crean vuesas mercedes eso de que le hizo jurar delante de toda la curia que era inocente, ni que como consecuencia de eso lo desterró. Eso es, como siempre, un cuento de trovadores que no sabían de la misa la media pero que, puesto como romance, con fina métrica y aire heroico, quedaba muy bien para engatusar a las gentes en los mercados y poder comer caliente ese día. Quiero decir que ni don Alfonso juró otra cosa que lo propio al ser coronado, es decir, los privilegios y demás historias, y que no sólo no desterró al héroe, sino que por lo contrario, deseando tenerlo de su lado, lo recibió de buen grado como vasallo. Y aprovechando que por su buena educación tenía conocimientos de leyes, hasta le encargó en varias ocasiones juzgar pleitos de cierta relevancia, si bien los chollos y prebendas fueron, como es lógico, para sus allegados, que para eso habían dado la cara por él. Por eso fue, además, por lo que perdió para siempre su cargo de alférez que tan bien le iba a su carácter. Uno de los principales paniaguados fue precisamente el tal Ansúrez, al que hizo conde de Zamora- que curioso, hacerlo conde de la ciudad de donde partió la traición contra su hermano, ¿verdad?-, y que se convirtió en uno de los principales enemigos de Rodrigo y fue uno de los causantes de su caída en desgracia.
Y para que vean que lo de la jura de santa Gadea y todo eso es un camelo, sepan que el buen rey hasta se molestó en buscar al héroe esposa, y no ya una de su misma alcurnia, sino incluso de más abolengo. Se trataba de Jimena Díaz, hija de un noble astur, lo que le permitió subir de rango aún más. Para que luego digan que lo trataron mal al hombre cuando resulta que encima de que le hizo la guerra, en vez de ponerlo de patitas en la calle le dio hasta quien le calentase la yacija. Siempre el puñetero victimismo, como veo que hacen algunos hoy día, que piensan que quién no llora no mama. Pero el caso es que nuestro héroe mamó sin tener que llorar, ya que sus conocidos arrestos le permitían ser considerado como un VIP, como tengo entendido que llaman hoy a la gente de cierta relevancia, y por ello fue mimado por su monarca. Y volviendo a lo del casorio, en esto también hay mucha leyenda con esa absurda creencia de que el héroe apioló a su futuro suegro por una ofensa hecha a su venerable progenitor. Como puede que algunos hayan escuchado alguna vez, cuentan que el padre de Jimena, llamado por mil nombres- conde de Gormaz, conde Lozano-, le partió la cara al viejo Diego Laínez muy ofendido por haber sido elegido por el extinto monarca don Fernando como ayo del entonces infante don Sancho. Según dicha leyenda, como eso de verse relegado en tan elevado puesto por un simple infanzón no supo digerirlo pues le soltó un bofetón delante de toda la curia por lo que, en justa réplica, el héroe le partió el cráneo de un espadazo. En definitiva y para que la cosa quede clara, el padre de la tal Jimena no se llamaba de ninguna de las maneras antes dichas, ni le partió la cara a nadie ni fue muerto por Rodrigo, de modo que a otro con ese cuento.
Y en fin vean que, aunque tras la muerte de don Sancho la posición en la curia del héroe quedó un tanto relegada, no por ello fue tan puteado como dicen las leyendas que sobre él se escribieron, y ni tuvo que salir echando leches de su casa, ni fue perseguido, ni nada de nada, sino que fue un cortesano más. Y en esa época, con unos treinta años, era un rico infanzón con tierras, rentas y una mujer de rancio abolengo para deleitarse contemplándola mientras bailaba carolas y estampidas en los fiestorros de la corte. Pero como Rodrigo no era hombre de aceptar una posición que creía menor a sus méritos, en vez de dedicar sus esfuerzos a darse la vida padre, que medios para ello le sobraban, pues dedicó su tiempo a una cosa en la que ciertas personas ponen un absurdo empeño, y es ganarse enemigos a todas horas.
Su carácter altanero y su desmedida ambición fueron la causa de su desgracia, porque no se puede ir de héroe a todas horas incordiando a los que mandan más que uno y fastidiando al vecino por acaparar más tierras, de modo que los allegados a don Alfonso, que tenía cosas más importantes de que preocuparse que de las chulerías de Rodrigo, le calentaron tanto la cabeza con dimes y diretes que decidió mandarlo a paseo, retirarle su confianza y desterrarlo. Muerto el perro se acabó la rabia, pensó. De modo que nuestro héroe tuvo que volver a casa muy mohíno, liar el petate, y largarse con viento fresco dejando a su Jimena con un palmo de narices y con la yacija helada como una tumba. Y aquí las sendas que ambos llevábamos en la vida llegaron a la encrucijada, por lo que a continuación les daré cumplida cuenta de cómo, de una maldita vez, pude perder de vista el jodido molino. Mi padre, que creo que en realidad estaba también deseando perderme de vista porque me consideraba un pendenciero y un matasietes, hizo el papel de intentar retenerme, pero con tan escasa insistencia que hasta me molestó un poco. Mi madre, la Juana Orzasdemiel que ya era una mujer madura, lloró a moco tendido porque un hijo es un hijo a pesar de que sea un borde, y mi hermano creo que hasta se alegró porque así se quedaba con el monopolio harinero para él sólo. Bueno, de solo nada porque se había casado y su mujer paría chavales a una velocidad increíble, y llenar tanta boca hambrienta a todas horas requiere unos ingresos considerables.
Pero no me extiendo más en esto, que es cosa del próximo capítulo y hay que dar al oyente un poco de respiro para digerir lo oído, volver a llenar la copa y, sobre todo, hacer ciertas necesidades que a veces la Naturaleza nos demanda con imperiosa urgencia.