Capítulo 1
De cómo el narrador se presenta al respetable público y los pone al corriente de sus motivos para contarnos su historia, así como de la época en que le tocó vivir
La gente con un entendimiento razonablemente desarrollado, suelen afirmar categóricamente en las reuniones y tertulias donde se hace necesario demostrar a sus semejantes las altas prendas con que la Naturaleza y la herencia de los padres los ha dotado que la historia la escriben los vencedores. Eso no es del todo cierto, ya que hay veces que los perdedores, necesitados de mantener alta la moral o de crear mitos que sustenten la unidad de un pueblo, la rescriben como pueden o les dejan.
Por esa razón vemos hoy día como, sin el más mínimo pudor, hay personas que no dudan en mentir como chalanes que tiñen con alheña las pestañas canosas de sus pencos para escamotearles años antes de presentarlos como buenos palafrenes a los necios que, para mengua de sus patrimonios y menoscabo de su honra, se empeñan denodadamente en creer a estas alturas que el hombre sigue teniendo la misma honradez que Adán media hora antes de morder la manzana. Estas personas, bien por necesidad o por ganas de medrar sin saber lo que es dar un palo al agua, agitan sus magines día y noche para asacar idearios, ofensas añejas y demás habladurías de putiferio para lograr sus fines, o sea, rescribir la historia en beneficio propio.
Por ello, vemos que cosas que siempre hemos creído ciertas son señaladas con el entredicho de tan hábiles manipuladores, o cosas que ni siquiera han figurado en los libros aparecer como revelaciones en boca de los profetas de turno como si Dios, un tanto despistado durante siglos, hubiese caído en la cuenta de que sus criaturas deberían estar al tanto de tan importantes arcanos, arcanos estos que curiosamente sólo atañen a los cuatro gatos que esperan sacar beneficio de la revelación.
Pero como no es plan de hurgar más de la cuenta en tanta falsedad, que veo que hoy día la gente tiene la sensibilidad sobre los tiempos pasados de sus tribus tan a flor de piel que no dudan en rebanar el gañote de sus vecinos, me limito a mencionar cosas que sucedieron hace tanto tiempo que, al pasar de boca en boca, lo que era un birrioso torrejón con una empalizada de estacas se ha convertido en una fortaleza tan gallarda que ni el Gran Turco habría osado mear en su barbacana. Que mejor será que los mitos y camelos de hoy los desvelen los que los han causado cuando lo tengan a bien o cuando Dios así los disponga.
Por aquí veo rondar de vez en cuando algunos de estos propaladores de cuentos, los cuales se revuelcan de risa cuando ven a sus prosélitos muy empeñados en mantener viva la llama de sus embustes y, la verdad, a veces hasta siento bochorno de ver como los hombres, y mira que han pasado lustros desde que Noé se bajó del Arca tras no quedar bicho viviente en la Tierra, siguen mintiendo como los chulos que ofrecen la mejor mercancía y luego ves que la daifa no sólo tiene las carnes flojas como un odre medio vacío, sino que encima es poseedora de unas ladillas tan feroces como los negros del miramamolín. De todo lo cual colijo que, siendo como somos todos descendientes de Noé y siendo evidente que provenimos de la misma simiente, Noé debía ser un embustero de tomo y lomo, de modo que si fue elegido por Nuestro Señor para perpetuar nuestra dañina especie, cómo no serían sus semejantes.
Pero creo que me he adelantado un poco, porque vuesas mercedes se preguntarán qué quiero decir al referirme con eso de “aquí”. Bien, pues deben saber que al decir “aquí”, me refiero al purgatorio, que es donde vivo o, mejor dicho, donde anima mi espíritu desde hace casi mil años y lo que te rondaré morena, porque debo decirles, ya que ahora no sólo no puedo mentir, sino que ni siquiera me salen los embustes, que me fui de ese mundo con tantos pecados a cuestas que harían falta cien mulas para tirar del carro donde a lo largo de mi agitada vida los fui acumulando. Pero no se me espanten, que soy un fantasma honrado, y les aseguro que eso de las sábanas y las cadenas es un cuento más de los que el hombre se ha valido para amedrentar a sus semejantes, incluidos los críos, y mi honesta intención es ayudar un poco a vuesas mercedes para que mi castigo disfrute de una amnistía o, cuanto menos, una disminución de algunos siglos por buena conducta.
También se preguntarán, una vez recobrado el color de la tez al saber que no quiero asustarlos, que cómo demonios ha podido un fantasma ponerse en contacto con ese mundo. Pues deberán saber que ha sido gracias a mi santo patrono, san Millán, gracias a cuya intercesión y a que siempre le rezaba un paternóster diario lloviese que ventease, y hasta en plena degollina y chapoteando en sangre hasta los tobillos, he obtenido autorización para poner claras algunas cosillas. Tan enojado andaba viendo tanto camelo que le pedí autorización para poder contar alguna verdad en ese mundo que habitan vuesas mercedes, donde hoy se presta oído antes a un felón hijo de mil padres que a los sabios y gente de pro. Un mundo donde se toma como artículo de fe- con todos mis respetos a las putas de verdad, que bien han servido siempre para aliviar los ímpetus varoniles- la palabra de furcias más cabalgadas que el pollino de un médico judío mientras que son desoídas las doctas sentencias de los hombres discretos y de aventajado conocimiento.
Y deberán perdonarme, porque veo que no me he presentado, lo cual deben achacar a que como aquí nos conocemos todos, y cuando llega uno nuevo nos viene a la mente su nombre sin necesidad de presentación previa, pues resulta que hace casi diez siglos que no le digo a nadie como me llamo. Mi nombre es Millán Sánchez, y vine al mundo en apariencia carnal en uno de los molinos que Diego Laínez tenía en propiedad por la gracia de su señor el rey don Fernando, al que de vez en cuando saludo por estos lares y del que creo que antes de salir de aquí las mulas entrarán en calores y parirán mulitos. Los leídos y sabidos ya habrán adivinado de quienes hablo pero como la mayoría, para desgracia del mundo, aunque saben escribir su nombre sin necesidad de apuñalar el papel y leer los bandos de los alcaldes sin que les haga falta hacerse los cegatos para disimular que no saben leer y no cogen un libro así los maten, pues es evidente que estos preclaros señores les serán tan desconocidos como a mí, durante mi vida carnal, lo fueron los indios de las Américas, de los que no se supo su existencia hasta casi cuatrocientos años después de que mi cuerpo pasase a abonar la tierra y mi espíritu fuese recibido aquí con una lista de cuentas pendientes tan larga que, gracias a lo inmaterial del medio, no se me cayeron los cojones del susto.
Como digo, para conocimiento de los que ni leen ni saben, este don Fernando, primero de su nombre, era el rey de Castilla, de León y de Galicia a mediados del siglo XI de la era de Nuestro Señor, y este Diego Laínez era un infanzón castellano que tuvo a gala engendrar al mayor símbolo de la Hispania desde que, a raíz de la enorme necesidad de encontrar un héroe a quién imitar, ya que las graves derrotas que los nuestros sufrían a manos de los sarracenos nos tenían más mohínos que un perro apaleado a la puerta de una leprosería, los embusteros de turno se dedicaron a rebuscar entre la larga lista de asesinos, criminales de masas y demás criaturas dadas a degollar a su abuela por un foluz de cobre antes que a hacer el bien a sus vecinos. Porque, por desgracia, cuanto más mata un hombre, cuantas más mujeres viola y cuanto más roba, más firme candidato es a convertirse en héroe.
Y si no, que se lo digan, por buscar un ejemplo de allende nuestras fronteras y no ser acusado de xenófobo- cosa corriente hoy día, que veo que en el mundo se le dice moro a un moro y lo ponen como a puta en medio de un cónclave romano- al insigne monarca que fue llamado en vida Ricardo Corazón de León, enaltecido como prototipo de virtudes varoniles entre los suyos y que, según me ha contado él mismo en las charlas que tenemos por aquí, que por carecer de mejor cosa que hacer y porque no nos espera nadie duran años enteros, a pesar de su leonino corazón se le caía la baba a la vista de un efebo de cara lampiña y culo apretado. Eso me lo dijo con la mayor naturalidad, ya que aquí no tenemos conciencia de la vergüenza y el pudor y, por lo mismo, en vez de salir corriendo y poner mi trasero seguro, lo escuché muy interesado. Y no sólo perdía el sentido por los culos limpios de vello y duros como una sandía en sazón, sino que en un paseo que dio por las cercanías de Jerusalén con la excusa de liberar la bendita tierra que Nuestro Señor se dignó pisar para redimirnos de nuestras culpas, robó cuanto pudo y mató a más gente que la peste. Y hasta su muerte fue a causa de su pertinaz codicia ya que, según me contó, tuvo lugar sitiando la fortaleza de un vasallo que había hallado en ella un tesoro, y como no quiso compartir la presa con él, no dudó en cercarlo y en enviar más gente a la muerte para satisfacer su cicatería. Pero como Dios es tan bueno como justo, creyó oportuno librar al mundo de semejante buitre y, una buena mañana, haciendo un reconocimiento de las defensas del enemigo, lo aliñaron con un virote de ballesta colocado en tan buen sitio que, en menos tiempo en que un judío lima el borde de una moneda para aliviarla de peso, el buen rey se fue a formar parte de la miríada de desdichados que hacemos cola para gozar alguna vez de la contemplación del rostro de Dios.
Pero me estoy desviando del tema. Una vez más pido perdón a quienes me escuchan, pero deben comprender que en siglos no he abierto el pico, ya que aquí nos comunicamos con la mente, y me hace ilusión darle un poco de movimiento a mi anquilosada lengua en esta oportunidad que me ha sido dada de recobrar temporalmente un poco de mi apariencia carnal. Como decía, este Diego Laínez fue el portador de la semilla que hizo nacer al que desde hace tantos años como los que vivió el santo Matusalén se convirtió en el símbolo de las virtudes hispánicas. El más gallardo, el más valiente, el más generoso, el más gentil, el más fiel de cuantos caballeros han puesto su culo sobre sus briosos corceles de batalla, el que en buena hora ciñó espada, don Rodrigo Díaz de Vivar, el azote de infieles, la cólera de Dios, la ira de Alláh, el Cid, el Campeador, la releche, vaya.
Y me harán la merced de cerrar las asombradas bocas que mi relato les ha dejado abiertas como el brocal de un pozo, que tiempo tendrán de abrirlas más aún cuando vayan conociendo los pormenores de su vida. Y no crean ni por un momento que hablo por despecho o por la eterna envidia que nos ha caracterizado a los españoles desde que Hércules el fenicio puso pié en las costas del sur de Hispania tras del Diluvio Universal, que bien nos retrató en esto un señor muy divertido que nos ameniza aquí nuestra larguísima espera con sus ocurrencias, Francisco de Quevedo se llama, y que dijo aquello de que en España se le llama maricón al que trabaja e hideputa al que triunfa, lo que no deja de ser una verdad como un templo. Como digo, no hablo por hacer mal a la memoria del que fue más temido que la peste tanto por propios como por extraños, sino porque en los tiempos que corren, en que como decía al principio se cuentan los mayores camelos con la misma propiedad con que el cura convierte el pan y el vino en la carne y la sangre de Nuestro Señor, conviene que algunos mitos sean bajados de sus pedestales. Y si vuesas mercedes tuviesen la sesera razonablemente despejada, no dudarían en apear de la fama a gente odiosa que, haciendo como que actúan en bien de sus semejantes, no se percatan de que sólo buscan su provecho y medrar a costa de dejar al vecino más desnudo que Job cuando vagaba por esos campos comido de llagas. Pero como el hombre está condenado a no aprender jamás de sus errores, y como en realidad a mí me da una higa porque ya estoy de vuelta de todo eso, sigan vuesas mercedes haciendo el primo y dejándose tomar el pelo por los listos de siempre, que sarna con gusto no pica.
A modo de aclaración final de esta presentación, debo decirles que don Rodrigo Díaz, que en realidad nunca recibió el tratamiento de don como más adelante les explicaré, está totalmente de acuerdo con que cuente la verdad del Credo. Como buen vasallo, que a pesar de la inmaterialidad, quieras que no, el respeto al señor es el respeto y gracias a él pude alcanzar en mi vida terrena una posición aceptable, le pedí su consejo para saber si veía con buenos ojos cuanto voy a decir de él; y sepan que no sólo me autorizó a contar cuanto sabía, sino que además me puso al tanto de algunas cosas de las que no tenía ni idea. Incluso estuvo de cónclave con algunos señores conocidos suyos y me dijo que, ya puestos, podía narrar algunas cosas sobre sus conocidos tales como el rey don Sancho y sus hermanos Alfonso, Urraca y García- por cierto que a este no lo veo por aquí porque creo que fue licenciado al paraíso hace ya tiempo-, su padre, su esposa, y en fin, de cuantos crea oportuno decir la verdad.
Dicho esto, pónganse cómodos vuesas mercedes, sírvanse una copa de vino o de cualquier brebaje que sea de su agrado, pero en cantidad razonable para que no les embote el entendimiento, y dispónganse a ser partícipes de cómo los hombres alcanzamos más fama gracias a nuestros pecados que a nuestras virtudes.
Como colofón a este discurso inicial, sólo decirles que aprovecharé la ocasión para contarles mi vida, ya que corrió casi toda pareja a mi señor y, como mi nombre no figura en los libros, no quiero dejar pasar la ocasión de que por lo menos mi persona sea recordada, si no por sus hechos gloriosos, sí por ser portadora de la verdad.