Capítulo 5

De cómo Millán participa en sus primeras lides, gana sus primeros dineros e incluso muestra su inventiva para salvar la vida de un camarada

 

Una vez terminada la amigable transacción entre los judíos y el héroe partimos de Burgos ya casi de noche, que no imaginan lo que tardaron en contar aquellos hijos de su madre los seiscientos marcos de plata, que una llantina les costó desprenderse de cada uno de ellos, y cada vez que echaban una moneda en la bolsa de Rodrigo le hacían duelo completo, con lágrimas de adiós incluidas. Total, que cuando partimos lo hicimos con el tiempo justo para alejarnos un poco de la villa y pernoctar bajo las estrellas. Como era verano y la temperatura no hacía necesario más abrigo que la ropa puesta, me limité a echarme bajo un frondoso alcornoque sobre mi tabardo y dormir para soñar que volábamos en las alas de la victoria.

Al día siguiente, muy temprano, Álvar Fáñez nos despertaba con su delicadeza habitual, deseándonos a todos un día inolvidable.

-¡Arriba, perros sarnosos!- berreaba con suma cortesía-¡Sacudíos las ladillas y moved el culo, que nos espera una larga jornada!

La etapa de aquel día no era muy larga, ya que el héroe quería pasar por Cardeña para despedirse de su mujer e hijos e instruir al venerable don Sancho, abad del monasterio, para que tuviese claro que, si algo le pasaba a su familia, ya podía alegrarse por partir de este mundo mediante beatífico martirio, porque arrasaría el convento si a su mujer le tocaba alguien un pelo de la ropa o de otro sitio. Llegamos sin novedad, Rodrigo se despidió cumplidamente de su mujer, acojonó al abad y, al día siguiente tras la misa de laudes, salimos de allí a toda pastilla hacia Spinaz de Can, pasando por Silos y después a San Esteban para terminar en Alcubilla, última población en el límite de Castilla, a partir de la cual ya podíamos decir que estábamos en el destierro. Durante las jornadas que duró este viaje, se nos fueron uniendo algunos peones que, habiendo tenido noticia de que había jaleo, no dudaron en sumarse a la mesnada a fin de aumentar sus bolsas, que estaban tan vacías como un odre después de una boda. Y de esa forma, nuestro ejército iba aumentando poco de poco de efectivos, cosa que alegró en grado sumo al héroe, que de esa forma podría vender más caros sus servicios.

Como me picaba la curiosidad por saber hacia dónde nos dirigíamos, pregunté a Sisnando, que con seguridad sabría algo acerca de los planes de Rodrigo.

-Pues no tengo ni idea, rapaz- me respondió encogiéndose de hombros-, y, la verdad, me da una higa dónde vayamos, porque debes tener la seguridad de que éste no se dirigirá nunca hacia un lugar donde no haya manera de obtener buenos dinares.

-Sisnando, ¿no nos lo van a decir?- insistí un poco cabezón.

Mi camarada, mirándome con cara de paciente, meneó la cabeza.

-Millán, entérate de una cosa- me aleccionó con su habitual franqueza-, nuestra opinión o lo que queramos conocer se la trae al fresco al señor. Nuestra misión es obedecer, y nada más. Y no se te ocurra meterte en camisa de once varas con la nobleza, que no imaginas como las gastan cuando un villano los incomoda.

Pero yo, que además de joven alocado era testarudo como una mula, me dirigí a Martín Antolínez para informarme ya que me pareció por su aspecto un poco más accesible que el héroe o su primo. Aprovechando un alto para dejar enfriar los pies y calentar la barriga con algo de comer, me dirigí al caballero. No adopté el habitual gesto servil porque pensé que de esa forma, igual me tomaba más en serio. Y mira por dónde no me equivoqué, porque el buen caballero ni me partió la cara ni me mandó a paseo y me contestó con bastante educación.

-Pues vamos a Zaragoza, muchacho- me explicó sonriente-. Allí manda al-Muqtadir, con el que nuestro señor está en buena relación, y con seguridad nos proporcionará sustento a cambio de nuestra ayuda.

Agradeciéndole su gentileza volví junto a mis compañeros, los cuales se quedaron asombrados de verme volver de la entrevista con la cara entera e incluso con noticias.

-Vaya con el tal Antolínez- se maravilló Damián-, pues ya es raro encontrar a uno que no gaste arrobas de orgullo.

-No te fíes, Millán- apostilló Sisnando, que era desconfiado como una raposa-, que igual que hoy te ha tratado bien, mañana puede darte de latigazos por menos.

Bernardo, que estaba tan acojonado como siempre, aprovechó para preguntar algo.

-¿Y sabes si entraremos en combate pronto?- preguntó con su aire ratonil de siempre. Sisnando y Damián lo miraron como quien mira a un reo camino del patíbulo.

-No penes por eso, muchacho- respondió con voz paternal Damián-. Si llega tu hora, mejor es diñarla rápidamente que no comido de gusanos en tu yacija sin nadie que te consuele porque el hedor de la muerte los echa para atrás.

El pobre Bernardo agachó la cabeza muy contrito al pensar en no volver para ayudar a su pobre madre, por lo que creí oportuno animarlo algo.

-¡Venga, hombre, levanta ese ánimo!- le dije palmoteándole su escuálida espalda-. En poco tiempo podrás volver con la bolsa atiborrada de meticales de oro y podrás montar el mejor putiferio de Burgos.

Todos rieron la chanza, y hasta el menguado Bernardo iluminó su rostro con una sonrisilla. A pesar de su apocado carácter, me maravillaba ver como aquel infeliz tan poco apto para la dura vida de un mercenario había domeñado su miedo para beneficiar a su madre; que a veces, los más timoratos demuestran más redaños que los chulos que alardean a todas horas, y aunque no son capaces de arrostrar nada para sí mismos, llegan a dar la vida por sus seres queridos si se tercia.

Y en fin,  durante nuestro viaje no tuvo lugar nada de relevancia salvo el hecho de que en el puente de Arlanzón esperaban al héroe unos cien caballeros que, habiendo oído que Rodrigo Díaz se iba de algarada y atraídos por la fama del caudillo, decidieron ponerse a su servicio tras desnaturalizarse de sus señores, que los tenían aburridos y con menos dinero que un prestamista tras visitar la curia real. Porque deberán saber que, igual que los villanos estábamos sujetos a nuestros señores, los caballeros hijosdalgo podían mandar a los suyos a hacer puñetas cuando les viniese bien, y sólo tenían que decirles que se largaban y se ponían al servicio de otro señor que les conviniera más. Así eran las cosas en aquellos tiempos tan turbulentos. Y con los caballeros que se nos unieron en Arlanzón, los que se nos habían ido uniendo por el camino, y los que partimos de Vivar, formábamos ya una hueste muy respetable de unos trescientos hombres lo que, para que ustedes lo sepan, era en aquel entonces un ejército temible, y más si iba mandado por un elemento como el héroe y asistido por gente como Álvar Fáñez o Martín Antolínez, que a pesar de sus buenos modales a la hora de lidiar era una fiera y tenía más cojones que el caballo del santo apóstol Santiago.

Y sin novedad fuimos marchando hasta que, ya en tierra de moros, el héroe decidió que había llegado el momento de empezar a hacer dinero, que los marcos de los judíos ya habían volado porque hay que ver lo caro que era mantener una tropa, y la ocasión se presentó mucho antes de lo que imaginábamos. Cerca del río Henares nos topamos con un lugar que llamaban Castejón, que para que lo sepan era un castillo de no gran tamaño empleado para vigilar la comarca. En realidad, era más bien un poblado dotado de cerca y de una buena torre de vigilancia, cosa corriente en las villas de la frontera, donde nunca se sabe si el enemigo va a ir de visita con aviesas intenciones. De modo que Rodrigo decidió allí mismo ponernos a prueba antes de acometer empresas de más envergadura y, ya puestos, rapiñar lo necesario para por lo menos ir cubriendo gastos. El plan que trazaron entre él y Álvar Fáñez era, la verdad sea dicha, bastante bueno y se lo cuento a vuesas mercedes para que vean que el héroe, además de ir bien servido de cojones, pensaba con la cabeza, que para eso era un campi doctoris y se las sabía todas.

La cosa era que, ignorantes los moros de que hubiese por sus tierras gente en armas, no podían ni imaginar lo que se les venía encima, por lo que con seguridad tendrían muy dejada la vigilancia. Aprovechando eso, al amanecer, cuando la gente saliese a sus labores atacaríamos y aprovechando el despiste y el pánico ante tan fulgurante acometida, apoderarse del poblado y usarlo como base de operaciones para poder saquear la comarca con las espaldas guardadas, que es mucho mejor rapiñar a diestro y siniestro con un lugar donde poder guarecerse y hacer recuento de los dinares.

La noche antes no pude pegar ojo de la desazón. Mientras que Sisnando y Damián roncaban tan campantes yo me rebullía en mi tabardo, inquieto por ver llegada la hora de poder experimentar la emoción de la batalla. Bernardo, también velando armas aunque él de puro miedo, me hablaba en voz baja buscando un poco de sosiego.

-¿Crees que saldremos con bien, Millán?- me decía con un hilo de voz.

-¡Claro, hombre! Anda, procura dormir que mañana será larga la jornada.

-¿Tienes miedo?- musitaba insistiendo en hablar.

Yo dudé un momento antes de contestarle, porque ahora que me lo decían, la verdad era que no sabía si mi insomnio era por el ansia de lucha o porque estaba acojonado. Y la verdad, creo que de ambas cosas tenía mi buena dosis, porque a pesar de mis conocimientos en materia de lucha cuerpo a cuerpo no las había puesto nunca en práctica, y una cosa es luchar con una espada de madera con Bartolomé y otra con una de verdad y con un enemigo que no te va a ayudar a levantarte si caes, sino todo lo contrario. Además, no había visto un moro en mi vida, y ahora me venían a la mente todas las cosas que había oído sobre su ferocidad en la lid.

-Claro que tengo miedo- contesté para que por lo menos, al ser un sentimiento compartido, el suyo fuese menos pesado-. Pero ten en cuenta que el señor Rodrigo nos manda, y su sola presencia pondrá en fuga a los moros.

Pareció que esto le contentó un poco, y al cabo de un rato conseguimos quedarnos dormidos.

No había empezado a clarear cuando nos despertaron en silencio dándonos delicadas patadas en las costillas. Antolínez y un tal Galín García nos aprestaban a prepararnos para la lucha, y tras los bostezos y desperezamientos de rigor en poco tiempo estábamos equipados y preparados para lidiar. El héroe envió a su primo al frente de los caballeros para comenzar la algarada y caer a saco sobre Guadalajara y Alcalá antes de que tuviesen noticia de la caída de Castejón, y poder de esa forma robar más a su sabor. Tras la despedida entre ellos y darle el héroe las últimas instrucciones a Minaya, los peones nos quedamos para atacar Castejón en cuanto las puertas se abriesen. Y no había terminado de despuntar el día cuando vimos que la gente empezaba a salir del poblado camino de sus faenas. Entonces, dando poderoso grito, Rodrigo Díaz nos instó a atacar inmediatamente. Dando alaridos nos abalanzamos contra la desguarnecida puerta, y veíamos como los moros que salían, espantados al ver venir sobre ellos las mil furias del infierno, intentaban dar media vuelta y entrar en la villa para ponerse a salvo. Pero los centinelas, que por lo visto aún no se habían quitado las telarañas del sueño de los ojos, o se habían acojonado tanto que no supieron reaccionar, o prefirieron no someterse a riguroso asedio y ni se molestaron en cerrar las puertas, o vete a saber qué puñetas fue lo que les pasó, pero la cosa es que conseguimos llegar antes de que pudiesen dejarnos en la calle y entramos a saco.

Lo que allí ocurrió, ya pueden vuesas mercedes imaginarlo. Los escasos defensores partieron de este mundo con la misma celeridad con que se degüella un cochino en día de matanza, y tras ver que el poblado era nuestro, nos dedicamos con sumo celo a saquear y violar meticulosamente. Bernardo, a quién el profesado en materia de batallas no le fue nada mal, parecía menos apocado que de costumbre. Durante el ataque avanzó hacia la puerta arropado por Sisnando y por mí berreando como un poseso, más por dar salida a sus temores nocturnos que de ira guerrera. Y hasta se permitió despachar de un lanzazo a uno de los guardias que le hizo frente, pensando que aquel alfeñique no era enemigo para él. Pero como suele suceder a veces, los que precisamente están menos dotados físicamente, para compensar esta merma de fuerzas doblan a los demás en denuedo y arrojo. Mal negocio hizo el moro tomándolo por adversario, que en un santiamén se vio pasado de parte a parte con cara de asombro por verse vencido por aquella birria de castellano. Yo, para ayudarle un poco y evitar que el sarraceno, en un último intento de vengar su propia muerte liquidase a Bernardo, me contenté con soltarle un tremendo mazazo en mitad de la frente y pude ver, espantado de mi propia fuerza, como los ojos se le salían disparados de las órbitas.

En cuando al héroe, aquello era para él lo mismo que para mí derrotar a un rapaz de diez años. Haciendo molinetes con su descomunal espada y lanzando fuego por los ojos, sin apearse de su corcel rebanó gañotes a diestro y siniestro como quién varea bellotas en una dehesa y, en poco tiempo, Castejón fue nuestro. Antes de iniciar el saqueo, nos recordó amablemente que el que fuese capaz de escamotear un solo mendrugo se vería con sus partes cortadas y metidas en la boca por lo que, a la vista de lo visto, nadie tuvo redaños para ocultar nada y en pocas horas todo lo que había de valor en el poblado, incluyendo ganados y provisiones, estaba cuidadosamente apilado en lo que podríamos llamar la plaza de la villa. Mientras unos nos dedicábamos a tan edificante labor, otros, deseosos de que nuestra cordial visita fuese recordada durante una buena temporada, se entretuvieron en decapitar a cuantos varones con aspecto de no poder pagar un rescate se pusieron a su alcance, y sus cabezas fueron destinadas a engalanar las murallas de la villa, que no hay nada que persuada más al enemigo que ver las testas sangrantes de sus colegas con los ojos y la lengua comidos por los grajos, cuervos, y demás volatería que consideran estas partes del cuerpo humano como el más delicioso manjar.

Y durante el resto de la jornada nos dedicamos a presentar nuestros respetos a las moritas que, como ciervas acorraladas, ululaban aterrorizadas pensando que sus preciosas cabecitas iban a pasar a formar parte de la decoración de la muralla del castillo. Pero no sin cierto alivio comprobaron que no nos interesaban sus cabezas, sino sus entrepiernas, y nos dimos en solazarnos cumplidamente con ellas, que no hay mejor premio para el vencedor que dar rienda suelta a su lujuria ya que, por cierto, bien necesitados que andábamos de hembra, que hacía un mes que no catábamos  ni una. Y mientras tanto, el héroe puso a buen recaudo el botín encerrándolo en la fuerte torre del castillo, y puso en la puerta a dos caballeros de su entera confianza para que nadie tocase nada, que ya llegaría la hora del reparto.

A los pocos días apareció cargadito de botín Álvar Fáñez más contento que un fraile ascendido a cillerero. Su algarada por Guadalajara y Alcalá había sido increíblemente provechosa, y tornaba no sólo con buenos dinares, sino con ganados y caballos y buenas mulas. El héroe se relamía de gusto y, ya completado el botín, ordenó a sus quiñoneros hacer el reparto. A él le tocaba un quinto de todo, lo que le suponían más de cuarenta mil marcos de plata. Pero como no era plan de ir arrastrando con tanta vaca y tanto trigo, les dijo a los moros supervivientes que como era muy generoso les vendía su parte en tres mil marcos, a lo que los moros se avinieron para no quedarse sin un mendrugo que comer, y mandaron emisarios para recabar los dineros entre sus parientes y amigos de otras ciudades. Hay que tener la jeta dura como el granito para, encima de robarles a calzón quitado, luego revenderles lo que les acababa de rapiñar. Y es que esas cosas a ustedes, con su falsa moral, les parecerán demenciales, pero he visto desde aquí que hoy día arrasan un país con los diabólicos ingenios de que disponen para hacer la guerra y luego se ofrecen a reconstruir por un módico precio lo que les acaban de asolar; y encima, como no tienen dineros para eso, les prestan la suma necesaria con sus buenos intereses para pagarse a sí mismos de modo que, como ven, las cosas no han cambiado demasiado en mil años y ,en realidad, son ustedes más hipócritas que Judas, ya que nos miran como salvajes y resulta que ustedes son incluso peores, ya que ni siquiera se molestan en pedir un dinero a cambio de no arrasarles las cosechas para que nadie muera de hambre, cosa que ustedes no hacen y se dedican sin más a no dejar piedra sobre piedra. ¡Tiene guasa la cosa, so falsarios! Y perdonen vuesas mercedes el exabrupto, pero es que me toca la fibra sensible que nos desprecien cuando veo que ustedes, con ese barniz de tolerancia, permiten los mayores desmanes como si tal cosa.

Y volviendo al bendito reparto, que prefiero no ahondar más en el tema, que me conozco, a cada caballero le fueron adjudicados cien marcos de plata, y a los peones- ¡agárrense!- ¡nada menos que cincuenta marcos! ¡Toda una fortuna para nuestras menguadas bolsas, más conocedoras del aire que del peso de monedas de buena ley! Ni que decir tiene que estábamos pletóricos, porque si nada más empezar la jornada ya éramos ricos, ¿cómo no volveríamos al terruño? ¡Cómo emperadores lo menos! El más contento era el pobre Bernardo, que lloraba de alegría cuando el quiñonero le endilgó su parte y casi se rompe la mano del peso de las monedas. Total, que aquello fue la leche, y hubo vino del bueno y vítores al héroe, que se lo merecía de buena ley, qué carajo.

Al cabo de algunos días dedicados al bien ganado reposo, Rodrigo decidió que era hora de salir de allí a toda prisa porque, como estábamos en tierras del emir de Toledo, vasallo de don Alfonso, lo más probable es que a aquellas alturas ya habría mandado un mensajero a la curia cagándose en nuestros muertos y reclamando justicia, por lo que no sería cosa rara que en breve una hueste apareciese por allí para pedir explicaciones al héroe y tuviésemos que abrirnos paso a estacazos. Eso no era problema para Rodrigo, que le daba una higa enorme machacar a los enviados reales, pero como no quería dar tres cuartos al pregonero ni enemistarse más con el monarca por si acaso, pues creyó oportuno salir zumbando en busca de otra presa con la que aumentar el patrimonio.

Porque deberán saber vuesas mercedes que en aquellos tiempos las fidelidades se compraban y vendían como daifas en una taberna, los nobles se desnaturalizaban y se cambiaban de señor como quién cambia de camisa, y los monarcas, acuciados siempre por la necesidad de estar a buenas con los que podían arrimarle tropas y dineros, que siempre estaban como pobre a la puerta de una iglesia y no dudaban en festejar y recibir como buen vasallo al que dos días antes no había vacilado en saquearle cuatro villas y pasar a cuchillo a sus habitantes. Y como en esta ocasión don Alfonso debía mucho más al rey de Toledo que al héroe, que para eso le soltaba sus buenos dinares de alfarda anual y no le había vuelto la espalda cuando las vacas estaban flacas como perro de ciego, pues era obvio que si a alguien iba a plantar cara era a Rodrigo, que para eso lo había chuleado todo lo que le había dado la gana y un poco más.

Dicho esto, sepan que de allí partimos hacia Alcocer, fortaleza y plaza ésta donde, rápido como el viento, habían llegado noticias sobre nuestra visita a Castejón, por lo que la encontramos cerrada a cal y canto y con sus defensores haciéndonos gestos muy obscenos desde las almenas. Y no imaginan como cabreó esto al héroe porque, a pesar de sus desaforadas amenazas jurando empalar a toda la guarnición si no se rendían inmediatamente, no le hicieron puñetero caso. Rumiando su venganza, mandó montar el cerco y nos dispusimos a esperar pacientemente. Pero Rodrigo Díaz no era hombre de aguardar meses y meses a que un castillo se quedase sin agua o alimentos, de modo que al cabo de quince días estaba como una fiera, muy jodido porque aquellos idiotas nos tuviesen retenidos allí. Por lo tanto, tras una noche de cónclave con Álvar Fáñez, Antolínez, García y sus principales caballeros, decidieron llevar a cabo una estratagema consistente en aparentar que, faltos de bastimentos, nos largábamos de allí con viento fresco. Y si los cabritos del castillo, envalentonados con nuestra huída, salían en espolonada para darnos para el pelo y quitarnos las ganas de volver, en ese momento haríamos un tornatrás y los barreríamos mientras que un nutrido grupo de caballeros, aprovechando que la plaza habría quedado desguarnecida, entrarían a saco en ella.

Y así se hizo. Al día siguiente, nada más despuntar el alba, varios caballeros se ocultaron en un bosque cercano mientas el resto nos dedicamos a levantar el campamento dando a entender que nos íbamos de allí. Y tal y como planeó el héroe, que hay que reconocerle que para estas cosas era un fuera de serie, de momento se llenó el adarve de moros pitorreándose de nosotros y tirándonos mendrugos de pan para que comiésemos de sus sobras, y alguno hasta se meó, invitándonos al hacerlo a beber. Rodrigo, echando llamas por los ojos, juraba en voz baja que a medio día les iba a meter tanta chufla por el culo, y una vez levantado el campo echamos a andar con aire pesaroso y humillado. Y no habíamos recorrido ni media legua cuando, tal y como había predicho el héroe, las puertas de la plaza se abrían para dejar paso a una hueste muy envalentonada y dispuesta a corrernos a palos hasta la frontera. Pero eso sólo demostraba que aquellos memos no sabían con quién se jugaban los cuartos, y en cuanto se hubieron alejado lo suficiente de sus defensas, que hasta dejaron las puertas abiertas de par en par para que los habitantes saliesen a contemplar el espectáculo, a una señal del Rodrigo dimos media vuelta y, lanzando berridos de furia, nos abalanzamos contra aquellos tontos del culo. Se quedaron helados cuando vieron que los que hacía un momento huían como perro apaleado daban la vuelta y les plantaban cara con unas intenciones nada prometedoras para su integridad física.

Una vez recuperados del estupor inicial consideraron que lo mejor era salir echando leches al abrigo de sus murallas, pero ya era tarde para huir porque estábamos casi encima de ellos, por lo que nos aguardaron bravamente y se dispusieron a pagar cara su chulería. En menos tiempo que una ramera te deja la bolsa vuelta del revés, los aniquilamos con bastante furia, que no les habíamos perdonado los quince días de solanera a que nos habían obligado, y vimos a lo lejos como el resto de nuestra gente, saliendo como una tromba del bosque, entraban en la plaza ante el enojo de sus moradores, que no esperaban una cosa así.

Ya reunidos en la plaza, revisamos nuestro estado, que ya se sabe que las heridas en caliente, con el fragor de la pelea y la furia asesina que domina al hombre en ese momento, no duelen apenas y puede uno ir andando con las tripas colgando sin darse cuenta, por lo que nos mirábamos y palpábamos unos a otros intentando averiguar si la sangre que nos cubría era propia o ajena. Allí vi como a Sisnando le habían dado un tajo muy feo en el brazo izquierdo, que habiendo perdido la rodela tuvo que parar los golpes como pudo y un moro le hirió cerca del hombro. Sangraba y berreaba como un puerco en día de matanza pero Damián, que se daba buena maña para recomponer hombres, le aplicó cauterio y le untó la herida con un ungüento que llevaba para el caso.

-Cuerpo de Cristo, Damián- se quejaba el herido-, esa mierda huele peor que los orines de una mula. ¿Seguro que cura o pretendes acabar conmigo?

-No te quejes, mal hombre- le decía pacientemente mientras terminaba su cura y le envolvía la herida con un trapo menos sucio de lo habitual-. Me lo vendió hace tiempo Raquel, la curandera de Burgos. Y vale para las heridas tanto de hombre como de bestia, así como para sanar bubas y úlceras.

Sisnando, resignado, se dejó hacer porque a pesar de sus protestas estaba muy acojonado. Sabía de sobras que una herida así podía infectarse en dos días y diñarla en un santiamén.

El que se mostraba muy cambiado era el alfeñique de Bernardo, que cada vez mostraba más arrojo y mala leche en el combate y que hasta incluso miraba ya con ojos de toro en celo a una morita que lloraba como una loca junto al cadáver del que supuse sería su hermano. Y, sorprendentemente, la cogió por la muñeca y se la llevó dentro de una casa donde la violó frenéticamente, saliendo al cabo de un rato colorado como un tomate y con cara de satisfacción. Yo, perplejo, di un codazo a Sisnando para hacerle notar aquello, a lo que él respondió encogiéndose de hombros, como diciendo que nunca se sabe qué es lo que anida en el corazón de los hombres, y que igual que el que aparenta bravura se caga en las calzas ante la inminencia de la batalla, el alfeñique objeto de todas las burlas se muestra como un verdadero león.  Decidí entrar en la casa para presentarle también mis respetos a la morita, que llevaba ya un montón de tiempo en ayunas de hembra, y me quedé de una pieza cuando la vi degollada, con una enorme herida de oreja a oreja. Bernardo, incomprensiblemente, la había matado.

Salí de allí un tanto irritado por haberme quedado a dos velas y dispuesto a pedirle explicaciones al birria de Bernardo, más cuando me acerqué a él con la intención de sacudirle un par de bofetones, que tampoco es de bien nacidos degollar a una hembra a la que previamente hemos dejado con menos honra que un fraile cogido in fraganti mientras sodomiza a un lego, me dirigió una mirada tan asesina que me erizó los pelos del cogote. Pero como mi intención era clara y no era cuestión de batirme en retirada antes de presentar batalla, me encaré con él a pesar de su jeta enloquecida.

-Oye, hijo de mala puta- le increpé intentando ser lo más cariñoso posible-. ¿A qué rebanar el gañote de la niña esa? ¿No has tenido bastante acaso, que no contento con llevarte su honra le has tenido además que robar la vida?

Bernardo se levantó empuñando su cuchillo, cosa que, qué quieren que les diga, no me hizo la más mínima gracia, por lo que sin dudarlo eché mano a mi serranil para tenerlo a raya mientras cambiábamos impresiones.

-Como vuelvas a mencionarme a esa arpía, jurovos como hay Dios en el cielo que acabas como ella, bujarrón- me replicó amablemente mientras comenzaba a hendir en aire con su cachicuerno.

Aquello se puso francamente feo. Porque encima de dejarme en ayunas hasta vete a saber cuándo, el alfeñique aquél me desafiaba abiertamente delante de todos, cosa ésta que no estaba dispuesto a consentir ya que quedaría en entredicho ante toda la mesnada. Por lo tanto y porque siempre he creído que las obras valen más que los hechos, me encogí como un león dispuesto a saltar sobre su presa, decidido a poner fin a la disputa por la vía rápida.

-Mira, zagal, que te la estás jugando a un solo envite- le advertí intentando que comprendiera que no estaba dispuesto a dejarme apiolar, y menos por un tipo cagarruta como él-. Que para redaños, los míos, y no creas que por haber holgado con una morita y mojar el cuchillo en su garganta vas a ser más bravo ni más hombre.

Pero la cosa no pasó de allí. La repentina aparición del héroe puso término a la pendencia con aquella forma tan expeditiva con que solía ventilar los asuntos.

-¿Qué es esto, perros?- exclamó con su voz estridente como el ruido de una piedra de amolar afilando el hacha del verdugo-. ¿A qué viene la pendencia, rufianes? Envainad enseguida vuestras armas, bellacos, antes de que os cuelgue de un árbol y cebe con vuestras tripas a los buitres.

Como pueden ver, tenía una forma especial de hacer sentir su autoridad. Ambos nos quedamos como helados mientras que los demás, que habían ido acercándose al olor de una buena pelea, se hicieron los locos y, como por ensalmo, desaparecieron en un santiamén.

Como tanto Bernardo como yo nos quedamos sin habla, literalmente aplastados por la iracunda mirada del amo, tuvo que ser él con su proverbial don de gentes el que hizo las averiguaciones oportunas para saber cómo y por quién había empezado la pelea. Intuyendo que el canijo Bernardo era el eslabón más débil, fue el primero en sentir la autoridad del héroe en forma de latigazo en plena jeta para luego ser hábilmente interrogado.

-¡Tú, saco de huesos, habla ahora mismo o te arranco las pelotas de cuajo!- exclamó Rodrigo sabiendo que las palabras adecuadas eran la mejor forma de corroborar los estímulos físicos-. ¿Quién empezó la disputa?

Bernardo, simplemente aterrorizado, no atinaba a responder a pesar de que el héroe lo animaba a ello soltándole una nueva tanda de latigazos en el lomo, por lo que optó por dirigirse a mí, que parecía más entero.

-¡Habla tú, verraco!- me exhortó mientras yo percibía que su paciencia se agotaba a una velocidad preocupante-. ¡No tengo todo el día para andar dirimiendo pendencias de villanos! ¡Habla ya o por san Pedro que os cuelgo a los dos de un árbol!

-No ha sido nada, mi señor Rodrigo- farfullé, intentando aparentar una calma que estaba muy lejos de sentir-. Una simple disparidad de opiniones, nada más.

-¿Y para eso empuñáis cuchillos, perros? ¿Pretendes tomarme el pelo, hideputa? ¡Minaya, ven aquí!- concluyó llamando a su primo.

Alvar Fáñez se adelantó un paso mirándonos como se miran a los cadáveres que adornan las horcas del rey. Aquello empezaba a ponerse verdaderamente feo, y debo reconocer que se me encogió la verga de tal forma que, durante más de dos semanas, no tuve siquiera ánimos para pensar en mujeres.

-¿Qué mandas?- preguntó escuetamente Minaya.

-Ahorca al canijo ese de una rama bien alta, y al grandullón le das una buena tanda de latigazos para que aprenda que los bríos sólo se sacan a relucir cuando el enemigo está delante de la hueste.

El pobre Bernardo se puso blanco como un sudario. Toda su bravura ganada en tan pocos días se evaporó con la misma rapidez con que a un leproso lo echan a patadas de una aldea. Era evidente que el héroe quería aprovechar aquella nadería para hacer un escarmiento, pero ahorcarlo por tan poca cosa era demasiado. Yo estaba dispuesto a arrostrar los latigazos sin rechistar, pero se me vino a la cabeza la pobre madre de Bernardo, que moriría de hambre como un gorrión en plena helada si su hijo se quedaba en aquel erial con el cuello estirado, así que tuve uno de esos arrebatos que a veces no sabemos de dónde salen. En cuanto vi que Alvar Fáñez hacía un gesto a dos hombres de armas para dar cumplimiento a la expeditiva justicia del héroe, me interpuse entre el demudado Bernardo y sus verdugos y me postré de rodillas para suplicar por su vida. Ustedes dirán que me porté como un verdadero amigo y esas cosas tan bonitas propias de la camaradería, pero reconozco que lo hice sin darme ni cuenta, por lo que mi mérito es relativo. Si acaso, lo verdaderamente notorio fue el camelo que solté para aplacar la furia del amo, que ni yo mismo acierto a recordar cómo me vino a la mente semejante patraña para salvar la vida del memo de Bernardo.

-¡Teneos, caballeros!- exclamé cayendo de rodillas y elevando mis manos al cielo y poniendo cara de abad en pleno trance místico.

-¿Qué quiere ahora la acémila ésta, vive Dios?- bramó el héroe, muy cabreado porque igual gustaba de las sentencias rápidas como de las justicias inmediatas.

-¡Yo, yo soy culpable!- proclamé en alta voz mientras los presentes pensaban que me había vuelto loco-. ¡Yo he dudado de la fe de éste hombre! ¡He dudado como dudó el santo Tomás! ¡Perdóname, Dios mío!

El héroe, no sabiendo si me refería a él al invocar a Dios, dudaba si hacerme ahorcar también o esperar un poco a ver como terminaba aquello.

-¿Qué hablas de dudas, hideputa?- bramó Minaya-. ¡Explícate o te busco una rama que soporte tus arrobas!

-Mi señor Rodrigo, perdona a éste hombre- supliqué cuando me di cuenta de que mi actuación había hecho efecto entre los presentes-. Yo soy el culpable de la pendencia, castígame a mí.

El héroe se quedó boquiabierto. A pesar de haber visto de todo, era la primera vez que oía a un villano, no ya interceder por un camarada, sino que encima se echaba toda la culpa cuando el castigo pendiente era la horca. Eso debió impresionarle más que ver al obispo de Compostela paseándose en cueros delante de la iglesia por lo que, en vez de molerme a patadas, me miró fijamente y me preguntó:

-¿De qué estás hablando, bujarrón asqueroso?- inquirió mientras me levantaba del suelo con una sola mano. Era increíble la fuerza que tenía el hideputa- Explícate ahora mismo.

Yo me quedé en pié, pero en una pose muy mística, con los brazos elevados al cielo y hasta conseguí que un par de gruesos lagrimones resbalasen por mi jeta gracias al pánico que sentía en aquel momento.

-Mi señor- comencé a explicar con voz entrecortada por el miedo, aunque los presentes aseguraron luego que era de la emoción-, la riña fue porque dudé de un sueño que me contó mi amigo Bernardo.

-¿Un sueño?- preguntó el héroe mientras erizaba sus barbas como señal de aviso.

Era evidente que había dado en el clavo. Porque deben saber que, en aquella época, a falta de tanto agorero de baja estofa como veo que tiene ustedes hoy día, los sueños eran muy útiles cuando había que dar explicación a cosas extrañas, y bien valían tanto para justificar un asesinato como un adulterio.

-Sí, mi señor. Un sueño. Bernardo me ha dicho que anoche se le apareció en sueños san Pedro acompañado del santo Isidoro, y que le dijeron que no tuviésemos temor al enemigo, que bajo tu mandato iríamos de victoria en victoria, y que tus conquistas alcanzarían el Mare Nostrum. ¡Pero yo dudé, maldita sea mi estampa, y  por defender Bernardo el buen nombre de los dos santos que se habían tomado la molestia de venir a darnos aviso fue la pendencia!

El héroe observó a Bernardo, que asentía a mis palabras con tal vigor que parecía que se le iba a caer la cabeza al suelo y, mirando alrededor, comprobó que la historia había hecho mella en el ánimo de los presentes, muy susceptibles todos antes las historias sobrenaturales. Por lo tanto y en vista de que era un vaticinio halagüeño, no quiso ensombrecer las ilusionadas miradas de los demás mandándome a hacer puñetas y haciéndome ahorcar allí mismo. Porque cuando nos reunimos aquí en el purgatorio me aclaró que no se creyó una palabra de aquello, que él de tonto nunca tuvo un pelo y que si simuló tragarse el camelo fue porque le interesó, que una cosa es ser creyente y otra un cretino completo. Lo digo porque me ha rogado que deje este asunto muy clarito, y que prefiere pasar a la historia como un asesino de masas antes que como un necio redomado y un ingenuo. Por cierto que se rió horrores cuando lo recordó, ya que mi vaticinio hablaba de conquistas hasta el Mare Nostrum, como así fue. Qué cosas, ¿no?

-¡Vive Dios que eso que dices es extraordinario!- simuló asombrarse el héroe poniendo sus feroces ojos con la mirada de un cordero a punto para la degollina-. Recibir semejante aviso, no ya de un santo, sino de dos, es cosa poco vista y debe tenerse en cuenta. Por lo tanto, no se tocará al emisario de los Cielos, pero a ti, solemne botarate, te van a dejar las espaldas aquí y ahora con el recuerdo de tan señalada fecha.

Y sin decir más se largó de allí, no sin antes indicar con un expresivo gesto a su primo que sacase el cálamo para apuntar debidamente en mis inocentes lomos la gloriosa efemérides. O sea que Minaya, empuñando su látigo, escribió con florida caligrafía varios verdugones en mis espaldas para que nunca más me metiese en camisa de once varas y no pusiese en entredicho las sentencias del héroe, de lo que tomé muy buena nota ya que, hasta el día en que mi alma mandó a paseo mi envoltura carnal, mantuve el recordatorio en forma de cicatrices.

Bernardo se acercó a mí cuando Minaya se fue resoplando debido al esfuerzo por escribir tanto. Tenía los ojos llenos de lágrimas, me pidió perdón y me dio las gracias de forma tan vehemente que no pude por  menos que darle una suave colleja como signo de paz, y eso que las espaldas me escocían más que si hubiese metido la verga en cal viva. Pero su jeta llena de felicidad por haber salvado la vida gracias a mi ingenio me ablandó el corazón, y mis ganas de partírsela se diluyeron como por ensalmo.

-Pero dime, ¡oh, rey de los cornudos!, ¿por qué diste muerte a la mora, vive Dios?- no pude por menos que preguntarle. Ya que tenía el lomo en carne viva, qué menos que saber el motivo.

Bernardo se puso morado como una ciruela antes de responder.

-Es que se rió de mí, Millán. La hija de la gran puta me dijo que la tenía como una bellotita, y que mejor me planteaba forzar a crías de pecho con una verga tan birriosa.

Para matarlo, vaya.