Capítulo 4

De cómo Rodrigo Díaz consigue enemistarse tanto con el noble rey Alfonso que es desterrado, y como Millán acude a la llamada de su señor para enrolarse en busca de fortuna

 

 

Antes de narrarles el punto de encuentro entre el héroe y yo, debo llenar algunos huecos en lo andado por mí desde que el bueno de Bartolomé me doctoró en artes marciales y otras no tan marciales pero igualmente necesarias para salir al mundo con un mínimo de probabilidades de éxito, que igual de útil es manejar bien la espada o tirar con el arco como saber dónde suelen guardar los villanos saqueados los dineros. Porque como supondrán, no me quedé sentado esperando a que sonase mi hora, entre otras cosas porque sólo Dios conoce lo porvenir y no es plan de estar mano sobre mano esperando una señal del firmamento que, la mayoría de las veces, nunca llega.

Por todo ello, retomando el hilo en lo que corresponde a mi existencia por donde lo dejamos, deberán saber que una vez que mi maestro dio por finiquitado mi aprendizaje intenté por todos los medios unirme a alguna mesnada que partiese a tierra de moros, o del vecino, que poco importaba eso, para ir haciendo las prácticas que me permitiesen ascender de aprendiz a oficial en mi oficio de mercenario. Pero para mi desgracia, la cosa estaba tranquila y les diré el motivo. Por un lado, el señor Diego Laínez, ya viejo y con los bríos más menguados que la pitanza de un lazarillo prefirió, ya que el héroe gozaba de una buena posición, quedarse en su casa de Vivar calentándose los huesos con buen vino de la tierra y dejar las cosas del mundo para su hijo, que él prefería ir ya preparando las del otro, por si acaso. Que los hombres tenemos la costumbre de hacer durante nuestra vida lo que nos da la gana sin pararnos a pensar si será del agrado de Nuestro Señor, y media hora antes de ir a reunirnos con Él queremos borrar de un plumazo todas las mentiras, infamias, putadas, robos y demás bellaquerías que hemos hecho acogiéndonos al libre albedrío, y así queremos llegar a su santa presencia con las mismas culpas que un recién nacido. Y es que los hombres tenemos una cara dura impresionante, pero a Dios no lo podemos engañar como a nuestros semejantes y nos da a cada uno lo que merecemos.

Bien pues, como decía, el amo no estaba ya para muchos trotes, y decidió dejar de hacer la pascua a los navarros y quedarse en casita tan ricamente. Y como el héroe, que en vez de seguir la pauta de su padre estaba con su rey haciendo la pascua a los hermanos del monarca, pues no se levantaban mesnadas en Vivar para ir de cabalgada por ahí a ganar buenos cuartos, ensartar alguna moza y rebanar algún gañote. Y por eso yo me aburría horrores, y no veía la hora de poder largarme del molino. Sólo me llenaba el espíritu el solazarme con alguna moza, que de eso nunca estuve falto, y con mis visitas a Bartolomé, que con bondadosa tolerancia me animaba a no desesperar.

-Mira, Millán- me decía-, esas cosas pasan. Hay épocas en que todos los años se sale de aceifa, y otras en que no se mueve nadie. No depende de nosotros, sino de los intereses de los señores. Si reina un monarca con ganas de aumentar sus tierras, hay faena. Si el señor de turno es un mangante y quiere llenar sus cofres a costa del vecino, lo mismo. Pero ahora la frontera está tranquila ya que el rey se dedica a arrebatarles sus coronas a sus hermanos, y para eso no se reclutan villanos sino que se recurre a gente profesional.

-¿Y eso por qué?- pregunté sin comprender por qué motivo valíamos para degollar moros pero no para apiolar leoneses o gallegos.

-Porque nuestras leyes así lo dicen- me replicó demostrándome que además de saber matar, hay que conocer la ley-. Las milicias sólo pueden ser llamadas para defender el territorio de las aceifas de los moros o de algaradas provenientes de reinos enemigos, pero como esto es un follón familiar habrán preferido hacerlo con su gente a sueldo.

Apenado por no poder tomar parte en la degollina, no sabía qué hacer. Ir a diario a mi trabajo me era tan penoso como a un fraile levantarse de su yacija para ir a maitines, de modo que opté por averiguar si algún señor vecino necesitaba de gente de armas para ir a hacer alguna faena a alguien. Pero, una vez más, Bartolomé me demostró que hay que saber lo que uno se hace antes de dar un paso.

-Millán, no eres más necio porque no puedes- me dijo en tono sentencioso tras soltarme un coscorrón-. ¿Quieres acabar ahorcado? ¿No sabes que tu persona pertenece a tu señor y no puedes largarte a ponerte al servicio de otro cuándo a ti te dé la gana?

Tampoco sabía nada de eso, de modo que tuve que enfundármela y seguir esperando y esperando hasta que, por fin, una buena mañana, apareció en la comarca Álvar Fáñez, un primo del héroe criado en casa del viejo Diego Laínez y que era conocido también como Minaya, que en la extraña lengua de los vascones quiere decir hermano, llamando a los vasallos del héroe para levantar una hueste. Por lo visto, el denodado empeño por parte de Rodrigo para enemistarse con todo bicho viviente  habían conseguido su fruto, y las continuas maledicencias de los cortesanos del monarca habían logrado por fin que don Alfonso lo mandase a paseo. Y curiosamente, uno de los más enconados enemigos del héroe era uno de los anteriormente seguidores del finado don Sancho llamado García Ordóñez, sujeto este del que conviene poner a vuesas mercedes al corriente sobre su persona por la influencia que tuvo en toda esta historia.

Como digo, este Ordóñez había sido un fiel vasallo de don Sancho y colega de Rodrigo Díaz, pero debía ser un maestro en el arte de nadar y guardar la ropa porque nada más diñarla el monarca se puso al servicio del nuevo rey; y debió hacerle la pelota de una forma admirable porque no sólo lo acogió de mil amores, sino que hasta lo casó con doña Urraca y lo ascendió de categoría dándole el condado de Nájera. Lo de casar a doña Urraca fue además una maniobra bastante inteligente, porque de esa forma alejaba a su dominadora y alevosa hermana de su lado ya que, igual que había liquidado a Sancho, se le tornaba su desmedido cariño hacia él y lo enviaba al otro barrio. Ya de entrada esto sentó a Rodrigo peor que si a un clérigo le aguan el vino de consagrar, porque el héroe se consideraba con muchos más méritos que el tal Ordóñez, de modo que se la juró. Y no tardó en llegar la oportunidad de meterle a su anteriormente colega y ahora conde de Nájera su título y su matrimonio por el culo, y lo afrentó de forma inicua y se tomó cumplida venganza porque él no era aún conde- y por el camino que llevaba, antes tocarían las mulas una zanfoña que él ostentase un título-, y lo habían casado con una noble parienta lejana del monarca en vez de con la misma infanta. Y para que sepan como tuvo lugar aquello, que fue lo que marcó su destino, no se pierdan un detalle de cómo fue la cosa.

Los gobernantes de las taifas tributarias de don Alfonso eran, además de dados a la alevosía y el engaño pertinaz, unos pésimos pagadores. Cada año, el monarca tenía que enviar a un embajador con aspecto de ogro y de esa forma acojonar al moro para que soltase los dineros. Pues bien, un año fue el héroe el destinado a poner las cosas claras a al-Mutamid, el reyezuelo de Sevilla, mientras que el mentado García Ordóñez fue enviado como embajador a Granada, regida por un tal Abdalláh, un aprovechado y un felón de mucho cuidado, que usó a los enviados reales junto a la mesnada que les acompañaban para atacar al sevillano, con el que tenía malquerencia. Y aquí empieza el lío, porque el pelota de García Ordóñez no debía prestarse a atacar a un deudo de don Alfonso ni el héroe meterse en camisa de once varas, pero como era evidente que ambos veían la posibilidad de trincar unos buenos dineros por aquella algarada, pues se metieron mano sin dudarlo. El encuentro tuvo lugar en Cabra, villa que en aquel entonces estaba en plena frontera de los reinos de Sevilla y Granada y cambiaba más de mano que un foluz en una taberna, y el héroe les dio para el pelo tanto al alevoso de Abdalláh como al pelota de Ordóñez. Y como de redaños y estrategia andaba Rodrigo Díaz mejor servido que sus enemigos pues, en menos que diez almogávares saquean una munia, los barrió del campo de batalla y apresó al buen conde y a sus principales mandos, incluido un tal Lope Sánchez que era hermano de Fortún Sánchez, otro de los más encumbrados pelotas de don Alfonso, y a un tal Diego Pérez.

Y como el héroe estaba deseoso de hacerse con más enemigos y además de ser muy bragado tenía mucha mala leche, no dudó en humillarlos, jalarles las barbas y dejarlos con las arcas llenas de aire, porque los sangró con los rescates que pidió por ellos. Y está visto que putear de esa forma a tan principales señores que sirven fielmente a la corona y besan el manto real trae malas consecuencias. Ustedes no entenderán como pasaban esas cosas y como dos vasallos de un mismo rey se podían enfrentar, derrotar y sangrar, cómo se ponían al servicio de otro para fastidiar al vecino mientras el rey esperaba los dineros, pero eso, señores, moléstense en leerlo en los libros que esto es un relato sobre lo que viví, y no un compendio de historia.

Dicho esto, cuando el conde de Nájera volvió a la curia más corrido que una liebre empezó a protestar muy cabreado, que para eso el héroe le había jalado las barbas siendo el cuñado del rey y eso estaba muy feo. Pero al héroe le daba todo eso una higa enorme y siguió haciendo de las suyas, que parecía buscar la enemistad de los poderosos como el santo la palma del martirio, de modo que en cuanto pudo puso la guinda al pastel y colmó la paciencia de don Alfonso. La cosa es que unos bandidos procedentes de Toledo tuvieron la osadía de asolar la comarca de Gormaz, que pertenecía a su mujer Jimena, y él, ni corto ni perezoso y alegando que como venían de Toledo eran enviados por al-Qadir, que era el que reinaba allí, pues ajuntó a su gente y se presentó en casa del emir y dejó aquello como si los elefantes de Aníbal lo hubieran pateado todo. Y eso fue ya demasiado, que para eso el moro toledano era íntimo amigo de don Alfonso y lo había cobijado cuando su hermano Sancho lo había echado a patadas de su reino. Total, que cuando volvió con las alforjas llenas de dinares de los suculentos botines que había rapiñado a los toledanos, el rey, aconsejado por García Ordóñez y demás pelotas incluido el tal Fortún Sánchez, lo desterró.

Y aquí retomamos la historia, porque el héroe no podía largarse de allí más sólo que la fea de la villa en día de romería, así que decidió ponerse en movimiento para ajuntar gente y dedicarse a poner su espada al servicio del mejor postor, que en aquellos turbulentos tiempos eran bien cotizados los caballeros con redaños y más si iban respaldados por una buena mesnada de energúmenos. Y como muchos de sus seguidores no querían irse de sus casas, las cuales las debían a los dineros ganados sirviendo al héroe, que pronto se olvida la gratitud cuando el benefactor cae en desgracia, otros no querían ser señalados por seguir al  servicio de un desterrado, y en fin otros ya habían llenado bastante la bolsa, pues Rodrigo se dio cuenta de cómo es de asquerosa la ingratitud humana y se vio con su mesnada bastante menguada, por lo que tuvo que recurrir a reclutar a cualquiera que se quisiese apuntar. Y como suele pasar, el trovador embustero de turno puso mucho empeño en disimular esta villanía por parte de sus deudos y afirmó que todos a una lo acompañaron, pero deben saber que de eso, nada. Que muchos dijeron que nones, y el héroe, rumiando mil injurias contra tan infieles vasallos, tuvo que recurrir a lo primero que pudo encontrar en sus tierras.

Por un lado mandó a su mujer e hijos al monasterio de Cardeña por si al rey se le ocurría tomarlos en rehenes, y de paso impedir que los calores dominaran a Jimena Díaz y se dedicase a fornicar con el administrador, y por otro lado envió a su primo Álvar Fáñez a reclutar gente para su mesnada. Y aquí me encuentro yo, que ya no sabía qué hacer para poder poner en práctica mis conocimientos militares, en pleno verano del año de Nuestro Señor de 1.081, hasta las cejas de harina y cara a cara con el mentado Minaya preguntándome si me gustaría unirme a la mesnada que estaba formando para acompañar a su señor al destierro. No lo besé en la boca porque, aparte de que me hubiese hundido el cráneo allí mismo, pensaría que era un bujarrón redomado y esos no eran bien recibidos en las mesnadas, por lo que me limité a asentir con mucha decisión.

-¿Sabes algo de armas?- me preguntó Álvar Fáñez mirándome de arriba abajo y calibrando, como buen conocedor de soldados, si era apto para el servicio.

Yo, poniendo cara de mercenario feroz, cosa difícil en un molinero impregnado de harina, le hice relación de mis conocimientos, de quién había sido mi maestro, y de mi anhelo por ser partícipe en la gloria de mi señor Rodrigo Díaz.

-¿Bartolomé te ha enseñado? Buen bellaco está hecho, ladrón como él sólo. Pero en verdad sabe luchar.

-Puedes pedirle referencias, mi señor Álvar Fáñez.

-Bien, muchacho- me dijo dándome por bueno y haciendo un gesto que me dio a entender que me creía sin necesidad de que Bartolomé diese fe de mis habilidades-, parece que eres fuerte. Y si lo que me dices sobre tus conocimientos en el arte de la milicia es cierto, no tardarás en medrar. Si son falsos no creo que tardes mucho en morir, de modo que tampoco pasará nada. Un inútil menos en el mundo.

Tras estas gratificantes palabras de ánimo me dijo que me despidiese de mi gente y me fuese a casa del héroe en menos de una semana, que la cosa no estaba para andar demorando la partida, y que llevase conmigo las armas que tuviese y comida para varios días, porque hasta que no saliésemos de Castilla nadie nos iban a dar ni un escupitajo ya que el rey había lanzado un bando por el que se nos negaba hasta el agua y la sal, tanto era su enojo con el héroe.

Total, que loco de contento salí hacia mi casa a preparar la partida. No mencionaré los gritos de mi padre, los llantos de mi madre, y los reproches de mi hermano, pero como son personas de ingenio medianamente desarrollado ya podrán imaginar el cirio que se forma en la casa cuando uno de sus miembros decide mandarlos a paseo y salir a la aventura, pero yo me mostré inflexible. De modo que una vez se percataron sobre la inutilidad de sus esfuerzos para que me quedase, mi padre me bendijo, mi madre siguió llorando, y mi hermano no dijo nada porque, como ya mencioné, en el fondo se alegraba de quedarse él solito al frente del negocio. Así, me ceñí un ancho cinto de bien adobado cuero del que pendía el serranil con que me obsequió Bartolomé, y con unas abarcas, un tabardo y un zurrón con pan abundante, que de eso gracias a Dios nunca faltó en casa, queso y unas cebollas, partí de mi casa no sin antes hacerle una higa al jodido molino.

Con paso marcial me largué de casa y fui a despedirme de Bartolomé, el cual aprovechó la ocasión para darme sus últimos consejos.

-Millán- me dijo un poco emocionado-, pórtate como un hombre. Se fiero en la lucha y cauteloso en el saqueo, que nunca se debe dar por muerto a un enemigo hasta que lo veas con las tripas fuera. Cuidado con las doncellas y mujeres que violes, que más de uno se ha encontrado con un cuchillo en las costillas al tiempo de venirle el gusto y ha dejado de vigilar por haber perdido la noción de la realidad. Se buen compañero, que de tus camaradas dependerá tu vida más de una vez, de modo que procura que no se te note mucho cuando hagas trampas en el juego, o te escondas algo de más en los saqueos. Y respeta siempre a tus jefes, que tu vida a ellos les da un ardite y si te pasas de listo o de chulo no dudarán en colgarte de un árbol como escarmiento. Con estos consejos y lo que ya sabes, espero verte de vuelta con la faltriquera llena de dinares y convertido en un soldado. Ve con Dios.

Tras decirme esto y como las despedidas son menos desagradables si son cortas, me besó en las mejillas, me soltó una colleja como para tumbar un asno y, dando media vuelta, se metió en su casa; y yo, hinchando el pecho, me dirigí a buen paso a casa del héroe. Por el camino me encontré con algunos de los que habían prestado oído a la llamada de Álvar Fáñez y nos juntamos en reducido grupo para ir charlando y hacer así menos penosa la marcha, que un buen paseo nos separaba de nuestro destino. Como se hace en estos casos, cada uno se presentó y, aunque más o menos nos conocíamos de vista, tatareamos nuestros nombres como caballeros ante los heraldos en un paso de armas. Conmigo venían Damián Pérez, Bernardo Jiménez y Sisnando López, con los que hice buena amistad y con los que tomé la confianza que da ir a compartir juntos el mismo sino. Y antes de seguir, un pequeño paréntesis para que vuesas mercedes conozcan a mis compañeros de armas.

Sisnando y Damián eran catedráticos en estas lides. Ya habían tomado parte en algunas de las correrías con que el viejo Diego Laínez había demostrado a los navarros que para cojones los suyos, y se las sabían  todas. Sisnando era un alfeñique que no levantaba ni dos cuartas y tan canijo y reseco que parecía a punto de desmoronarse a cada paso pero, según pude comprobar en muchas ocasiones, en la batalla era un verdadero demonio y en el saqueo una redomada urraca, pues no había recoveco que escapase inadvertido a sus ojillos de hurón. Era pechero del amo y estaba casado con una mujerona que le triplicaba en peso, pero los redaños de Sisnando, contrariamente a lo que podía dar que pensar por su escuchimizado aspecto, no sólo la mantenían satisfecha sino que la tenía tan sometida que lo mimaba como un judío a sus dineros. En cuando a Damián, era todo lo contrario que su compadre, pues su aspecto era similar al de un verraco palentino. Grande y fuerte, se apuntaba a todas las aceifas más que por los dineros por las hembras que ensartaba con denuedo a la más mínima ocasión. Al igual que Sisnando era pechero del señor Diego aunque, en su caso, estaba soltero, lo que denotaba que, además de forzudo, no era precisamente necio.

En cuando a Bernardo, era como yo neófito en aquellos menesteres, pero con la diferencia de que estaba en artes marciales tan poco ducho como una abadesa de clausura en cuestiones amatorias. Era un mozalbete apocado y poco dado a la azarosa vida que había elegido, pero habiendo muerto su padre no hacía mucho y teniendo a su madre casi tullida de males de huesos, había decidido probar suerte y arriesgarse a ganar algunos dineros con que mejorar la vejez materna. La había dejado al cuidado de un pariente, molinero al igual que mi padre, y esperaba volver en no mucho tiempo con los cuartos necesarios para poder liberarse de su servidumbre y trasladarse a Burgos a montar algún negocio que alejase a la autora de sus días del clima rural que tanto la perjudicaba. Porque ya ven ustedes que, igual que hay hombres que respetan a sus mayores y los cuidan cuando la edad o los males los dejan anulados para ganarse la vida, otros abominan de ellos, y creen que oír sus sabios consejos es pecar de ignorantes, o que acatar sus mandatos es indigno de ellos cuando en realidad, necio es el que no oye al que sabe más que uno, y no hay desdoro en someterse a los que debemos nuestra existencia. Pero como siempre, el hombre hace justamente todo lo contrario que lo que mandan Dios y nuestras conciencias, para luego, como justo castigo, vernos pagados con la misma moneda por nuestros hijos, que nos recuerdan con su comportamiento lo bordes que fuimos con nuestros padres.

Bien, pues yendo camino de Vivar, al igual que Sisnando y Damián iban tan tranquilos, Bernardo bastante acojonado y yo exultante de gozo por haber conseguido tras tantos años de espera verme alistado en una mesnada decente, nos fuimos sumando a los pequeños grupos de los que, como nosotros, iban a reunirse en casa del héroe para contribuir con nuestra furia y nuestra ansia de rapiña a convertirlo en un símbolo imperecedero. Al llegar a Vivar se notaba en el ambiente que la cosa estaba un poco tensa. En casa del amo había un revuelo de mil demonios, y cuando entramos en el patio había ya casi cuarenta hombres contándose a voces la multitud de embustes que se cuentan en cuanto hay más de dos soldados juntos. Algunos eran caballeros hijosdalgo que se habían puesto al servicio del héroe empujados por la necesidad. Otros animados por su fama, y otros porque no tenían nada mejor que hacer y se les oxidaba la cota de malla en el sobrado. Pero la mayoría eran villanos como yo, deseosos de aumentar el nulo patrimonio con que el destino nos había hecho comprender que en el mundo tiene que haber ricos y pobres y, como el rango es el rango, pues nos juntamos todos en un extremo del patio mientras que los escasos hijosdalgo se reunían en el lado opuesto, que una cosa es matar juntos y otra alternar con uno que es menos que uno.

En esto, apareció el héroe flanqueado por su primo Álvar Fáñez y por Martín Antolínez, un caballero de Burgos íntimamente ligado a su casa. Hacía varios años que yo no había vuelto a ver a Rodrigo Díaz y su aspecto había cambiado mucho; y del mocetón que conocí en el molino no quedaban más que sus ojos dominadores y fieros, que el cuerpo ya era el de un hombre membrudo y fuerte, hecho a los esfuerzos de la guerra. Iba vestido con una aljuba grana y unas calzas del mismo color, y se ceñía con un cinturón primorosamente repujado, lo que indicaba que las cosas no le habían ido nada mal en lo tocante a los dineros. Una frondosa barba rojiza adornaba su rostro de rasgos duros donde ya se habían marcado de forma indeleble la huella de los combates en que había tomado parte. Se detuvo en mitad del patio y nos miró con su habitual gesto lleno de arrogancia, que desde que lo vi por vez primera no lo había olvidado, y tras comentar algunas cosas con su primo y Antolínez se dirigió al grupo de caballeros. Con ellos departió un buen rato, sin llegar a nosotros nada de lo que hablaban, pero supongo que lo que hacían era ultimar las condiciones bajo las que servirían al héroe. Tras eso, vino hacia nosotros.

Todos a una nos levantamos de las losas de pizarra, que por cierto y a pesar del estío estaban frías como una tumba, y nos doblamos por la cintura en servil reverencia hacia el que desde ese momento no sólo era nuestro señor, sino también nuestro caudillo. Mirándonos uno a uno nos calibró con sus ojos llameantes y, tras hacer un gesto indefinido que igual era de conformidad como de asco, se dignó dirigirnos la palabra. Su voz era un poco estridente, pero emanaba autoridad, una voz de las que, tras arengarte previa acometida al enemigo, te exalta tanto el ánimo que no dudas en lanzarte como toro en celo hacia las lanzas del contrario. En honor a la verdad debo decirles, y no crean que es por echarle flores ya que saben que no puedo mentirles, que era el hombre más carismático y con la personalidad más arrolladora de cuantos conocí en mi azarosa vida. Como digo, tras revistarnos se alejó unos pasos de nosotros, se puso con los brazos en jarras y nos habló como sigue:

-¡Villanos! ¡Siervos de mi casa!- exclamó a modo de preámbulo para dejar claro ante todo que eran sus cojones los que mandaban allí y que, aunque soldados, seguíamos siendo una mierda ante sus ojos-. Como sabéis, mis enemigos en la curia han calentado los oídos del rey mi señor y he sido desterrado de sus dominios.

Hago aquí un inciso para comentar que, curiosamente, el héroe nunca afeó a don Alfonso lo mal que se portaba con él, ni jamás hablo en nuestra presencia mal del rey sino todo lo contrario. A quien siempre culpó de sus desventuras, porque como es natural nunca reconocemos nuestros errores y culpamos de nuestros desmanes a otros, fue a los nobles de la curia encabezados por  Pero Ansúrez y por García Ordóñez, su mayor enemigo. Y aclarado esto, prosigo.

-Los que no tengan armas- continuó con su sempiterno aire altanero-, que se lo digan a Álvar Fáñez y él les proveerá de lo necesario. Veo por aquí caras conocidas, pero también caras nuevas, de modo que lo que los novatos quieran saber que se lo pregunten a los veteranos, que no estoy por perder el tiempo contestando cuitas de villanos. Los que ya han participado en anteriores algaradas con mi padre o conmigo saben que hago un reparto justo de los botines, que no me meto en que violen a las que quieran o que incendien lo que gusten. Sólo pido a mi gente fidelidad por encima de todo y que no me roben ni un foluz porque, al tal cosa haga, le juro por los huesos de mis abuelos que le arranco la cabeza de cuajo y la mando metida en salmuera a su asquerosa familia. ¿Ha quedado claro, perros?

Tras el conmovedor discurso de bienvenida, que dejó a los veteranos tan campantes por tenerlo ya sabido  y a los novatos un poco acojonados, el héroe dio media vuelta y se largó en compañía de Antolínez mientras que Álvar Fáñez se quedó con  nosotros para dejar apañado el tema de las armas. Algunos de los veteranos llevaban las que habían rapiñado en anteriores aceifas y de todo tipo u origen se veían allí, que igual llevaba uno un chafarote, que una espada corta, que un alfanje moruno. A mí me dieron una lanza de mano, un perpunte un poco viejo con oscuras manchas de sangre, un capiello para la cabeza y una rodela de madera con refuerzos de bronce. Como ya aportaba mi cuchillo me añadieron una maza bastante apañada, ya que aseguré saber manejarla con destreza. Era un cilindro de hierro erizado de puntas y enmangado en un asta de buena madera de roble, capaz de hundir sin problemas el yelmo de un caballero e incluso el cráneo del caballero. Al pobre Bernardo le dieron lo mismo, más un destartalado serranil cachicuerno con el que no sabía cortar ni un rábano. Su aspecto tenía de marcial lo que el obispo de Calahorra de casto, de modo que en los días que pasamos allí a la espera de ultimarlo todo, entre Sisnando y yo le enseñamos algunos rudimentos para que, por lo menos, no lo degollasen en el primer encuentro que tuviésemos; porque Damián sólo tenía ojos y tiempo para acosar a las criadas del héroe, que por cierto tampoco ofrecían la resistencia adecuada como para pensar que detestaban los violentos impulsos del fogoso villano, sino más bien todo lo contrario.

Durante la espera no paré de fisgar y me asombré de lo bien que vivía el amo y, en general, todos los de su clase. Tenía unas cuadras con varios caballos, mulas y jumentos que entre todos costaban muchos marcos de plata. Varios lebreles que aullaban y no nos dejaban dormir por las noches nos gruñían desde sus magníficas perreras adosadas a la pared de las cuadras, que mejor vivienda tenían los chuchos que muchos pecheros. Graneros atestados de trigo y cebada, corrales con pollos, conejos y puercos y, para colmo, hasta poseía dos halcones y varios azores que, con lo que valían, podía alimentarse a varias familias durante muchos años. Y todo eso me cautivó, y me hizo sentir la envidia insana de verme nacido en el seno de familia villana; y me juré que, si no para todo aquello, debería volver con medios para por lo menos tener una mula y no ir más a pie, poseer una buena casa como aquella, con techumbre de tejas moriscas, y no tener que dormir en invierno acojonado pensando en verme sepultado por una avalancha de nieve.

Al cabo de tres semanas expiró el plazo que don Alfonso le había dado para largarse de sus dominios y llegó la hora de ponerse en marcha. Con las primeras luces del día, el héroe apareció en al patio alforado como para ir a presentar batalla al califa de Damasco. Una tupida cota de malla abierta por delante y detrás para facilitarle el montar a caballo le cubría hasta las rodillas, y bajo ella vestía un grueso perpunte teñido de rojo. La ceñía con un cinturón del que pendía una espada enorme y pensé que mal lo tendría quién se topase con ella, que era increíble lo que un caballero diestro en su manejo podía llegar a hacer con un arma así. A la espalda llevaba colgando su escudo en forma de almendra en el que llevaba pintado un dragón dorado de terrible aspecto, que buena cosa es acoquinar al enemigo para que se deje degollar con más facilidad, pues es sabido que el miedo paraliza al hombre como un gazapo delante de una sierpe, y cuanto más temido sea uno, más facilidad tiene para vencer al enemigo. La cabeza la llevaba cubierta por un almófar de malla y sobre ella un yelmo cónico con una barra nasal para protegerle la nariz, dejando sólo a la vista sus ojos llameantes y un poco de las curtidas mejillas. En definitiva, que su aspecto acojonaba al más bragado y su prestancia era digna de un emperador. Al momento un criado le trajo su corcel, un animal verdaderamente regio. Con la agilidad propia de un hombre habituado a montar a caballo, se aupó sobre el soberbio animal y se puso al frente de su mesnada mientras Álvar Fáñez le comentaba los detalles de última hora. El que no aparecía por allí era Antolínez, el cual había sido enviado por delante para procurar bastimentos, forraje y provisiones, que ya sabíamos que nadie nos iba a dar ni un jodido mendrugo.

En total, entre caballeros y peones acompañábamos al héroe unos sesenta hombres, lo que era una mesnada bastante decente para acometer cualquier empresa, que ya se sabe que las gentes sencillas se mean encima cuando ven gente de armas merodeando por la comarca, y que un caballero hace tanta guerra como diez peones. Total, que tras las cosillas de última hora, los gritos y broncas de turno y las severas recomendaciones por parte del héroe a sus criados para que cuidasen de su hacienda y las recias amenazas para que a su vuelta no faltase ni un adarme de grano, salimos en dirección a Burgos con el ánimo exultante y dispuestos a comernos el mundo, que siempre pasa lo mismo cuando se parte a la aventura: se inicia la jornada como el romano César en pos de la gloria y se vuelve como el pueblo de Israel tras la torta de años dando vueltas por el desierto.

Y como al cabo de un rato deja uno de charlar con el compañero de filas porque empieza a faltar el resuello y la mente empieza a divagar para abstraerse del cansancio, pues yo me dediqué a observar fijamente a los caballeros que marchaban delante de nosotros, envidiándoles tanto su ralea como sus armas y equipo y, sobre todo, los hermosos caballos que montaban, que piafaban briosos y llenos de energía contenida. Me embobaba admirando sus tupidas cotas de malla, que los hacían invulnerables a las flechas enemigas. Consistían en miles de anillos imbricados unos a otros con tal habilidad que hasta las partes que cubrían las manos formaban unas manoplas que se adaptaban perfectamente a las mismas. En vez de los capiellos de hierro que llevábamos nosotros, se tocaban con unos yelmos similares a los del héroe, de forma cónica y con una barra nasal que les protegía la nariz. Todos llevaban apoyada en el estribo largas lanzas de fresno, mucho más largas que la altura de un hombre, y estaban rematadas por pequeñas moharras afiladas como navajas barberas. Unos pequeños pendones triangulares iban fijados en el extremo de las mismas, y eran de diversos colores que servían, según me dijo Sisnando que de eso sabía mucho, para poder identificarse unos a otros en la batalla, razón esta por la que, del mismo modo, llevaban pintados sus escudos con figuras extrañas y quimeras que servían para ser identificados tanto por propios como por extraños. Pero lo que más me llenaba de envidia eran sus espadas, símbolo de su categoría social. Eran unas armas largas, de hoja ancha y pesada y que precisaban de años de entrenamiento para manejarlas con la destreza necesaria, pero que en manos de aquellos hombres eran mucho más temibles que una maza o un hacha porque, además de herir de filo, lo hacían de punta. Y en muchas ocasiones tuve ocasión de comprobar lo dañinas que eran, cuando uno de estos caballeros, a galope tendido y haciendo molinetes sobre su cabeza, se abalanzaba contra algún enemigo y lo dejaba casi partido en dos. Y además deberán saber que, para los caballeros, la espada era una cosa llena de simbolismo, algo así como la esencia de su rango y de su altura espiritual, y lo peor que les podía ocurrir era perderlas, no sólo por su elevado precio, sino por entrañar todo lo místico de la orden de caballería a la que pertenecían.

En fin, que a eso de media mañana ya habíamos cubierto las dos leguas que nos separaban de Burgos. Nuestro paso por la ciudad llenó de ira al héroe ya que los villanos, un tanto temerosos de que las iras reales cayesen sobre ellos por jalear o prestar ayuda a Rodrigo Díaz, preferían mirar para otro lado o encerrarse en sus casas mientras pasaba la comitiva, que así de rastrera es la gente, que cuando uno goza de fama no paran de hacerle la pelota pero si cae en desgracia si te vi no me acuerdo. Y como el héroe había sido recibido muchas veces el olor de multitud por aquellos cagones que ahora miraban al cielo a su paso como si esperasen tormenta, pues mi señor aprovechó la ocasión para recordarles a aquellos bellacos lo que pensaba de ellos.

-¡Vaya con los perros burgaleses!- exclamó como hablando consigo mismo con su voz estridente-. Parece que nadie reconoce en mí al señor de Vivar, al que antes jaleaban cuando volvía de la aceifa con las lanzas adornadas de cabezas de moros y donaba buenos dineros a la iglesia para obras de caridad.

Y los perros burgaleses, mordiéndose la lengua y colorados de vergüenza, optaban por seguir mirando al cielo como si tal cosa, a ver si les caía maná en vez de las puyas del héroe. Yo no entendía el motivo de entrar en la ciudad para tener que soportar el desprecio de aquellos mierdas, pero al poco rato me percaté de lo que ocurría; y era que Martín Antolínez nos esperaba con el forraje y provisiones para proseguir el camino, y como además el héroe andaba flojo de dineros en ese momento y no le convenía vender nada porque estando en desgracia nadie daría un foluz por nada suyo, fue a casa de unos cambistas judíos para sacarles algunos cuartos y no partir con la faltriquera llena sólo del rencor que sentía por García Ordóñez y Pero Ansúrez. Aquellos dos perros judíos salieron de su tugurio haciendo zalemas al héroe, babeándole la mano y jurándole fidelidad eterna. Pero Rodrigo no se ablandó con ellos, que para eso él era un hijodalgo castellano y ellos unos pringosos cicateros hijos de David, aunque él estuviese sin una raspadura de plata encima y los otros con las arcas llenas con el producto de su asquerosa avaricia.

-Buen día, usureros míos- dijo con indudable mala uva el héroe a modo de saludo.

-Qué Yahvé te guarde, insigne Rodrigo Díaz, vencedor de tus enemigos, orgullo y honra de tu raza- graznaron ambos al unísono con el habitual estilo rastrero que caracteriza a estos individuos con quién, o es más rico y poderoso que ellos, o puede proporcionarles buenos beneficios-. ¿A qué debemos el vernos honrados con tu visita?

Mientras derramaban sus babas ante el héroe tenían la mosca tras la oreja, porque eso de presentarse allí, todo alforado y al frente de ostentosa hueste les olía fatal, y temían algo malo por parte del desmedido castellano.

-Necesito dineros- respondió secamente-. No dispongo de la cantidad necesaria para partir ni para mantener a mi gente, de modo que preciso es que me prestéis lo que necesito.

Los judíos tragaron saliva y se miraron angustiados.

-Pero mi noble señor- musitó el más viejo de ellos-, sabes que el buen rey don Alfonso ha prohibido que se te ayude, y nuestras miserables cabezas adornaran la picota de la ciudad si se llega a saber.

El héroe le lanzó una mirada como para fundir todo el oro que guardaban en sus sótanos. Resopló colérico y empecé a comprender que la fama que tenía le hacía plena justicia.

-Mira, perro sarnoso, hijo de la gran puta, sabandija judía- gruñó lentamente para dar tiempo a los usureros a que asimilasen su amenazador tono, lo cual era innecesario porque ya estaban blancos como un lienzo-, cuando he vuelto cargado de oro, bien que me habéis lamido las botas. Cuando he llegado con una tropa de esclavos, bien que os he encargado su venta y habéis ganado buenos dineros con las comisiones que os he dado más lo que me habéis robado, de modo que no me salgas ahora con historias. Necesito seiscientos marcos de plata, y me los vais a dar o por la gloria de mi madre que tendrás para arrepentirte el tiempo que tarde en rajarte como un puerco y desparramar tus asquerosas tripas por el suelo.

Los judíos, llorando a moco tendido porque tenían que elegir entre la furia real o la cólera del héroe, decidieron que mejor era exponerse a las iras de don Alfonso, que ése estaba lejos, y no a la de Rodrigo, que en un avemaría los podría despachar porque ya no tenía nada que perder, y tener sobre su conciencia la muerte de dos judíos le suponía tanto peso como el de un cagada de mosca sobre un caballo de tiro de Bretaña.

Total, que muy acojonados le soltaron los marcos de plata al héroe, rogándole mil veces que guardase el secreto; y no se atrevieron ni a pedirle la habitual garantía porque la respuesta sería, tras el bofetón de turno, que la palabra de un hijodalgo castellano vale más que cualquier prenda, y no crean para nada eso de las arcas llenas de arena, que para arena la que recibirían sobre sus cadáveres en la fosa donde irían a parar si seguían dudando en favorecer a Rodrigo Díaz. Y ya basta de momento, que lo que sigue corresponde a otro capítulo y queda mucho camino por delante.