Capítulo 10

De cómo el feroz Yusuf Ibn Texufin retorna a la Hispania, Rodrigo Díaz vuelve a caer en el real enojo y es nuevamente desterrado, y como María Ibáñez se apodera del bravo corazón de Millán

 

 

Mucho debía estarse aburriendo el hideputa de Ibn Texufin en Marruecos cuando, tras cumplimentar a su fallecido hijo y heredero y recibir el pésame de la familia, a pesar de ser más viejo que el hilo negro decidió darse un garbeo de nuevo por nuestra añeja y vapuleada piel de toro. Nuestro amado monarca, francamente preocupado pensando que el almorávide vendría a darle una buena soba, que aún ensombrecía su mente la sonada derrota sufrida en Sagrajas, lo primero que hizo fue decirle al héroe que la cosa se volvía a poner fea, que por sus muertos no dejase de ir en su ayuda, y que un mal rayo enviase al carajo al jodido emir.

El viejo moro, llamado de nuevo por el emir de Sevilla, al-Mutamid – que por cierto ya empezaba a ponerse muy pesado con tanto llamar gente de fuera- así como por unos nobles de las taifas de Valencia, Murcia, Lorca y Baza, se disponía a darnos otra soberana paliza. Esta vez su objetivo era la plaza de Aledo, llamado Libit por los moros, un formidable castillo situado cerca de Lorca y edificado sobre una fuerte peña, bien provisto de torres, y cadalsos, y barbacanas y, en fin, todas las edificaciones que suelen hacerse para quitarle a los enemigos las ganas de andar por allí y ponerles las pelotas en la garganta ante la perspectiva de tener que tomarlo al asalto, que no imaginan la gran mortandad que causa a los sitiadores tener que tomar una fortaleza a base de escalas y cojones. Y era lógico que el tal al-Mutamid estuviese hasta las pelotas de Aledo ya que desde allí, la nutrida guarnición castellana del mismo al mando de un tal García Jiménez- un tipo con más huevos de los que daba una granja avícola- se dedicaba a organizar algaradas que entraban a saco en sus tierras y le hacían mucha guerra y mucho mal, y faltándole arrestos y gente para apoderarse del castillo fue por lo que volvió a llamar a sus colegas de Sagrajas incluido el maldito almorávide que mala peste caiga sobre él, y los demás reyezuelos. Al único que no recurrió fue al de Badajoz, que por aquel tiempo estaba muy tranquilo en su taifa, fornicando con sus concubinas y oyendo el rumor de las fuentes de su palacio, que en eso de darse la vida padre con el mayor refinamiento nos ganaban con creces los moros. Corría el otoño de aquel año de 1.088.

A una velocidad increíble, el almorávide se plantó ante Aledo, lo cercó y se dedicó además a lanzar algaras por las tierras de los alrededores. Y no crean que solo había desavenencias entre nosotros, que entre la morisma también se tiraban a degüello por cualquier nimiedad, y qué bronca no tuvieron al-Mutamid y el emir de Murcia Ibn Abd al-Aziz, que el almorávide, puesto de parte del sevillano, cautivó al murciano. Creo que, en realidad, lo que el jodido sevillano quería era apoderarse de Murcia. Hay que ver lo ambiciosos, lo agonías y lo hideputas que eran los moros estos. Y como toda acción absurda tiene su respuesta y es obvio que los murcianos no iban a quedarse tan campantes al ver a su amado emir cargado de cadenas, pues tiempo les faltó a sus askaris, almocadenes, adalides y caídes para largarse del asedio muy cabreados y, encima, dedicarse a cortar las vías de aprovisionamiento de los sitiadores hasta que el hambre y la llegada del invierno les obligó a levantar el cerco a los cuatro meses de haberlo iniciado para mayor tranquilidad de los sitiados, que respiraron de alivio cuando vieron irse a los moros, gran cabreo por parte del almorávide, que dijo eso de: “Por Alláh que si lo sé no vengo”, callada satisfacción de los reyezuelos, que allí hacía mucho frío y echaban de menos las confortables estancias de sus palacios, y gran berrinche del tontolaba del sevillano, que veía que Aledo seguiría siendo una espina clavada bien hondo en plena frontera con sus dominios.

Total, que nuestro amado monarca mandó aviso al héroe para ir enseguida a Aledo a decirle a aquellos moros que se largasen de allí enhoramala, y el héroe le dijo al emisario que no se preocupase, que le dijese donde tenía que reunirse con él y que partía a toda prisa en cuanto supiese cual era el lugar de la cita. De todas formas, para ir haciendo camino, que Aledo estaba bastante lejos, levantamos nuestro campamento en Valencia y nos largamos a Játiva, a unas veinticuatro leguas, y de allí nos fuimos a Onteniente, a cinco leguas de Játiva, y estando en Onteniente nos avisó un mensajero para que esperásemos a la hueste de nuestro amado monarca en Villena, y luego no tengo ni idea de qué pasó, porque resulta que el ejército real pasó de largo y nosotros ni nos enteramos. Bien sea porque hubo una falta de coordinación, bien sea que el rey estaba en Babia y no se acordaba de que la cita era en Villena, bien sea porque al héroe no le interesó acudir, la cosa es que don Alfonso se enojó horrores, llamó al héroe por mil nombres empezando por malsín ingrato y terminando por hideputa orgulloso, y tanto fue su enojo que decidió desterrarlo de nuevo; y eso fue para nada porque, como dije antes, el almorávide, en vista de que los murcianos se habían puesto muy bordes con él, los de Aledo seguían cagándose en sus muertos desde lo alto de sus murallas, el invierno estaba ya encima y para colmo se habían enterado de que don Alfonso, para evitar un nuevo Sagrajas, iba esta vez bien provisto de hombres, pues decidió que aquellos aires no eran nada saludables y se largó a Almería a tomar el barco de vuelta a su asqueroso desierto africano.

Pero la cosa no quedó ahí, que no crean que este vez el monarca se contentó con un destierro como la vez anterior y eso al héroe le daba dos higas sino que, alentado por los pelotas de la curia que tenían celos de mi señor por los dineros ganados, los moros vencidos y los honores recibidos, el rey declaró traidor al héroe, y eso ya no le daba dos higas. ¿Por qué, dirán ustedes? Pues porque ser desterrado no implicaba nada más que la obligación de irse del reino, pero ser declarado traidor según el Fuero de Castilla significaba perder sus bienes, sus tenencias y los honores recibidos. O sea, que perdía su patrimonio en Vivar, las tenencias de los sietes castillos con sus alfóces, la cláusula que le permitiría retener para sí sus conquistas y, en definitiva, lo dejaba con lo puesto. Pero la ira regia fue mucho más allá, y hasta mandó apresar a la familia del héroe, que posaba en el castillo de Ordejón, y eso que Jimena Díaz era prima carnal del rey y su hermano, el conde Fernando Díaz, era gobernador en Asturias.

Y para colmo de males, algunos mesnaderos se rajaron en cuanto se enteraron de que el rey estaba muy cabreado, y le dijeron al héroe que ellos se largaban enhorabuena antes de que don Alfonso también tomase represalias contra ellos. ¿Se imaginan la escena?

Minaya: Mi querido pariente y señor, que hay villanos que dicen que se largan, que bajo ningún concepto quieren caer en la cólera del rey.

El héroe: ¡Hijos de mala puta! (Ruido de puñetazos en la mesa, copas tiradas, etc.) ¡Bien que me suplicaron en Burgos que les admitiese en la mesnada, deseosos de dineros y honra cuando buscaba gente!

Minaya: En efecto son unos bordes hijos de mil padres, pero se largan. ¿Qué hago, les liquido la soldada pendiente o los liquido a ellos?             

El héroe: (Tras sopesar unos instantes las dos opciones planteadas por Minaya) ¡Anda y que se larguen enhoramala! Tiempo habrá de recuperar el favor real y de escupirles en la jeta cuando volvamos a Vivar. Si es que volvemos, claro.

Como ven, la cosa no podía estar peor. Rodrigo, francamente preocupado por ver evaporarse todo el patrimonio y las prebendas que tantos esfuerzos le habían costado conseguir, envió un emisario al rey diciéndole que él no tenía culpa de nada, que los culpables eran los felones y alevosos que lo habían aconsejado mal contra él, que él era un buen vasallo, que apelaba al Juicio de Dios para demostrar su inocencia y que hiciese el favor de soltar a su familia porque eso no era legal por muy cabreado que estuviese con él. Y el rey, cuyo cabreo no había disminuido ni medio adarme, mandó a paseo al emisario aunque, por lo menos, autorizó a Jimena Díaz a reunirse con el héroe. Pero a pesar de que el monarca no había querido escuchar las razones de Rodrigo, éste le envió no una ni dos ni tres, sino cuatro veces un juramento por escrito, poniendo por testigos a toda la corte celestial de que él no era culpable de que su noble soberano estuviese en Babia y hubiese pasado de largo con su ejército mientras él lo esperaba en Onteniente. Pero nada. O el cabreo era ésta vez superlativo o los pelotas que odiaban al héroe habían hecho muy bien su trabajo porque de perdón, nada de nada.

Y eso fue lo que nos deparó aquel nefasto invierno de 1.088, así que paso ahora a dar cuenta de cosas mías, que bastante he hablado ya de las ajenas.

Como recordarán, compré a María Ibáñez en un palenque de esclavos en Valencia. La pobre niña las había pasado putas, como ahora verán, y leí en sus ojos azules tanto agradecimiento que me sentí apabullado porque yo, siempre tan egoísta y sólo pendiente de mí mismo, nunca habría imaginado pagar por la libertad de una esmirriada y mugrienta mocita diez dinares de oro en vez de gastármelos en putas o en una buena espada. Al día siguiente de la compra la llevé a Valencia a buscarle ropa y calzado adecuados. Nos metimos en el establecimiento de un alfayate que me proveyó de lo necesario para que fuese dignamente vestida, aunque a la moda morisca porque allí no había ropa a la usanza castellana, si bien en realidad eran prácticamente iguales. Tras eso la llevé a unos baños para quitarle la roña, y tuve que esperar más de dos horas en la taberna que había frente al establecimiento a que le fuese descubierta la piel, tal era la suciedad que tenía acumulada. Cuando la vi aparecer tan limpita, peinada y oliendo a esencia de azahar, me di cuenta de que ni era tan mocita, ni tan canija, ni tan esmirriada, sino que en realidad tenía ante mí a una hermosísima mujer de dieciocho años (la mugre por lo visto la rejuvenecía, porque antes del fregado aparentaba menos, como ya saben), con el cuerpo de una diosa griega y con una cara de ángel que cortaba el resuello al más pintado. María, con los ojos bajos y colorada como la carne de una sandía no decía ni una palabra y yo, devorándola con la mirada y sintiendo un peligroso hormigueo en la entrepierna, tampoco decía nada, y el tabernero, que esperaba a que le pagase el gasto, era el único que no paraba de hablar repitiendo que le debía cuatro foluces. ¿Se han dado cuenta de que cada vez que vivimos un momento especial en nuestras vidas siempre hay un cretino de por medio que nos lo estropea con una estupidez? Le soplé al tabernero sus cuatro foluces, o igual con la emoción que sentía le di cuatro dinares, porque no podía contar las monedas y mirar a María al mismo tiempo. La tomé de la mano, que ahora me daba cuenta de que era suave y muy pequeña, y me la llevé de vuelta al campamento. ¡Pero qué buenísima estaba, vive Dios!

La aparición de María causó no ya admiración, sino un verdadero revuelo. Desde que aparecimos por allí hasta que llegamos a nuestra chabola, sólo oía vivedioses, votoatales, cuerpodecristos, y demás juramentos propios de la soldadesca cuando se disponen a asesinar gente o cuando ven una mujer hermosa. Yo, muy corrido y echando miradas asesinas a diestro y siniestro, aceleré el paso mientras le echaba la brazo por el hombro para dar a entender a aquellos hideputas que María era mía, sólo mía, y nada más que mía. Doscalderas y Bernardo nos esperaban, y omito sus comentarios porque no quiero ni recordarlos. Tras serenarnos un poco saqué de mi zurrón unas ricas almojábanas que había comprado en un tenderete para almorzar aquel día, que ya estábamos hasta el gorro de tanta cebolla, y entre mordisco y mordisco, trago y trago, María Ibáñez nos contó su historia.

Era de buena familia. Su padre, Juan Núñez, era el capataz de unas tierras propiedad de un convento de benedictinos. Su vida había sido la normal para una mocita: sus tareas domésticas, sus paseos con sus amigas, su rubor ante las miradas de los jornaleros. En fin, lo normal. Pero un mal día, una algarada de moros procedentes de Lérida se presentó allí, pasaron a cuchillo a todo el que tuvieron a mano incluido el padre de la niña que, muy valeroso, había salido con un chafarote a defender lo suyo, y también a la madre, degollada tras ser violada, y su hermano pequeño, aplastado por los caballos de aquella gentuza. Total, que a ella, como era bonita y calcularon que debía valer buenos dineros, tras violarla a base de bien se la llevaron. En Lérida la compró un trujamán que la llevó a Zaragoza, y de allí a Valencia, donde la compró el otro trujamán que la vendió en el palenque. Malvivía en un chamizo con otros muchos esclavos procedentes de mil sitios y comía fatal, y de vez en cuando el guardián la violaba. Menos mal que no la preñó el asqueroso hideputa aquel, porque era lo que faltaba para completar la tragedia. En fin, un dramón que, si no fuera porque era similar al sufrido por miles de mujeres de ambos bandos en aquella época, sería para escribir un libro. Pero como esas penas las había sufrido, las sufrían y las sufrirían miles y miles de mujeres más a lo largo del tiempo, pues estaba claro que ningún artista de la pluma se iba a preocupar por contar una historia tan manida; y es que, por desgracia, han sido tantas las calamidades del mundo a lo largo de los siglos que lo que es noticia es la buena noticia, y la mala, por común y manida, no nos supone sorpresa aunque sea una historia terrible como la que oímos de boca de María.

Tras dejarnos impresionados con el relato, angustiados por ver que no éramos mejores que los moros que la putearon tanto y acongojados porque empezó a llorar a moco tendido al recordar tanta humillación, Doscalderas y Bernardo se largaron a dar una vuelta y despejarse un poco, y yo me quedé consolándola como podía. Debo admitir, mea culpa, que sentí unas tremendas ganas de hacerla mía allí mismo, porque cuando la acaricié y noté bajo su ropa sus rotundas formas me puse como un toro en celo, que una cosa es sentir pena y otra ser de plomo, y tuve que hacer un enorme esfuerzo para dominarme. Pero era tanto el candor y la inocencia de María Ibáñez que bastaron un par de pucheros y cuatro lagrimones corriendo por sus aterciopeladas mejillas para bajarme los humos, arrullarla en mi regazo y sentirme en la gloria cuando ella se hizo un ovillo y se quedó dormida en mis brazos como una cría.

¿Me creen si les digo que me enamoré como un burro en aquel instante? ¿Sí, verdad? Hacen bien. Ya saben que no puedo mentir. ¿Qué esfinge no se conmovería ante semejante regalo del Cielo, por la sangre de Cristo?

Cuando nos marchamos de allí, María demostró ser una mujer fuerte y abnegada. Marchaba en la zaga, con los equipajes y las demás mujeres, y nunca mostraba agotamiento ni protestaba. Y en los altos durante la marcha la veía venir al galope con un odre de agua para que bebiésemos mis dos camaradas y yo, y por las noches buscaba leña, encendía fuego enseguida y se aviaba con cualquier cosa para prepararnos una cena decente. Aquella mujer no valía diez, ni cien dinares, vive Dios. ¡Aquello era un tesoro, un dije, un imperio, por el santo apóstol! Y cuando llegaba la hora de descansar, se hacía un ovillo buscando el calor de mi cuerpo, que dormir al raso en pleno invierno es muy penoso, nos cubríamos con la misma manta y así amanecíamos los dos. Porque deben saber que no me atreví a tocarle un pelo.

¿Qué no me creen? ¡Necios! ¿No les he dicho que no puedo mentir, rediez? ¡Que no, que no la toqué! Bueno, de momento no la toqué, pero eso es otra historia que no procede contar ahora.

Y en fin, así fue transcurriendo el tiempo hasta que nos vimos en Onteniente, como ya narré antes, con el héroe nuevamente desterrado y con su lealtad al monarca puesta en entredicho.

-Millán, ¿crees que debemos volver a casa?- me preguntó Bernardo con cara de preocupación-. Sé que algunos, temerosos de la ira real, han pedido licencia a Alvar Fáñez para largarse a su pueblo.

María, que nunca se metía en nuestras cosas, por una vez se metió.

-Eso es cobardía, Bernardo- dijo muy convencida con un brillo gallardo en sus maravillosos ojos-. Renegar de quién te da el pan es de felones.

¡Qué guapa se ponía cuando se enfadaba, por san Millán!

-Pero el rey es el rey, niña- objetó Bernardo un poco sorprendido por la salida de María.

-Pero quién les da de comer es el señor Rodrigo- concluyó ella tajante.

Tras eso, se levantó a buscar leña con paso decidido. Parecía en sus andares un paladín que abandona el campo del honor tras derrotar a su enemigo. ¡Y como movía las caderas al caminar, por san Esteban!

-¡Brava es la moza, juro a Dios!- exclamó Doscalderas admirando la determinación de María.

-Brava y con buen seso, a fe mía- admití yo. Y encarándome con Bernardo le respondí: Y no, no pienso largarme. A lo largo de estos ocho años el amo nos ha hecho ganar muchos y buenos dineros, y tú, canijo alevoso, deberías avergonzarte por decir eso, que tu madre vive en una buena casa con una mujer que la cuida y no le falta de nada gracias a la generosidad del señor Rodrigo.

Bernardo agachó la testa avergonzado.

-Tienes razón- admitió finalmente-. Nuestro destino está unido para siempre al amo.

Y nos quedamos tan campantes, qué carajo, que no es de bien nacidos ser desagradecidos, y que lucíamos mejores ropas y mejores armas que mucho cantamañanas cubierto de blasones en Castilla gracias a la magnificencia del héroe, que podría ser un salvaje y un ambicioso pero que jamás nos escatimó medio foluz en los repartos, y que se preocupaba de que no nos faltase buen vino, y que en vez de quedarse con los rebaños que robábamos nos daba siempre algunas cabezas para tener carne fresca que comer, y que se sabía el nombre de cada uno, y que a pesar de que no dudaba en dar de latigazos a los malsines o incluso ahorcar a los traidores y los dejados, nos cuidaba como oro en paño, y que le den mil higas al memo de don Alfonso, que se dejaba guiar por las palabras huecas de los pelotas y advenedizos de la curia en vez de prestar oídos a los que batían el cobre en las aceifas en tierras de moros.

La afrentosa decisión del rey nos pilló en Elche, donde el héroe bramaba a todas horas su encono y su odio por tanta injusticia y tanta tropelía causada por los maldicientes. Y lo peor es que estaba con una mano delante y otra detrás, es decir, sin blanca. Meditó largo y tendido con Minaya y con Antolínez, que eran las dos personas en las que más confiaba, y sopesaron el volver a ponerse al servicio del mejor postor, como en los tiempos en que servíamos al viejo al-Mutamin en Zaragoza. Pero decidió que, en vista de que defender a altos señores ya fuesen cristianos o moros le había resultado una pifia, lo mejor sería ser él mismo su único dueño y convertirse en un señor de la guerra.

Así pues, el héroe decidió que los tiempos de servir a otros con su mesnada habían pasado a la historia, de modo que iría a lo suyo, que pelotas y gente con arrestos tenía para afrontar con éxito semejante empresa. Y como estábamos escasillos de peculio y tras el invierno nos quedamos más tiesos que la mojama por tener que pagar las provisiones, pues ordenó levantar el campamento y partir hacia Denia a hacerle una gentil visita el reyezuelo de allí, al-Hayib que bastantes tonterías le habíamos aguantado durante tanto tiempo.

Nos plantamos ante Polop, una fortaleza que tenía dentro una caverna que era la hucha de al-Hayib, y donde el hideputa aquel guardaba sus tesoros. La cercamos y, a los pocos días, el héroe se hartó de esperar.

-¡Hombres!- nos arengó antes de ordenar el asalto-. Como ya sabéis, estamos con menos dineros que un leproso judío en la puerta de un convento de benitos, de modo que ha llegado la hora de jugarnos el todo por el todo. En ese castillo piojoso hay oro como para comprar todas las tenencias de Castilla, así que apretad el culo, empuñad las armas con decisión y trepad por las escalas como gatos, porque nos la jugamos en este envite. Que a nadie se le arrugue la verga y que nadie de la espalda al enemigo o por las barbas de mi padre que lo ensarto como un capón. ¡Por santa María y san Yago, atacad!

Era electrizante oír al hideputa aquel, con sus barbas rojas erizadas y su voz de espada hundiéndose en un yelmo enemigo. Y como pelotas tenía más que nadie está de más decir que fue el primero en coronar el adarve; y mientras los demás le íbamos a la zaga en las escalas, él ya descabezaba moros en lo alto de la muralla con su espada Tizón, y daba gloria verlo embadurnado en sangre enemiga mientras los insultaba, y tras él,  Minaya no le hacía ascos a entrar en lo más comprometido de la lucha, y como nos hacía mucha ilusión emularle, pues trepábamos por las crujientes escalas a toda prisa para participar en la degollina, y en menos que dura un caldero de sopa a la puerta de un monasterio, la maldita fortaleza fue nuestra.

El héroe agarró al alcaide por el gañote, le dijo que o le indicaba donde estaba la jodida cueva o lo mandaba asar vivo, y le dio dos guantazos para convencerlo de que hablaba en serio. Como si fuese broma asaltar con escalas una fortaleza, vaya. El alcaide no dudó ni un segundo en decir que sí a todo y lo guió por un estrecho pasadizo situado bajo una torre. Al final del mismo, una puerta de cuatro dedos de grueso forrada de chapas de bronce ocultaba a la vista de los mortales el más maravilloso tesoro de cuantos habíamos visto. Para cagarse, vaya. Oro, plata, ricas telas, joyas... El rey llega a ver aquello y se muere de envidia, pero como era tonto del culo y prefería a su alrededor gente haciéndole la pelota en vez de tipos con pelotas, pues seguía tan pobretón como siempre. Tras dejar a los defensores en un estado en el que ya no defenderían nada, es decir, colgados en la muralla como advertencia y aviso de nuestro paso por allí, nos fuimos a Denia a ponerle las peras a cuarto al memo del reyezuelo al-Hayib. Nos plantamos en el castillo de Ondara, que estaba abandonado. Pero como ya teníamos experiencia en fortificaciones, pues lo reparamos y nos metimos dentro a reírnos horrores pensando en la jeta de pánico de al-Hayib cuando se enterase de que tenía un escorpión en el mismo corazón de su taifa.

Y como no se acojonó el reyezuelo que enseguida envió una embajada dispuesta a lamerle las botas al héroe y a pedirle con muy buenos modales que nos largásemos enhorabuena de allí, a lo que el héroe respondió que por él encantado, pero que o le ponían buenos dinares sobre la mesa o de allí no nos movíamos. Hay que tener pelotas y cara dura para pedirle dinero a al-Hayib después de dejarle la alcancía llena de aire, ¿no? Pero así eran las cosas y nadie hacía nada por nada y, si quería vivir tranquilo, ya podía aflojarle los dinares o nos plantábamos en Denia y la dejábamos convertida en un barbecho. Está de más decir que al-Hayib pagó religiosamente. Desconozco la cifra exacta pero conociendo como conocía al héroe, que muchos años llevaba ya compartiendo sus rapiñas con él, debió ser muy jugosa la alfarda que le apoquinó. Porque si no, de Ondara no se mueve nadie.

Ya entrado el verano de 1.089 nos fuimos de nuevo a Valencia. ¡Aquello fue ya la leche, lo juro! Al-Qadir, muy, pero que muy asustado en cuanto tuvo noticia de que íbamos de camino, envió una embajada que parecía la cabalgata de los magos de oriente que adoraron a Nuestro Señor, esa que ustedes tanto celebran hoy día, porque venían cargaditos de regalos y, sobre todo, de oro. Dinares en cantidad para pagar la benevolencia del héroe. Y no solo le envió dineros al-Qadir, sino que los alcaides de todos los castillos que rodeaban Valencia, que no le pagaban los tributos al emir porque como era un cobarde y sabían que no tenía pelotas para ir a cobrárselos no se los daban, salieron a nuestro encuentro a ofrecerle a Rodrigo dichos tributos a modo de parias a cambio de protección. Y está claro que su sola presencia bastaba para ponerle las pelotas en la garganta al más bragado, y lo bueno era que aquellos tributos no eran pagados al héroe como representante del rey de Castilla sino que eran ofrecidos a él como Rodrigo Díaz, y con nadie que no fuese su gente tenía por qué compartirlos; y el rey se quedó a dos velas por haber sido tan necio y por acusarlo de traidor sin serlo.

El héroe, para demostrar al mundo que los que pagaban eran bien tratados, echó a patadas a los ocupantes de Murviedro, que como recordarán se habían puesto bajo el mando del emir de Lérida (que les recuerdo que era el mismo de Denia, al-Hayib, que con tanto moro y tanta taifa acaba uno liado). Y tras eso nos fuimos a Burriana, en plan amenazante contra la taifa leridana, y el emir ya no sabía que hacer para librarse de la sombra del héroe, que lo perseguía a todas horas. Y hasta llamó de nuevo al rey de Aragón para que le echase una mano, a lo que éste se negó porque aún le escocían las dos derrotas que le habíamos infligido, y finalmente contrató- si, como lo oyen, lo contrató como a un mercenario- al conde de Barcelona. Sí, ya saben, a nuestro viejo enemigo Berenguer Ramón, el alevoso fratricida. Y ya hablaremos de esto más adelante, porque la cosa tuvo mucha guasa.

De momento, básteles saber que de Burriana nos tuvimos que ir en busca de provisiones a Morella porque dejamos la zona esquilmada. Éramos mucha gente, y los recursos se acababan pronto. Y allí pasamos el resto de aquel año de 1.089 que, como ven, también fue movidito y hubo batallas, y asaltos y, sobre todo, muchos dinares en la faltriquera. Y como la invernada estaba ya encima y tocaba descanso, levantamos un campamento adecuado para eso, con chozas de adobe y techos de brezo que nos permitían dormir calentitos y tener donde guarecernos cuando llovía o nevaba, y como en Morella había gran cantidad de ganado, no nos faltaron buenas tajadas de carne para reponer fuerzas. Y como María estaba cada vez más hermosa, decidí que la choza nuestra sería sólo para nosotros dos, así que Doscalderas y Bernardo se tuvieron que hacer la suya. Protestaron un poco al principio pero luego lo comprendieron e, intercambiando una mirada picarona, se pusieron manos a la obra.

¡Qué joya de mujer, vive el Cielo! Qué digo joya, ¡un emporio era María Ibáñez! ¿Pues no sabía hasta fabricar adobes? Me hizo cavar y remover una porción de tierra que enfangó con agua, mezcló en el barro dos o tres brazadas de paja, se tiró una hora pisándola como quien pisa uvas en el lagar y, con unos moldes de madera que hizo, en menos de una semana teníamos construida nuestra choza. Yo, habituado a las chabolas de ramas que hacía Bernardo, las comparé con aquella simpática casita y me pareció un palacio, y más teniendo en cuenta que me lo había construido mi reina. Bueno, aún no era ni pretendiente a la corona, y no por falta de ganas por mi parte, sino porque en alguna ocasión le insinué que me bebía los vientos por ella, que estaba muy buena y que me apetecía un montón darme unos restregones por su cuerpo turgente y maravilloso y ella, por toda respuesta, se ponía a hacer pucheros y me dejaba con un palmo de narices. Creo que no había superado el que aquellos hideputas la violasen, pero no perdía la esperanza de que alguna vez olvidase de una puñetera vez su trauma y accediese a convertirse en mi dueña y señora.

Porque yo tenía muy claro que llegaría un momento en que el héroe, harto de batallar, pondría fin a sus andanzas y disolvería la mesnada, o incluso yo mismo daría de mano un día cualquiera y me volvía al terruño a disfrutar el resto de mi vida de mis trabajos en la mesnada del amo, y no era plan de volver y verme en el nido más solo que un abad defendiendo el monasterio mientras cien gazules echan la puerta abajo, que ya dijo Dios Nuestro Señor que no era nada aconsejable que el hombre estuviese solo, que hay que tener a mano una hembra adecuada para desfogarse uno los humores, parirle críos que le alegren a uno la vejez y, qué carajo, tener a alguien que te apriete la mano cuando una cuartana te funde hasta las uñas o cuando llega la hora de la despedida final y se le suben a uno las pelotas a la garganta pensando en la cantidad de cuentas pendientes que deja en éste mundo y el recibimiento que le harán en el otro.

Pero aparte de las calabazas que me daba, mi vida con ella era una delicia. Ir a la batalla sabiendo que a uno lo esperaba una niña tan guapa en vez de una piltra llena de piojos, era cuanto menos estimulante. Mi vida encontró otro sentido gracias a María, y cuando iba de saqueo siempre me preocupaba por trincar alguna chuchería que la hiciese feliz. Y, eso sí, como me había jurado no violar jamás a ninguna mujer y ella por otro lado no se avenía a darme desfogue, pues me encontraba como que muy inquieto, que por aquellos parajes no aparecían nunca ni malas busconas a la caza de unos sólidos de plata, y me revolvía por las noches con unos calores de toro en celo que solo me bajaban de la forma y manera que ya podrán imaginar, que es una cosa que todos hemos hecho de mocitos cuando la naturaleza lo pone a uno como un becerro loco, pero que es algo circunstancial mientras no se dispone de hembra. Porque como un revolcón con una moza de carnes apretadas, no hay nada. Pero.....nada de nada. Ya me entienden.

Y dejando aparte la cuestión meramente carnal, necesaria aunque a veces tan detestable y causa de tantos males, María era una compañera estupenda. En pocas semanas se supo ganar el respeto de las demás mujeres del campamento, y eso que algunas eran verdaderas arpías dignas de ser usadas como ariete contra una muralla. Y los hombres que se cruzaban con ella ya no le soltaban sus retahílas de burradas sino que la saludaban respetuosamente mientras ella, con una gentil inclinación de cabeza, les devolvía el saludo. Porque deben saber que María tenía modales de condesa y una prestancia tal que hasta el mismísimo héroe la detuvo un día y se tiró media hora de palique con ella, cosa que no hacía absolutamente con nadie que no fuese Minaya o Antolínez. Y desde ese día todo el mundo la miró con mucho más respeto, que ser protegida del héroe era un seguro de vida en la mesnada y nadie se atrevería, no ya a ultrajarla en mi ausencia, sino a robarle siquiera un mendrugo de pan.

-Buena moza te has llevado, Millán- me dijo el héroe mientras que yo babeaba tanto de satisfacción por María como por ser merecedor de unas palabras así de boca del amo.

-Digna de un infante de León- corroboró Minaya que no le quitaba la vista de encima, cosa que no me gustó nada porque el buen Alvar Fáñez era un hembrero redomado.

-Gracias, mi señor Rodrigo- acerté a responder- Con ser yo digno de ella ya me conformo.

-¡Buena respuesta, por el santo apóstol!- exclamó el héroe-. Pues de ellas nacemos, más respeto les debemos. Que Dios te la conserve muchos años, bribón.

Yo, abrumado, me doblé por la cintura mientras regaba el suelo con mis babas. María, con sus modales regios, le hizo la reverencia más gentil del mundo teniendo en cuenta que no estábamos en un salón del palacio del rey, sino en mitad de un jodido erial. Ustedes ya habrán deducido por todo lo dicho que estaba encoñado y, en efecto, estaba absolutamente encoñado. No hace falta que lo jure, ¿verdad?

Por cierto que no he vuelto a contarles nada del adalid, y buen momento es para hacer mención de sus incansables chaladuras. Aquel tipo iba de mal en peor y, aunque en la batalla seguía siendo un león – en el asalto al castillo de Palop se portó como un Aquiles, descabezando tantos moros como el amo-, durante los escasos momentos de paz de que disfrutábamos volvía a las andadas. De entrada, volvió a borrar la divisa del escudo sustituyéndola por otra que decía “Aquí llega Laín”, y debajo pintó una guadaña en clara referencia a que tenía muy mala leche con los enemigos. El hideputa loco, en vez de mandar fabricarse una choza como las que usábamos todos se encaramó en un árbol diciendo que era un águila, y allí pasaba las noches lloviese que ventease sujeto al tronco con su cinturón para no caerse mientras dormía y partirse el cuello. Se envolvía en su capotón y allí se quedaba hasta que amanecía, momento éste en que cantaba como un gallo y despertaba a todo el campamento. Hasta los búhos se paraban a pernoctar con él por las noches. El héroe, cuando le contaban esas cosas, se partía de risa y se iba bajo el árbol. Se hacía el nuevo y lo señalaba diciendo:

-¡Por el santo apóstol, mirad, un águila!

Y el adalid se ponía a aletear con los brazos, graznando y exclamando a voz en grito:

-¡Soy Laín, un águila más mala que Caín!

Y el héroe se revolcaba de risa mientras veía a aquel orate, grande como una torre, con su barba y su melena rubia haciendo el ganso en el árbol. Un mal día se cayó y casi se rompe la crisma por lo que decidió dejar de ser águila y convertirse en topo, que decía que era más seguro. Mandó cavar una cueva en el suelo y allí dormía. Desde luego era mejor sitio porque dentro de su covacha se estaría más calentito que en el árbol, pero una noche nevó a base de bien y casi la diña asfixiado porque por la mañana tenía encima casi una vara de nieve taponando el agujero. En fin, que cada vez estaba peor el hideputa. Un día se quedó mirando fijamente a María. Ella, con su habitual gentileza lo saludó y siguió su camino. El adalid le preguntó:

-¿Sois por ventura la infanta doña Urraca?

-No, buen caballero. Soy María.

Y como María era tan rubita y tan agraciada, el cabrón aquel se puso de rodillas diciendo que se le había aparecido la Virgen, y así se pasó todo el día con los ojos anegados de lágrimas de felicidad por el maravilloso éxtasis místico.

Y llegó el año de 1.090. Celebramos la Natividad de Nuestro Señor como Dios manda, y el héroe hasta hizo venir de no sé donde un fraile para que nos cantase misa, que hacía yo que sé la de tiempo que no cumplíamos con Dios; y María que no se dejaba meter mano, y el adalid que seguía haciendo el topo, y Bernardo desesperado porque no podía mandarle dinero a su madre a pesar de que yo le aseguraba que con lo que ya le había mandado tenía para vivir como una reina el resto de su vida, y Doscalderas sin soltar nada sobre sus oscuros orígenes, y yo dándome de cabezazos porque cada vez que me acercaba a María con intenciones aviesas me hacía pucheros y me desarmaba, y el héroe que ya hacía planes con Minaya para preparar la aceifa de aquel año en cuanto el tiempo lo permitiese.

Y ya vale de momento. Vayan preparándose, que lo que viene ahora merece la pena. Que por si lo han olvidado, el conde de Barcelona se puso al servicio del emir de Lérida para, a pesar de las derrotas que ya le habíamos infligido, seguir dándonos la murga. Pero eso lo contaré en el próximo capítulo, que a veces se me olvidan algunas cosas y tengo que darme una vuelta por el purgatorio para recabar datos. Por cierto, ¿no les he dicho que el loco del adalid se largó de aquí hace ya mucho tiempo a pesar de haber mandado a más gente a la tumba que la peste? ¿No? Pues ya lo saben. Creo que el hideputa éste, además de caerle en gracia al héroe, le cayó en gracia a san Pedro y lo indultó. Supongo que andará por el Cielo, con su escudo lleno de insensateces, galopando entre nubes y jurando que es un ángel.